Capítulo I

En el corazón del West End, hay un gran número de rincones discretos, desconocidos por casi todos excepto los taxistas, quienes los atraviesan como auténticos expertos y, por lo tanto, llegan triunfantes a Park Lane, Berkeley Square o South Audley Street.

Si se coge una discreta calle que sale de Park y se dobla a la izquierda y después un par de veces más, se encontrará en una tranquila travesía con el hotel Bertram’s a mano derecha. El hotel Bertram’s lleva allí mucho tiempo. Durante la guerra, varias casas a su derecha resultaron demolidas, y lo mismo ocurrió con otras un poco más lejos a su izquierda, pero el Bertram’s permaneció incólume. Naturalmente, no pudo evitar, como dicen los agentes inmobiliarios, acabar pintado, remozado y maquillado, pero una suma de dinero bastante razonable bastó para devolverle su condición original. En 1955 tenía el mismo aspecto que había tenido en 1939: digno, nada ostentoso y discretamente caro.

Así era el Bertram’s, el hotel preferido durante muchos años de los más altas dignidades eclesiásticas, viudas de la más rancia aristocracia rural y alumnas de escuelas de lujo que hacían un alto en el camino de regreso a casa donde pasarían las vacaciones. («Hay tan pocos lugares donde una joven pueda quedarse sola en Londres. Pero desde luego pueden quedarse en el Bertram’s perfectamente. Nosotros nos alojamos allí desde hace años»).

Por supuesto, han existido muchos otros hoteles similares al Bertram’s. Algunos continúan abiertos, pero casi todos han tenido que adaptarse a los tiempos. Se han visto obligados a modernizarse y a atender a otro tipo de clientes. El Bertram’s no se ha salvado de los cambios, pero los ha hecho con tanta habilidad que apenas si se notan a primera vista.

Delante de la escalinata que conduce a la gran puerta giratoria monta guardia lo que a simple vista no puede ser menos que un mariscal de campo. Galones dorados y condecoraciones engalanan un pecho ancho y masculino. El porte es impecable. Recibe a los huéspedes con tierna preocupación cuando se bajan achacosos del taxi o del coche, los acompaña solícito en su ascensión por la escalinata y los guía en el paso por la silenciosa puerta giratoria.

En el interior, si es la primera vez que se visita el Bertram’s, se tiene la alarmante sensación de que se acaba de entrar en un mundo perdido, de que se ha retrocedido en el tiempo. Se está otra vez en la Inglaterra eduardiana.

Por supuesto, hay calefacción central, pero no es evidente. En el gran vestíbulo continúan presentes las dos magníficas chimeneas y, a su lado, las dos grandes carboneras de bronce relucen como relucían cuando a principios de siglos las criadas las pulían y las llenaban con los trozos de carbón del tamaño correcto. Predomina el terciopelo y se respira un ambiente de mullida comodidad. Los sillones tampoco son de este mundo. Los asientos son muy altos para evitar que las damas achacosas tengan que esforzarse de una manera indigna para levantarse. Por si esto fuera poco, los asientos no acaban, como ocurre con muchos y muy caros sillones modernos, a mitad del muslo, algo que es una constante causa de dolor para aquellos que padecen artritis y ciática. Tampoco son del mismo modelo. Los hay de respaldos inclinados y rectos, y de diferentes anchos para acomodar a delgados y a obesos. Es difícil que alguien no encuentre un sillón cómodo en el Bertram’s.

El vestíbulo estaba lleno porque era la hora del té. Desde luego, no es el único lugar para tomar el té. Hay un salón (tapizado con cretonas), una sala de fumadores (por alguna oscura razón sólo para caballeros) con comodísimos butacones del mejor cuero, y dos pequeñas salas de lectura, donde se puede ir con un amigo y disfrutar de una amable y tranquila charla, e incluso leer o escribir una carta. Además de estas amenidades propias del pasado, había otros rincones que no se anunciaban, pero que eran conocidos por quienes lo deseaban: un bar con dos barras. Una la atendía un barman norteamericano para que sus compatriotas se sintieran como en casa y para proveerles de bourbon, whisky de centeno y todo tipo de cócteles, y otro barman inglés se ocupaba del jerez y la cerveza, y hablaba como un experto de los caballos participantes en los hipódromos de Ascot y Newbury, con los hombres de mediana edad alojados en el Bertram’s que asistían a las grandes competiciones hípicas. También había, disimulada al final de un pasillo, una sala de televisión.

Pero el gran vestíbulo era el lugar favorito para tomar el té. Las señores ancianas disfrutaban viendo quién entraba o salía, saludaban desde lejos a viejos amigos y comentaban despiadadamente lo mal que habían envejecido. También se sentaban los huéspedes norteamericanos, fascinados por el espectáculo de la aristocracia inglesa, dedicada al tradicional té de la tarde. No había ninguna duda de que la hora de la merienda en el Bertram’s era algo serio.

Lo menos que se podía decir es que era espléndido. Henry presidía el ritual. Era un hombre con un tipo impresionante, cincuentón, paternal, simpático, y con unos modales de una especie desaparecida tiempo ha: el mayordomo perfecto. Unos jóvenes esbeltos se encargaban del servicio bajo su austera dirección. Tenían grandes bandejas de plata con el escudo del hotel, y teteras de estilo georgiano. La porcelana, sin llegar a ser Rockingham y Davenport, lo parecía. Los servicios modelo Blind Earl eran los predilectos. Los tés abarcaban los mejores de la India, Ceilán, Darjeeling, Lapsang, etcétera. En cuanto a las viandas, se podía pedir cualquier cosa, ¡y lo servían!

En esta ocasión, el 17 de noviembre, lady Selina Hazy, de 65 años, procedente de Leicestershire, comía unos deliciosos muffins bien untados de mantequilla con todo el placer de una vieja dama.

Sin embargo, su concentración en los muffins no era tan grande como para impedir que mirara atentamente cada vez que las puertas se abrían para admitir a un recién llegado.

Por lo tanto, sonrió y agachó levemente la cabeza en un amable saludo dirigido al coronel Luscombe, erguido, marcial, con los prismáticos colgados alrededor del cuello. Como la vieja autócrata que era, lo llamó con un ademán imperioso y, al cabo de un par de minutos, Luscombe acudió a la llamada.

—Hola, Selina, ¿qué le trae a la ciudad?

—El dentista —farfulló lady Selina con la boca llena—, y ya que estaba aquí, me dije que podía ir a ver a ese hombre de Harley Street por lo de mi artritis. Ya sabe de quién le hablo.

Harley Street albergaba a varios centenares de prestigiosos médicos especializados en todas y cada una de las enfermedades, pero Luscombe sabía a quién se refería.

—¿Le sirvió de algo?

—Creo que sí —contestó Selina, a regañadientes—. Un tipo curiosísimo. Me cogió por el cuello cuando menos lo esperaba y me lo retorció como a una gallina. —Movió el cuello con cuidado.

—¿Le hizo daño?

—Tendría que habérmelo hecho a la vista de cómo me lo retorció, pero la verdad es que no me dio tiempo a enterarme. —Continuó moviendo el cuello con delicadeza—. Lo noto bien. Puedo mirar por encima del hombro derecho por primera vez en años.

Sometió esta afirmación a una prueba práctica y exclamó:

—¡Vaya, si aquella es Jane Marple! Creía que se había muerto hace años. Parece centenaria.

El coronel Luscombe miró en dirección a la resucitada Jane Marple, pero sin mucho interés. El Bertram’s siempre tenía un amplio surtido de lo que él llamaba sus viejas gallinas.

Lady Selina seguía con su discurso.

—¡El único sitio en Londres donde todavía sirven muffins de verdad! ¡Auténticos muffins! ¿Sabe que cuando estuve en Estados Unidos el año pasado tenían algo que llamaban muffins en el menú del desayuno? Nada que ver. Eran trozos de bizcocho con pasas. Me pregunto por qué los llamarán muffins.

Se comió el último mendrugo y miró a su alrededor con indiferencia. Henry se materializó en el acto. Ni deprisa ni con premuras. Sencillamente, apareció allí.

—¿Desea algo más, milady? ¿Algún pastel?

—¿Pastel? —Lady Selina consideró la oferta sin llegar a decidirse.

—Servimos un magnífico pastel de sésamo, milady. Se lo recomiendo.

—¿Pastel de sésamo? Hace años que no como pastel de sésamo. ¿Es auténtico pastel de sésamo?

—Desde luego, milady. El cocinero tiene una receta de toda la vida. Le gustará, se lo aseguro.

Henry miró a uno de sus adláteres, y el joven partió en busca del pastel de sésamo.

—¿Supongo que ha estado usted en Newbury, Derek?

—Sí. Hacía muchísimo frío. No esperé a las dos últimas carreras. Un día desastroso. La potranca de Harry es un jamelgo.

—Me lo suponía. ¿Qué hizo Swanhilda?

—Acabó cuarta. —Luscombe se levantó—. Voy a preguntar por mi habitación.

Cruzó el vestíbulo hacia la recepción. Mientras caminaba, se fijó en las mesas y sus ocupantes. Era asombrosa la cantidad de gente que venía a tomar el té aquí. Como en los viejos tiempos. El té como merienda era algo que había pasado de moda desde la guerra. Pero, evidentemente, no era éste el caso en el Bertram’s. ¿Quiénes eran todas estas personas? Dos canónigos y el deán de Chislehampton. Se veían un par de polainas en un rincón. ¡Nada menos que un obispo! Escaseaban los simples vicarios. «Hay que ser por lo menos un canónigo para permitirse el Bertram’s», pensó. Los clérigos de a pie desde luego no podían permitírselo, pobres diablos. Claro que también cabía preguntarse cómo demonios podían permitírselo personas como la vieja Selina Hazy. No tenía más que una renta miserable. También estaba la vieja lady Berry, Mrs. Posselthwaite de Somerset y Sybil Kerr, todas más pobres que las ratas.

Sin dejar de pensar en el tema, llegó al mostrador y fue recibido amablemente por miss Gorringe, la recepcionista. Era una vieja amiga. Conocía a toda la clientela y, como la Realeza, nunca olvidaba un rostro. Tenía el aspecto de una persona desaliñada, pero digna. Rizos amarillentos (obra de las viejas tenacillas), vestido de seda negra y un pecho prominente donde reposaban un relicario y un camafeo.

—La número catorce —dijo miss Gorringe—. Creo que tuvo la catorce la última vez, coronel Luscombe, y le gustó. Es tranquila.

—No sé cómo se las arregla para recordar estas cosas, miss Gorringe.

—Nos gusta que nuestros viejos amigos estén cómodos.

—Venir a este lugar me hace revivir el pasado. No parece haber cambiado nada.

Se interrumpió al ver que Mr. Humfries salía de su despacho para saludarlo.

La mayoría de los no iniciados confundían a Mr. Humfries con Mr. Bertram en persona. ¿Quién era el verdadero Mr. Bertram? Si alguna vez había existido un Mr. Bertram era algo que ahora se perdía en la niebla de los tiempos. El Bertram’s llevaba funcionando desde 1840, pero nadie se había tomado el trabajo de bucear en su pasado. Sencillamente estaba allí, sólido como siempre. Cuando le confundían con Mr. Bertram, Mr. Humfries nunca corregía al interlocutor. Si los huéspedes querían que fuera Mr. Bertram, él no tenía ninguna inconveniente. El coronel Luscombe sabía su nombre, aunque no tenía muy claro si era el director o el dueño. Suponía que era esto último.

Mr. Humfries era un hombre de unos cincuenta años. Tenía muy buenos modales y la prestancia de un miembro del gobierno. En cualquier momento podía ser lo que hiciera falta. Podía hablar de carreras de caballos, partidos de cricket, política exterior, narrar anécdotas de la familia real e informar sobre el salón del automóvil; conocía las obras más interesantes que se estaban representando y aconsejaba a los norteamericanos sobre los lugares que no podían dejar de visitar en Inglaterra por breve que fuera su estancia. Por propia experiencia conocía muy bien lugares donde cenar que se acomodaban a todos los presupuestos y gustos. Alguien dotado de tanta sabiduría no podía derrochar su sapiencia alegremente. No siempre estaba disponible. Miss Gorringe disponía de la misma información y podía suministrarla con eficacia. Mr. Humfries, como el sol, aparecía de vez en cuando por encima del horizonte y halagaba a alguien muy especial con su atención personal.

Esta vez era el coronel Luscombe el honrado. Intercambiaron unas cuantas opiniones sobre las carreras, pero el coronel seguía preocupado con su problema y aquí tenía al hombre que le daría la respuesta.

—Dígame, Humfries, ¿cómo se las arreglan todas estas abuelas para venir y alojarse aquí?

—Ah, ¿le intriga el tema? —Mr. Humfries mostró una expresión risueña—. La respuesta es muy sencilla. No pueden permitírselo. A menos…

Hizo una pausa.

—¿A menos que usted les haga un precio especial? ¿Es eso?

—Más o menos. Por lo general, no saben que hay precios especiales o, si lo saben, creen que es porque son antiguos clientes.

—¿No es así?

—Coronel Luscombe, dirijo un hotel. No puedo permitirme perder dinero.

—Entonces, ¿cuál es su beneficio?

—Se trata de una cuestión de ambiente. Los extranjeros que vienen a este país (sobre todo los norteamericanos, porque son los que tienen el dinero) tienen unas ideas un tanto raras sobre cómo es Inglaterra. No me refiero, compréndalo, a los ricos empresarios que van y vienen. Ellos prefieren alojarse en el Savoy o en el Dorchester. Quieren una decoración moderna, los platos de su país y todo aquello que les haga sentirse como en su casa. Pero hay muchas otras personas que vienen, quizá por una vez en su vida, y que esperan que este país sea… (bueno, no me remontaré hasta Dickens, pero sí que han leído Cranford y a Henry James), y no quieren encontrarse con un país idéntico al suyo. Son los que vuelven a casa y dicen: «En Londres, hay un lugar maravilloso; se llama el hotel Bertram’s. Es como volver cien años atrás. ¡Es la vieja Inglaterra rediviva! ¡Tienes que ver a las personas que se alojan allí! Personas a las que nunca te cruzarías en ninguna otra parte. Unas viejas duquesas increíbles. Sirven todos los viejos platos ingleses. Un pastel de carne como los que hacían las abuelas. En tu vida has probado nada parecido; unos solomillos enormes, patas de cordero, un té a la antigua y un fantástico desayuno inglés. También tienes todo lo demás, por supuesto. Por si fuera poco, es comodísimo y caliente. Unas chimeneas inmensas con auténticos fuegos de troncos».

Mr. Humfries acabó con su interpretación del turista entusiasmado y se permitió algo parecido a una sonrisa.

—Comprendo —dijo Luscombe pensativo—. ¿Todas estas personas, aristócratas decadentes, miembros de familias de la aristocracia rural sin un penique, forman parte de la mise en scéne?

Mr. Humfries asintió.

—La verdad es que me pregunto cómo nadie más lo ha pensado también. Desde luego, me encontré con el Bertram’s puesto en bandeja. Lo único que hacía falta era invertir dinero en su restauración. Todos los que vienen aquí creen que es su propio descubrimiento, que nadie más lo conoce.

—Supongo que la restauración habrá costado lo suyo.

—Desde luego. El lugar tiene que parecer de época, pero necesita todas las comodidades modernas que todos consideramos normales en estos tiempos. Nuestras queridas veteranas, si me permite llamarlas así, tienen que sentir que nada ha cambiado desde principios de siglo, y a nuestros clientes viajeros les hacemos sentir que viven en un ambiente de época y que, al mismo tiempo, disponen de las mismas cosas que tienen en casa y de las que no pueden prescindir.

—Algunas veces será difícil de conseguir, ¿no?

—No lo crea. Le pongo el ejemplo de la calefacción central. Los norteamericanos reclaman por lo menos seis grados más que los ingleses. En realidad, tenemos dos alas de dormitorios diferentes. A los ingleses los ponemos en una y a los norteamericanos en la otra. Las habitaciones parecen todas iguales, pero hay muchas diferencias; máquinas de afeitar eléctricas, duchas y también bañeras en algunos de los cuartos de baño y, si quiere un desayuno norteamericano, lo tiene: cereales, zumo de naranja helado y todo lo demás o, si lo prefiere, puede tomar el desayuno inglés.

—¿Huevos con beicon?

—Sí, y mucho más si le apetece. Arenques, riñones con beicon, gelatina de faisán, jamón de York, mermeladas…

—Trataré de no olvidarlo mañana por la mañana. Ya no se comen esas cosas en casa.

Humfries sonrió.

—La mayoría de los caballeros sólo piden huevos con beicon. Ya no piensan en las cosas que antes comían.

—Sí, sí. Recuerdo, cuando era niño, los aparadores cargados con platos calientes. Sí, era una manera de vivir muy lujosa.

—Procuramos dar a la gente todo lo que pide.

—Incluidos los muffins y el pastel de sésamo, sí, ya lo veo. A cada uno lo que prefiera. Muy marxista.

—¿Perdón?

—Sólo era una reflexión, Humfries. Los extremos se tocan.

El coronel Luscombe se volvió para coger la llave que le ofrecía miss Gorringe. Un botones acudió presuroso para acompañarle hasta el ascensor. Al pasar, vio que lady Selina Hazy estaba sentada ahora con su amiga Jane no-sé-cuantos.