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Nave nodriza

Víctor acercó la mano a la puerta de la lanzadera, preparado para abrirla. Los instrumentos del salpicadero indicaban que la nave fórmica se hallaba solo a seiscientos metros de distancia, prácticamente encima de ellos.

—Vamos a conseguirlo, Imala —dijo—. No van a desintegrarnos. —Observó los números descontando mientras se acercaban a la deriva, más y más.

Sabía que estar apretujado con Imala dentro de una carlinga durante unos días iba a ser algo molesto e incómodo, pero no esperaba que fuera tan horrible. Fue peor que los nueve meses pasados en la nave rápida. Al menos en la nave rápida podía hacer lo que quisiera sin tener que preocuparse por ser indecoroso. Si tenía que eructar, eructaba. Si tenía que orinar, lo hacía. Aquí, no solo tenía a Imala prácticamente encima y por tanto era probablemente consciente de todo lo que hacía biológicamente dentro de su traje espacial, sino que también él era consciente de todos sus movimientos y sonidos.

Además, sus enormes cascos prácticamente se tocaban, así que era como si estuvieran acurrucados y mirándose el uno a la otra. Sin parar. Durante cinco días.

—Ten cuidado —dijo Imala—. Cuando abras la puerta, hazlo despacio. Los movimientos repentinos podrían alertarlos.

—Cualquier cosa podría alertarlos. Las lecturas de calor también.

—¿Pueden detectarlas?

—Viajan casi a la velocidad de la luz. ¡A saber de lo que son capaces!

—Habría estado bien saber eso antes de partir.

—Si esperas hasta saberlo todo, nunca harás nada.

—¿A quién citas? ¿A Benjamin Franklin? ¿A Sun Tzu?

—A mi padre.

El salpicadero trinó, indicando que era el momento de salir. Imala apagó las luces interiores.

—Puedes lograrlo, Vico. Y si llegas al punto en que no quieras seguir haciéndolo, date la vuelta. No hemos venido aquí a morir. Haremos más bien si vivimos. Recuerda eso.

—Vivir. Sí, es un buen plan. —Giró la manivela y abrió lentamente la puerta hacia fuera. Cuando la abertura fue lo bastante amplia, salió, ingrávido. La nave fórmica era como una montaña roja delante de él. No era nada comparado con ella. Un puntito. Un mosquito. ¿Cómo podía detener a algo tan grande?

Sacó lentamente la mochila con las herramientas y el explosivo, que de repente pareció desesperanzadamente inadecuado, dado el tamaño de aquella nave.

La lanzadera continuó su camino a la deriva. Víctor cerró con cuidado la puerta.

No podían hacer que la lanzadera flotara hasta la nave fórmica. Era un riesgo que entraran en contacto. Lo mejor era que Imala detuviera la lanzadera cerca de la nave y Víctor cubriera solo la distancia restante.

—Estoy fuera, Imala.

—Entendido. Ve con calma. Vuelve inmediatamente si te parece que algo va mal.

—Ya me parece que todo va mal. Tendrías que ver el tamaño de esta cosa. Es como una luna.

—Disparando los retros —anunció ella.

Unos estallidos casi imperceptibles de aire redujeron la velocidad de la lanzadera. Víctor continuó su camino, flotando hacia la brillante pared metálica de color rojo. No surgió ningún cañón. No salió ningún fórmico.

Aterrizó con la suavidad de un beso, los imanes de sus manos y pies lo anclaron a la superficie. Ahora que estaba tan cerca, podía ver claramente las aberturas cerradas por toda la nave. Parecían hechas del mismo material que el casco, lo cual las volvía invisibles desde lejos. Cada una tenía el tamaño de un plato, y había miles, todas alineadas perfectamente de un extremo al otro de la nave.

Su destino era el lugar del casco donde salía el cañón, y tardó un momento en orientarse y localizarlo. Advirtió que tendría que recorrer un corto tramo para alcanzarlo. Pisando con cuidado, se puso en marcha. Mientras se movía, se preguntó si su padre había aterrizado cerca de allí. Miró alrededor, buscando algún signo de pelea o una zona dañada y reparada en el casco, pero no vio nada.

Encontró el lugar. Pudo ver las líneas donde el casco se abría o se separaba. Era el momento. Ancló la mochila y sacó el mando a distancia. Imala y él habían depositado el señuelo a diez kilómetros. Conectó el control y pulsó el acelerador. Al principio no vio nada. Pero pronto localizó un punto en la distancia entre los pecios que se movía hacia él. Aumentó la velocidad. El señuelo chocó contra un resto a la deriva que se cruzó en su camino y los dos rebotaron. Durante un momento Víctor perdió el control, pero rápidamente lo recuperó y enmendó el curso del aparato.

Se produjo un movimiento debajo de él. Engranajes girando, piezas cambiando de sitio, una máquina que cobraba vida. Pudo percibirlo en los pies.

El casco se abrió lentamente. El cañón apareció y se desplegó como una gigantesca flor mecánica que abriera sus pétalos y se extendiera hacia fuera. Era mucho más grande de lo que Víctor pensaba, más grande que una lanzadera. ¡Y parecía tan pequeño visto de lejos en los vídeos!

El suelo se estremeció. La flor gigante había disparado. Víctor miró hacia atrás. La nave señuelo era ahora una vaharada de piezas dispersas. Se giró con rapidez. Su oportunidad era esa. Necesitaba mantener abierta aquella tronera. Pero ¿cómo? Había imaginado un espacio mucho más pequeño. Traía una palanqueta para trabar el mecanismo e impedir su cierre, para luego meterse dentro, pero era demasiado corta. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto?

La flor gigante empezó a plegarse sobre sí misma, preparándose para desaparecer en su escondite. Víctor pensó rápidamente, extendió la mano y colocó la palanqueta entre dos abrazaderas que habían empezado a plegarse hacia dentro. La palanca aguantó, ajustada en su sitio, y el movimiento de repliegue de la flor cesó. Víctor esperó. Si la palanqueta se soltaba después de que él se metiera por la tronera, la flor podía plegarse hacia dentro y aplastarlo.

Pero la flor no se movió. La palanqueta aguantó. Víctor cerró la mochila, se la cargó al hombro y se agarró al borde de la tronera, listo para lanzarse al interior. Deseó de pronto que su padre estuviera con él. Podría guiarlo y él lo seguiría, como habían hecho durante años a bordo de la Cavadora, moviéndose por la nave y efectuando reparaciones. Su padre siempre sabía lo que había que hacer. La duda no formaba parte de su ADN. Sus soluciones no eran siempre las más eficaces, pero siempre funcionaban, siempre resultaban satisfactorias. Sí, Víctor era mejor mecánico, pero su padre trabajaba mejor bajo presión. Su padre nunca dudaba. Sus manos siempre eran firmes.

Alzó la mano derecha y vio que estaba temblando.

Acompáñame, padre. Quédate conmigo, vuela conmigo. Somos familia. Somos uno.

Entonces volvió a aferrarse al borde de la tronera y se impulsó hacia delante, con fuerza, hasta desaparecer en la oscuridad.