22

Cuervos

La cámara estanca era pequeña, pero las quince mujeres consiguieron apretujarse dentro.

Rena cerró la escotilla interna, aislándolas de la bodega de carga, y luego giró la rueda y aseguró el cierre. La escotilla externa, en la pared opuesta, era ahora todo lo que les separaba del vacío cósmico.

—Comprobad el traje de la persona que tenéis al lado —dijo—. Buscad pinchazos, arañazos, cualquier signo de deterioro estructural, sobre todo en los pliegues: codos, axilas, corvas. Aseguraos de que todos los trajes son herméticos. —Sus trajes de presión eran más nuevos y bonitos que los que habían llevado a bordo de la Cavadora, pero Rena no quería correr ningún riesgo.

Las mujeres obedecieron sin vacilación. Confiaban en el liderazgo de Rena en lo referido al equipo.

—Comprobad vuestros niveles de oxígeno. Manejad las válvulas de aire, aseguraos de que tenéis control manual de vuestra toma de aire por si lo necesitáis. Sabed lo que estáis respirando. Controlad vuestra mezcla. Pedidle a vuestros cascos un escaneo completo del sistema de soporte vital. Si alguna de vuestras constantes biométricas está desviada, si notáis la menor pega, decidlo ahora. Esta vez no es un simulacro. Esto es real. Que no haya errores.

Sus caras eran visibles a través de las viseras, y Rena pudo ver que muchas de ellas estaban nerviosas. No se lo reprochaba. Ella también lo estaba. La mayoría hacía años que no realizaba un paseo espacial: en la Cavadora, eran los hombres los encargados del trabajo de explotación minera. Aún peor, los cuervos no usaban cables de conexión vital, ni las largas mangueras conectadas a la espalda de los trajes espaciales que te mantenían anclada a la nave. En la Cavadora, salir sin un cable era suicida, la decisión más peligrosa, imprudente y estúpida que podía tomar un minero. El cable de conexión vital era exactamente lo que su nombre daba a entender: suministraba energía y aire y si alguna vez tenías problemas, si necesitabas que te rescataran rápidamente, era el medio por el que te devolvían a la nave.

Pero era imposible utilizar los cables en el trabajo de desguace. El pecio se movía constantemente: los cables se enredaban y se torcían cuando todos estaban a bordo. Además, por dentro las naves eran laberintos, con pasillos que se extendían en todas direcciones: los cables se retorcían fácilmente y se enmarañaban y acababan formando nudos. Luego estaba el riesgo de cortarlos con los afilados bordes del metal destrozado y los restos.

No, para el trabajo de desguace era mejor llevar oxígeno y baterías portátiles. Sin embargo, los cables eran el único tipo de paseo espacial que conocían las mujeres. La idea de salir a la negrura sin una atadura resultaba aterradora.

—No tendremos ningún problema —les aseguró Rena—. Hemos estado practicando para esto.

Se acercó a la compuerta externa y se asomó a la pequeña portilla que daba al pecio que había ahí fuera. Era difícil decir qué tipo de nave había sido. Las armas alienígenas la habían reducido a pedazos durante la batalla, dejando intacta solamente esa sección trasera.

Se volvió hacia el grupo y alzó los brazos por encima de la cabeza.

—Estiraos. Los músculos tienen que estar relajados para el despegue y el aterrizaje.

Las mujeres obedecieron, flexionaron las piernas y se relajaron. Rena tardó un momento en volver a colocar algunas de las cosas que se había atado al cinturón y los hombros. Arjuna las había dotado a todas de herramientas de desguace. Rena llevaba una sierra giratoria, cizallas industriales y una docena de otras herramientas más pequeñas en los muchos bolsillos de su traje.

La voz de Arjuna sonó en sus cascos.

—Muévanse con rapidez. No pierdan el tiempo con componentes de poco valor. —Se encontraba en el puente, monitorizándolas, siguiendo el pecio—. Cuando entren en una sala, escudríñenlo todo. Pónganle precio a todo lo que vean. Y recuerden que las piezas más valiosas pueden no estar a la vista. Busquen tuberías, cables, conductos. Síganlos hasta la fuente. Encuentren lo que los surte de energía o lo que bombean. Retiren los paneles. Déjenlo todo al descubierto. Luego decidan qué es lo más valioso y empiecen a cortar. —Se estaba repitiendo. Llevaban semanas ensayando—. ¿Y cuánto de más se recorta?

Se refería a los cables o los tubos, todas las piezas sustituibles que conectaban con el componente y lo anclaban a la nave. Cortar un cable de energía estaba bien. Cortar el componente no.

Todas las mujeres respondieron al unísono, algunas con voz monótona. Habían repasado esto muchas veces ya.

—Como mínimo medio metro —dijeron.

—Como mínimo —repitió Arjuna—. Como mínimo. Más, mejor. No se queden cortas a la hora de ser cautelosas. Si cortan demasiado poco o si dañan la pieza al arrancarla, es basura. No conseguiremos nada por ella.

Rena miró a su derecha y vio a Abbi a su lado. Abbi había llegado a la Cavadora como esposa joven de una familia de mineros libres peruanos que nunca había permitido a sus mujeres salir al espacio. Parecía aterrorizada.

—No te alejes de mí —dijo Rena—. Iremos juntas a todas partes.

Abbi asintió, agradecida.

Rena se apiadó de ella. Abbi había perdido a su único hijo, Mono, cuando la Cavadora fue destruida, y la pérdida fue devastadora para ella. Desde entonces se había mostrado apartada y distante. Rena había intentado consolarla en diversas ocasiones, pero Abbi siempre había rechazado sus gestos y preferido estar a solas. Ahora, sin embargo, estaba aterrada, desesperada por tener compañía.

—Nos ayudaremos la una a la otra —le dijo Rena—. Nadie está sola en esto.

Abbi volvió a asentir, poniendo su mejor cara. Al menos lo estaba intentando, pensó Rena.

La voz de Arjuna volvió a sonar.

—Tendremos las redes abiertas. Cuando saquen un componente, llévenlo fuera y láncenlo a las redes.

Las redes habían sido una fuente de conflicto entre las mujeres. Arjuna había ordenado a su tripulación original que se encargara de las redes y recogiera las partes recuperadas, mientras que las mujeres de la Cavadora eran las que tenían que entrar en el pecio y recuperar los materiales valiosos.

—Veis lo que está haciendo, ¿verdad? —había dicho Julexi—. Nos da a nosotras el trabajo peligroso y encarga el trabajo liviano y más seguro a su propia familia.

—Cortamos mejor que ellos —le respondió Rena—. Conocemos los componentes mejor. Lo hace por motivos prácticos. Nos moveremos más rápido y rescataremos más cosas de esta manera.

Era cierto, pero a nadie le gustaba.

—¿Veis cómo ella se pone siempre de su parte en vez de ponerse de la nuestra? —se quejó Julexi—. Para Rena, Arjuna nunca hace nada mal.

Era una acusación ridícula. Rena había discutido con Arjuna en privado sobre media docena de temas, a menudo ganando esas discusiones y consiguiendo lo que la familia necesitaba. Pero nunca alardeaba ante las mujeres de estas pequeñas victorias. Nadie más sabía que habían sucedido. Eso únicamente daría alas a las que todavía recelaban de estar aquí. Usarían esos argumentos como prueba de que venir a bordo había sido un error. No importaba que en todas las naves hubiera discusiones como las que Rena tenía con Arjuna. No importaba que todas las familias funcionaran igual. Había sucedido cada día a bordo de la Cavadora. La gente discutía. Se expresaban en voz alta los desacuerdos sobre cómo deberían hacerse las cosas. Se consideraban los puntos de vista contrarios. Se alcanzaban acuerdos.

Pero gente como Julexi parecía olvidar ese hecho cuando estaban tan desesperadas por ir en contra de la situación actual.

—La escotilla se abrirá en cinco… —anunció Arjuna— cuatro… tres… dos… uno.

La escotilla crujió y el vacío del espacio absorbió la vaharada de oxígeno de la cámara estanca. Retirados los cierres y rotos los sellos, Rena empujó la escotilla, que cedió hacia fuera, revelando la infinita expansión del espacio más allá. Se había dicho que sería la primera en salir, para dar ejemplo y mostrar a las mujeres que podrían hacerlo sin los cables de seguridad, que todo saldría bien.

Pero el miedo la paralizó. La negrura era un pozo al que caería y continuaría cayendo para siempre. Se había llevado a Segundo. Se la llevaría a ella también.

—¿A qué estás esperando? —dijo Julexi. Era una acusación tanto como una pregunta. Era como si estuviera diciendo: ¿Veis cómo vacila? ¿Veis cómo tiene miedo?

Era exactamente la motivación que Rena necesitaba para vencer el miedo. Extendió la mano, se impulsó para atravesar el agujero, sacó los pies del casco de la nave y se lanzó hacia el pecio, moviéndose un poco más rápido de lo necesario para demostrar que no tenía miedo.

Voló directamente hacia la zona plana del casco de la nave siniestrada, el lugar donde habían decidido que era más seguro desembarcar.

Sabía que las demás la seguían. Podía oír sus gruñidos y exhalaciones mientras se lanzaban desde el casco de la Gagak en dirección al pecio.

Justo en el último momento, Rena pulsó los retros de su mochila y estos dispararon pequeñas andanadas de aire comprimido y frenaron la inercia de la parte superior de su cuerpo. Como esperaba, la parte inferior continuó avanzando y rotó para tener ahora los pies por delante. Se posó diestramente con los imanes de las botas, anclándose al pecio. Luego se volvió rápidamente, vio venir a las demás y se apartó.

Abbi llegó detrás, pero no aterrizó con tanta gracia. No consiguió colocar los pies a tiempo y golpeó el casco con el hombro y rebotó, a punto de salir dando vueltas al espacio. Rena la cogió por el brazo y tiró de ella, ayudándola a nivelarse. Abbi respiraba con dificultad, los ojos espantados, pero asintió dándole las gracias y se esforzó por recuperar la compostura.

Julexi se torció el tobillo al aterrizar, pero cuando Rena se acercó para ayudarla a levantarse, la rechazó bruscamente.

—No finjas que te importa. Estoy bien.

Encontraron una escotilla y entraron en la cámara estanca de una bodega de carga. Estaba completamente oscuro, y cuando Rena enfocó la sala con su linterna, el rayo iluminó dos cadáveres a veinte metros de distancia. Se esperaban una cosa así, pero Rena no pudo evitar contener bruscamente la respiración. Los dos cadáveres eran hombres. Uno de ellos estaba vuelto, pero el otro parecía mirarlas con expresión dolorida. Llevaban gruesos monos disparejos, lo que significaba que probablemente eran miembros de un clan: si fueran hombres de una corporación llevarían uniformes.

Las mujeres se reunieron en torno a Rena y contemplaron los cuerpos. Rena bajó la linterna y se volvió hacia ellas.

—Sabíamos que encontraríamos cadáveres. Ignoradlos. Concentrémonos en el equipo.

Un rápido repaso a la bodega de carga reveló todo tipo de herramientas y equipo pesado: trajes, cascos, herramientas mineras, incluso unos cuantos mecas excavadores que parecían en perfecto estado de funcionamiento y valían una pequeña fortuna cada uno. La mayor parte estaba anclado y por tanto no se había sacudido ni dañado durante la batalla. Rena contactó con Arjuna por radio y le comunicó sus hallazgos.

—Buena pesca en su primer pecio, señora de la Cavadora. Vamos a abrir las redes. Enviaré algunos hombres con cables y poleas para retirar los mecas. ¿Y en otras partes?

—Todavía no hemos explorado más allá de la bodega.

—Deje allí a la mayor parte de su equipo para recuperar las cosas y envíe unas pocas a comprobar el resto de la nave. Es un pecio grande. Puede que haya más cosas de valor.

—Recibido.

Abbi apuntaba con su linterna a los dos cadáveres.

—No me parece bien, Rena. Robar así a los muertos. Eran mineros libres como nosotros.

—Hemos recuperado cosas de naves muertas antes, Abbi. Gran parte de nuestro equipo de la Cavadora procedía de cosas encontradas.

—Sí, pero yo nunca había tenido que cogerlas. De todas formas, lo hacemos para seguir con vida. Los cuervos se lo llevan para obtener beneficios.

—No es distinto. Todo es supervivencia. Ahora acompáñame, necesito tu ayuda. —La apartó de los cadáveres. Varias mujeres habían sacado sus taladros tras retirar los cerrojos de anclaje del equipo que esperaban rescatar—. Julexi —llamó Rena—, Abbi y yo vamos a explorar el resto de la nave. Quedas a cargo de la operación aquí.

Julexi pareció sorprenderse, pero luego entornó los ojos, recelosa.

—¿Por qué yo?

—Porque si alguien puede encargarse de un trabajo tan grande esa eres tú.

Rena pensaba que a Julexi le vendría bien sentirse responsable del éxito de ese día. Arjuna había accedido a darles el treinta por ciento de lo que recuperaran, así que el botín de la jornada sería una suma decente. No cubría ni de lejos lo que necesitarían para comprar una nave propia, pero era un principio. Si Julexi se sentía responsable de ello, tal vez las cosas entre ambas se arreglaran.

—Entonces ¿nosotras trabajamos mientras vosotras dos jugáis a las exploradoras? —dijo Julexi.

—No vamos a curiosear —replicó Abbi—. Vamos a buscar otros componentes. Para eso hemos venido.

La respuesta de Abbi sorprendió a Rena. Normalmente, Abbi era la primera en hacerse eco de las quejas de Julexi, pero en este caso parecía estar de su parte. Tal vez las peleas internas empezaban a remitir.

—Volveremos pronto si no encontramos nada —dijo Rena, y se lanzó hacia la escotilla al otro lado de la bodega de carga.

Abbi la siguió. En el pasillo encontraron dos cadáveres más, uno de ellos una mujer de la edad de Abbi, el otro un anciano. Rena los hizo a un lado sin mirarlos a la cara, y los cadáveres flotaron hasta la pared del fondo.

—Tú pinta —dijo Rena—. Yo voy delante.

Sin cables ni mucha luz para guiarse, sería fácil perderse en el laberinto de la nave, así que Arjuna les había proporcionado pintura en aerosol. Tenían que marcar las paredes por las que pasaban y usar las marcas para guiarse de regreso a la nave.

Abbi pintó un círculo en la escotilla que habían atravesado mientras Rena avanzaba pasillo abajo, apuntando a izquierda y derecha con la luz, buscando todo lo que pudiera ser útil. Siguió las tuberías durante un rato, pero se dirigían hacia el techo, comunicando con otra cubierta. Pasaron ante varios artículos poco valiosos (compresores, filtros y purificadores); Arjuna les había dado órdenes estrictas de no perder el tiempo con esas cosas. Su objetivo eran los artículos caros. Atravesaron una serie de escotillas, girando a derecha o izquierda. Abbi marcó con flechas cada vez que cambiaban de dirección. El tamaño de la nave sorprendió a Rena: de lejos había parecido más pequeña.

Encontraron más cadáveres: hombres, mujeres, algunos jóvenes, otros viejos. Rena se esforzó para no mirarlos a la cara. Aun así, se detuvo cuando se toparon con el cadáver de una joven que agarraba un bulto envuelto en una manta. La expresión del rostro de la mujer era seria y desesperada, como si hubiera pasado sus últimos momentos suplicando a Dios en oración. Rena no se atrevió a retirar la manta: no era capaz de ver a un bebé muerto.

Los carteles de las paredes estaban todos en francés, y la gente tenía aspecto europeo. Rena pasó ante sucesivas puertas de habitáculos decorados con pintorescos cuadros, telas brillantes y retratos enmarcados, como si todo el mundo se hubiera esforzado en personalizar su rinconcito de la nave. Había hamacas y contenedores de comida, juguetes infantiles y holopads. Rena incluso vio unos cuantos libros de papel flotando en el pasillo.

Por el aspecto de lo que veía, había sido una familia adinerada. Rena no podía decir si pertenecía a un gran clan o si se trataba de una operación de una sola nave, pero fuera como fuese había sido una empresa de éxito. Más importante: habían sido felices. Podía verlo en las caras de los retratos. Maridos abrazando a esposas, niños agarrados a sus padres como monos aferrados a los árboles. Era como si cada retrato contuviera todo el amor del mundo.

Pensó en Segundo. Su roca, su otro yo. Ella nunca había tenido miedo con él a su lado. Cuando la abrazaba, toda ansiedad desaparecía. No había nada a lo que no pudieran enfrentarse juntos, ningún dolor que no pudieran soportar cuando compartían la carga y se abrazaban el uno al otro con fuerza. Sin embargo, cuando él la necesitaba más, ella no había estado presente. Estuvo solo. Sus últimos momentos, su último aliento, habían pasado en soledad.

Rena abrió la puerta de una sala de máquinas y encontró algo que merecía la pena rescatar. El generador eléctrico estaba situado en el rincón, y parecía ileso. Los generadores no solían producir mucho dinero, pero este parecía bastante nuevo, solo unos años de antigüedad como máximo, con décadas de vida por delante.

Rena se acercó y lo examinó, advirtiendo los muchos cerrojos y anclajes que lo sujetaban a la pared. Cortarlo no sería fácil, y llevarlo a la bodega sería una tarea engorrosa: el generador era alto y grueso, y trasladarlo por los pasillos sin dañarlo sería peliagudo.

Rena pensó en no decir nada e ignorarlo por completo, pero volver con las manos vacías sería invitar a la ira de Julexi. No; tenía que demostrar que estaba haciendo su parte mientras las demás rescataban lo que había en la bodega de carga.

Rena conectó su transmisor y envió un mensaje por radio con fotos y vídeos directamente a Arjuna. El capitán cuervo pareció complacido por el hallazgo y le pidió que lo trajera lo más rápido que pudiera. Rena ancló su linterna a la pared y usó su medidor para asegurarse de que el generador no tenía energía. Luego soltó la sierra de su pierna y se puso a trabajar. La sala era diminuta, así que Abbi esperó en el pasillo mientras ella cortaba.

La hoja chirrió mientras cortaba las abrazaderas de acero, rociando de chispas la guarnición. Rena cortó con facilidad las dos primeras abrazaderas, pero la tercera y la cuarta estaban detrás del generador y la sierra no las alcanzaba. Tendría que hacerlo a mano. Apartó la sierra y sacó la segueta. El espacio apenas era más ancho que su brazo. Cuando metió la mano con la segueta, ni siquiera tuvo espacio suficiente para girar el pesado casco a un lado para ver sus movimientos. Palpó a ciegas con la segueta hasta que encontró la abrazadera y empezó a cortar. Pronto quedó claro que iba a tardar una eternidad. Cuando se detuvo a recuperar el aliento, estaba acalorada, sudorosa y frustrada.

Llamó a Abbi para que le echara una mano.

Abbi no respondió.

Rena llamó de nuevo, pero tampoco obtuvo respuesta.

Sacó el brazo del estrecho espacio y salió al pasillo. Abbi no estaba allí.

—¿Abbi?

—Estoy aquí. —La voz era un susurro. Al parecer había estado llorando.

—¿Dónde?

—En el pasillo a tu izquierda.

La linterna de Rena estaba todavía con el generador. La dejó allí y se dirigió a su izquierda. La luz del traje de Abbi brotaba de una de las habitaciones más allá. Rena se encaminó hacia aquel lugar. Cuando llegó a la puerta vio que era una habitación de niños. Las paredes estaban pintadas con naves mineras y planetas. A lo largo de una pared había cinco hamacas de tamaño infantil. Había figuritas de juguete y cascos de plástico, pelotas, y animales de peluche. Para alivio de Rena no había ningún niño dentro: quizá los habían trasladado a otra parte de la nave antes de la batalla.

Abbi flotaba en mitad de la habitación, sujetando un taladro de juguete. No la miró.

—Mono tenía uno de estos —dijo en voz baja—. Estaba roto cuando se lo regalamos. Entonces solo tenía dos años. Jugaba con él horas y horas, revoloteando por la habitación, imitando los ruidos del taladro, fingiendo que lo desatornillaba todo. —Le dio la vuelta en las manos—. Creo que por eso quería ser mecánico. Tenía este estúpido taladro de plástico y entonces vio a Segundo y Víctor usando uno de verdad, y los ojos se le encendieron.

Rena no dijo nada.

—Iba a ser mecánico —continuó Abbi—. Es lo que me decía. Iba a ser como Víctor. Siempre era Víctor esto y Víctor lo otro. Me hacía más preguntas sobre Víctor que sobre su propio padre.

Soltó el taladro, que se quedó flotando en el aire. Lo miró.

—Si le hubiera regalado otra cosa, un juguete diferente, todo habría sido distinto. No habría querido ser mecánico. No se habría escapado aquel día. Se habría quedado conmigo. No habría estado en la Cavadora.

Alzó la cabeza y miró a Rena. Había lágrimas en sus ojos.

—Tendríamos que haber muerto con ellos, Rena. Todas nosotras tendríamos que haber muerto.

—Ellos no querían eso, Abbi. Querían que sobreviviéramos. Es lo que dijo Segundo.

—¿A quién le importa lo que dijera Segundo? —exclamó—. ¡Mono era un niño! ¡Murió solo! Todos los demás estaban fuera de la nave. Tendría miedo. Querría que yo estuviera con él. Seguro que me llamó a gritos.

Rena no supo qué decir.

—Tú nos decías que somos familia, somos uno. Que teníamos que estar juntos. ¿Por qué entonces no estuvimos juntos cuando más importaba? ¿Eh? ¿Por qué abandonamos la nave? ¿Por qué no fuimos una familia entonces?

Rena se acercó para abrazarla.

—Abbi…

—¡No! ¡No me toques! —Empujó a Rena, que chocó contra la pared del fondo.

—Abbi… —dijo con voz tranquilizadora.

—¡¡Vete!!

Rena no se movió.

—¡¡He dicho que te vayas!!

Rena se marchó. Regresó a la habitación donde estaba el generador. No recogió la segueta. Se la quedó mirando. Se había engañado a sí misma, pensó. No eran una familia. Esa idea murió con Segundo, Mono, Pitoso y todos los demás. Lo que tenían antes se había roto para siempre. Aunque consiguieran tener otra nave algún día, ¿qué cambiaría eso? No resolvería nada. Seguirían siendo quienes eran, seguiría faltándoles la otra parte de sí mismas.

La voz de Arjuna por la radio, rápida y frenética, la sobresaltó.

—¡Vuelvan todas a la nave ahora mismo! ¡Dejen lo que estén haciendo y muévanse! ¡Rápido!

—¿Qué sucede? —preguntó Rena.

—¡No haga preguntas! ¡Muévanse!

—Abbi y yo estamos todavía a varios minutos de distancia. Estamos muy adentro de la nave. Dígame qué está pasando. —Recogió la linterna y corrió de vuelta a la habitación donde se hallaba Abbi.

—Khalid —dijo Arjuna.

—¿Qué es un khalid?

—No es una cosa. Es una persona. Un somalí. Un buitre. El peor. Viene hacia aquí. Debe de haber oído nuestras transmisiones. Nos matará a todos si nos encuentra aquí. ¿Está muy lejos?

Abbi seguía en la habitación de los niños. Había vuelto a coger el taladro de juguete. Aparte de eso, no se había movido.

—Estamos a diez minutos de la bodega de carga —dijo Rena. Había escotillas que abrir y pasillos que recorrer.

—No tienen diez minutos —replicó Arjuna—. Las necesito en la nave ahora. Encuentren una salida más rápida.

—¿Y si no podemos?

—No puedo esperarlas. Lo siento. Dense prisa. Les doy cinco minutos. —Cortó la comunicación.

Debía de ser una broma. ¡Cinco minutos!

—Abbi. Vámonos. Tenemos que movernos.

Abbi no alzó la cabeza. Rena voló hacia ella, la agarró por los hombros y la sacudió.

—¡Muévete! ¡Tenemos que irnos!

—Pues vete —musitó Abbi, zafándose de sus manos.

Se estaba rindiendo, advirtió Rena. Elegía morir allí. La agarró de nuevo por los hombros.

—Escúchame. Voy a salir de este pecio y tú vas venir conmigo.

Abbi le apartó los brazos.

—Déjame en paz. —Trató de darse la vuelta, pero Rena la empujó hacia la puerta. Era fácil hacerlo en gravedad cero: los pies de Rena estaban anclados, y los de Abbi no.

Abbi giró torpemente pero se agarró a la puerta.

—No puedes obligarme. Así que no lo intentes siquiera.

Tenía razón, naturalmente. Rena no podía obligarla. No podía arrastrarla de vuelta a la nave si pataleaba y se resistía todo el camino. Pero ¿qué podía hacer?

—No voy a dejarte aquí —dijo.

—Entonces moriremos las dos.

La resignación de Abbi era tan aterradora como lo que las esperaba. Era como si ya estuviera muerta. Rena comprendió que no podría convencerla. Había tomado una decisión.

Rena se acercó a ella.

—Lo siento, Abbi.

—¿Por dejarme? No lo sientas.

—No por dejarte. Por hacer esto.

Rena extendió la mano por detrás del casco de Abbi y arrancó el tubo de oxígeno. Los ojos de Abbi se abrieron de par en par, presos del pánico, mientras el aire del casco escapaba por la válvula. Abrió la boca, jadeando a la desesperada, y entonces perdió el conocimiento y ladeó la cabeza. Rena volvió a colocar el tubo en su sitio y comprobó las constantes vitales mientras el casco se volvía a llenar de aire. El corazón latía. El pulso era débil pero había. Rena la agarró y empujó el cuerpo flácido al pasillo. Si Abbi no venía voluntariamente, la empujaría hasta la nave. La cuestión era cómo. No podía permitir que las extremidades de su amiga se extendieran y chocaran con las cosas o golpearan las paredes y escotillas. Se moverían más rápido si Abbi estuviera encogida en posición fetal.

Echó mano al cable recogido en su cadera y desenrolló varios metros. Dobló a Abbi y le ató las piernas sobre el pecho. A continuación vinieron los brazos. Los dobló hacia dentro y los ató también, como si Abbi se estuviera abrazando las rodillas. No era ideal, pero tendría que valer. Miró el reloj. Ya había pasado un minuto.

Les doy cinco minutos.

Rena miró a la izquierda, por donde habían venido. La flecha en la pared al fondo del pasillo señalaba la ruta a la bodega de carga. Diez minutos hasta allí.

Miró a la derecha. El pasillo se extendía otros veinte metros y luego se detenía, permitiéndole girar a izquierda o derecha. No tenía ni idea de lo que había en esa dirección. Tal vez una escotilla que diera al exterior, o era un callejón sin salida.

Les doy cinco minutos.

Se lanzó hacia la derecha, dirigiéndose a lo desconocido. El cable atado a su cadera se tensó, y Abbi le fue a la zaga. No iban lo bastante rápido. Rena pulsó el botón de propulsión de su pulgar. Era una locura hacerlo dentro de la nave. Salió disparada por el pasillo. Abbi chocó contra la pared pero continuó siguiéndola, arrastrada por el cable. Rena tenía sus constantes vitales en el VCA. El pulso seguía allí. No te mueras, rogó.

Llegó al fondo del pasillo. Abbi chocó con su espalda, lanzándola contra la pared. Rena se recuperó, ilesa. Miró a ambos lados, esperando ver una escotilla al exterior. No había ninguna. Era otro pasillo que se extendía unos veinte metros a la derecha, tal vez cuarenta a la izquierda. Miró hacia atrás. Al fondo del pasillo estaba la flecha pintada, llamándola, señalando el camino.

Les doy cinco minutos.

Se lanzó hacia la izquierda, internándose más en la negrura, en el laberinto de la nave, alejándose de la única ruta de escape que conocía. Tendrían que haberse quedado en la nave WU-HU, se dijo. Julexi tenía razón. ¿Qué tenían que hacer allí entre los cuervos? Iba a morir en los restos de esa nave, Abbi y ella, las dos, y todo era culpa suya. El tal Khalid y su tripulación las encontrarían y seguirían a lo suyo, y la familia se rompería aún más.

O peor aún, Khalid se apoderaría de la nave de Arjuna y todos morirían. Edimar, Lola, Julexi, los niños, los bebés. Todos.

Tendría que haber seguido las flechas. Era la decisión correcta.

La linterna fluctuó y luego se apagó, dejándola sumida en una oscuridad total a excepción de la lucecita del casco. Maldijo, sacudiendo la linterna, golpeando las pilas, tratando de que funcionara de nuevo. Voló hacia delante, ciega. Diez metros, veinte. Golpeó la linterna contra su palma y la luz volvió a encenderse. Extendió la mano hacia la izquierda, donde el pasillo se curvaba, y se detuvo contra la pared, preparándose para el impacto con Abbi. Medio segundo más tarde chocó y rebotó, aunque el relleno de sus trajes absorbió el impacto.

Rena se volvió hacia la izquierda y encontró…

Un cuarto de baño.

Era un callejón sin salida. Allí no había ninguna escotilla. Ninguna vía de escape. Había seguido el camino equivocado. Había apostado y había perdido.

Les doy cinco minutos.

No podía decirles que la esperaran. Sería igual que matarlos. Les diría que se marcharan. Ahora. No nos esperen. Corran. Lárguense. Protejan a los niños, maldición.

Quiso llorar. Segundo le había dicho que continuara viviendo. Le había pedido que los mantuviera a todos juntos. Y ella lo había fastidiado todo. Había fracasado. Ni siquiera había podido hacer eso. Sin él, no era nada.

Abbi flotaba encogida junto a ella, envuelta en el cable. Una parte de Rena quiso darle una patada. La otra parte quiso enroscarse también y unirse a ella.

Conectó la radio, la voz tranquila.

—Arjuna.

—¡Rena! ¿Dónde están? Las demás ya están a bordo. ¡Tenemos que despegar ya!

Las otras mujeres ya habían vuelto a la nave. Escaparían al menos. Eso le produjo cierto consuelo.

—Váyanse —dijo.

—¿Qué?

—Ya me ha oído. Váyanse. No podremos salir a tiempo. Prométame que las llevará a una estación de tránsito. Prométame que las mantendrá a salvo.

Él guardó silencio un instante.

—Se lo prometo por mi vida, señora.

Hecho. Él cumpliría su palabra. Rena lo sabía. La familia, aunque rota, sobreviviría. Se separó ligeramente de la pared y volvió por donde había venido. El cable se tensó y Abbi la siguió, todavía inconsciente. Buscarían una habitación, decidió, un lugar donde estar juntas y esperar a Khalid. Tal vez podría hablar con él y ofrecerse a servir en su nave. Tal vez las dejara a ambas trabajar por sus vidas.

Pero no; se estaba engañando. Khalid era un buitre, un asesino. No habría piedad, ninguna posibilidad de unirse a su nave. Haría lo que hacían siempre los buitres.

Tampoco podría luchar contra ellos, no contra buitres armados. Rena no tenía armas ni habilidad para el combate. Tengo que cortar el aire de Abbi, se dijo. Y esta vez definitivamente. Eso sería el mayor acto de piedad: dejar que muriera pacíficamente dormida antes de que llegara Khalid y abusara de ella. Sí, pensó, le cortaré el aire y luego haré lo mismo con el mío.

Pasó ante una habitación a la izquierda. Volvió la cabeza y vio que en la pared del fondo había muebles metálicos llenos de suministros. Siguió su camino. Pasó ante una segunda habitación. Volvió de nuevo la cabeza y vio que no había nada en la pared del fondo.

Ni siquiera pared.

Solo estrellas. Millones de estrellas. Donde antes estaba la pared ahora había un agujero. Debía de haber pasado de largo cuando se apagó la linterna.

—¡¡Esperen!! —gritó por la radio—. ¡¡Esperen!!

Giró el cuerpo y conectó la propulsión. Salió disparada a través del agujero. El cable se tensó. Abbi la siguió. Se encontraron fuera de la nave, el espacio alrededor. Libres.

—¡No nos dejen! ¡Estamos fuera!

—Las veo —dijo Arjuna—. Voy hacia ustedes.

La Gagak era una nave grande pero muy maniobrable. Giró hacia ellas. Conectó los retropropulsores, reduciendo velocidad mientras se acercaba. La compuerta de la cámara estanca estaba abierta, a treinta metros de distancia. Lola esperaba en la escotilla, haciéndole señas.

—¡Ahora, Rena!

Rena pulsó el botón de su pulgar. Salió disparada como una bala. Llegó rápidamente. Disparó los retropropulsores en el último segundo, pero no fue lo bastante veloz y chocó contra el casco. Abbi la seguía y se estrelló contra ella. Esta vez la dejó sin aliento, y pensó que podría salir rebotada al espacio. Pero Lola fue más rápida. Agarró la mano de Rena y tiró de ella. Abbi entró detrás. Lola cerró la escotilla.

—¡Las tengo!

La nave vibró. Los motores rugieron. Rena se preparó para la fuerza de la aceleración. Pero no sucedió nada.

—No nos movemos —le dijo a Lola.

La otra mujer estaba soltando los cables y liberando a Abbi.

—Es un truco. Ayúdame a desatarla.

Rena se sintió confundida, pero no discutió. Soltaron los cables. La cámara estanca empezaba a presurizarse, llenándose de oxígeno. Entonces las luces se apagaron. Rena sintió un momento de pánico. Y entonces se pusieron en movimiento. Rena casi cayó hacia atrás en la oscuridad, buscando con la mano un asidero. Encontró uno y se sujetó. Entonces su cuerpo se ajustó a la aceleración y todo quedó quieto. La cámara estanca sonó anunciando que todo estaba en orden, y la compuerta interior se abrió.

Un puñado de luces bañó a Lena. Las otras mujeres estaban esperando en la bodega de carga, apuntando con sus linternas la escotilla. Las ayudaron a entrar y quitarse los cascos. Abbi empezaba a recuperar el conocimiento y abría lentamente los ojos. Estaba viva.

Arjuna llegó un momento más tarde con su propia linterna, corriendo desde el puente.

—Estamos a salvo por ahora.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Rena.

—Disparamos una bomba calorífica y nos quedamos en negro.

—No sé qué significa eso.

—Cuando nos marchamos de un sitio, nos quedamos en negro. No desprendemos ninguna firma de calor, nada que pueda hacer que los carroñeros nos localicen. Los carroñeros siempre miran no en el pecio original, sino en las naves que se marchan. Así que dejamos una fuerte firma al dirigirnos a un rumbo concreto, pero al quedarnos en negro, nos lanzamos en otra dirección distinta, un movimiento brusco a un lado que hace que sea difícil deducir cuál es el rumbo verdadero que seguimos.

—De modo que piensan que nos hemos ido a otra parte.

—Desprendemos una señal calorífica falsa en otra dirección. Aparecerá en los instrumentos de Khalid como si esa fuera la dirección real de los cohetes, así que nos buscarán en una parte equivocada.

—¿No detectarán nuestro cohete oculto?

—Es lo más concentrado posible, así que no se le puede detectar a menos que estés en una gama muy estrecha, mientras que la bomba calorífica es ancha. Parece un cohete que dispara una vez, y rápido. Pero en realidad no produce ningún cambio en nuestra trayectoria porque se despega de la nave antes de estallar.

—Muy astuto —dijo Rena—. Suponiendo que esto haya funcionado antes.

—Estoy vivo, ¿no? —Arjuna miró a Abbi, que se había recuperado del todo, rodeada de las demás mujeres, que la consolaban.

—¿Y ahora qué? —preguntó Rena.

—Ahora empieza el trabajo real. Lo clasificamos todo y nos deshacemos de lo que no queremos.

—No podemos arrojar sin más por la borda las cosas de poco valor —dijo Rena—. Eso es peligroso. Otras naves podrían toparse con ellas. Los restos a la deriva son el equivalente a una mina de tierra.

—Yo no soy como los otros cuervos, señora de la Cavadora. Puede que otras tripulaciones hagan esas cosas, pero nosotros no. Depositamos los artículos que no queremos en la superficie de los asteroides para no dejar ningún rastro de componentes a la deriva.

Ella asintió, nuevamente impresionada.

—No pretendía asustarla antes —dijo él—. Khalid salió de la nada. Debió de estar siguiéndonos. Ahora no nos seguirá. Me alegro de que lograra usted regresar.

—Ya somos dos.

—¿Está bien? ¿Cómo se encuentra, señora?

El corazón de Rena todavía le resonaba en el pecho.

—Viva —dijo—. Me siento viva.