26

Biomasa

Mazer y Bingwen partieron hacia la sonda tres horas antes del amanecer, al amparo de la oscuridad. El niño abría el camino, la máscara antigás firmemente asegurada, las botas chapoteando en silencio a través del lodo. Avanzaron con rapidez, hablando poco. Mazer escrutaba el cielo en busca de algún rastro de transporte de tropas.

Sabía que no era probable que vieran ninguno: al menos, no hasta que fuera demasiado tarde. Los transportes eran casi silenciosos y no utilizaban luces exteriores, lo que hacía que fueran prácticamente invisibles por la noche. Si alguno aparecía a la vista, sería cuando tuvieran a la sonda encima. ¿Y qué podían hacer llegado ese momento sino luchar y tener esperanzas? No podían huir en busca de escondite. No había ninguno. Ya no. Al norte había zonas dispersas de jungla donde ocultarse, pero aquí, cerca de la sonda, los fórmicos no habían dejado nada. Todo brote y retoño y hoja de hierba había sido arrasado o quemado, dejando un paisaje tan yermo y carente de vida que era como si Mazer y Bingwen hubieran salido de la Tierra y estuvieran caminando por otro planeta completamente distinto.

—Si te digo que corras, corre —recordó Mazer—. ¿Comprendido? Ninguna pregunta, ninguna vacilación. Obediencia inmediata.

—Obediencia inmediata —repitió el niño.

—Podría significar tu vida, Bingwen. Podría significar la vida de los dos. Si te digo que saltes, saltas. Si te digo que te tires al río, te tiras al río.

—El río probablemente estará contaminado. Todos los vertidos de la bruma están en esas aguas. Podría morirme si nadara en él.

—¿Ves? De ese tipo de vacilación te estoy hablando. No puedes cuestionar mis órdenes. Nunca. Si te digo que te tires a un río contaminado, es solo porque las demás opciones significan la muerte. Significa que las posibilidades de sobrevivir en un río contaminado, por pocas que sean, son mayores que las de hacerlo si no saltas.

—Río. Salto. Lo entiendo.

Mazer se detuvo e hincó una rodilla en tierra, encarándose a él.

—Hablo en serio, Bingwen. Si te doy una orden, es para mantenerte vivo. Puede contradecir lo que pienses que es mejor o lo que quieras hacer, pero tienes que obedecerla. Tiene que ser instintivo. Tienes que creer que todo lo que te diga será por tu bien.

Bingwen asintió.

—Lo creo.

—Así que si te digo que te agaches y te pongas a cubierto…

—Me agacho y me pongo a cubierto.

—Y si te digo que te escondas en un agujero.

—Haré como la serpiente y me esconderé.

Mazer desenfundó su pistola.

—Y si te digo que cojas esto y te dirijas al norte…

—Creí que no iba a enseñarme a disparar.

—No lo voy a hacer. Es el último recurso. Es para cuando todas las demás opciones hayan fracasado. Pero si te digo que cojas esta pistola y corras hacia el norte, la coges y te proteges y corres hacia el norte. ¿Entendido?

—Pero ¿para qué querría dármela?

Mazer hizo amago de responder, pero Bingwen continuó:

—No lo cuestionaría en el momento. Si me dice que lo haga, lo haré sin vacilación. Estoy haciendo la pregunta ahora, cuando todavía puede responderla. Si está vivo para darme la pistola y la orden, ¿entonces es que no podrá seguir peleando con ella?

—Si te doy la pistola y te digo que corras, será porque es la única forma de mantenerte con vida y sacarte de aquí.

—A mí… pero no a usted.

—No quiero morir, Bingwen. Haré todo lo posible por volver a casa. Pero lo más importante para mí es que al menos uno de nosotros sobreviva. Si puedo retenerlos lo suficiente para que escapes, lo prefiero a que algo nos suceda a ambos. ¿Lo entiendes?

Bingwen se encogió de hombros.

—No. No puede funcionar así. Está mal. Si estuviera solo, lucharía mientras pudiera. Continuaría. Y quién sabe, por pura perseverancia, o por suerte, habilidad o desesperación, tal vez sobreviviría, aunque no lo esperara. Pero darme la pistola es una garantía de fracaso. Es rendirse. Moriría por mí. No puedo permitirlo.

—Escúchame, Bingwen.

—No. No voy a dejar que haga eso. Si tiene en mente entregarme su arma, lo hará en el momento equivocado. Aguantaría el tiempo que considere necesario para asegurar mi supervivencia en lugar de la suya. Y trataría de apurarlo al máximo. Me daría más tiempo del necesario y por tanto renunciaría antes. Puede enseñarme cómo funciona la pistola, pero solo voy a utilizarla si usted no puede hacerlo ya.

Mazer guardó silencio un momento.

—En el ejército llamamos a esto insubordinación. Te degradan y te encarcelan por ello.

—Menos mal que no estoy en el ejército.

—Estás dificultando las cosas, Bingwen.

—No, todo lo contrario. Estoy quitándole una preocupación de encima. Le estoy dejando luchar con la cabeza despejada. Es también en interés propio. Cuanto más concentrado esté en permanecer con vida, mejores serán mis posibilidades.

Mazer reflexionó antes de asentir.

—De acuerdo. No te entregaré la pistola.

—Bien.

—Pero si ya no puedo utilizarla, la coges tú. —Le mostró el arma—. ¿Ves esta luz? En rojo significa que no puede disparar: tiene puesto el seguro. Pulsa este interruptor de aquí, y la luz se pone verde: lista para disparar. —Volvió a colocar el seguro—. No corras con el dedo en el gatillo, aunque esté puesto el seguro. Es la forma más rápida de pegarte un tiro a ti mismo. Mantén el índice recto y plano contra el arma, así, hasta que estés dispuesto a disparar. Y usa el seguro para la muñeca. —Mazer pulsó un botón de la culata y la abrazadera se extendió hacia atrás, encontró la muñeca de Mazer y se envolvió en ella—. Se tensará automáticamente para encajar con el diámetro de tu muñeca y ayudarte a apuntar.

—¿Dónde debo disparar?

—Al centro de masa. En el centro del pecho. Dos balas. Una tras otra. Sentirás el retroceso, pero es ligero. —Mazer se levantó, advirtiendo la inquietud del niño—. No es probable que lleguemos a eso, Bingwen. Seguro que no tendrás que usarla.

Bingwen asintió, pero Mazer siguió percibiendo su inquietud. No tendría que haberlo traído al sur, se dijo. Tendría que haberse dirigido al oeste, lejos de las patrullas de transportes y la lanzadera. ¿En qué estaba pensando al traer a un niño aquí?

—Se lo está pensando —dijo el niño—. Puedo ver los engranajes funcionando.

—Me lo estoy pensando porque lo que estamos haciendo es una locura. Esto no es un juego. Es la guerra. Una cosa es que yo vaya, y otra muy distinta que tú vengas. Los soldados no llevan a la guerra a niños de ocho años.

—Tengo ocho y medio.

—No estoy bromeando. Esto es un error. Mi entrenamiento así lo dice. El sentido común así lo dice. Y la ley.

—Ya hemos hablado de eso. Es decisión mía.

—No eres lo bastante mayor para tomar esa decisión. Eres menor. Hay un motivo por el que no aceptamos reclutas hasta que tienen dieciocho años.

—No voy a ser soldado. Voy como guía. Le llevo hasta la sonda. Si no hubiera corregido el rumbo ya, se habría desviado varios kilómetros.

—La habría encontrado tarde o temprano —repuso Mazer, dándose un golpecito con el dedo en la nariz—. No hay más que seguir el hedor.

—Puede que no sea tan peligroso como piensa. ¿Se ha dado cuenta de que cuanto más nos acercamos a la sonda, vemos menos transportes y deslizadores fórmicos? Tal vez las naves y la infantería se alejan de aquí, desplegándose y ampliando el territorio de los fórmicos. Si es una fuerza invasora, tienen que seguir invadiendo. Puede que ni siquiera estén protegiendo la sonda. ¿Para qué? Es indestructible. Tiene escudos. ¿Por qué desperdiciar hombres y naves defendiendo algo que no necesita ser defendido? Probablemente es el lugar más seguro en cien kilómetros a la redonda.

Mazer sonrió.

—Te llevaré a un colegio cuando esto termine, pero no para que estudies derecho. Eres demasiado peligroso.

Bingwen le ofreció una amplia sonrisa llena de dientes.

Continuaron avanzando, cruzando campos embarrados con charcos de agua envenenada que olían a putrefacción y muerte. Bingwen señaló la falda de una colina donde una vez hubo una aldea. Todo lo que quedaba era tierra calcinada y un alero de metal que se sacudía suavemente con el viento.

Llegaron al pie de la colina una hora antes del amanecer. Más allá estaba la sonda y la biomasa. Mazer pudo ver que escalar la colina no sería fácil. Los fórmicos la habían dejado sin vegetación, y las copiosas lluvias habían reblandecido y erosionado la tierra expuesta, dejando pendientes fangosas que amenazaban con ceder bajo sus pies y desprenderse como un alud. Mazer le enseñó a subir de lado en las partes más empinadas para distribuir de manera más regular la superficie que tocaban las suelas de sus botas, pero incluso con esa estrategia se caían a menudo y resbalaban; tuvieron que ascender dolorosamente a cuatro patas hasta la cima. Para cuando la alcanzaron ya había salido el sol y estaban perdidos de barro, fríos, mojados y agotados.

Mazer sacó los binoculares de la mochila y se arrastró por el lodo hasta un pequeño macizo de roca que asomaba al valle de abajo. La sonda era tal como la recordaba: imposiblemente grande e intacta, hundida en el suelo como una gigantesca mina desenterrada. La biomasa se alzaba a su lado, una montaña de material biológico tan ancha y alta como la sonda antes de hundirse en la tierra. Mazer esperaba identificar los diversos objetos que formaban la biomasa (un árbol aquí, un búfalo de agua allá), y quizás en algún momento eso había sido posible. Pero ya no. Todo estaba apelmazado como la cera derretida cuando se rompen las paredes del panal, y la masa biológica se había desintegrado en un líquido denso y viscoso.

Encima de la biomasa, seis aeronaves fórmicas con un diseño que Mazer nunca había visto la rociaban de bruma densa.

A través de los binoculares, Mazer vio cómo la bruma caía y reaccionaba con el material biológico, disolviéndose en filos hilos de sustancia pegajosa que rodaba por los lados y se remansaba en charcos oscuros al pie del montículo. Allí habían construido una pared de metal que rodeaba la montaña de biomasa como una presa circular y recogía la masa pegajosa en tuberías que se extendían hasta las máquinas de procesado y las pequeñas estructuras esparcidas por todo el valle como si fueran un enorme complejo industrial.

Mazer se asombró de que todo eso lo hubieran construido en los últimos diez días. Y por su aspecto, los fórmicos no habían terminado su trabajo todavía. Había cuadrillas de construcción por todas partes, añadiendo tuberías, montando máquinas, extendiendo estructuras. Grúas como garras colocaban los tubos en su sitio mientras los obreros fórmicos los soldaban a otras estructuras.

Sin embargo, por enorme e impresionante que fuera, Mazer nunca había visto nada tan desorganizado y poco atractivo. No había ningún orden en la construcción. Todo parecía amontonado al azar sin ninguna consideración a la uniformidad o el diseño. Los metales eran todos rojos y grises, ásperos y oxidados, como si ya los hubieran utilizado muchas veces para otros propósitos y nunca los hubieran limpiado ni atendido.

La limpieza tampoco preocupaba a los fórmicos. La suciedad lo cubría todo. El terreno estaba cubierto de basura y materiales de construcción desechados. Y en todas partes donde miraba, Mazer veía heces fórmicas. Sabía lo que era aquella sustancia negra porque vio a algunos fórmicos defecando mientras trabajaban, sin mostrar ninguna consideración por lo que tenían alrededor: simplemente lo hacían allí donde estuvieran. Las heces cubrían el terreno y las tuberías y las patas de los fórmicos. El hedor, al parecer, no procedía únicamente de la biomasa.

Mazer enfocó de nuevo los deslizadores que esparcían la bruma, ampliando la imagen todo lo que permitían las lentes y haciendo que el ordenador las escaneara y efectuara un análisis. Los resultados no le dijeron gran cosa: aquella bruma era una solución microbiana de composición desconocida.

—Está descomponiendo la masa biológica —dijo Bingwen, que se había acercado a rastras—. ¿Para qué la utilizan? ¿Como combustible?

—O como alimento —respondió Mazer—. Tal vez ambas cosas.

Bingwen guardó silencio y contempló la biomasa. Sus padres están ahí en alguna parte, pensó Mazer.

—Toma —dijo, ofreciéndole los binoculares para distraer sus pensamientos—. Gánate el sueldo. Vigila la sonda. Dime si ves algo interesante.

Bingwen cogió los binoculares y se los acercó a la visera de la mascarilla.

—Esto sería más fácil si pudiera quitarme esta máscara. —Miró pensativo a Mazer—. Pero considerando el aspecto verde y enfermizo de su cara, creo que me la dejaré puesta.

—Sabia decisión.

Bingwen ajustó el enfoque y contempló la sonda.

—Para ser una especie alienígena avanzada, no les preocupa mucho el mantenimiento. Todo el metal es feo y parece oxidado.

—Y está cubierto de mierda fórmica, por si no te has dado cuenta.

—Sí, gracias por señalarlo.

—Al menos tú no lo hueles.

Bingwen hizo un lento barrido con los binoculares y se detuvo cuando algo llamó su atención.

—Ahí hay algo interesante. Cerca de la base de la sonda, un agujero en el suelo. Como de un metro de diámetro. Acabo de ver entrar a un fórmico. Y hay otro agujero a unos cuatro metros más cerca de la sonda. He visto salir a un fórmico del segundo agujero, y creí que era otro distinto. Pero no. Era el mismo. Lo sé porque cojeaba de una pata. Se metió en el primer agujero, recorrió unos cuatro metros bajo tierra y salió por el segundo agujero y se dirigió a la sonda. Es extraño, ¿no? Si iba hacia la sonda, ¿por qué no caminar directamente? ¿Por qué hacerlo bajo tierra?

—Quizá no pueda hacerlo directamente.

—Exacto. Tiene que haber algo en el camino, algo invisible, que lo obliga a pasar por debajo.

—Un escudo. —Mazer hizo un gesto para que le entregara los binoculares y el niño obedeció. Enfocó las lentes y buscó en el sitio donde el pequeño señalaba.

—¿Ve esa gran cosa roja de metal que parece un depósito de agua? Hay una tubería en la base. Sígala hacia el oeste unos cincuenta metros, allí está el agujero.

—Lo veo.

Mazer observó el agujero. Poco después, llegaron un par de fórmicos cargando una viga metálica. Se metieron en el agujero, arrastrando la viga tras ellos, y desaparecieron. Un momento después, salieron por el segundo agujero. Una vez en pie, se echaron la viga al hombro y se dirigieron a la sonda.

—Sabe lo que significa eso, ¿no? —dijo Bingwen—. Significa que el escudo no funciona bajo tierra. Solo cubre lo que hay encima de la superficie.

—¿Has visto algún otro agujero?

—No, pero no puede ser el único. Hay cientos de trabajadores ahí. Si duermen en la sonda, un solo agujero se atascaría en las horas punta de cada turno. Tiene que haber otros.

Mazer observó durante varios minutos.

—Veo otros tres grupos de agujeros, todos como los que has encontrado. Un agujero fuera del escudo, otro dentro.

—Y esos son los que podemos ver desde aquí —dijo el niño—. Probablemente hay docenas alrededor de la sonda. Es esto. Esta es la respuesta. Tenemos que decírselo al ejército. Pueden enviar soldados a través de los agujeros para tomar la sonda.

—No —dijo Mazer—. No vamos a entrar por ahí. Los agujeros no son la respuesta.

—Pero… —La voz de Bingwen se apagó de repente, y Mazer vio una expresión de horror en la cara del niño. Estaba mirando algo por encima de su cabeza, tras él. Mazer se dio media vuelta y vio que un transporte de tropas había aterrizado en la cima de la colina. Los fórmicos estaban saliendo y corrían en su dirección, empuñando armas parecidas a fusiles con sus brazos superiores.

Mazer se puso en pie de un brinco, levantó a Bingwen y lo empujó hacia el camino por el que habían venido.

—¡Corre!

Bingwen obedeció.

Mazer hincó una rodilla en tierra, pistola en mano, la abrazadera de muñeca ajustándose en su sitio con un clic-clic-clic. Los fórmicos corrían hacia él, ya estaban a treinta metros de distancia.

Mazer disparó una docena de veces y cinco fórmicos cayeron. Otros siete más continuaron avanzando. Se dio media vuelta y echó a correr. Recogió la mochila al pasar y se la colocó por los hombros. Soltó el cargador de la pistola y encajó el segundo. Disparó cuatro veces hacia atrás mientras corría. Otro fórmico cayó. Por delante de él, Bingwen corría por la colina tanto como le permitían sus piernas, pero no era suficiente. Mazer lo alcanzó casi enseguida. A la izquierda estaban la sonda y cientos de fórmicos. A la derecha, la empinada pendiente fangosa por la que habían subido con tanto esfuerzo. Solo podían hacer una cosa, advirtió. No tenían cobertura ninguna, ningún sitio donde atrincherarse y presentar batalla. No podían ofrecer resistencia. Estaban completamente expuestos.

Mazer cogió al niño en brazos.

—¡Agárrate fuerte!

Bingwen pasó los brazos por el cuello de Mazer y hundió la cara en su hombro. Sin vacilación. Obediencia inmediata. Entonces Mazer torció bruscamente a la derecha, donde un saliente de roca se extendía más allá del borde de la colina.

Corrió hacia allí a toda velocidad.

Y saltó al vacío.

La colina era empinada y cayeron unos diez metros antes de golpear la pendiente y resbalar por ella de espaldas, usando la mochila como trineo. El suelo cedía a su alrededor, retirándose de la pendiente como una sábana arrancada de una cama. Mazer pudo sentir el barro acumulándose a su alrededor como un ola, amenazando con tragarlos, enterrarlos vivos. Mantuvo las piernas estiradas por delante, los dedos rectos, agarrado a Bingwen, intentando mantener tanta velocidad como fuera posible.

Sabía que tendrían que llegar abajo en pie. No podían pillarlos de espaldas. El barro que los seguía los cubriría en un instante. Se acercaban al fondo. El barro y la tierra y la suciedad le chorreaban por la cara, dificultándole la visión. No tendría tiempo para coordinarlo bien: si se erguía demasiado pronto sus pies se hundirían en el lodo. Si lo hacía demasiado tarde quedaría postrado en el suelo con Bingwen encima, incapaz de incorporarse a tiempo.

Estiró el pie derecho, luego clavó el talón con fuerza en la tierra, en lo que esperaba fuera el momento adecuado. Lanzó al mismo tiempo el cuerpo hacia arriba con más fuerza de la necesaria ya que tenía a Bingwen en brazos. Funcionó. Dejó de estar medio recostado y quedó más o menos de pie, cayendo el último metro hasta el fondo. Estaba en terreno llano, pero el impulso de la inercia fue más fuerte de lo que había esperado. Tropezó. Bingwen cayó de sus brazos, apoyado en una rodilla. El lodo se deslizaba a su alrededor como una ola, y Mazer oyó el rumor del que venía detrás. Alzó mucho los pies con cada paso, para que el barro no los engullera. Extendió la mano y agarró a Bingwen por la camisa y lo volvió a levantar. Tropezaron, cayeron, volvieron a levantarse, corriendo un microsegundo por delante de la ola.

Y entonces consiguieron dejarla atrás y pudieron correr sobre la tierra dura y lisa con paso firme y seguro.

Un valle de tierra calcinada se extendía ante ellos. Tampoco aquí había sitio donde ponerse a cubierto. No había árboles ni zanjas, ni agujeros donde meterse. Estaban al descubierto, destacando en la brillante luz diurna como dos manchas marrones en un enorme lienzo negro.

Mazer no dejó de correr, el corazón martilleándole en el pecho, Bingwen agarrado a él con fuerza.

El transporte de tropas descendió del cielo veinte metros por delante. Cuatro fórmicos bajaron de un salto antes de que Mazer tuviera tiempo de cambiar de dirección o frenar. Llevaba la pistola en la cadera: de otro modo, la habría perdido. La alzó y disparó, pero falló. Era casi imposible llevar a Bingwen en brazos, correr en una dirección, disparar en otra y esperar darle a algo.

No podían seguir huyendo. El transporte podría seguirlos allá donde fueran. Tenían que eliminar a la tripulación. Mazer se detuvo en seco y soltó a Bingwen.

—¡Ponte detrás de mí!

Giró y volvió a hincar una rodilla en tierra, preparándose para apuntar, cuando la red lo golpeó y lo arrojó contra el niño.

Una descarga de electricidad paralizante le recorrió el cuerpo, contrayendo todos sus músculos a la vez. La gruesa red lo había tirado de espaldas, con Bingwen debajo, y chasqueaba y siseaba y pulsaba, cargada de energía. Mazer no podía moverse. Sentía como si ardiera por dentro. Tenía el rostro desencajado en un rictus doloroso, las mandíbulas apretadas, los dedos crispados en posiciones incómodas mientras la energía lo recorría. Esperó estar llevándose la peor parte: la pequeña constitución de Bingwen no podría soportar eso.

La cara de un fórmico apareció sobre él, mirándolo con la cabeza ladeada, estudiándolo o burlándose de él, o ambas cosas.

La pistola seguía sujeta a la muñeca de Mazer. Trató de apuntar y disparar. El fórmico estaba solo a un par de metros de distancia, no podía fallar. De lo contrario matarían a Bingwen, le rociarían el rostro de bruma como habían hecho con sus padres y con Danwen, y arrojarían su cadáver a la montaña de biomasa para derretirlo. La mente de Mazer le ordenó a su extremidad que se moviera, que se animara lo suficiente para apuntar el cañón en la dirección adecuada. La mano permaneció burlonamente inmóvil.

Sonó un fuerte estampido y el lado de la cabeza del fórmico explotó, lanzando al aire tejido y sangre y tal vez materia cerebral. La criatura se desplomó.

Una cacofonía de sonidos estalló alrededor: el rugido de un motor, disparos de armas automáticas, gritos, una explosión. Todo en rápida sucesión.

—¡Aguante! —gritó alguien—. No se mueva.

Mazer sintió un peso en la red, que se tensó ligeramente sobre su cara. Hubo un estallido sordo y la energía que lo recorría se detuvo en un instante. Nunca había experimentado una sensación más dulce ni un alivio más grande. Era como si hubieran apretado su mente dentro de un puño y ahora el puño lo hubiera soltado. Solo que… seguía sin poder moverse. Estaba flácido, los dedos de manos y pies le cosquilleaban. Le dijo a sus piernas que se movieran, pero no obedecieron.

Unas manos enguantadas desgarraron la red y lo sacaron. Ante él vio a un hombre con uniforme de camuflaje negro y gris y mascarilla: no quedaba ni un centímetro de piel expuesta.

—Bax, ayúdame a meterlo dentro. Calinga, encárgate del niño.

El hombre de la máscara quitó a Mazer de encima de Bingwen, lo puso de espaldas y lo cogió por las axilas. Otro hombre con traje y máscara parecidos agarró a Mazer por los tobillos. Lo levantaron entre ambos. Era peso muerto. La cabeza de Mazer se ladeó y pudo ver a los fórmicos en el suelo, sangrando, cadáveres. De su transporte brotaba humo. Ya no flotaba en el aire, sino que yacía en el suelo, quemado. La red estaba también en el suelo, amontonada. Tenía encima un burdo aparato de búsqueda, algo para cortocircuitarla, tal vez. El aire estaba cargado de humo y del hedor de los fórmicos muertos.

Los hombres lo transportaron a un vehículo grande y lo depositaron en el suelo. Sintió el suelo de metal, frío y duro. Un tercer hombre de traje negro entró tras ellos, cargando con Bingwen. Cuando entró, otro cerró la puerta de golpe y le gritó al conductor:

—¡Vamos, vamos, vamos!

Las ruedas giraron. El vehículo salió disparado, sacudiéndose y acelerando. El hombre que había traído a Bingwen (Calinga, lo habían llamado) depositó al niño en el suelo junto a Mazer, colocando una tela bajo su cabeza para que sirviera de almohada. Bingwen parecía asustado, pero cuando miró a Mazer a los ojos una oleada de alivio lo inundó. Estamos a salvo, pareció decir. Estamos vivos.

Delante de Mazer había unos bancos donde varios hombres permanecían sentados, vestidos con trajes aislantes grises y negros y trabajando febrilmente con sus holopads.

—No hay ningún movimiento en la sonda —dijo uno de ellos—. El cielo está despejado.

—Sigue vigilando —dijo otro detrás de Mazer—. Y sigue la pista de ese transporte que vimos dirigirse al norte. Si desacelera para volver hacia aquí, quiero saberlo.

—Sí, señor.

—El aire está despejado —dijo otro hombre—. Noventa y siete por ciento. Estamos bien.

—Fuera máscaras —dijo el hombre detrás de Mazer.

Todos se quitaron las máscaras. Mazer no reconoció a ninguno, pero por la forma en que se comportaban supo que todos eran soldados de élite. Al instante empezaron a cuidar su equipo, comprobando sus armas, recargándolas, reajustando las miras, limpiando sus máscaras, preparándose para el siguiente combate. Sus movimientos eran rápidos, disciplinados y automáticos. Los habían ejecutado cien veces. Los fórmicos muertos que habían dejado atrás ya eran cosa del pasado. No se felicitaban ni tampoco celebraban su victoria como aficionados: se mostraban tranquilos y eficientes, trabajando como estaban acostumbrados. Cazadores de fórmicos expertos, pensó Mazer.

Solo después de tener de nuevo preparadas sus armas atendieron a sus propias necesidades: tomar un sorbo de agua de una cantimplora o abrir un paquete de comida energética.

Mazer vio que ninguno era chino. Había una mezcla diversa de etnias y nacionalidades como nunca había visto en una unidad pequeña. Europeos, americanos del norte y del sur, africanos. Sin embargo, sus ropas no indicaban a qué cuerpo pertenecían. No llevaban uniformes ni insignias ni galones. Mazer supo de inmediato quiénes eran.

Calinga se arrodilló a su lado, preparando una jeringuilla.

—La parálisis es temporal. Efecto residual de las descargas. Esto le ayudará.

Le clavó la aguja en el brazo. Casi al instante, Mazer sintió que el nudo de los músculos se relajaba y el temblor de las manos remitía. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba temblando hasta que dejó de hacerlo.

Calinga hizo lo mismo con Bingwen.

Mazer pudo sentir de nuevo los dedos de manos y pies. Su muñeca respondió cuando quiso moverla.

—Gracias —consiguió decir.

—Ya habla —informó Calinga mientras guardaba las jeringuillas y los suministros—. Buena señal. Significa que no le han frito el cerebro. Diez segundos más y estaría camino de la montaña gris. —Se volvió hacia Bingwen con expresión afable—. Y tú, hombrecito, tuviste suerte de que este tipo se llevara lo peor de la red. Sí, es fornido y apestoso y está cubierto de barro, pero es mejor que te aplaste él que no una red. Créeme. —Le dio una palmadita en el brazo.

—¿Cuánto tiempo lleva la POM en China? —preguntó Mazer.

—Desde poco después de la invasión —dijo una voz tras él.

Mazer conocía esa voz. Se dio la vuelta y vio al capitán Wit O’Toole sentado en el banco tras él.

—Hola, Mazer —dijo Wit—. Me alegra ver que sigue vivo.

—Y a mí también. Tengo que darles las gracias.

—¿Se conocen? —preguntó Bingwen. Se incorporó y se quitó la máscara. Su cara era lo único que no tenía cubierto de barro.

—Pusimos a Mazer a prueba para nuestra unidad —dijo Wit—. Pero en vez de zurrar a mis hombres y largarse, soportó casi una hora de tortura.

—¿Lo torturaron? —Bingwen arrugó el ceño.

—Solo un poco —dijo Wit—. No pudo haber sido peor que la red. ¿Y tú eres…?

—Bingwen.

—Capitán Wit O’Toole. Policía de Operaciones Móviles. Diría que es un placer conocerte, pero sería mentira, dadas las circunstancias. —Se volvió hacia Mazer—. Ha traído a un civil a una zona de combate, Mazer. Reprobable decisión. Y encima niño.

—No es culpa suya —saltó Bingwen—. Intentó librarse de mí, pero yo volví una y otra vez.

—Debían de estar ustedes ya en la sonda cuando nos vieron —dijo Mazer.

—Llegamos anoche —informó Wit—. Observábamos sin ser detectados. Reventamos nuestra tapadera para salvaros.

—No deberían haberlo hecho —dijo Mazer—. No me considere desagradecido, pero destruir la sonda es más importante que nuestras vidas.

—Me alegra ver que no ha perdido el sentido común. Porque tiene razón. Estratégicamente habría sido más inteligente dejar que los fórmicos los mataran.

—Pues me alegro de que no lo hicieran —terció Bingwen.

—El escudo solo cubre la superficie —dijo Mazer.

—Lo sabemos. Hemos visto los túneles. Contamos veinte alrededor de la sonda. Pero nos costará trabajo utilizarlos. Los transportes patrullan la zona y los agujeros tienen tráfico denso. Además, son demasiado estrechos para nosotros. Son de tamaño fórmico.

—Yo podría caber —se ofreció Bingwen.

—Esos túneles no son la respuesta —dijo Mazer—. Pero sí el principio. ¿Cuál es el alcance de este vehículo? ¿Podría llevarnos cincuenta kilómetros al sur?

—¿Para qué? —preguntó Wit—. ¿Qué hay al sur?

—Trineos perforadores. No vamos a usar los túneles fórmicos. Vamos a abrir nuestros propios túneles.