Capítulo V

1

Miss Marple se despertó temprano porque esa era su costumbre. Estaba muy contenta con la cama. Era comodísima.

Caminó descalza hasta la ventana y descorrió las cortinas para que entrara la débil luz de la mañana londinense. Sin embargo, todavía no era la hora de apagar la luz eléctrica. Le habían dado una habitación muy bonita, siempre dentro de la tradición del Bertram’s. El empapelado con dibujos de rosas, una lustrosa cómoda de caoba, un tocador a juego, dos sillas de respaldo recto y un sillón con el asiento a una altura razonable del suelo. Una puerta comunicaba con el baño que era moderno, pero cuyos azulejos reproducían el tema de las rosas, con lo cual se evitaba cualquier sugestión de fría higiene.

Miss Marple volvió a la cama, se acomodó las almohadas, miró la hora, las siete y media, cogió el devocionario que siempre llevaba con ella y leyó la página y media que le correspondía. Luego, recogió su labor y comenzó a hacer calceta, despacio al principio porque tenía los dedos rígidos y doloridos por el reuma cuando se despertaba, pero después cada vez más rápido, a medida que los dedos perdían la rigidez.

«Otro día» se dijo, agradeciendo el hecho con un tranquilo placer. Otro día y ¿quién podía decir lo que le traería?

Abandonó la labor y se relajó, dejando correr sus pensamientos. Selina Hazy, qué bonita casa la que había tenido en St. Mary Mead, y ahora alguien le había colocado un horrible techo verde. Muffins, un auténtico desperdicio de mantequilla, pero tan deliciosos. ¡Además, servían algo tan anticuado como el pastel de sésamo! Nunca hubiera imaginado, ni por un momento, que las cosas pudieran continuar siendo como antes, sobre todo porque el tiempo no se detenía y, para conseguir detenerlo de aquella manera, hacía falta muchísimo dinero. ¡Ni un solo objeto de plástico en todo el hotel! Supuso que les saldría a cuenta. Lo anticuado se vuelve algo pintoresco. Sin ir más lejos, la gente volvía a querer las viejas rosas y despreciaba las híbridas. No había nada en este lugar que le pareciera real. ¿Por qué tenía que parecerlo? Habían pasado cincuenta, no, casi sesenta años desde que se alojó aquí, y tampoco le parecía real porque se había acostumbrado a vivir en el presente. En realidad, todo esto planteaba una serie de cuestiones muy interesantes. El ambiente y los huéspedes. Miss Marple apartó la labor un poco más.

—Bolsas —exclamó en voz alta—. Supongo que serán las bolsas. No se ven ahora bolsas de la compra.

¿Sería esa la explicación para la extraña sensación de inquietud que había experimentado la noche anterior? El presentimiento de que algo estaba mal.

Toda esas personas mayores en realidad eran muy parecidas a las que recordaba de medio siglo atrás. Entonces había sido algo natural, pero no eran muy naturales ahora. En la actualidad, las personas mayores no se parecían a las de antaño. Tenían las expresiones angustiadas de aquellos que se ven agobiados por las preocupaciones domésticas a las que no pueden hacer frente, de los que corren de comité en comité en un intento por parecer enérgicos y competentes, o se teñían el pelo con reflejos azules, o llevaban pelucas, y sus manos no eran las que ella recordaba, suaves y bien cuidadas, sino ásperas de tanto fregar y de los detergentes.

De acuerdo, estas personas no parecían reales, pero sí que lo eran. Selina Hazy era real, y aquel viejo y bien parecido militar del rincón era real (se lo habían presentado en una ocasión, aunque ella no recordaba su nombre), y el obispo (¡querido Robbie!).

Miss Marple miró su reloj. Las ocho y media. Hora de tomar el desayuno. Miró la hoja de instrucciones suministrada por el hotel, letras bien grandes que hacían innecesario ponerse las gafas.

Las comidas se podían pedir llamando al servicio de habitaciones, o se podía tocar el timbre marcado con el rótulo de «Camarera».

Miss Marple hizo esto último. Hablar con el servicio de habitaciones siempre le ponía nerviosa. El resultado fue excelente. En un santiamén llamaron a la puerta y entró una camarera de aspecto impecable. Una camarera de verdad que parecía irreal, con un vestido a rayas color lavanda y cofia, sí, una cofia almidonada. Un rostro sonrosado y sonriente, un auténtico rostro campesino. (¿Dónde encontraban a estas personas?).

Miss Marple pidió el desayuno. Té, huevos escalfados, panecillos calientes. Tan experta era la camarera que no hizo falta mencionar los cereales o el zumo de naranja.

Cinco minutos más tarde le habían servido el desayuno. Una buena bandeja con una tetera de considerable tamaño, una jarra de leche con toda su crema y otra jarra de agua caliente. Dos hermosos huevos escalfados sobre dos rebanadas de pan tostado, escalfados en su justo punto, no como dos pequeñas piedras en hueveras de latón, y un buen trozo de mantequilla adornado con una ramita de menta. Mermelada, miel y jalea de fresas. Unos panecillos de aspecto delicioso, nada de panecillos recalentados. Olían a pan fresco (¡el aroma más delicioso del mundo!). También había una manzana, una pera y un plátano.

Miss Marple hundió el cuchillo con delicadeza pero sin desconfianza. No se llevó ninguna desilusión. La espesa yema de un color oro rojizo se derramó lentamente. ¡Huevos de verdad!

¡Todo bien caliente! ¡Un desayuno de verdad! ¡Un desayuno como el que hubiera preparado ella, pero que no había tenido que prepararlo! Se lo sirvieron como si fuera no una reina, sino una dama mayor alojada en un buen hotel no demasiado caro. De hecho, como si estuviera otra vez en 1909. Miss Marple le comentó su satisfacción a la camarera.

—Sí, señora —respondió la joven—. El cocinero es muy suyo en lo que se refiere a los desayunos.

Miss Marple la observó complacida. El hotel Bertram’s sin duda producía maravillas. Una camarera de verdad. Se pellizcó el brazo disimuladamente.

—¿Lleva aquí mucho tiempo? —le preguntó.

—Poco más de tres años, señora.

—¿Y antes?

—Trabajaba en un hotel de Eastburne. Muy moderno, pero prefiero los lugares antiguos como éste.

Miss Marple probó el té. Comenzó a canturrear distraída. Las palabras de una canción olvidada hacía mucho tiempo volvieron a su boca de una forma completamente natural:

Oh, dónde has estado toda mi vida

La camarera la miró un tanto sorprendida.

—Sólo estaba recordando una vieja canción —manifestó miss Marple en tono de disculpa—. Era muy popular en mi época.

Una vez más volvió a repetir el estribillo: «Oh, dónde has estado toda mi vida».

—¿Quizá la conoce?

—Bueno… —La camarera se interrumpió.

—Demasiado antigua para usted. Los lugares como éste te hacen recordar muchas cosas.

—Sí, señora. A muchas de las damas que se alojan aquí les ocurre lo mismo.

—Supongo que ésa es la razón por la que vienen.

La camarera salió de la habitación. Era obvio que estaba acostumbrada a las viejas y a sus recuerdos.

Miss Marple acabó su desayuno y se levantó muy animada. Había decidido dedicar la mañana a ir de tiendas. No demasiadas, para no cansarse. Hoy recorrería Oxford Street y mañana Knightsbridge. Pensó alegremente en lo bien que se lo pasaría.

Eran casi las diez cuando salió de la habitación completamente equipada: sombrero, guantes, paraguas por si acaso, aunque hacía un día espléndido, bolso y su más elegante bolsa de la compra.

La puerta de una habitación más allá de la suya se abrió bruscamente y alguien asomó la cabeza. Se trataba de Bess Sedgwick. La mujer echó una ojeada y volvió a cerrar la puerta violentamente.

Miss Marple reflexionó sobre el incidente mientras bajaba las escaleras. Por las mañanas prefería las escaleras al ascensor. La estimulaban. Sus pasos se hicieron cada vez más lentos hasta que finalmente se detuvo.

2

El coronel Luscombe salió de su habitación y se alejó por el pasillo en dirección a las escaleras. En aquel momento, lady Sedgwick abrió la puerta y le llamó.

—¡Por fin apareces! ¡Llevó esperándote no sé cuánto tiempo! ¿Dónde podemos hablar tranquilamente? Quiero decir sin tropezar continuamente con alguna vieja.

—No estoy muy seguro de que lo encontremos, Bess. Quizás en el entresuelo. Hay una sala de lectura que suele estar siempre vacía.

—Será mejor que entres. Date prisa, ante de que la camarera comience a pensar cosas raras.

El coronel aceptó un tanto a regañadientes. La mujer volvió a cerrar de un portazo.

—No tenía ni la más remota idea de que estuvieras alojada aquí, Bess. Te lo juro.

—No lo dudo.

—Quiero decir que, de haberlo sabido, nunca hubiese traído a Elvira. ¿Sabes que Elvira está aquí?

—Sí, te vi con ella anoche.

—Pero la verdad es que no sabía que estuvieras aquí. Parece un sitio tan extraño para ti.

—No veo porqué —replicó Bess, fríamente—. Es el hotel más cómodo de todo Londres. ¿Por qué no iba a alojarme aquí?

—Te aseguro que no tenía ni idea de que estuvieras en el hotel.

Bess Sedgwick miró a su amigo y se echó a reír. Vestía un elegante traje chaqueta negro y una camisa de seda verde esmeralda. Se la veía alegre y llena de vida. A su lado, el coronel parecía una persona mustia y gris.

—Mi querido Derek, no te preocupes tanto. No te estoy acusando de haber organizado un emotivo encuentro entre madre e hija. Sólo es una de esas cosas que pasan, un encuentro en el lugar más insospechado. Pero debes sacar a Elvira de aquí, Derek. Tienes que llevártela cuanto antes, hoy mismo.

—Tranquila, se marchará. Sólo la traje aquí por un par de noches. Ir al teatro, a cenar, esas cosas. Mañana se va a casa de los Melford.

—Pobre chica, se aburrirá como una ostra.

Luscombe la miró preocupado.

—¿Crees que se aburrirá muchísimo?

Bess se apiadó de su amigo.

—Probablemente no después de estar interna en Italia. Incluso puede que lo considere emocionante.

Luscombe se armó de valor.

—Escucha, Bess, me sorprendió encontrarte aquí, pero ¿no crees que quizás estaba predestinado que ocurriera así? Quiero decir que podría ser una oportunidad. En realidad, no sé hasta qué punto estás enterada de los sentimientos de la muchacha.

—¿Qué estás intentando decirme, Derek?

—Después de todo, tú eres su madre, ¿no?

—Claro que soy su madre, y ella es mi hija. ¿De qué nos ha servido o nos servirá que así sea?

—No puedes estar segura. Creo que ella se resiente.

—¿De dónde has sacado esa idea? —preguntó Bess bruscamente.

—Fue algo que dijo ayer. Me preguntó dónde estabas, qué estabas haciendo.

Bess cruzó la habitación para acercarse a la ventana. Permaneció allí unos momentos, golpeando el cristal con las uñas.

—Eres tan buena persona, Derek, y tienes unas ideas tan nobles, pero la verdad es que no funcionan, amigo mío. Eso es lo que tienes que repetirte. No funcionan y pueden ser peligrosas.

—Venga ya, Bess. ¿Peligrosas?

—Sí, sí. Peligrosas. Yo soy un peligro. Siempre he sido un peligro para los demás.

—Cuando pienso en algunas de las cosas que has hecho… —manifestó Luscombe con un tono pensativo.

—Eso es asunto mío. Vivir peligrosamente es un hábito que tengo. No, hábito no es la palabra. Lo correcto sería decir adicción. Es como una droga, como las dosis de heroína que se inyectan los adictos para que la vida les parezca alegre y digna de ser vivida. Vale, no pasa nada. Es mi funeral, o no, todo depende. Nunca he tomado drogas, no las necesito. El peligro ha sido y es mi vicio. Pero la gente que vive como yo puede representar un peligro para los demás. Vamos, no seas testarudo, Derek. Ocúpate de mantener a esa chica alejada de mí. No puedo hacerle ningún bien y sí mucho daño. Si es posible, no permitas que se entere de que estoy en este hotel. Llama a los Melford y llévatela allí hoy mismo. Invéntate alguna excusa sobre una emergencia o lo que sea.

El coronel Luscombe tironeó de su bigote.

—Creo que estás cometiendo un error, Bess. —Exhaló un suspiro—. Me preguntó dónde estabas. Le respondí que estabas en el extranjero.

—Lo estaré dentro de doce horas, así que todo encaja perfectamente.

Bess se acercó a su amigo, le dio un beso en la barbilla, le hizo volverse como si fueran a jugar a la gallinita ciega, abrió la puerta y le dio un leve empujón para echarlo de la habitación. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, el coronel vio a una anciana que acababa de subir las escaleras. Murmuraba para sí misma al tiempo que miraba el interior de su bolso. «Vaya, vaya. Supongo que me lo habré dejado en la habitación. Vaya fastidio».

La anciana pasó junto a Luscombe sin prestarle ninguna atención, pero cuando el hombre se alejó en dirección a las escaleras, miss Marple se detuvo para dirigirle una mirada penetrante. A continuación, miró la puerta de Bess Sedgwick.

—Así que era a él a quien estabas esperando —musitó—. Quisiera saber porqué.

3

El padre Pennyfather, confortado por el desayuno, atravesó el vestíbulo, no se olvidó de dejar la llave en recepción, salió del edificio y, de inmediato, el portero irlandés que se encargaba de los taxis le abrió la puerta para que subiera.

—¿Adónde va, señor?

—Ay, madre —exclamó el sacerdote, dominado por una súbita angustia—. Espere un momento. ¿Adónde quería ir?

El tráfico en Pond Street se atascó durante unos minutos mientras Pennyfather y el portero debatían la espinosa cuestión.

Finalmente, el padre tuvo una súbita inspiración divina y el portero le ordenó al taxista que llevara a su pasajero al Museo Británico.

El portero permaneció en la acera con la expresión de un hombre que ha cumplido con su deber y, a la vista de que no salía nadie más del hotel, se dio un paseíllo a lo largo de la fachada, silbando una vieja tonada con mucha discreción.

Se abrió una de las ventanas de la planta baja, pero el portero ni se molestó en mirar hasta que una voz le llamó inesperadamente.

—Así que es aquí a donde has ido a parar, Micky. ¿Qué diablos te ha traído a este lugar?

El hombre se volvió sobresaltado y se quedó boquiabierto.

Lady Sedgwick asomaba la cabeza por el hueco de la ventana.

—¿Es que no me reconoces? —preguntó con voz dura.

Una súbita expresión de reconocimiento apareció en el rostro del portero.

—¡Vaya, si no es otra que mi pequeña Bessie! ¡Menuda sorpresa! Después de todos estos años, va y me encuentro con mi vieja Bessie.

—Nadie excepto tú me ha llamado nunca Bessie. Es un nombre repugnante. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?

—De todo un poco —respondió Micky con cierta reserva—. No salgo en los periódicos como tú. Me entero de tus hazañas por la prensa.

Bess Sedgwick se echó a reír.

—Por lo menos, me conservo mejor que tú. Bebes demasiado. Siempre le has dado demasiado a la botella.

—Tú te mantienes mejor porque siempre has tenido dinero.

—En cambio, a ti el dinero no te haría ningún bien. Te lo hubieras gastado todo en copas y ahora estarías hecho un guiñapo. Sí, te hubieras bebido hasta el último penique. ¿Qué te ha traído aquí? Eso es lo que quiero saber. ¿Cómo has conseguido que te contrataran en un hotel como éste?

—Necesitaba un trabajo. Tenía éstas como recomendación. —Pasó una mano por las medallas que adornaban su chaqueta.

—Sí, ya las veo. —Bess permaneció un instante en silencio—. Son auténticas, ¿verdad?

—Claro que son auténticas. ¿Qué te creías?

—Te creo. Siempre has sido un tipo con agallas. Un peleador nato. Estoy segura de que el ejército te sentaba que ni pintado.

—El ejército está muy bien durante la guerra, pero no es bueno en tiempos de paz.

—Así que te metiste a portero. No tenía ni la menor idea… —Se interrumpió.

—¿De qué no tenías la menor idea, Bessie?

—Nada. Resulta extraño verte después de tantos años.

—Yo no te he olvidado. Nunca te he olvidado, Bessie. ¡Ah, que chica más guapa eras! ¡Una preciosidad!

—¡Di mejor una tonta de tomo y lomo! —replicó la mujer.

—Eso también es muy cierto. Nunca tuviste mucho sentido común. De lo contrario, no te habrías liado conmigo. Qué manos tenías para los caballos. ¿Recuerdas a aquella yegua, cómo se llamaba? Molly O’Flynn. Menuda bestia del demonio que era.

—Tú eras el único que la podía montar.

—¡La muy malvada me hubiera tirado de haber podido! Cuando descubrió que no podía, se rindió. Ah, era una belleza. Pero hablando de montar, no había ni una sola mujer por aquellos lares que te pudiera superar. Montabas de maravilla y tenías unas manos perfectas. Nunca tenías miedo y, por lo que he leído, continúas sin tenerlo. Aviones, coches de carreras y lo que te echen.

La mujer volvió a reír.

—Debo seguir con mis cartas.

Se apartó de la ventana y ahora fue el portero quien asomó la cabeza.

—No he olvidado Ballygowlan —dijo con un tono malintencionado—. Alguna veces he pensado en escribirte.

—¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Bess inmediatamente con voz desabrida.

—Sólo digo que no he olvidado nada. No pretendía otra cosa que recordártelo.

—Si quieres decir lo que yo creo —señaló Bess con el mismo tono de antes—, te daré un consejo. Si me buscas las cosquillas, te mataré como quien mata a una rata. Ya he matado a otros hombres.

—En el extranjero.

—En el extranjero o aquí. Me da lo mismo.

—No me cabe ninguna duda de que eres muy capaz de hacerlo. —La voz de Micky reflejó su admiración—. En Ballygowlan…

—En Ballygowlan —le interrumpió la mujer—, te pagaron para que mantuvieras la boca cerrada y te pagaron muy bien. Cogiste el dinero. No pienses en sacarme ni un penique porque no te lo daré.

—Sería una bonita historia romántica para los dominicales.

—Ya has oído lo que he dicho.

—Ah. —El portero se echó a reír—. No lo decía en serio. Sólo era una broma. Nunca se me ocurriría hacer nada para perjudicar a mi Bessie. Mantendré la boca cerrada.

—Más te vale.

Lady Sedgwick cerró la ventana. Miró la carta a medio escribir que tenía sobre el escritorio. Cogió el papel, hizo una bola y lo arrojó al cesto. Después se levantó bruscamente y salió de la sala sin preocuparse ni por un instante de mirar atrás.

Las pequeñas salas de lectura del Bertram’s tenían a menudo el aspecto de estar vacías incluso cuando no lo estaban. Había dos escritorios con el recado de escribir junto a las ventanas, una mesa con las revistas de la semana a la derecha y, a la izquierda, dos comodísimos sillones orejeros vueltos hacia la chimenea. Estos eran los lugares favoritos de los ancianos hombres de armas para acomodarse y dormir la siesta hasta la hora del té. Cualquiera que entrara dispuesto a leer o a escribir una carta casi nunca se daba cuenta de su presencia. Los sillones no tenían una gran demanda durante la mañana.

Sin embargo, se daba el caso de que precisamente esa mañana ambos estaban ocupados. En uno se sentaba una señora mayor y en el otro una joven. La muchacha se levantó. Miró en dirección a la puerta por la que acaba de salir lady Sedgwick como si estuviera totalmente desconcertada, y después caminó hacia la puerta con paso lento. El rostro de Elvira Blake mostraba una palidez cadavérica.

Pasaron otros cinco minutos antes de que la anciana hiciera movimiento alguno. Entonces, miss Marple decidió que el breve descanso que siempre se tomaba después de vestirse y bajar las escaleras había durado más que suficiente. Había llegado la hora de salir a disfrutar los placeres de Londres. Podía ir caminando hasta Picadilly y coger el autobús número 9 hasta High Street, en Kensington, o ir hasta Bond Street y tomar el 25 hasta Marshall & Snelgrove, o también coger el 25 pero en dirección contraria que, si no recordaba mal, la dejaría delante mismo del economato del Ejército y la Marina. Atravesó la puerta giratoria pensando en lo mucho que se divertiría. El portero irlandés, atento a su trabajo, tomó la decisión final.

—Le pediré un taxi, señora —dijo con firmeza.

—No quiero un taxi. Creo que puedo coger el 25 por aquí cerca, o si no también el 2 en Park Lane.

—No le recomiendo el autobús —insistió el portero—. Es muy peligroso tener que subir de un salto a un autobús cuando ya se tiene cierta edad. Además, esa manera tan brusca que tienen de arrancar y de frenar. Tienes que ir agarrado con cuatro manos para no caerte. Los tipos que conducen no tienen corazón. Tocaré el silbato para que venga un taxi y usted irá donde más le apetezca como una reina.

Miss Marple consideró la oferta y mordió el anzuelo.

—De acuerdo, creo que cogeré un taxi.

El portero ni siquiera utilizó el silbato. Se limitó a chasquear los dedos y un taxi apareció como por arte de magia. Miss Marple subió al taxi ayudada con todo mimo por el portero y, llevada por un impulso, decidió ir hasta Robinson Cleaver y echar una ojeada a su espléndida oferta de sábanas de hilo. Se arrellanó en el asiento, sintiéndose como una reina, tal como le había prometido el portero. En su mente ya disfrutaba con la visión de las sábanas y las fundas de almohada de hilo y los paños de cocina sin dibujos de plátanos, higos, perros y otros dibujos que te distraían cuando secabas la vajilla.

Lady Sedgwick se acercó al mostrador de recepción.

—¿Está Mr. Humfries en su despacho?

—Sí, lady Sedgwick —respondió miss Gorringe sorprendida.

La mujer pasó al otro lado del mostrador, llamó a la puerta del despacho y entró sin esperar respuesta.

Mr. Humfries se quedó boquiabierto ante la intromisión.

—¿Sí?

—¿Quién contrató a Michael Gorman?

Mr. Humfries tartamudeó ligeramente al responder a la pregunta.

—Parfitt se marchó, sufrió un accidente de coche hará cosa de un mes. Tuvimos que reemplazarlo con urgencia. Este hombre parecía el más adecuado. Buenas referencias, una excelente hoja de servicios en el ejército. No demasiado inteligente, pero eso a veces es una ventaja. ¿Sabe usted algo que nosotros no sepamos de sus antecedentes?

—Lo suficiente para no querer que esté aquí.

—Si usted insiste —señaló Humfries lentamente—, le daremos el aviso de despido.

—No —contestó lady Sedgwick—, no, ya es demasiado tarde. No se moleste.