Capítulo II

Supongo que continúa viviendo en el querido St. Mary Mead —comentó lady Selina—. Un pueblo encantador para el que no pasa el tiempo. Lo recuerdo a menudo. Estará como siempre, ¿no?

—No tanto. —Miss Marple pensó en algunos aspectos de su lugar de residencia. La nueva urbanización, las reformas en el edificio del ayuntamiento, los cambios en High Street con los nuevos comercios. Suspiró—. Supongo que debemos aceptar los cambios.

—El progreso —señaló lady Selina vagamente—. Aunque a menudo tengo la impresión de que no es un progreso. Todas esas cosas nuevas que hay actualmente en los sanitarios. Toda esa gama de colores y con eso que llaman «accesorios». Nunca sé si hay que «tirar» o «empujar» en todos esos aparatos. Cada vez que vas a casa de un amigo, te encuentras con un cartelito en el baño: «Presione fuerte y suelte», «Tire hacia la izquierda», «Suelte rápidamente». En los viejos tiempos, no tenías más que tirar de la cadena de cualquier manera y caía una catarata de agua en el acto. Ah, allí está nuestro querido obispo de Medmenham —exclamó la anciana cambiando bruscamente de tema, cuando un elegante clérigo ya mayor cruzaba el vestíbulo—. Creo que está casi ciego del todo. Un espléndido sacerdote en activo.

Las dos ancianas hablaron unos minutos de temas clericales, intercalados con el reconocimiento por parte de lady Selina de diversos amigos y conocidos, la mayoría de los cuales no eran las personas que ella creía que eran. Lady Selina y miss Marple conversaron sobre los «viejos tiempos» aunque la crianza de miss Marple, por supuesto, había sido muy diferente a la de la aristócrata, y sus recuerdos se limitaban casi exclusivamente a los pocos años en que lady Selina, que acababa de enviudar y pasaba por apuros económicos, había alquilado una pequeña casa en St. Mary Mead durante el tiempo en que su segundo hijo había estado destinado a la base aérea cercana.

—¿Siempre se aloja aquí cuando viene a la ciudad, Jane? Es extraño que no nos hayamos visto antes.

—No, no podría permitírmelo y, en cualquier caso, casi nunca salgo de casa en estos tiempos. Estoy aquí gracias a que una muy generosa sobrina mía creyó que me gustaría disfrutar de una breve visita a Londres. Joan es una chiquilla (bueno, chiquilla es un decir) muy amable. —Miss Marple pensó con cierto desasosiego que Joan debía rondar los cincuenta—. Es pintora. Una pintora bastante conocida. Joan West. Hizo una exposición no hace mucho.

Lady Selina tenía muy poco interés en los pintores o en cualquier otra manifestación artística. Consideraba a los escritores, artistas y músicos como algo parecido a animales bien amaestrados. Estaba dispuesta a ser indulgente con ellos, pero se preguntaba para sus adentros por qué querían hacer lo que hacían.

—Supongo que pintará esas cosas modernas —comentó mientras su mirada continuaba barriendo el vestíbulo—. Allí está Cicely Longhurst. Veo que ha vuelto a teñirse el pelo.

—Mucho me temo que mi querida Joan es un tanto moderna.

Miss Marple no podía estar más equivocada. Joan West había sido moderna unos veinte años atrás, pero ahora era considerada por los jóvenes artistas como absolutamente clásica.

La anciana miró fugazmente el pelo de Cicely Longhurst, y después se sumió en los placenteros recuerdos de su sobrina y lo amable que había sido. Joan le había dicho a su marido:

»—Desearía que hiciéramos algo por la vieja tía Jane. Casi nunca sale de su casa. ¿Crees que le gustaría ir a pasar una o dos semanas a Bournemouth?

»—Buena idea —respondió Raymond West. Su último libro se estaba vendiendo muy bien, y se sentía generoso.

»—Creo que disfrutó con el viaje a las Antillas, aunque fue una lástima que se viera mezclada en un caso de asesinato. No es lo más adecuado a su edad.

»—A ella parecen sucederle esta clase de cosas.

Raymond quería mucho a su vieja tía y le hacía objeto de continuos agasajos. También le enviaba libros que a su juicio podían interesarle. Se sorprendía cuando la mayoría de las veces, ella rechazaba cortésmente sus ofrecimientos y, aunque la anciana siempre comentaba que los libros eran «muy interesantes», tenía la sospecha de que ella no los leía. Claro que ya no veía como antes.

En esto se equivocaba. Miss Marple conservaba una vista muy buena para su edad y, en este momento, tomaba buena cuenta de todo lo que pasaba en el vestíbulo del hotel con gran interés y placer.

Al escuchar el ofrecimiento de Joan para que fuera a pasar una o dos semanas en cualquiera de los mejores hoteles de Bournemouth, había vacilado para después acabar contestando:

»—Es muy, pero que muy amable de tu parte, querida, pero no creo que deba…

»—Pero será bueno para usted, tía Jane. Es conveniente que salga de casa de vez en cuando. Le dará nuevas ideas y nuevas cosas en las que pensar.

»—Sí, en eso tienes razón, y sí que me gustaría hacer una breve visita a alguna parte, sólo para cambiar de aires, pero no precisamente a Bournemouth.

Joan se había llevado una sorpresa. Estaba segura de que Bournemouth sería la Meca de tía Jane.

»—¿Eastbourne? ¿Torquay?

»—Lo que me gustaría de verdad… —Miss Marple titubeó.

»—¿Sí?

»—Creo que a ti te parecerá una ridiculez.

»—No, le aseguro que no. —(¿Dónde querría ir?).

»—Me gustaría ir al hotel Bertram’s en Londres.

»—¿Al hotel Bertram’s? —El nombre le sonaba vagamente.

Miss Marple se había apresurado a dar una explicación.

»—Me alojé allí en una ocasión, cuando tenía catorce años. Con mis tíos. El tío Thomas era el canónigo de Ely. Nunca olvidé aquella estancia. Si pudiera ir allí… Una semana estaría muy bien. Dos podría ser demasiado caro.

»—No se preocupe por eso. Claro que puede ir allí. Tendría que haber pensado que quizá querría ir a Londres. Ir de compras y todo lo demás. Nos encargaremos de todo si es que el Bertram’s todavía existe. Hay tantos hoteles que han desaparecido. Algunos fueron bombardeados durante la guerra y otros han cerrado.

»—No. Sé que el Bertram’s continúa abierto. Precisamente recibí una carta de mi amiga Amy McAllister de Boston que me envió desde el hotel. Ella y su marido se alojaron allí.

»—De acuerdo. Me encargaré de hacerle la reserva. Pero tenga presente —añadió Joan—, que quizá lo encuentre muy cambiado de cómo era en aquellos tiempos, no se vaya a llevar una desilusión.

Pero el Bertram’s no había cambiado. Continuaba siendo el mismo de siempre. En opinión de miss Marple, resultaba casi un milagro. Claro que nunca se sabía.

En realidad parecía demasiado bueno para ser verdad. Sabía perfectamente, con su habitual sentido común, que sólo pretendía revivir sus recuerdos con los colores originales. Por fuerza se veía obligada a pasar la mayor parte de sus horas recordando placeres pasados. Si pudiera encontrar a alguien con quien compartirlos eso sería miel sobre hojuelas. En la actualidad, eso no resultaba tan sencillo, había sobrevivido a la mayoría de sus contemporáneos. Pero, así y todo, rememoró los viejos tiempos y, aunque resultaba extraño, eso la hizo revivir. Jane Marple, aquella ansiosa jovencita sonrosada, una adolescente ridícula en muchas cosas. ¿Cómo se llamaba aquel joven tan poco adecuado? Vaya, ya ni siquiera recordaba su nombre. Sabía que fue su madre la que cortó de raíz aquella amistad. Se había cruzado con él años más tarde y le había parecido un tipo horrendo. Sin embargo, en aquel momento se había pasado llorando una semana entera. Hoy en día, por supuesto, ya era otra cosa. Las pobres muchachas tenían madres, pero madres que no servían de mucho, madres que eran incapaces de proteger a sus hijas de las aventuras ridículas, de los hijos ilegítimos y de precipitados y desastrosos matrimonios. Todo muy triste.

La voz de su amiga interrumpió estas reflexiones.

—¡Que me cuelguen! Sí, claro que es ella. ¡Bess Sedgwick! Tantos lugares como hay en el mundo y tiene que aparecer por aquí.

Miss Marple había estado escuchando a medias los comentarios de lady Selina sobre las personas presentes en el vestíbulo. Ella y miss Marple se movían en círculos completamente diferentes y, por lo tanto, miss Marple no había podido compartir los escandalosos cotilleos sobre los diversos amigos o conocidos que lady Selina veía o creía ver.

Pero Bess Sedgwick era otra cosa. Se trataba de un personaje conocido en toda Inglaterra. Durante más de treinta años, la prensa se había ocupado de informar puntualmente de algo escandaloso o extraordinario protagonizado por aquella mujer. Durante la guerra había pertenecido a la Resistencia francesa y se decía que en la culata de su arma había seis muescas correspondientes a seis alemanes muertos. Años atrás, había hecho un vuelo en solitario a través del Atlántico y había cruzado Europa a caballo hasta las orillas del lago Van, en la Armenia turca y había sido piloto de coches de carreras. En una ocasión había rescatado a dos niños de una casa en llamas, se había casado varias veces para su mérito o descrédito y, a juicio de los expertos, era la segunda mujer mejor vestida de Europa. Entre sus proezas se comentaba que había conseguido colarse en un submarino nuclear durante un viaje de prueba.

Por lo tanto, miss Marple se irguió muy interesada y contempló a la heroína con una mirada francamente ávida.

Entre las muchas cosas y personas que había esperado encontrar en el Bertram’s no figuraba Bess Sedgwick. Un lujoso club nocturno o un bar de camioneros hubieran estado más de acuerdo con la amplia gama de intereses del personaje. Pero este establecimiento respetable y anticuado parecía «un lugar un tanto insólito para ella.

Sin embargo, allí estaba y era ella sin ninguna duda. A duras penas pasaba un mes sin que el rostro de Bess Sedgwick apareciera en alguna revista de moda o en la prensa dominical. Aquí estaba en carne y hueso, fumando un cigarrillo de una manera rápida e impaciente, mientras miraba, con expresión un tanto sorprendida, la bandeja con el té que tenía delante, como si nunca hubiese visto ninguna.

Había pedido —miss Marple forzó la mirada porque estaba un poco lejos— donuts. Muy interesante.

Mientras la miraba, Bess Sedgwick aplastó la colilla en el plato, cogió un donut y casi lo engulló de un bocado. La mermelada de fresa del relleno se deslizó por su barbilla. Bess echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, uno de los sonidos más fuertes y alegres que se hubieran escuchado en el vestíbulo del Bertram’s en mucho tiempo.

Henry apareció inmediatamente junto a la mujer para ofrecerle una pequeña e impoluta servilleta. La mujer aceptó la servilleta y procedió a restregarse la barbilla con el vigor de una colegiala.

—Eso es lo que yo llamo un auténtico donut. Delicioso —exclamó.

Dejó la servilleta en la bandeja y se levantó. Como de costumbre, era el objeto de todas las miradas. Estaba habituada. Quizá le gustaba, o tal vez ya no hacía caso. La verdad es que era digna de mirar: una mujer impactante más que hermosa. El pelo rubio platino le llegaba a los hombros. El modelado de los huesos de su cabeza y el rostro eran exquisitos, la nariz levemente aquilina y los ojos grises hundidos en las órbitas. Tenía la boca grande de los comediantes naturales. Su vestido era de una simplicidad que intrigaba a los hombres. Parecía un burdo saco de arpillera, sin adornos de ningún tipo ni cierres o costuras aparentes. Pero las demás mujeres lo tenían claro. Incluso las viejas provincianas del Bertram’s sabían muy bien que costaba una pequeña fortuna.

Su avance a través del vestíbulo hacia el ascensor le hizo pasar muy cerca de lady Selina y miss Marple. Bess saludó a la primera.

—Hola, lady Selina. No la veía desde Crufts. ¿Cómo están los Borzoi?

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Bess?

—He alquilado una habitación. Acabo de llegar de Land’s End. Cuatro horas y tres cuartos. No está mal.

—Cualquier día de estos acabarás matándote o, lo que es peor, matarás a algún pobre inocente.

—Espero que no.

—¿Por qué te has alojado aquí?

Bess Sedgwick echó una rápida ojeada al vestíbulo. Pareció comprender la alusión y la aceptó con una sonrisa irónica.

—Alguien me dijo que debía probarlo. Creo que tenía razón. Me acabo de comer un donut incomparable.

—Querida, también tienen auténticos muffins.

—Muffins —repitió Bess pensativamente—. Sí. —Parecía considerar el asunto—. ¡Muffins!

Se despidió con un gesto y continuó su camino hacia el ascensor.

—Una muchacha extraordinaria —afirmó lady Selina. Para ella, lo mismo que para miss Marple, cualquier mujer menor de sesenta era una muchacha—. La conozco desde que era una niña. Nunca nadie consiguió domarla. Se escapó con un palafrenero irlandés cuando tenía dieciséis años. Su familia consiguió rescatarla a tiempo, o quizá no tan a tiempo. La cuestión es que al mozo le pagaron para que desapareciera y a ella la casaron con el viejo Coniston, treinta años mayor que Bess, un terrible calavera, pero que estaba muy enamorado. Aquello no duró mucho. Ella se fue con Johnnie Sedgwick. El matrimonio quizás hubiese durado, de no haber sido que él se partió el cuello en una carrera de obstáculos. Después se casó con Ridgway Becker, el regatista norteamericano. Se divorciaron hará cosa de unos tres años y me han dicho que ella ahora está con un piloto de carreras, un polaco o algo así. No sé si en la actualidad está casada. Volvió a usar el apellido Sedgwick después del divorcio. Va por el mundo con las personas más extraordinarias. Dicen que consume drogas. No lo sé. No estoy muy segura.

—Yo me pregunto si será feliz —comentó miss Marple.

Lady Selina, quien evidentemente nunca se había planteado nada por el estilo, la miró un tanto sorprendida.

—Supongo que tendrá muchísimo dinero —replicó con un tono de duda—. La pensión de divorcio y todo lo demás. Claro que eso no lo es todo.

—No, por supuesto.

—Además, siempre tiene algún hombre, o a varios, cortejándola.

—¿Sí?

—Claro que algunas mujeres, cuando llegan a esa edad, es lo único que desean. Pero, así y todo…

La anciana hizo una pausa.

—No, yo tampoco lo creo.

Algunas personas hubieran sonreído con un leve desprecio ante este pronunciamiento por parte de una anticuada dama, de la que no se podía esperar que fuera una experta en ninfomanía y, desde luego, esa no era una palabra que miss Marple hubiera utilizado. Su frase hubiese sido «un poco demasiado aficionada a los hombres». Pero lady Selina aceptó su opinión como un refrendo de la suya.

—Siempre ha habido muchos hombres en su vida —señaló.

—Sí, por supuesto, pero yo diría que los hombres son para ella una aventura, no una necesidad.

Además, ¿alguna mujer pensaría en utilizar el Bertram’s como el lugar adecuado para una cita amorosa con un hombre?, se preguntó miss Marple. Era obvio que el Bertram’s no era esa clase de lugar. Pero, posiblemente, esa podía ser, para alguien como Bess Sedgwick, la razón para escogerlo.

Exhaló un suspiró, miró el bonito reloj de péndulo situado en el rincón y se levantó con el cuidadoso esfuerzo de los reumáticos. Caminó lentamente hacia el ascensor. Lady Selina buscó rápidamente nueva compañía y atacó a un caballero mayor con aspecto de militar que leía el Spectator.

—Qué placer volver a verle, ¿general Arlington, verdad?

El anciano caballero declinó muy cortésmente ser el general Arlington. Lady Selina se disculpó, pero no se sintió cohibida en lo más mínimo. Combinaba la miopía con el optimismo y, como lo que más le gustaba era encontrarse con viejos amigos y conocidos, siempre cometía esta clase de errores. A muchas otras personas les ocurría lo mismo, dado que las luces eran tenues y las pantallas de las lámparas muy gruesas. Pero nadie nunca se ofendía; al contrario, parecía agradarles.

Miss Marple sonrió para sus adentros mientras esperaba el ascensor. ¡Tan típico de Selina! Siempre convencida de que conocía a todo el mundo. Con ella no podía competir. Su único éxito en esa línea había sido el apuesto y elegante obispo de Westchester, al que se dirigió afectuosamente como «querido Robbie», quien a su vez le había respondido con idéntico afecto y con sus recuerdos de infancia en una vicaría de Hampshire, cuando gritaba ansioso: «Haz de cocodrilo, tía Jane. Haz de cocodrilo y cómeme».

Llegó el ascensor, el ascensorista abrió la puerta. Para sorpresa de miss Marple, Bess Sedgwick, a la que había visto subir hacía sólo un minuto, salió de la cabina.

Entonces, Bess Sedgwick se detuvo en seco con un pie en el aire, con una brusquedad que sorprendió a miss Marple y le hizo perder pie. La mujer miraba por encima del hombro de miss Marple con tanta atención que la anciana volvió la cabeza. El portero acababa de abrir las puertas y las aguantaba para dejar pasar a dos mujeres. Una era una señora de mediana edad y cara de malas pulgas que llevaba un lamentable sombrero con flores violetas y, la otra, una muchacha alta, de pelo largo y bien vestida, de unos diecisiete o dieciocho años.

Bess Sedgwick recuperó el control, dio media vuelta y volvió a meterse en el ascensor. Miss Marple la siguió y Bess aprovechó para disculparse.

—Lo siento. Casi la atropello. —Su voz era cálida y amistosa—. Acabo de recordar que me he olvidado una cosa. Le parecerá una tontería, pero no lo es.

—¿Segundo piso? —preguntó el ascensorista.

Miss Marple sonrió, aceptando la disculpa con un gesto amable, salió del ascensor y caminó pausadamente hacia su habitación mientras se entretenía dándole vueltas a diversos problemas sin importancia como tenía por costumbre.

Por ejemplo, lo que Sedgwick había dicho no era verdad. Sólo acababa de subir a su cuarto, y había tenido que ser entonces cuando «recordó que había olvidado algo» (si es que había una pizca de verdad en dicha afirmación) y había bajado para buscarlo. ¿O había bajado para encontrarse o buscar a alguien? En ese caso, lo que había visto al abrirse la puerta del ascensor la había sorprendido y alarmado de tal modo que se había metido otra vez en la cabina, para no encontrarse con la persona que había visto.

Tenía que tratarse de las dos recién llegadas. La mujer mayor y la muchacha. ¿Madre e hija? No, no podían ser madre e hija.

Incluso en el Bertram’s, pensó miss Marple alegremente, podían ocurrir cosas interesantes.