25
Chatarra espacial
Los anillos de chatarra alrededor de la Tierra eran como los de Saturno, pero en vez de hielo y silicatos Víctor vio miles de satélites abandonados, estaciones espaciales olvidadas y armas antiguas de la época en que los países se armaban en la órbita del planeta.
—Mira todo esto, Imala —dijo—. Está ahí flotando esperando a que alguien lo recoja y lo utilice. ¿Tienes idea de lo que podría haber hecho mi familia con todo esto?
Imala dirigió la lanzadera hacia un lugar del montón de chatarra donde había varios satélites relativamente cerca.
—Esto es lo más cerca que has estado jamás de la Tierra, Víctor. Tienes una vista espectacular del planeta, directamente delante, y lo único que ves son los objetos rotos y brillantes, cosas inútiles.
Víctor flotaba ante el parabrisas artificial, contemplando la escena, un mar de metal y plástico y policarbonatos, todo brillando a la luz del sol.
—Veo el planeta, Imala. Es precioso. Pero tienes que darte cuenta de que en el Cinturón de Kuiper, cuando algo se rompía, no podíamos ir simplemente y comprar un recambio. Teníamos que fabricarlo. O buscar las piezas necesarias en la basura, que eran raras y difíciles de encontrar. Vosotros tenéis todo lo que podéis necesitar aquí. Y muchas cosas son nuevas.
—No son nuevas, Vico. Es basura. Chatarra.
—Si piensas que esto es viejo, tendrías que ver la basura con que nosotros trabajamos normalmente.
Imala disparó los retrocohetes y comenzó la desaceleración de la lanzadera. Víctor se había puesto ya el traje espacial, con un largo cable extendido a su espalda. Llevaba una mochila propulsora y un cortador láser, que utilizaría para recortar los trozos de chatarra y llevarlos de vuelta a la lanzadera.
—Algunas de estas piezas fueron armas en su día —dijo Imala—. Así que no te pongas a cortar a lo loco. Usa los esquemas que he subido a tu VCA. Podrás ver dónde es seguro cortar y dónde no. —Había utilizado su acceso al DCL en la Luna para extraer los archivos de los objetos que había allí y de los que aún quedaba registro.
—Gracias —dijo Víctor—. Intentaré no hacernos volar.
—Eso no tiene gracia.
—No te preocupes. No es material explosivo. Confía en mí.
Imala colocó la lanzadera junto al primero de los satélites y Víctor se dirigió a la compuerta. Una vez en el exterior, se puso a trabajar. La lanzadera de reconocimiento necesitaba parecer un montón de restos, así que le interesaban más las tripas sin valor de los satélites. Los conductos y las vigas estructurales, todo el material que quedaba expuesto al espacio si una nave se partía en dos. Las piezas verdaderamente importantes (procesadores, chips, lentes y células de combustible) solían ser pequeñas, y por tanto carecían de importancia. Incluso así, Víctor no pudo resistir la tentación de cortar unos cuantos chips procesadores y guardárselos en la bolsa que llevaba al pecho.
También tenía que recordar que iba a camuflar una nave. Sería aconsejable ignorar las piezas que eran propias de los satélites, como los paneles solares o las mantas térmicas, todo el fino material membranoso que podía reflejar mucha luz y atraer la atención sobre la nave de reconocimiento.
Al principio fue lento y metódico en su selección. Pero a medida que fueron pasando las horas, y mientras pasaban de un objeto a otro, cortó más rápido y pensó menos en lo que estaba recogiendo. Ahora solo importaba la cantidad, no la calidad. Podría ser meticuloso y selectivo en el almacén. Aquí se trataba de segar el trigo; de vuelta en la Luna haría el pan.
Después de doce horas, la bodega de carga estaba llena. Víctor había convencido a Imala de que consiguiera una lanzadera carguero cuatro veces más grande de la que necesitaban, y Víctor la había llenado hasta el último metro cuadrado.
—Es suficiente chatarra para camuflar un asteroide —dijo Imala—. Pero solo necesitas cubrir una diminuta nave biplaza, ¿recuerdas?
—No lo utilizaremos todo —respondió él—. Tendremos que clasificarlo y encontrar las piezas adecuadas. La nave tiene que parecer uniforme, Imala. Todas las piezas tienen que parecer originarias de la misma nave. No puede ser un popurrí multicolor, o parecerá algo falso y ensamblado.
—Los fórmicos no conocen las naves humanas lo suficientemente bien para notar la diferencia.
—Eso no lo sabemos. No debemos subestimarlos. Puede que parezcan hormigas, pero han inventado el viaje espacial a velocidades cercanas a la de la luz. Son más inteligentes que nosotros. No quiero correr ningún riesgo.
Imala se encogió de hombros y no discutió.
El vuelo de regreso a la Luna fue largo, pero Víctor estuvo ocupado todo el tiempo. Primero desmontó las piezas de chatarra más grandes que estaban accesibles en la bodega de carga. Luego cogió las piezas más pequeñas desmontadas y las escaneó en el holocampo, haciendo modelos en 3-D de cada una de ellas. Ya había construido un modelo holográfico de la pequeña nave de reconocimiento que Imala y él habían comprado en la Luna. Lo recuperó en el holocampo y empezó a sumar los modelos tridimensionales de piezas de chatarra, construyendo virtualmente el diseño del camuflaje y probando varias opciones distintas. Para cuando llegaron al almacén Juke, tenía una idea bastante aproximada de cómo quería abordar el proyecto.
Lem había dispuesto que el personal estuviera disponible para ayudarles a descargar la lanzadera. Así que cuando Víctor e Imala salieron del cordón umbilical y llegaron al almacén había un grupito de gente esperándolos. Una mujer mayor de ascendencia africana, con largas trenzas grises y un poco de acento los saludó con una sonrisa y un apretón de manos.
—Señor Delgado, señorita Bootstamp. Soy Noloa Benyawe. —Señaló al hombre que la acompañaba—. Este es nuestro ingeniero jefe, el doctor Dublin.
Dublin tenía un rostro agradable y su expresión se suavizó aún más cuando le estrechó la mano a Víctor.
—Lamento lo de su familia. La doctora Benyawe y yo estuvimos presentes en la batalla. Su capitana y su familia estaban decididos a proteger la Tierra. Tienen mi absoluto respeto.
—Gracias, doctor Dublin. Es muy amable por su parte.
—Lem quiere asegurarse de que esto siga siendo una empresa privada —dijo Benyawe—. Me pidió que le insistiera al personal que no es un proyecto de la compañía. Eso significa que no podemos ayudarles durante nuestras horas de trabajo normales. Lem teme que los abogados de la compañía puedan usar eso como base legal para apoderarse de lo que hagamos. Es una tontería, lo sé, pero se ha mostrado insistente. No se preocupen, he hablado con todos los presentes y les ayudaremos después del trabajo si nos necesitan.
—Una vez más, muy amables —dijo Víctor—. Agradezco su colaboración.
—Tenemos entendido que espera colocar un impulsor en varios objetos a la deriva y enviarlos hacia la nave para que abran las puertas de los cañones.
—En efecto. Así es como espero entrar. Pero puede que no sea la mejor idea. Si tienen ustedes una mejor, me encantaría oírla. Estoy improvisando sobre la marcha.
—Pensamos que es una táctica inteligente —dijo Benyawe—. Y nos hemos tomado la libertad de proponer algunos mecanismos que podrían servir, si nos permite compartirlos con usted.
—Por supuesto.
Los escoltaron hasta un rincón del almacén donde una holomesa proyectaba un estrecho impulsor cilíndrico de dos metros de largo.
—Estos impulsores están diseñados para acelerar rápido —explicó el doctor Dublin—. Pueden producir una buena sacudida, así que será mejor asegurarlos bien a la superficie del pecio, no vaya a ser que se desprendan y empiecen a correr en zigzag por el espacio como un globo desinflado. La estructura de anclaje es tan importante como el impulsor mismo. —Agitó el punzón dentro del holocampo y apareció un cubo sin más detalles—. Supongamos que estos son los restos que queremos usar. —Cogió el impulsor y colocó cuatro copias en cuatro lados del cubo—. Puede colocar tantos impulsores como quiera en la superficie del pecio. Obviamente tendrán que estar equidistantes unos de otros, o tanto como sea posible para distribuir de manera regular el impulso. Probablemente será un desafío, ya que el pecio no tendrá una estructura uniforme. Tendrá una hechura extraña e inestable. También habrá que instalar los impulsores para que tengan todos la misma orientación. De ese modo, cuando llegue a la superficie de la nave y encienda los impulsores por control remoto, actuarán como uno solo, desplegando sus anclajes y respondiendo a sus órdenes de vuelo. Si se coloca cerca de una portilla, podrá dirigir el pecio directamente hacia usted, lo que aumentará la probabilidad de que el cañón más cercano se abra.
—Magnífico —dijo Víctor—. Adelante, pero ¿puedo hacer una sugerencia? Mejor no colocar los impulsores en un pecio a la deriva en torno a la nave fórmica como propuse inicialmente. Me ha demostrado usted que es demasiado problemático. ¿Y si no aseguro bien los anclajes? ¿Y si el pecio es tan inestable que los impulsores lo destrozan? Además, hay el problema de que tendré que hacer un paseo espacial muy cerca de los fórmicos. Eso requerirá bastante tiempo, y si cometo un error, puedo alertarlos de mi presencia antes incluso de llegar a ellos, cosa que por mi bien preferiría no hacer. Así que esta es mi propuesta: hagamos exactamente como usted propone y usemos estos impulsores, pero construyamos el pecio aquí en el almacén. Fabriquémoslo. Eso nos permitirá controlar la estructura. Podremos colocar los impulsores de manera equidistante, reforzar los anclajes y asegurarnos de que todo está reforzado y no se romperá cuando pongamos en marcha los impulsores. Controlaríamos todas las variables y, sobre todo, podremos probarlo aquí y estar seguros de que vuela como queremos. De esa forma no me pondré en peligro innecesariamente al intentar hacerlo todo en el espacio. Podemos unir el pecio a la lanzadera y luego soltarlo entre los demás restos, continuar hasta la nave fórmica y dirigirlo hacia mí cuando sea el momento adecuado.
Benyawe y Dublin intercambiaron una mirada.
—Sería lo ideal, sí —dijo Benyawe.
—Podemos utilizar parte de la chatarra espacial que acabamos de recuperar —dijo Víctor.
—Desde luego hemos traído de sobra —comentó Imala.
Víctor sonrió.
—¿Ves, Imala? Más es siempre mejor.
Tras volver al carguero, Víctor usó grúas y carretillas elevadoras para descargar todas las piezas de chatarra espacial y colocarlas en el suelo del almacén de manera organizada. Imala intentaba ayudar, pero cada vez que ponía algo en el suelo él le decía que no iba allí y lo trasladaba a otra parte.
—Si me dices cómo lo estás organizando no seguiré poniendo las cosas en el sitio equivocado.
—No lo estás haciendo mal —dijo Víctor.
—Bueno, obviamente tampoco lo estoy haciendo bien. Explica qué tienes en mente, Vico, y nos ahorrarás tiempo a los dos.
Él advirtió que estaba molesta.
—Es difícil de explicar. Estoy separando las piezas según vamos a utilizarlas, ya sea para la lanzadera de reconocimiento o para el pecio que actuará como señuelo. Luego divido esas piezas en categorías de uso. Algunas habrá que desmontarlas, otras habrá que dañarlas.
—¿Dañarlas?
—Tendrá que parecer que la nave ha sido alcanzada por varios impactos —dijo Víctor—. Debería estar abollada, quemada y arañada.
—¿Dónde está ese montón?
Se dirigieron al montón de chatarra que se alzaba hasta casi su altura.
—Todas estas piezas grandes de aquí —señaló Víctor.
—¿Cómo piensas dañarlas?
Víctor se encogió de hombros.
—Dándoles con un martillo. Machacándolas a tope. Quemándolas con un soplete. Doblándolas para deformarlas.
—Yo me encargo de eso —dijo Imala, dirigiéndose a una panoplia de instrumentos y cogiendo un martillo—. Me apetece aporrear algo ahora mismo.
—Asegúrate de anclar los pies y la pieza que vayas a golpear. Estamos en gravedad lunar. Es probable que el martillo tenga mucho retroceso. Y protégete la cara por si las piezas pequeñas se rompen con los impactos.
Ella lo miró con desdén.
—Sé cómo machacar cosas con un martillo, Vico. No soy estúpida.
—No pretendía sugerir eso. Solo te recordaba que…
—Olvídalo. Tengo esto. —Arrancó una de las piezas de la pila y la dejó caer lentamente al suelo. Víctor retrocedió y la dejó hacer. Le parecía que debía pedir disculpas, pero ¿por qué? Era verdad que tenía un sistema para la chatarra, y era difícil de explicar: las cosas le venían sobre la marcha. No podía especificarlo como ella quería: todavía no había terminado de definirlo en su cabeza. En cuanto a lo del martillo, así era como trabajaban siempre su padre y él. Hablaban entre sí mientras hacían las cosas, se recordaban las medidas de seguridad, cuidaban el uno del otro. Tenían que hacerlo. Era fácil olvidarse de las cosas y meter la pata cuando estabas cansado, y en el Cinturón de Kuiper no podías permitirte resultar herido.
Pero no estamos en el Cinturón, se recordó. Estamos en el mundo de Imala.
Ella se hallaba de rodillas, sujeta al suelo. Empezó a golpear la pieza de metal y el tañido resonó por todo el almacén.
Víctor regresó a la grúa que estaba utilizando. Le sorprendió encontrar allí a Lem, con una gran bolsa de lona al hombro.
—Tienes un estilo único con las mujeres, Víctor. En vez de hacerlas languidecer, consigues que les entren ganas de atizarte a martillazos. Una nueva estrategia. Tendrás que decirme cómo resulta.
Víctor trató de mantener la calma.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted, Lem?
—Sí, coge esto. —Se soltó la bolsa del hombro, la colocó en el suelo y la abrió. Contenía dos grandes aparatos que Víctor no reconoció y un tercero, más pequeño, que parecía un detonador—. Esto lo llevarás al puente de la nave fórmica —dijo—. Es decir, suponiendo que puedas llegar hasta allí. Hay suficientes explosivos para causar daño. Preferiría que fuera una nuclear táctica, pero son difíciles de conseguir. Tuve que sacarme de la manga unos cuantos milagros para conseguir esto.
—¿Cómo funciona? —preguntó Víctor. Su familia empleaba explosivos habitualmente en los asteroides, pero él siempre se había sentido incómodo en su presencia, incluso cuando estaban desmontados como esos y eran inofensivos. Lem le mostró cómo encajaban las dos piezas. Entonces, sin ponerlo en práctica, le explicó cómo armar el explosivo y disparar el detonador.
»¿Qué alcance tiene el detonador? —preguntó Víctor—. ¿A qué distancia puedo estar antes de dispararlo?
Lem dio un respingo.
—Esa es la parte peliaguda. Estas cosas están diseñadas para los asteroides. Las hacen para el espacio abierto, para que exista una comunicación fácil entre el detonador y el explosivo. La dejas caer en una excavación, retrocedes con tu nave, y ¡bum! No fueron diseñadas para colocarlas en las entrañas de una nave que, con toda probabilidad, será un montón de túneles intrincados y estará hecha de extrañas aleaciones metálicas. Y si tienes razón respecto al puente, si está en el centro de la nave, habrá una buena distancia desde el casco.
—Me está diciendo que no sabe el alcance del detonador.
—Te estoy diciendo que es imposible decirlo sin saber qué hay dentro de la nave fórmica. Puede que recorras la mitad del camino de vuelta hasta la Luna y aún sigas dentro de su radio de alcance. O puedes quedarte fuera en el momento en que salgas del puente. No se puede saber.
—¿Y un temporizador? —preguntó Víctor.
—Esa es la opción B. Plantar el explosivo donde no sea descubierto y luego hacerlo detonar doce horas más tarde, o veinticuatro, o el tiempo que creas que te haga falta para salir de allí. Personalmente, no soy muy fan de los temporizadores. Los usamos cuando atacamos a los fórmicos la primera vez. No salió bien.
Habla en plural, pensó Víctor, y se refiere a mi familia y él, a mi padre y él. Todavía no se había acostumbrado a aquella imagen: Lem luchando junto a Concepción y su padre y los otros miembros de su familia.
—Gracias —dijo—. Lo tendré en cuenta.
Lem se aproximó a la lanzadera de reconocimiento que habían adquirido Imala y Víctor. Estaba posada en el almacén, cerca de las pilas de chatarra espacial recogida. Era un biplaza cuadrado y pequeño, no más grande que un deslizador. La puerta lateral estaba abierta. Lem se agachó a mirar en el interior. Era cómodo y estaba equipado con los últimos controles de vuelo.
—Bonita nave. Es una pena destrozarla.
—Solo vamos a destrozar el exterior —dijo Víctor.
—¿Cómo vas a hacerlo? No tiene cámara estanca, y no es probable que los fórmicos extiendan un umbilical. Cuando abras esta puerta para salir, estarás en el vacío.
—Vestiré un traje espacial todo el tiempo. Y llevaré todo el oxígeno que necesite desde que salga de la Luna hasta que regrese.
—¿Y el anclaje de la nave? ¿Cómo impedirás que quede a la deriva cuando la abandones para entrar en la nave nodriza? El casco de los fórmicos es liso como el cristal. No hay nada donde engancharse. Y yo no me fiaría de los imanes.
—Yo la pilotaré —dijo Imala. Víctor se volvió y vio que se acercaba. Llevaba el martillo en una mano y se secaba el sudor de la frente con la otra—. La mantendré en posición y me aseguraré de que no vaya a la deriva.
—No vas a venir conmigo —dijo Víctor.
—Claro que sí. Soy mejor piloto que tú. Los dos lo sabemos, y maniobrar este aparato a través de ese campo de pecios requerirá una mano firme.
—Iré a la deriva a velocidad insignificante. Creo que podré apañármelas.
—Podrían salir mal muchas cosas, Víctor. Aumentaremos nuestras posibilidades de éxito si somos dos.
—Rotundamente no, Imala. No voy a permitir que te pongas en peligro.
Ella alzó una ceja.
—¿No me vas a permitir? No eres mi supervisor, Vico.
—Claro que no lo soy. Me refiero a que… esta es mi lucha, Imala. No podría perdonarme que te sucediera algo por mi culpa. No tendrías que correr ese riesgo.
Imala resopló, se apartó un largo mechón de pelo de la cara y se volvió hacia Lem.
—¿Quiere disculparnos, por favor?
Lem sonrió.
—Por mucho que me gustaría no perderme el resto de esta conversación, les dejaré que lo resuelvan ustedes solos. —Se dispuso a marcharse, pero entonces se dio media vuelta—. Pero, decidan lo que decidan, que sea el método con mayores probabilidades de éxito. No voy a pagar todo este dinero para ver cómo vuelan en pedazos esa diminuta lanzadera.
Se marchó, dejando la bolsa a los pies de Víctor.
—Agradezco tu preocupación por mí, Vico —dijo Imala—, y reconozco que has invertido mucho en esta lucha. Has perdido a tu familia, y no soy capaz de imaginar cuánto duele eso. Pero te equivocas en una cosa. Esta no es tu lucha. Es mi lucha también. No he perdido a mi familia, cierto, pero si los fórmicos no se detienen, los perderé. Lo perderé todo. Y no voy a quedarme de brazos cruzados sin hacer nada cuando hay una guerra en la que puedo contribuir. Tú has perdido tu hogar, Vico, pero yo estoy perdiendo el mío mientras estamos aquí hablando. Ahora mismo la Tierra está ardiendo, y eso me da tanto derecho como el que tú tienes. —Se apoyó contra la nave de reconocimiento y se cruzó de brazos—. Pero aunque nada de eso fuera cierto, aunque no tuviera nada en juego, tiene sentido que vayamos los dos. Puedes transmitirme lo que veas y encuentres dentro de la nave. De esa forma, si mueres, podré traer a la Luna lo que hayas descubierto y grabado. Puedo asegurarme de que esos datos lleguen a gente que pueda emplearlos y actúe en consecuencia y ponga fin a esta guerra. No quiero que te suceda nada, naturalmente, pero esa información sería más valiosa que nuestras vidas.
Víctor guardó silencio un momento. Ella tenía razón, naturalmente.
—Los dos tendremos que llevar trajes todo el viaje, lo que significa que deberemos duplicar el suministro de oxígeno, e ir apretujados en el interior de la carlinga prácticamente uno encima del otro durante todo el viaje. Será muy incómodo. No habrá ningún espacio personal.
Ella sonrió.
—Al menos tendremos los cascos puestos. Así, si uno de los dos tiene mal aliento, el otro se lo ahorrará.
—Hablo en serio, Imala. No será agradable. Estaremos apretujados.
Ella le puso una mano en el hombro.
—Víctor, vamos a ir contra una nave alienígena indestructible que ha eliminado a casi toda la flota espacial de la Tierra. Un asiento incómodo es el menor de nuestros problemas.