20
Posoperatorio
Los párpados de Mazer se abrieron apenas ante la luz. Los colores aparecieron en su campo de visión, oscuros al principio, borrosos y mezclados como si fueran sopa: marrones y negros con motas de blanco. Luego tomaron forma poco a poco, se solidificaron y se enfocaron. Había vigas, advirtió Mazer, travesaños estructurales, puntales vistos desde abajo. Yacía de espaldas, mirando el techo. Los resquicios del techo dejaban pasar finas lanzadas de penetrante luz. Oyó voces susurradas, a su derecha. Volvió la cabeza. El abuelo y Bingwen estaban a diez metros de distancia, sentados en el suelo, comiendo arroz con los dedos, usando anchas hojas de la jungla como cuencos. Estaban ligeramente vueltos hacia un lado y no lo veían. Mazer advirtió que conocía aquel edificio. Había estado allí antes. Dos veces. Era la granja.
Abrió la boca para hablar, pero tardó un momento en encontrar la voz. Cuando lo hizo, sonó rasposa y débil.
—¿Cómo he llegado aquí?
El anciano y el niño se dieron la vuelta, sobresaltados. Entonces sonrieron.
—Vaya, mira quién ha vuelto al país de los vivos —dijo el anciano en chino.
Se acercaron y se arrodillaron junto a él. El anciano acercó una taza a los labios de Mazer.
—Beba esto. Sorba despacio.
Mazer bebió. El agua estaba a temperatura ambiente y sabía un poco a lata.
—Lleva cuatro días dormido —dijo el anciano, retirando la taza—. Cinco, si contamos el que pasó junto a la nave caída. Tiene suerte de estar vivo.
Nave caída, pensó Mazer. Sí, había habido un accidente.
—¿Y mi unidad? —dijo en chino.
El rostro del anciano reflejó tristeza.
—Sus amigos no sobrevivieron a la colisión. Lo siento. Habría muerto usted también de no ser por Bingwen. —Puso una mano sobre el hombro del niño—. Lo trajo hasta aquí. Él y unos cuantos más lo rescataron de la tumba.
Una manta cubría a Mazer. El anciano la retiró y reveló los gruesos vendajes de su torso. La capa inferior era venda, pero las demás eran tiras de tela de diversos colores. Tenía el torso desnudo.
—Lo operaron —informó el anciano—. Una comadrona y Bingwen.
—Fue sobre todo la comadrona —aclaró el niño—. Yo solo sujetaba las cosas y traducía. Ella se encargó de cortar y coser.
Mazer se llevó con cuidado la mano al vendaje. Sentía un dolor sordo en el abdomen. Una opresión.
—Estaba lastimado por dentro —dijo el abuelo—. La máquina dijo que teníamos que arreglarlo o moriría.
—¿Qué máquina?
Bingwen tendió la mano hacia un lado y alzó el Med-Assist.
—Las baterías se agotaron hace tres días.
—¿Les dictó la operación?
—En inglés —contestó el anciano—. Por suerte para usted, Bingwen lo habla bien.
—Sí, por suerte —dijo Mazer—. ¿Cómo fue la operación?
El viejo se encogió de hombros.
—Llevó mucho tiempo. Mingzhu, la comadrona, no quería hacerlo. Lloró y se negó y dijo que no saldría bien. Bingwen, su amiga y yo la obligamos a terminar.
—¿Mi amiga?
—La doctora —dijo Bingwen—. La americana. Kim. Ella nos ayudó.
Mazer se sintió confundido.
—Te refieres a su voz. Su voz os ayudó. —Pero ¿cómo sabían el nombre de Kim?
—Era su voz en el aparato, sí. Pero también en línea —dijo Bingwen—. El aparato la llamó. Estaba muy preocupada por usted.
—¿Hablaste con ella? ¿Con la persona real?
—Nos guio durante la operación. Ella le salvó. Y nos ayudó a seguir su estado después hasta que las baterías se agotaron. Intentó que nos evacuaran, traer una nave hasta aquí. Pero no tuvo éxito. Hay cientos de solicitudes similares, le dijeron, y ningún medevac podía pasar. Estaba dispuesta a venir en persona, pero ningún piloto privado quiso traerla.
Mazer apenas daba crédito. Kim. ¿Era posible? Habían hablado con Kim. Ella los había guiado, lo había salvado. Miró las vendas en torno a su estómago. Quiso llamarla, darle las gracias, oír su voz, no la voz impersonal del aparato, sino la que le hablaba a él, la que contenía sentimientos y promesas.
—¿Y qué pasó después? —preguntó.
El anciano se estremeció.
—Mucho dolor. Delirios. Gritó usted muchas veces. Tuvo fiebre. Kim nos hizo darle antibióticos y mantenerle dormido. Creí que se había muerto en dos ocasiones, tan débil era su respiración. Había otras medicinas que necesitábamos pero no teníamos. Le he estado dando agua y nutrientes. La máquina dijo que tenía un treinta por ciento de posibilidades de sobrevivir. Yo pensaba que muchas menos.
—Me alegro de que se equivocara.
—Es usted un luchador. Incluso cuando duerme —dijo el abuelo.
—La capacidad de lucha no tiene nada que ver. Fue la medicina, sus esfuerzos y una buena dosis de suerte —repuso Mazer. Tendió la mano y la puso en el brazo del abuelo—. ¿Cómo se llama, amigo?
—Danwen.
—Gracias, Danwen. —Tendió la otra mano y cogió la de Bingwen, apretándola con las pocas fuerzas que tenía—. A ambos.
Retiró las manos. El movimiento le requirió mucha energía, como si sus manos pesaran cuatro veces más de lo normal. Miró a izquierda y derecha.
—¿Dónde está Mingzhu? Me gustaría darle las gracias también a ella.
Danwen y Bingwen intercambiaron una mirada. El niño hizo una mueca.
—Se marcharon hace tres días —dijo el viejo—. De noche. Bingwen había traído un fusil y munición del accidente. Y teníamos comida, latas y cosas que mi nieto y yo habíamos enterrado y almacenado y luego trajimos a la aldea. Mingzhu y los demás se lo llevaron todo. Incluso los búfalos de agua. Nos dejaron sin nada.
Mazer miró la taza.
—Tienen agua.
—Agua de lluvia —dijo Danwen—. Cogemos la que cae del tejado y la hervimos. No nos atrevemos a beber de los arroyos. No con la bruma.
—Buena medida. Hervir lo que tienen y evitar todo lo demás.
—No sabe muy bien —dijo Bingwen.
—Es mejor que morir de sed —observó Mazer. Se volvió hacia el anciano—. ¿Adónde fueron los otros?
Danwen se encogió de hombros.
—Al norte. Con los demás. Todos los supervivientes se dirigen hacia allí.
—Ustedes dos no se han ido.
—No íbamos a dejarlo —dijo Bingwen.
Mazer apretó de nuevo la mano del niño.
—Una vez más, gracias. —Entonces arrugó el ceño y miró a Danwen—. ¿Cómo me trajeron aquí? El lugar del accidente debe de estar a varios kilómetros de distancia.
Danwen asintió ansiosamente, como si hubiera estado esperando poder contarle su historia. Se lo contó todo a Mazer, incluyendo pequeños detalles que sabía que aumentarían el dramatismo. Bingwen miró al suelo, luego se disculpó y se fue a otra parte de la casa. Cuando el anciano terminó, Mazer llamó al niño y le tendió la mano.
—Te debo la vida tres veces, Bingwen. No puedo agradecértelo lo suficiente. Fuiste muy valiente.
Bingwen aceptó la mano tendida y la estrechó.
—Solo devolví un favor —dijo, agitando la férula al aire.
—¿Cómo está tu brazo?
—Bien. Ya no duele. Si no lo uso, claro está.
Mazer se sintió agotado de pronto, los ojos pesados, los músculos débiles; era como si el mundo estuviera frenando de nuevo.
—Déjalo tranquilo —le dijo Danwen a su nieto—. Necesita descansar.
Mazer quiso replicar. Llevaba cuatro días descansando. Tenía que moverse, poner su cuerpo en marcha de nuevo. Allí tendido era inútil. Estaba poniéndolos en peligro. Deberían seguir su camino. No había nada más que pudieran hacer por él.
Sintió que su respiración se ralentizaba, preparándose para el ritmo del sueño. Intentó negarse, pero la oscuridad tiró de él y lo envolvió en su silenciosa negrura.
El trueno lo despertó, fuerte y resonante, expandiéndose por todo el valle. Mazer seguía tendido en el suelo de la granja. Fuera estaba oscuro. La lluvia tamborileaba el tejado y se colaba por media docena de goteras en el techo y formaba charcos en el suelo. Volvió la cabeza. Bingwen dormía junto a él, de espaldas, prácticamente tocándolo. En un momento dado tal vez había intentado usar una esquina de la manta, pero se había caído, y ahora el niño yacía encogido en posición fetal, temblando de frío.
Mazer alzó el brazo, se quitó la manta y cubrió al niño. Sintió la mordedura del aire nocturno en la piel desnuda, y deseó que la vieja comadrona le hubiera dejado la camisa.
Se volvió y vio a Danwen de pie ante la ventana, contemplando la tormenta. Tenía en la mano un objeto largo y fino, de más de un metro de longitud, con el extremo apoyado en el hombro. Mazer no pudo distinguir qué era hasta que cayó un rayo y el destello iluminó al viejo. Era una espada antigua y fina, con una empuñadura ornada de metal opaco y sin pulir. Herencia familiar, tal vez, o una pieza de atrezo de algún acto cultural. Desde luego, no serviría de mucho contra un escuadrón de alienígenas.
Debería ser yo quien montase guardia, pensó Mazer.
Solo que no tenía fuerzas para permanecer en pie. Apenas si podía mover la cabeza y mirar. Y cuando sus ojos empezaron a cerrarse de nuevo, a pesar del frío y la humedad y el rugido de la tormenta, no encontró fuerzas para resistir el tirón del sueño.
Cuando despertó, era de día. La tormenta había pasado de largo, la luz del sol se colaba por los agujeros del tejado, reflejándose en los charcos del suelo y proyectando gotitas de luz sobre las paredes. Bingwen y Danwen no estaban por allí, pero alguien había vuelto a cubrirle el pecho con la manta. Se obligó a levantarse, rodando de costado e impulsándose con los brazos. El movimiento le envió una descarga de dolor por el abdomen, aunque, considerando lo que había pasado, el dolor podía haber sido mucho peor. Se puso a cuatro patas, tembloroso y un poco inseguro de sí mismo. Lo que le habían dado para mantenerlo dormido estaba tomándose su tiempo para desaparecer de su organismo. Algo le colgaba de la cadera y advirtió que tenía un catéter. Lo había llevado todo este tiempo y ni siquiera se había dado cuenta. Extendió la mano, dio un respingo y lo sacó de un tirón.
Se apoyó en un pie, luego en el otro, y se irguió. Tenía las piernas débiles y temblorosas; se sentía mareado. Se arrastró hasta la puerta y se agarró al marco. Danwen y Bingwen estaban allí fuera, agachados junto a una pequeña hoguera, hirviendo agua y arroz.
—No debería estar levantado —dijo el viejo—. La máquina dijo que debería permanecer en cama cinco o seis días.
—Me he acercado bastante. ¿Quién me puso el catéter?
Danwen pareció confuso. No conocía la palabra.
—La bolsa que recoge mi orina.
Danwen echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—Eso fue cosa de la vieja comadrona. De todas las instrucciones que nos dio la máquina, ese fue el único paso al que no le puso pegas.
—Eso no es cierto, abuelo —terció Bingwen—. También puso pegas a eso.
—Bueno, sí, hizo falta discutir un poco para convencerla.
—Cuénteme qué ha pasado desde el accidente —pidió Mazer—. Con la guerra.
Danwen soltó la olla.
—Es mejor que se lo muestre.
Se dirigió hacia la puerta, pasando por debajo del brazo de Mazer, y cruzó la habitación hasta las ventanas abiertas. Le indicó que se acercara.
—Venga, si es que puede caminar. Véalo usted mismo.
Mazer se acercó y Danwen señaló la ventana. El valle carecía de vegetación. Donde antes había arrozales y densas frondas tropicales ahora había tierra removida y barro, raíces levantadas y charcos de agua de lluvia sucia, como si alguien hubiera arrancado la piel del mundo.
—¿Los alienígenas han hecho esto? —preguntó Mazer.
—Ahora los llaman fórmicos. Es el nombre que les ha puesto el ejército.
—¿Cómo lo sabe?
—He bajado al valle varias veces en busca de suministros. Normalmente se los quito a los muertos. No estoy orgulloso de ello, pero así es como hemos sobrevivido. He encontrado ropas para usted. Hay una camisa en aquella caja. —Señaló una caja en la esquina—. La gente huyó de las aldeas con lo poco que podía llevar. He traído bolsas de comida, ollas para cocinar, cosas necesarias. No soy el único que roba a los muertos. He visto hacerlo a otra gente, supervivientes como nosotros que rebuscan entre sus pertenencias. Me cuentan cosas. Los fórmicos están pelando la tierra, dicen. Toda la biomasa. Plantas, animales, gente. Toda la materia biológica. Lo están levantando todo y recogiéndolo en una pila gigantesca. Una montaña de biomasa que se pudre al sol junto a la sonda. Cuando el viento sopla desde donde está la sonda, se puede oler. Una peste hedionda. Un olor tan potente que te revuelve el estómago. Hace dos días las máquinas atravesaron este valle. Bingwen y yo las vimos. Destrozaron la tierra sin tocarla siquiera. Las máquinas siguieron adelante y la tierra arrasada se despegó.
—Escudos —dijo Mazer—. Así debe de ser como están retirando la tierra. La misma tecnología que usan para proteger la sonda.
—No sé nada de tecnología —repuso Danwen—. Solo sé que son malignos. Únicamente siembran muerte y destrucción. Primero rocían la bruma. Lo que toca, se marchita y muere rápidamente. Luego el viento la lleva a otras partes. Con el tiempo, las plantas que el viento toca se marchitan también, a veces una hora más tarde, a veces un día después. Pronto todo se encoge y muere. Y luego los fórmicos regresan y lo barren todo. —Miró tras él, vio que Bingwen estaba todavía en cuclillas ante el fuego a veinte metros de distancia, y habló casi en un susurro—. Los padres del niño han muerto. Los encontré hace unos días en el valle que hay ahí detrás. Los mató la bruma. Volví al día siguiente con una pala para enterrarlos, pero la tierra había sido recogida. Ya no estaban. Sus cuerpos están allí, en esa montaña putrefacta. No se lo he dicho a Bingwen. Ningún niño debería saber esas cosas.
Mazer guardó silencio un momento.
—¿Es ahí donde encontró la espada? —preguntó—. ¿En el valle?
Danwen asintió.
—Se la cogí a un hombre que era de nuestra aldea. No es gran cosa. Apenas tiene filo. Pero necesitábamos algo cuando perdimos el fusil. Protegeré a Bingwen con mi vida.
—Tiene suerte de contar con usted.
Danwen sonrió.
—Sí. Y usted tiene suerte de contar con él.
El sonido de una aeronave en la distancia hizo que ambos se volvieran.
—¿Y la guerra? —preguntó Mazer.
—Los primeros días hubo muchos aviones y combates en el aire. Nuestros cazas eran mejores que los suyos. Vi dos naves fórmicas destruidas en una escaramuza. Lo vi todo desde aquí mismo. Allá. —Señaló hacia el oeste—. Cayeron a unos cinco kilómetros. Me dieron ganas de bailar, pero son victorias nimias. Se rumorea que los soldados chinos mueren como moscas. Grandes batallas al noroeste y al sudeste de aquí. Los fórmicos los arrasan. Es una guerra perdida.
—¿Qué hay de la sonda?
—¿Qué le pasa?
—¿La ha atacado alguien?
—Las fuerzas aéreas armaron mucho aspaviento. Docenas de aviones, volando en formación y disparando misiles y láseres. Oímos las explosiones durante días. Bum, bum, bum. Nada logró dañar la sonda. Está protegida. Al final, las fuerzas aéreas se dieron por vencidas y no volvieron.
—¿Y la infantería? ¿Ha visto algún tanque o presencia militar por aquí cerca?
—Nada. Ni un solo soldado.
—Tendrían que haberme dejado aquí e ido al norte con los demás —dijo Mazer.
—Bingwen no quiso saber nada de eso. Sugerí que el búfalo de agua tirara de nuevo de usted, pero estaba demasiado débil. Demasiado enfermo. Probablemente no lo habría conseguido. Bingwen se negó. Puede ser muy testarudo.
—Y muy listo.
—Sí. Eso también.
—Lamento haberlos entretenido. Ahora pueden marcharse. No hay motivos para que se queden.
Danwen se rio en voz baja.
—Bingwen dice que estamos más seguros con usted que al descubierto. Dice que nos protegerá. Por eso lo trajo, para que nos proteja. Ya ve que en efecto es muy listo.
—Yo no voy a ir al norte. Cuando esté mejor, iré al sur, hacia la sonda.
—¿Para qué?
—Para destruirla.
—¿Un solo hombre herido y sin armas? ¿Cómo va a destruir una cosa así?
—Encontraré un agujero en su escudo y lo dinamitaré.
—¿Y si no hay ningún agujero?
—Entonces abriré uno.
Danwen sacudió la cabeza y rio con tristeza.
—Es usted tan testarudo como el niño, Mazer Rackham. Tan testarudo como el niño.