24

Sangre y cenizas

A la hora de la cena, Mazer estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo de la granja, frente a Bingwen y su abuelo. Era la tercera noche seguida que comían arroz y brotes de bambú hervidos. Mazer terminó su porción y soltó la hoja que le servía de cuenco.

—Ya estoy lo bastante recuperado. Debería ponerme en marcha al amanecer.

Bingwen pareció asustarse.

—No puede. Tenemos que permanecer juntos. Díselo, abuelo.

—No se dan órdenes a las personas mayores, niño. Mazer debe hacer lo que considere mejor.

—Pero… no puede dejarnos. Le salvé. Tiene que protegernos. Nos lo debe.

—¡Bingwen! —El anciano dio una palmada tan fuerte que sonó como un trueno dentro de la casa—. Me deshonras. Ve a limpiar las ollas.

—Sí, abuelo. —El niño se inclinó y se marchó.

—Perdone a mi nieto, Mazer. Es joven y lenguaraz y sabe poco de respeto.

—Pues el chico tiene razón. Se lo debo.

—No nos debe nada. Está vivo porque es usted. No hay ninguna deuda entre nosotros.

—Deberían ir al norte. No pueden quedarse aquí. No hay más suministros en el valle. Necesitan comida y agua fresca. Solo se han quedado todo este tiempo por mí, y se lo agradezco, pero no puedo permitir que se sigan poniendo en peligro por mi causa. Los acompañaré al norte hasta que encontremos otro grupo o familia con la que puedan viajar. Entonces me dirigiré al sur.

—¿Hacia la sonda? ¿No puedo convencerle de que no haga esa locura?

—Destruir las sondas es la única forma de poner fin a esta guerra.

Danwen resopló.

—Soy un anciano, Mazer, demasiado viejo para hacer la guerra, contra usted o contra los fórmicos. Si dice que tiene que ir al sur, no intentaré detenerlo. Aunque le permitiré que nos escolte hasta una familia o un grupo. El niño no se siente a salvo conmigo, y no se lo reprocho. Poco puedo hacer para defendernos. Se merece algo mejor. Nos marcharemos al alba.

—Gracias. Además, y espero que no se ofenda, Ye Ye Danwen, pero después de la guerra quiero ayudar a que Bingwen asista a un colegio. Me ha contado lo difícil que es conseguir aquí una educación. Con su bendición, me gustaría matricularlo en alguna parte. En una escuela privada de Pekín, tal vez. O en Guangzhou. Yo la pagaré. Mientras pueda. Se lo debo.

Danwen extendió la mano y palmeó la de Mazer.

—Es usted un buen hombre, Mazer Rackham. Tiene mi bendición. Bingwen es un niño diferente. Dirá usted que no soy parcial, pero creo que es uno entre mil. Tal vez uno entre un millón. ¿Cree que un niño podría ser más sabio que la mayoría de los adultos?

—Ahora sí.

Danwen se echó a reír.

—Sí, un niño muy sabio. Tendría que preguntarle cómo destruir la sonda. No me sorprendería que tuviera la respuesta.

Esa noche Danwen insistió en hacer la primera guardia. Se sentó en la puerta de la granja con la espada cruzada sobre el regazo. Mazer se acostó cerca de la ventana al otro lado de la habitación, con una buena vista del cielo nocturno. Contempló las estrellas, preguntándose si ya habría sido destruida la nave nodriza. Tal vez los fórmicos de China eran todo lo que quedaba.

—Mazer. —Un susurro.

Se volvió. Bingwen estaba a su lado, sentado en el suelo, abrazándose las rodillas contra el pecho.

—Lamento haberle pedido que se quedara. Fue egoísta por mi parte.

—No tienes que disculparte, chaval. Me quedaría si pudiera. Siento no poder hacerlo.

El niño asintió pero no se marchó.

Mazer esperó. Bingwen miró el suelo.

—¿Hay algo más que quieras decirme, Bingwen?

El niño asintió, pero no miró a Mazer.

—Tiene que decirle una cosa al abuelo. Antes de marcharse. Yo no puedo decírselo. Lo he intentado muchas veces, pero no soy capaz.

Mazer esperó. El niño parecía reticente.

—¿Qué tengo que decirle, Bingwen?

A la luz de la luna, Mazer pudo ver las lágrimas que corrían por las mejillas del chaval, que siguió sin emitir ningún sonido. Se frotó la cara con la manga y luego habló en susurros.

—Mis padres. No nos estarán esperando en el norte. El día que fui a buscarlo, los vi. —Sacudió la cabeza, avergonzado—. No los enterré. Y ahora están en esa montaña de muerte, apilados con todas las demás cosas muertas. Los he deshonrado.

Mazer se incorporó y tomó al niño en brazos.

—No los has deshonrado, Bingwen. No pienses eso. Los has honrado al ayudarme. —No supo qué más decir. El pequeño se estremeció en silencio entre sus brazos. Mazer pudo ver la silueta de Danwen en la puerta, mirando en su dirección. Alzó una mano para indicar que todo iba bien.

Poco después Bingwen se quedó dormido. Solo entonces Mazer lo colocó con cuidado sobre su esterilla en el suelo. Se tendió luego en las planchas de madera a su lado, los ojos cansados y el cuerpo débil. El arroz y el bambú le llenaban el estómago, pero hacían poco más que eso. Estaba sin energías. Necesitaba nutrientes. A juzgar por lo demacrado que veía y sentía su cuerpo, calculaba que había perdido unos siete kilos. Era un peso que no podía permitirse perder: casi no tenía grasa corporal a la que recurrir.

En el exterior había una noche tranquila y silenciosa. Mazer había tardado una semana en acostumbrarse al silencio. No había pájaros aleteando, ni ratones ni criaturas pequeñas correteando por la hierba, ni insectos gorjeando en la oscuridad. Los fórmicos habían calcinado la tierra y todo lo que había en ella, no habían dejado nada a su paso, solo el viento.

Mazer despertó de repente. Se había quedado dormido, pero un sonido lo había despertado. Un sonido suave que no encajaba en la noche. Se irguió y lo vio en la puerta, apuntando con su fumigador a la cara de Danwen. El anciano estaba dormido. Mazer se levantó y se abalanzó. La lanza pulverizadora soltó una única vaharada de bruma contra el rostro del anciano. Danwen gimió suavemente. El fórmico alzó la cabeza, percibiendo movimiento en la oscuridad. Mazer cayó sobre la criatura.

Chocaron y salieron dando tumbos al patio, la criatura agitando las extremidades. Mazer le arrancó la lanza pulverizadora, pero las otras manos de la criatura lo arañaron. Una pata lo golpeó. Mazer advirtió que era fuerte. Más de lo que esperaba, como un simio. Intentaba agarrarlo, retorciéndose, luchando, tratando de morderlo con sus fauces. Rodaron por la tierra. El fórmico lo alcanzó en la espalda, un golpe violento que le produjo una punzada de dolor. La criatura estaba desesperada, pataleando, revolviéndose. Mazer sintió que su presa se debilitaba: sus fuerzas mermaban. Se giró y consiguió colocarse detrás del fórmico y entonces envolvió las piernas alrededor de su torso, sujetándole los brazos contra los costados. La criatura se debatió, desesperada, furiosa. Mazer pensó que el depósito del fumigador iba a romperse y cubrirlo de líquido.

—¿Abuelo?

Bingwen estaba en la puerta mirando al anciano, que se había desplomado a un lado.

—¡Atrás! —gritó Mazer—. ¡Cúbrete la boca!

Bingwen retrocedió hacia la oscuridad. La criatura se debatía y pataleaba. Mazer rodeó con los brazos la cabeza del fórmico y la hizo girar violentamente hacia un lado. Algo crujió. Mazer sintió romperse músculos, huesos y cartílagos. El fórmico se quedó flácido.

Mazer lo sujetó un momento más antes de soltarlo y alejarlo de una patada. Tenía el corazón desbocado, los brazos y las piernas cubiertos de humedad. No estaba seguro de si era sudor suyo o del fórmico. Sintió ganas de vomitar. Pero entonces estiró el cuello y controló la náusea.

Oyó el suave sonido de pasos. Pisadas. Pero no humanas. Venían de detrás del granero. La espada de Danwen yacía en el suelo, cerca de la puerta. Mazer buscó algún resto de la bruma, pero no distinguió nada en la oscuridad. Podía estar allí, o tal vez no. No estaba seguro. Las pisadas se acercaban. Recogió la espada y se alejó rodando para erguirse. Corrió hasta el granero sigilosamente. Apoyó la espalda contra la pared justo cuando otro fórmico con un fumigador aparecía en la esquina a su izquierda y pasaba de largo. El fórmico vio a su compañero muerto en el patio y se detuvo.

Mazer lo atacó por detrás y le hundió la espada en la cabeza sin encontrar mucha resistencia. Llegó hasta el cuello, donde la hoja se quedó detenida. La criatura cayó, casi arrancándole la espada de las manos. Mazer la liberó de un tirón y se volvió a escudar en el granero, escuchando.

Más pisadas. Esta vez a su derecha. Avanzó en esa dirección, moviendo los pies descalzos silenciosamente sobre la tierra. El fórmico dobló la esquina antes de que Mazer la alcanzara. Lo vio, vaciló y trato de manejar la lanza fumigadora.

Mazer dio un salto y ensartó a la criatura en su centro. La hoja llegó hasta el depósito a la espalda y se detuvo. La criatura miró la hoja que le sobresalía del pecho. Mazer recuperó la espada y volvió a clavársela. La criatura no emitió ningún sonido. Mazer liberó de nuevo la hoja, y el fórmico se desplomó a sus pies.

Mazer se agazapó de nuevo. Permaneció así durante un minuto entero. Luego dos. Contó los segundos mentalmente. No oyó nada.

Entonces corrió hasta la granja. El cuerpo de Danwen seguía allí, caído en la puerta, medio dentro medio fuera. Mazer lo agarró por las muñecas y lo sacó al patio, lejos de donde habían rociado la bruma. El anciano estaba flácido. Mazer ya sabía que estaba muerto. Bingwen se asomó a la puerta.

—No salgas —ordenó Mazer—. Han rociado ahí mismo. Coge mis botas y sal por la ventana lateral.

Bingwen desapareció de nuevo en el interior.

Mazer se arrodilló junto a Danwen. La criatura había rociado al anciano en la cara, y había humedad en su frente y sus mejillas. Quiso comprobarle el pulso, pero no se atrevió a tocar el cuello. Le cogió la muñeca.

No había pulso.

Probó también con la otra muñeca.

Nada.

Colocó una mano sobre el pecho de Danwen. El corazón no latía. Mazer alzó la cabeza. Bingwen estaba allí de pie, con las botas en la mano, mirando a su abuelo. Se había puesto sus propios zapatos. Mazer se acercó a él y le volvió la cara hacia la suya.

—Bingwen, mírame.

El niño parpadeó en estado de shock.

—Tu abuelo ha muerto. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos. ¿Comprendes?

Bingwen asintió. Mazer se sentó en el suelo y se puso las botas rápidamente.

El niño contemplaba el cadáver de su abuelo.

—No podemos dejarlo así. Vendrán y se lo llevarán y lo pondrán con las cosas muertas. Lo deshonrarán.

Mazer lo cogió de la mano.

—No hay tiempo para enterrarlo, Bingwen. Tenemos que marcharnos ya.

El niño se zafó.

—No. No podemos permitir que se lo lleven.

Mazer intentó retenerlo, pero el niño fue rápido y esquivó su mano. Corrió hacia la hoguera que usaban para cocinar. Agarró una olla y removió las brasas. Unas cuantas al fondo estaban aún rojas. Bingwen usó un palo para pasarlas a la olla.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mazer.

Bingwen no respondió. Corrió hacia el establo y vertió las brasas en un rincón, donde había un montón de heno reseco. Prendió en el acto, ardiendo como una tea. Las llamas se extendieron rápidamente, lamiendo la vieja y seca pared de madera. Bingwen corrió de vuelta al lugar donde yacía su abuelo. Agarró al anciano por los tobillos y tiró con todas sus fuerzas, en vano.

Mazer se acercó, se agachó y cogió al anciano en brazos, cuidando de no tocarle la cara. Del granero surgía ahora una humareda. Las llamas se arrastraban por la pared interior como si fuera leña. Había una caja cuadrada de madera en el suelo, cerca de la pared del fondo, donde se guardaban más herramientas. Mazer colocó a Danwen sobre ella y le acercó con el pie parte del heno aún intacto. El fuego estaba cerca. De una patada, Mazer soltó de la pared una tabla en llamas que se astilló y rompió. La cogió por la parte que no ardía y la puso en la base de la caja donde yacía Danwen. El humo era denso y lastimaba los ojos. El calor era intenso. Mazer salió del granero tosiendo y apartándose ceniza ardiente de la ropa.

Bingwen esperaba en el patio, contemplando las llamas, la espada en la mano, la sangre brillando en la hoja a la luz de la luna.

Mazer se arrodilló junto a él.

—No podemos quedarnos, Bingwen. ¿Puedes correr?

Tenían que moverse. Los transportes de tropas eran silenciosos y ligeros como hojas. Podrían llegar allí de un momento a otro. Bingwen se volvió hacia Mazer con movimientos lentos, como en trance. No respondió. Mazer comprendió que no podría correr. No con rapidez. Agarró la espada y cogió al niño en brazos. Luego echó a correr hacia las montañas, dejando las llamas y la granja a sus espaldas para dirigirse al norte, a la oscuridad.

Corrieron durante quince minutos, cortando camino por campos que habían sido despojados de todo rastro de vida. Las botas de Mazer pronto se llenaron de barro y ceniza. Cruzaron arrozales, ciñéndose a los estrechos puentes de tierra entre los cultivos y manteniéndose apartados del agua estancada. Los brotes de arroz hacía tiempo que se habían marchitado y muerto, y ahora un fino residuo químico flotaba encima del agua, brillando como aceite a la luz de la luna. Un kilómetro más allá de la base de la montaña encontraron una pequeña jungla que no había sido afectada por la bruma y se internaron en ella, pues preferían estar a cubierto en el denso follaje que al aire libre, donde podían divisarlos fácilmente. Sin embargo, en la jungla era más difícil ver. Las ramas les tiraban de la ropa y les golpeaban la cara. Mazer tropezó dos veces y casi soltó a Bingwen.

El niño empezaba ya a recuperarse.

—Ya no tiene que seguir llevándome en brazos —dijo—. Puedo correr.

Mazer no discutió. Estaba agotado, su cuerpo cubierto de sudor. Sentía calambres en las extremidades, sobre todo en el brazo derecho, que había soportado el peso de Bingwen. La herida de su vientre había empezado a arder también, y le preocupaba haber desgarrado algo. Soltó al niño y los dos se desplomaron contra un árbol. Mazer se apoyó en el tronco, respirando entrecortadamente.

Permanecieron sentados en silencio un rato. Mazer quería consolar a Bingwen, decir algo que pareciera reconfortante, que suavizara la pena del niño. Pero todo lo que se le ocurría le parecía insuficiente, o una promesa vacía que no podría cumplir. Corrían peligro, más peligro que nunca antes, y cualquier garantía de un final feliz parecía falsa e inverosímil.

Fue Bingwen quien rompió el silencio.

—Lamento mucho que tuviera que llevarme en brazos —dijo—. Yo… no pensaba con claridad.

—No pasa nada. No me importó. Necesitaba el ejercicio.

—No. No es así. No debería esforzarse. Debería estar descansando. Mírese. Está más delgado que antes. Necesita comida, Mazer. Comida de verdad. Carne y fruta y verdura, no arroz y bambú. Y debería mirarlo un médico de verdad. —Se acercó las rodillas al pecho como había hecho en la granja—. No puede ir adonde está la sonda. No puede. No está lo bastante sano para luchar.

Mazer respiró varias veces más antes de responder, el corazón latiéndole con fuerza.

—Es complicado, Bingwen.

—No. No lo es. Está débil. El ejército ha atacado la sonda y no ha conseguido nada. ¿Qué puede hacer usted que ellos no puedan? Estaría desperdiciando su vida. Deje que los cazas y las bombas se encarguen del asunto.

—Acabas de decir que las bombas no funcionan.

—Ir caminando hasta la sonda es una estupidez. Un suicidio. Si quiere participar en la lucha, busque a otros soldados. Colabore en otra parte. Puede ayudar y seguir viviendo.

—Si voy al norte y encuentro tropas chinas, probablemente me arrestarán y me devolverán a Nueva Zelanda. Y eso en el mejor de los casos.

—¿Por qué iban a arrestarlo?

—Como decía, es complicado.

—¿Y yo no lo comprendería porque soy un niño? Creí que habíamos superado eso.

Mazer resopló y se secó el sudor de la cara con la manga de la camisa.

—Muy bien. Me arrestarían porque no puedo estar aquí. Desobedecí una orden directa al dirigirme a la sonda. Tres de mis amigos murieron como resultado de mi decisión. Mis superiores no me lo perdonarán. Tampoco estoy seguro de que yo pueda perdonármelo. —Inspiró hondo y se inclinó hacia delante—. Por eso tengo que volver, Bingwen. No voy a regresar a casa hasta que ayude a poner fin a esta guerra. No porque pueda absolverme de ignorar la orden, sino porque se lo debo a mis amigos para que sus muertes signifiquen algo. Porque te lo debo a ti y a tus padres y a tu abuelo y a todos los que han sufrido en China. ¿Tiene eso sentido?

—No, no lo tiene. Es pura testarudez. No es usted responsable de lo que ha sucedido aquí, Mazer. Ni siquiera lo es de sus amigos. Ellos querían ayudar. Desobedecer la orden fue también decisión suya. No es su culpa que murieran.

—Lo es. Yo era su oficial al mando. Era responsable de su seguridad.

—¿Y lanzarse contra los fórmicos va a cambiar eso? ¿Qué espera conseguir haciéndose matar?

—No tengo planeado morir.

—Bueno, seguro que los fórmicos estropean esos planes. Es usted contra cientos o miles de ellos. Usted, desarmado y débil, vestido con harapos. Y ellos, protegidos por un escudo y cargados de armas e implacables. No hay que ser adulto para darse cuenta de la forma tan tonta en que se está comportando.

Mazer sonrió.

—Descansa, Bingwen. Es la última pausa que haremos en un buen rato.

Permanecieron en silencio varios minutos. La respiración de Mazer se normalizó, y la quemazón en su costado se disipó, lo que sugería que se trataba de un punto de sutura y no de la herida… o eso esperaba. Se levantaron y empezaron de nuevo a moverse, esta vez a ritmo más lento. Usaron la espada para abrirse paso en las zonas más tupidas de la jungla, pero cada golpe resonaba con fuerza en el silencio, así que lo hicieron pocas veces.

Después de otra hora de caminata, Bingwen preguntó:

—¿Tiene usted hijos?

Eso sorprendió a Mazer.

—¿Hijos? No. No estoy casado, Bingwen.

—¿Por qué no? La doctora Kim se preocupa por usted. ¿Por qué no se casa con ella?

Mazer miró al niño. Costaba distinguirlo con claridad en la oscuridad y las sombras de la jungla.

—Ojalá fuera tan fácil.

—Ella le quiere. Me di cuenta. Puede que tenga ocho años, pero no soy ciego.

—La gente no se casa simplemente por estar enamorados.

—Claro que sí. ¿Por qué si no habrían de hacerlo?

—El matrimonio y la familia es un compromiso. Si no puedes ser firme en tu compromiso, no deberías hacerlo. Yo soy soldado. Siempre estoy fuera. Eso sería difícil para un matrimonio.

—Entonces ¿no se casará nunca?

—Algún día, espero. Cuando deje de ser soldado.

—¿Consideraría tener un hijo antes de casarse?

Mazer vio adonde quería ir a parar. Respondió con voz tranquila y amable:

—No puedes ser mi hijo, Bingwen.

—Trabajaría duro —dijo el niño—. Y obedecería. Usted no tendría que reñirme ni castigarme porque siempre le haría caso. Ni siquiera me quejaría cuando tuviera que irse a alguna parte de misión. Podría cuidar de mí mismo y cocinar mis propias comidas. Sé cocinar otras cosas además de arroz y bambú, ¿sabe? Carnes y verduras. Podría cocinar también para usted.

Mazer se detuvo y se acuclilló delante del niño. Le puso una mano en el hombro.

—Si tengo un hijo algún día, Bingwen, espero que sea tan valiente, listo y fuerte como tú. Pero China es tu hogar, y Nueva Zelanda, el mío.

—China era mi hogar. Pero ahora es una nueva China, y es tan extraña para mí como para usted. Tampoco encajo aquí.

Es igual que yo, pensó Mazer. Desplazado, solo, enfrentado a una nueva cultura tras haber perdido la que conocía. De niño, Mazer se había sentido así cuando su madre murió. Ella había irritado a su familia maorí al casarse con un inglés. Eran maoríes puros y veían a su padre como un intruso que privaba a su hija de su herencia. Así que la expulsaron de la tribu.

Más tarde, cuando nació Mazer, su madre se arrepintió y lo sumergió en la cultura maorí. Seguía amando a su padre (no lo abandonaría nunca), pero quería que Mazer se educara como lo había hecho ella. Así que lo introdujo en la cultura y le enseñó la lengua, las danzas y las canciones. Lo alimentó con comidas maoríes, instaló en él el espíritu guerrero. Hizo de él un supermaorí.

Entonces, cuando él tenía diez años, murió. Y ya no hubo nadie que defendiera la inclusión de Mazer en el grupo. Su padre, después de haber sido excluido durante todos esos años, desde luego no iba a hacerlo. En cambio, se lo llevó de vuelta a Inglaterra y trató de borrar al maorí que había en él. Era hijo de una familia noble, y haría de Mazer un inglés de provecho con estudios de informática y ciencias. De repente, Mazer pasó de llevar una vida de pescar/plantar taro/sacrificar cerdos llena de canciones e historias a una vida de ordenadores de alta tecnología en los internados británicos.

Aprendió a adaptarse. Nunca fue aceptado por los británicos puros: lo llamaban cerdo y le daban de lado. Pero se volvió más británico que ellos. Aprendió todas las cortesías y protocolos de la sociedad inglesa. Dominó el acento. Se volvió sumamente elocuente. Exprimió todos los temas que estudiaba. Se hizo experto en dos culturas… aunque en realidad no fuera ciudadano de ninguna.

Bingwen se enfrentaba a lo mismo. Era un campesino primitivo que se había topado con una cultura diferente, aprendiendo inglés e informática, empapándose cuanto había podido. Había pasado de un mundo a otro como Mazer.

—El mundo cambiará siempre, Bingwen. Uno se convierte en lo que es necesario para encajar en él.

—Entonces nunca voy a ser una persona. ¿Solo lo que sea conveniente para el mundo que me rodee? No es eso lo que quiero ser. Así no seré yo.

—No se trata de quién seas. Pero es así como se sobrevive. En realidad, se hace toda la vida. No cambia quién eres. Sigues decidiendo, eligiendo lo mejor. Lo mejor de China, lo mejor de lo que has aprendido, lo mejor de tus padres. Sigue siendo tu elección, no importa lo que esté haciendo el mundo, si esta es la China que conoces o no. Sigues decidiendo quién eres.

—Pero no puedo decidir ser su hijo.

—No, pero no tienes que ser mi hijo para significar algo para mí. Puedes…

Se interrumpió. Había oído algo. Voces, tal vez. No demasiado lejanas. Se llevó un dedo a los labios y Bingwen asintió.

Avanzaron a rastras, silenciosos como sombras, hasta que llegaron al linde de la jungla, a pocos metros de distancia. Un amplio claro se abrió ante ellos en la oscuridad, y en el centro, a unos cien metros, fluctuaba el resplandor rojizo de una hoguera. Varias formas se movían alrededor del fuego, pero a esa distancia resultaba imposible ver cuántas personas había o si eran amigas o no. Mazer y Bingwen se agazaparon y prestaron atención. Quienesquiera que fuesen no habían sido muy listos al encender una hoguera al descubierto. Prácticamente estaban llamando a los fórmicos a su posición.

Mazer esperaba encontrar un grupo o una familia que pudiera acoger a Bingwen, pero no sería esa gente. Eran descuidados y ruidosos y era probable que acabaran muriendo. Lo inteligente era alejarse de ellos. Que los fórmicos los encuentren. No son nuestro problema.

Pero Mazer necesitaba información. No sabía nada de la posición ni de los movimientos de los fórmicos. Quizás estaban yendo directamente hacia ellos. Hablar con los de la hoguera quizá fuera un riesgo, pero tenía que correrlo. Pensó ordenarle al niño que se quedara atrás mientras él se acercaba a aquella gente, pero no se sentía cómodo dejando a Bingwen solo, y dudaba que a él le gustara la idea.

—No te alejes de mí —le dijo—. Y procura no hacer ruido hasta que estemos seguros de que son amigos.

Avanzaron hacia la luz, Mazer delante, espada en mano. Cuando casi habían cruzado el prado, se detuvo y olisqueó el aire.

—¿Qué ocurre? —susurró Bingwen.

—Ese olor. A… langosta.

Bingwen olfateó.

—Sí.

Mazer apretó la empuñadura de la espada y se acercaron al campamento. Pronto las vagas siluetas a la luz de la hoguera tomaron forma. Eran cinco hombres y una mujer, todos en cuclillas alrededor de algo, el fuego a su espalda. Había una espeta sobre las llamas, donde se asaba una criatura. A medida que fue acercándose, Mazer vio que la criatura que cocinaban era la parte inferior de un fórmico. Se estaban comiendo la parte superior, que habían sacado de la espeta y colocado en el suelo, para rodearla como una manada de chacales.

Mazer se sintió asqueado. Quiso retroceder, pero ya estaban demasiado cerca del fuego, y la mujer los vio. Soltó un grito y los hombres se pusieron en pie, empuñando su armas: palos, cuchillos y machetes. Eran campesinos. Tenían las ropas desgarradas y manchadas, los rostros salvajes. Flacos y demacrados, parecían desesperados.

Mazer no se movió. Bingwen se ocultó tras él. Nadie habló.

Finalmente, uno de los hombres, armado con un machete, dijo:

—Esta comida es nuestra. No hay suficiente para ustedes.

—No queremos su comida —dijo Mazer.

—Miente —dijo otro que empuñaba un cuchillo—. Claro que la quiere. Miradle los ojos.

—No deberían comer eso —dijo Mazer—. Son proteínas diferentes. No están hechas para el consumo humano.

—¿Veis? Intenta engañarnos para quitárnoslo todo.

—Los fórmicos recogen a sus muertos —dijo Mazer—. Puede que vengan por este.

Los hombres miraron al cielo, como si pensaran que una nave pudiera descender justo encima de ellos.

La mujer se encontraba junto al fuego, detrás de los hombres. De pronto se dio media vuelta y empezó a vomitar. Los hombres la miraron. La mujer cayó a cuatro patas y vació el estómago en la tierra. Los hombres retrocedieron y contemplaron el fórmico desmembrado a sus pies, la piel chamuscada y negra por el fuego, el pecho abierto y humeando ante el brillo de la hoguera. Uno de los hombres empezó a vomitar.

Mazer cogió a Bingwen de la mano y echó a correr.

Al amanecer encontraron una carretera. Había coches abandonados, algunos intactos, otros aplastados y destrozados. Había cráteres de dos metros de ancho causados por las explosiones y el fuego láser, y marcas de quemaduras por todas partes, acompañadas de profundos cortes en la tierra y el asfalto. No había cadáveres, pero sí oscuras manchas de sangre esparcidas por doquier. Mazer trató de poner en marcha varios vehículos, pero se habían llevado las baterías y las células de combustible.

Continuaron a pie, siguiendo la carretera hacia el norte durante unas cuantas horas. Vieron más destrucción, más vehículos abandonados. Cuando oyeron naves, se escondieron y esperaron a que pasaran. A mediodía encontraron a una familia con dos niños pequeños descansando a la sombra de un puente. La esposa hablaba poco, pero les ofreció sopa, que aceptaron agradecidos.

—Nos escondimos en un cobertizo subterráneo —contó el hombre—. Teníamos comida para más de una semana. Pensamos que podríamos aguantar hasta que llegara ayuda, pero el ejército no vino a rescatarnos. Ahora vamos al norte.

Bingwen estaba apartado, jugando con el niño de cuatro años, tirándose una pelota de trapo. Era la primera vez que Mazer lo veía reír.

—¿Pueden quedarse con el niño? —preguntó Mazer.

—La comida es escasa —dijo el padre.

—Es listo y habilidoso. No puedo pagarles ahora, pero lo haré cuando termine la guerra.

—Puede que no esté vivo cuando termine la guerra. O puede que no la ganemos.

—Ganaremos. Quédense con el niño.

El padre se lo pensó. Luego asintió. Sellaron el acuerdo y poco después Mazer se arrodilló ante Bingwen y le entregó la espada.

—Toma —dijo—, tu abuelo querría que la tuvieras.

Bingwen la cogió.

—Estaré más seguro con usted donde esté la sonda que con esta familia en el norte.

—Son buena gente. Te darán de comer. Es más de lo que puedo hacer yo. —Puso una mano en el hombro del niño—. Cuando esto termine, quiero que contactes conmigo. Te buscaré un colegio. Un buen colegio, donde te alimentarán y cuidarán.

—Como un orfanato.

—Mejor que eso. Un sitio donde vayan niños listos. Niños especiales.

—¿Cómo me pongo en contacto con usted?

—Memoriza mi email y mi dirección de holo. ¿Puedes hacerlo?

Bingwen asintió. Mazer le dio las direcciones.

—Ahora repítelas.

Bingwen así lo hizo. Mazer se levantó y extendió una mano. El niño la estrechó.

—¿Cuánto tiempo tengo que tener la férula en el brazo? —preguntó.

—Otras dos semanas. Intenta que no te caigan más árboles encima.

—Y usted intente que no lo maten.

Mazer sonrió.

—Eso haré. —Se detuvo un instante, sin querer marcharse—. Nada de heroicidades, ¿de acuerdo? Ve al norte y ponte a salvo.

Bingwen asintió.

No había más que decir. La familia estaba esperando, lista para ponerse en marcha. Mazer sonrió por última vez y luego se dio media vuelta y se encaminó hacia el sur, sin mirar atrás.

Permaneció apartado de la carretera, moviéndose en paralelo, e hizo un buen promedio. Antes caminaba más despacio por causa de Bingwen, pero ahora fijó su propio ritmo. La sopa le había dado nuevas energías. Encontró una zona de jungla y durmió varias horas, enterrándose entre las hojas caídas para permanecer oculto. Cuando despertó, se puso de nuevo en marcha. A esas alturas, se moría de sed. Encontró varios charcos de lluvia, pero no se le ocurrió beber de ellos. A última hora de la tarde oyó los lejanos sonidos de una batalla al oeste de su posición, pero no pudo ver nada.

Al anochecer oyó naves. Se agazapó junto a unos matorrales marchitos y vio cómo un caza chino se enfrentaba en el cielo a un volador fórmico. El caza tenía más potencia de fuego, pero el aparato fórmico era más ágil. Se elevó y zambulló y cortó el ala del caza con una andanada de fuego láser. El caza se consumió entre llamas, girando sin control, y se precipitó al suelo. El piloto saltó justo a tiempo, cayendo velozmente, el cuerpo flácido. El paracaídas se abrió. El avión se estrelló a poca distancia al sur. Mazer oyó la explosión. El volador fórmico continuó su camino. Mazer vio el paracaídas descender hasta perderse de vista a menos de un kilómetro de distancia. Echó a correr en esa dirección.

No tardó mucho en encontrar al piloto. Había aterrizado en un campo calcinado, donde el paracaídas blanco se hinchaba al viento y destacaba contra el paisaje negro como una bandera.

Se acercó al hombre, que no se movía. Yacía de espaldas, la cabeza ladeada. Con el casco tintado, Mazer no podía verle la cara. El paracaídas se agitaba al viento. Se hinchó con una vaharada y arrastró al piloto unos metros por el suelo. En la pierna, el hombre llevaba un cuchillo. Mazer se lo cogió y cortó los cordones de suspensión. Cuanto más tiraba, menos sentía la tensión del paracaídas, hasta que por fin quedó suelto y ya no pudo seguir hinchándose con el viento. Mazer se arrodilló junto al piloto. Marcó una secuencia en el lado del casco, y el tintado de la visera desapareció, revelando la cara tras el plástico reforzado. El hombre tenía los ojos cerrados y no parecía respirar. Mazer retiró la placa pectoral del traje de vuelo para ver el lector biométrico. La pantalla plegable estaba agrietada, pero funcionaba todavía, indicando una línea plana. La causa de la muerte del piloto era rotura de cuello y columna vertebral. Según los datos, había sucedido microsegundos después de que saltara.

Mazer se sentó en cuclillas. Más muertes.

Miró hacia arriba, escrutando el cielo. Estaba en mitad del campo, expuesto. Si la nave fórmica regresaba o pasaban otras, sería un blanco fácil. Agarró al piloto por las correas del arnés y lo arrastró hacia unos matorrales marchitos. No era un gran escondite, pero resultaba mejor que nada.

Había una gran mochila auxiliar atada a las piernas del piloto. Mazer la aflojó y la soltó. Dentro encontró un auténtico tesoro: una pistola con cuatro cargadores, binoculares, bengalas, raciones para varios días, una cantimplora llena más varias botellas extra de agua, una máscara antigás, un kit de primeros auxilios, un ordenador Med-Assist, un cepillo de dientes y calcetines de repuesto. Abrió rápidamente la cantimplora y bebió. El agua estaba fría y limpia, tan buena que lo hizo lagrimear.

Abrió un paquete de raciones: una pasta que se calentó instantáneamente en contacto con el aire. Tenía jamón y queso y trocitos de tomate reseco. No encontró ningún utensilio, así que vació el contenido directamente en su boca. Luego se limpió los dientes, lo que quizá fue el mayor alivio.

Volvió a guardarlo todo en la mochila, incluyendo el cuchillo y la vaina. Luego se levantó y estudió el cadáver. El hombre era alto para ser piloto, aunque no tanto como le habría gustado a Mazer. El uniforme de vuelo probablemente le quedaría dos tallas pequeño. Incluso así, un uniforme pequeño era mejor que los harapos que llevaba puestos. Si hacía unos cuantos cortes estratégicos en la tela podría ponérselo sin problema. Le quitó el uniforme al piloto e hizo con cuidado unos cortes en las axilas y la entrepierna. Luego se quitó las botas y la ropa, hasta quedar en calzoncillos, y se puso el uniforme sin molestarse con ninguno de los biosensores. Las mangas y las perneras le quedaban demasiado cortas, pero podría vivir con eso. Más le preocupaba la movilidad. Hizo una prueba flexionando las rodillas y sintió alivio al ver que no lastraba sus movimientos. Se sentó en el suelo y se puso un nuevo par de calcetines y sus viejas botas. Luego cargó la pistola, la guardó en la cartuchera del uniforme y se puso la máscara antigás.

No le pareció bien dejar allí al piloto sin enterrar, pero no tenía tiempo ni herramientas para hacerlo. Recogió el paracaídas blanco y amortajó al piloto, como si fuera una momia. No era un entierro adecuado, pero era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias. Se cargó la mochila al hombro y volvió a dirigirse hacia el sur. No había llegado muy lejos cuando oyó a alguien gritar su nombre. Los gritos eran débiles al principio, como susurros lejanos traídos por el viento: tan suaves que de hecho al principio creyó que eran imaginaciones suyas. Entonces un nítido «¡Mazer!» rasgó el silencio, inconfundible. Se dio la vuelta y corrió hacia la fuente del sonido. Conocía aquella voz. Y notó el terror y la desesperación que la embargaban.

Su formación le había enseñado sigilo y cautela, pero Mazer no pudo evitarlo. Se quitó la máscara y gritó a su vez.

—¡Bingwen!

Continuaron gritando sus nombres respectivos hasta que se encontraron momentos después. Mazer rodeó una colina y allí estaba el niño, corriendo hacia él, desesperado y sucio, la cara manchada de lágrimas. Se desplomó en brazos de Mazer, agotado y aterrado, demasiado angustiado para hablar.

Mazer lo llevó a un lugar a la sombra donde podían quedar ocultos a la vista y le dio de beber de la cantimplora. Al principio la respiración de Bingwen era tan agitada que no podía tragar, pero luego se obligó a calmarse lo suficiente para beber unos sorbos.

—No demasiado rápido —dijo Mazer—. O vomitarás.

Bingwen soltó la cantimplora y empezó a llorar de nuevo. Cuando habló, su voz sonó ronca después de tanto rato gritando.

—Todos muertos. La familia. Todos. Un transporte se posó justo delante de nosotros. No hizo ningún sonido. Fue un visto y no visto. Kwong, el padre, me gritó que corriera. Genji y él trataron de coger en brazos a un niño cada uno, pero…

Cerró los ojos y sacudió la cabeza, incapaz de continuar.

Mazer lo cogió en brazos y Bingwen empezó a sollozar, su cuerpecito temblando de pena y terror, de emociones acumuladas y liberadas de repente. Mazer lo rodeó con un abrazo protector. No iba a mentir. No iba a decirle que ahora estaba a salvo, que él no permitiría que le sucediera nada. Aquel niño era demasiado listo para eso. Así que lo dejó llorar y no hizo ningún esfuerzo por evitarlo.

Cuando Bingwen volvió a calmarse, Mazer le ofreció una de las raciones y esperó mientras el niño comía.

—Descansaremos aquí hasta el anochecer —le dijo—. Luego, cuando esté oscuro, nos dirigiremos de nuevo hacia el norte.

—No —replicó Bingwen—. Al norte no. Vamos al sur.

—No voy a llevarte adonde está la sonda, Bingwen.

—¿Por qué no? ¿Porque soy un niño?

—Bueno, sí. Es peligroso.

—Es peligroso en todas partes. Era peligroso en la granja. Era peligroso en mi aldea. Es peligroso en el norte. No hay ningún sitio seguro. Podemos continuar. Estamos aquí. No puede estar mucho más lejos.

Mazer sacudió la cabeza.

—Ya hemos hablado de esto.

—Sí. Usted no es mi padre y yo no soy su hijo. Eso significa que no puede ordenarme adónde tengo que ir.

—Si vienes conmigo, me pones en mayor peligro. Tendría que estar cuidándote y no dando a las amenazas que nos rodean la atención que se merecen. Además, me harías ir más lento.

—No estoy tan indefenso como cree. Puedo ayudar. No soy fuerte, sí, pero dos pares de ojos son mejor que uno. Puedo vigilar nuestra retaguarda. Puedo cargar con suministros. Soy una ventaja, no una carga.

—No dudo de tus habilidades, pero no estamos de excursión. Esto es una guerra. Yo soy un soldado entrenado. Tú no.

—Soy tan capaz de matar fórmicos como usted.

—¿Ah sí?

—Sí. —Señaló la pistola de Mazer—. ¿Qué fuerza hace falta para apretar ese gatillo? Creo que puedo apañármelas.

—Disparar un arma es más que eso.

—Entonces enséñeme a hacerlo.

—No. Los niños no hacen la guerra.

—¿De veras? ¿Quién lo dice? ¿Hay algún libro de reglas infantiles que no conozco? Porque llevo haciendo la guerra toda mi vida.

—Estos son asesinos, Bingwen, no matones de pueblo.

—¿Cuál es la diferencia?

—Hay todo un mundo de diferencia. Los matones de pueblo no te derriten la cara. —Lamentó haberlo dicho en cuanto terminó de pronunciarlo. Bingwen había sido testigo de esas cosas—. No puedes venir porque no quiero que te pase nada. Y porque no sabemos qué hay en ese valle, y porque con toda probabilidad no podremos causar mucho daño.

—Puede explorar. Puede aprender cosas, observarlas, encontrar debilidades, ver algo que los aviones no hayan visto. Luego podrá llevar esa información a la gente importante. Ahora mismo no quiere regresar porque considera que ha fracasado. La información es una victoria, Mazer. Y yo puedo ayudarlo a conseguirla.

Mazer no dijo nada.

—Conozco a este enemigo tan bien como usted. Tal vez incluso mejor. Y, desde luego, conozco mejor esta tierra.

—No queda mucha tierra.

—No. Ni gente. —Miró al suelo un momento y cogió una piedra medio enterrada—. Mis padres están en ese valle, Mazer. Amontonados con todo lo demás. Tal vez mi abuelo también. Y Hopper y Meilin. Y Zihao. Y todo el mundo que he conocido. Mi vida está en ese valle. Usted lucha por salvar su mundo. Yo lucho porque ya me han quitado el mío. Sí, soy joven. Sí, soy un niño. No, no soy un soldado entrenado. Pero sí que soy lo bastante mayor para luchar por estar vivo, para luchar en la guerra.

Mazer no dijo nada. Le sorprendía que Bingwen pudiera ser tan joven y frágil en algunos aspectos y tan mayor y fuerte en otros. Los niños son más capaces de lo que creemos, pensó. Incluso así, sabía que no podía llevarlo consigo. El sentido común y su formación le decían que sería un error táctico. Sin embargo, ¿qué podía hacer? Bingwen tenía razón. También encontrarían peligro en el norte.

Buscó en la mochila y sacó un pequeño petate. Apretó el botón de un lado y lo hinchó.

—Llevas corriendo todo el día —le dijo—. Duerme un poco. Yo haré la primera guardia. —Le tendió la mascarilla—. Ponte esto primero.

—Eso es para un adulto.

—Ajustaré las correas al máximo. Debería sellarse.

—¿Cómo voy a dormir con eso puesto? Me engullirá la cabeza.

—Respirarás bien. Y el aire será más limpio que ahora.

—¿Y usted?

—Me las apañaré.

Colocó la máscara por encima de la cabeza de Bingwen y manejó las correas hasta que se selló.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó el niño, la voz ahogada por la máscara.

—Tan raro como los fórmicos.

Bingwen sonrió.

—Perfecto. Será mi disfraz. Lo usaremos para infiltrarnos. Yo seré el fórmico, y usted mi prisionero humano. Funciona siempre.

—Duérmete, Bingwen.

El niño se tumbó en el petate.

—Estará aquí cuando me despierte, ¿verdad? ¿No se escabullirá mientras duermo?

—No me escabulliré. Me encontrarías de todas formas.

—Puede apostar a que sí.

Bingwen se puso de costado y encogió las piernas, buscando una postura cómoda para dormir.

—¿Cuánto tiempo llevabas llamándome a gritos antes de que te encontrara? —preguntó Mazer.

—Varias horas.

—Los fórmicos podrían haberte oído, ¿sabes? Podrían habérsete echado encima.

—Lo sé. Sobre todo porque «Mazer» en su lengua significa «Aquí estoy. Venid a matarme».

—No tiene gracia.

—Intenté buscarle. No funcionó. Si me hubiera quedado callado, no lo habría encontrado. Sabía que era un riesgo. Tuve suerte.

—Suerte es quedarte corto… Pero me alegro de que me encontraras. Ahora cierra los ojos.

Bingwen obedeció.

—Siento como si tuviera un cubo en la cabeza. Esta cosa se me clava en la oreja. No puedo dormir así.

—Entonces no duermas de costado.

—Tengo que dormir de costado. Así es como duermo.

Mazer lo hizo callar.

—Si hablas, no duermes.

Bingwen guardó silencio. Poco después, su respiración se hizo más lenta y se quedó dormido. Mazer se recostó contra un árbol, oyendo el viento soplar y agitar las hojas marchitas. Traía consigo un leve rastro de putrefacción: un olor que Mazer no había advertido desde hacía tiempo. Olfateó el aire e hizo una mueca. Era el olor de los cadáveres pudriéndose al sol. Sacó su camisa vieja de la mochila, la rasgó, improvisó un pañuelo y se cubrió nariz y boca. Luego desenfundó la pistola y retiró el cargador. Sacó las balas y las contó. Luego volvió a cargar el arma e hizo una suma mental, añadiendo las balas de los otros cargadores. Unas ochenta balas en total. No era mucho.

Entonces ¿por qué iba hacia la sonda? ¿Por qué se estaba comportando de manera tan alocada y testaruda? ¿Por qué pensaba que podía enfrentarse a un ejército de fórmicos?

Por Kim, se dijo. Porque la había dejado para que pudiera tener la vida que se merecía, y no iba a permitir que los fórmicos estropearan eso. Por Patu y Reinhardt y Fatani y los padres de Bingwen y Ye Ye Danwen. Porque esta era la China de Bingwen, no de ellos.

Se apoyó de nuevo contra el árbol y recitó las palabras de la haka que le había enseñado su madre hacía tanto tiempo. Una canción de los guerreros maoríes. La danza de la muerte.

Ka mate! Ka mate! Ka ora! Ka ora!

Ka mate! Ka mate! Ka ora! Ka ora!

Tenei te tangata puhuru huru

Nana nei i tiki mai, whakawhiti te ra

A upane! ka upane!

A upane! ka upane!

Whiti te ra! Hi!

(¡Muero! ¡Muero! ¡Vivo! ¡Vivo!

¡Muero! ¡Muero! ¡Vivo! ¡Vivo!

Soy el hombre peludo

Que ha hecho que el sol brille de nuevo.

¡El sol brilla!)

Entonces Mazer torció el gesto en una fea mueca y sacó la lengua. Que vean el rostro que los abatirá. Que vean la furia. Que sientan el miedo.