18

Rescate

Bingwen contempló el lugar donde el aparato volador de Mazer se había perdido tras el horizonte, esperando que volviera a aparecer. Sabía que no iba a suceder. Lo había visto todo. Había visto cómo el aparato de Mazer recibía el impacto. Había visto ceder la antigravedad. Había sido testigo de su caída del cielo como un saco de arroz. Un puñado de naves alienígenas se había lanzado tras él, disparando, machacándolo. Esas naves se habían perdido también tras al horizonte. Pero un momento después volvieron a surgir y siguieron de largo. La de Mazer no. En cambio, se alzó una línea de humo negro que se retorcía en el cielo como una serpiente encantada.

Bingwen volvió corriendo a la granja.

—¡Han caído! Tenemos que ir a ayudarlos.

Todos se volvieron hacia él. El abuelo se acercó, arrastrando los pies, levemente encorvado.

—¿Quiénes, Bingwen?

—Los soldados. Los que nos trajeron aquí. Una nueva columna de naves salió del disco grande. Cientos de naves pequeñas. Están por todas partes. Abatieron a los soldados. Su aparato cayó por allí, al sur. —Señaló—. Tenemos que ir. Necesitan nuestra ayuda.

Nadie se movió. La anciana que les había dado ropa a los soldados inclinó la cabeza y murmuró una oración. Los demás parecieron de nuevo preocupados y asustados. La lucecita de esperanza que los soldados les habían dado se extinguió en un instante. El abuelo apoyó una mano en el hombro de Bingwen y se arrodilló ante él.

—No hay nada que podamos hacer, Bingwen.

El niño retrocedió un paso, zafándose de la mano del anciano.

—Me salvaron la vida. —Se volvió hacia los demás—. Nos salvaron la vida a todos. ¿No vamos a hacer nada?

Nadie habló.

El abuelo conservó la calma. Extendió de nuevo la mano.

—Bingwen, escucha…

—No —dijo el niño, dando un salto atrás. Se retiró unos pasos, enfrentándose a todos—. No podemos dejarlos morir allí.

—Si los han abatido, ya están muertos —dijo una de las mujeres—. No podemos hacer nada.

—Eso no lo sabemos. Podrían estar heridos. Vi dónde han caído. Puedo llevaros directamente hasta allí.

—Dijeron que volverían —dijo el anciano de la bolsa de ropa—. Dijeron que nos enviarían ayuda. Médicos y suministros. Ahora no vendrá ninguna ayuda.

—¿Hay alguien que me esté escuchando? —dijo Bingwen.

—Te hemos escuchado, niño —contestó la anciana—. Nos dijiste lo que necesitábamos saber, ahora deja que los adultos hablen durante un minuto.

La adolescente estaba ante las ventanas abiertas, contemplando el valle.

—Mirad —dijo, señalando hacia abajo. Todos se acercaron. Bingwen se abrió paso hasta delante y miró. Varias naves alienígenas habían aterrizado en el valle y abierto sus puertas. Los extraterrestres salían a los campos de arroz, esparciendo brumas. Los brotes de arroz se ajaban y ennegrecían mientras la bruma flotaba sobre ellos. Los alienígenas estaban a más de trescientos metros de distancia, donde no podían oírlos, pero la anciana igual habló en voz baja.

—Esa es la bruma de la que habló el soldado.

Siguieron mirando un poco más y luego se apartaron de la ventana, temiendo que los vieran… y temiendo tal vez que el viento trajera hasta allí aquello que estaba matando al arroz allá abajo.

Bingwen corrió hacia la bolsa de ropa de la anciana y sacó una vieja camisa gastada por los bordes. Le dio vueltas en las manos hasta que encontró un pequeño desgarro. Entonces agarró el tejido por ambos lados del jirón y tiró. Las viejas y débiles fibras de algodón ofrecieron poca resistencia, y la camisa se rompió en dos. Sin embargo, al tirar, Bingwen sintió una puñalada de dolor en el brazo malo, y casi se le cayó de las manos.

—¿Qué estás haciendo? —exigió la anciana, abalanzándose hacia él dispuesta a atizarlo.

Bingwen le ofreció la mitad de la camisa.

—Póngasela en la nariz y la boca, como si fuera un pañuelo. Para respirar.

La mujer vaciló. Entonces comprendió.

—Sí, sí. Por supuesto. —Llamó a su marido—. Busca más tela —dijo, señalando su saco—. Rompe tus camisas. Haz mascarillas para toda esta gente.

—¿Por qué no rompemos tu ropa? —dijo el anciano.

—Tú hazlo.

Bingwen se cubrió la cara con la otra mitad de la camisa. Esperó un momento mientras todos se reunían en torno al anciano, su atención concentrada en el reparto de tela, y entonces corrió hacia el exterior. Si Mazer o alguno de los soldados estaban heridos, tendría que moverlos, cosa que no podría hacer sin ayuda.

Bingwen estudió a los dos búfalos de agua del granero. El de la derecha era más gordo y ancho y por tanto más fuerte. Pero eso no lo hacía necesariamente mejor. Batió palmas con fuerza y silbó y agitó los brazos para que el búfalo acudiera. El más pequeño avanzó aunque la cuerda atada alrededor de su cuello se tensó y lo detuvo. El más grande simplemente se quedó mirando a Bingwen mientras mascaba lentamente algo.

La obediencia es más importante que la fuerza, pensó el niño.

Desató al más pequeño y le echó por encima del lomo un serón de arpillera para herramientas, de esos que tienen dos amplios bolsillos para cargar cosas. Miró alrededor. No sabía qué necesitaba. Ni siquiera estaba seguro de que le hiciera falta algo. Había una cuerda en un rincón, cubierta de polvo y telarañas. La metió en el saco. En la pared colgaba un hacha vieja y oxidada. La metió también en el saco. Había grandes bolsas para recoger algodón con una sola tira para el hombro apiladas en una esquina. Si necesitaba vendar heridas, le vendrían bien. Metió tantas como pudo en el saco.

—Bingwen.

La voz era suave y amable. Bingwen se dio media vuelta y vio al abuelo.

—No puedes ir, pequeño. No puedes ayudar a los soldados.

—¿Por qué no? ¿Porque soy pequeño?

El abuelo sonrió con tristeza.

—El tamaño no tiene nada que ver con la capacidad, niño. Mira cómo has escogido al más pequeño de los búfalos de agua.

—Porque me obedeció.

—Igual que tú debes obedecerme a mí. Los valles no son seguros.

—Y por eso tengo que darme prisa. La bruma alcanzará a los soldados si no llego primero. —Desató al animal y tiró de la cuerda. El búfalo de agua respondió, siguiéndole el paso.

El abuelo se movió a la izquierda, bloqueándole el paso, la expresión dura ahora.

—Faltas el respeto a tus mayores, niño.

Bingwen se detuvo e inclinó la cabeza, mirando al suelo.

—Estoy en desacuerdo con mis mayores, abuelo. Lo que es diferente. Pero por ti siento amor y respeto. Eres sabio y más que sabio. Leal y valiente. Encuentras fuerzas a pesar de tus heridas. Solo espero poder ser la mitad de hombre que tú. Pero la virtud no hace que un hombre tenga razón todo el tiempo. Por favor, abuelo. Sin esos soldados, ¿quién nos protegerá? ¿Quién nos guiará?

—Si están heridos, Bingwen, tampoco podrán hacerlo ellos.

—No conocemos la gravedad de sus heridas, abuelo. Y aunque estén malheridos, ¿no les debemos nuestras vidas? Si estar herido quita valor a una persona, entonces tú y yo no valemos nada. Somos los más heridos de nuestro grupo.

El abuelo se echó a reír.

—Menuda lengua. Mírame, Bingwen.

El niño alzó la cabeza. El abuelo se arrodilló delante de él y le puso una mano detrás de la cabeza.

—Solo pienso en ti, pequeño. No puedo dejarte ir. No podría vivir conmigo mismo si te pasara algo.

—Para sobrevivir es por lo que debo ir, abuelo. Necesitamos a esos hombres. Mis padres siguen ahí fuera. Y ahora mismo esos soldados son los únicos que intentan mantenernos unidos.

Eso hizo vacilar al abuelo. Frunció los labios, reflexionó y se puso en pie dolorosamente.

—Iré yo entonces. —Extendió las manos para que le entregara la cuerda del búfalo.

Bingwen suspiró. Eso era perder el tiempo. Cada momento contaba.

—Abuelo, quizá podrías bajar de esta montaña, pero no podrías volver a subirla. Todavía no. No hasta que te hayas curado. Los dos lo sabemos.

No esperó a que el abuelo respondiera: tiró de la cuerda y guio al búfalo hacia el camino de acceso.

—¿Y cómo traerás tú de vuelta a un soldado herido? —preguntó el abuelo.

—Con mucho cuidado.

Se apresuró camino abajo, ansioso por marcharse antes de que el anciano hiciera algún otro comentario y lo obligara, por respeto, a detenerse y contestarle con una réplica razonable… y no tenía tiempo para ninguna de las dos cosas. Al búfalo no le gustaba la velocidad y seguía oponiéndose al tirón de la cuerda y obligando a Bingwen a ir más lento. El animal se detuvo dos veces para alzar el hocico y oler el humo que seguía llegando. Bingwen le dio una fuerte palmada en los cuartos traseros y lo puso de nuevo en marcha.

En la cima de la montaña Bingwen se había mostrado intrépido. Pero cuanto más bajaba por el camino, más le fallaba el valor. Los árboles que flanqueaban el sendero se convirtieron de repente en escondites para los alienígenas. Aquel tupido matorral del recodo de repente fue el lugar perfecto para una emboscada. Las finas ramas que sobresalían del bosque se convirtieron de pronto en manos que esperaban para rociarle la cara de bruma. En el aire sonaban las naves, fuertes y veloces, algunas cerca, otras más lejos, y cada vez que Bingwen oía una, estaba seguro de que caía hacia él, como un meteoro ardiente, cerniéndose directamente hacia su posición. El búfalo parecía sentir lo mismo. Cuanto más se acercaban al suelo del valle, más se resistía y se agitaba.

Pronto los árboles empezaron a hacerse más escasos y todo el llano quedó a la vista. Era el otro lado de la montaña, un valle que Bingwen no había podido ver desde la casa, y hacerlo ahora lo detuvo en seco.

Había cuerpos en el suelo. No amontonados en grandes grupos, sino esparcidos por todo el valle, de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, como si un gran número de aldeanos hubiera buscado un lugar apartado de los demás para tumbarse y dormir.

Solo que no estaban dormidos. Sus pechos no subían y bajaban, no acomodaban casualmente sus cuerpos como hace la gente que duerme. No había ningún tipo de movimiento excepto los mechones de pelo y partes de las ropas que se agitaban con el viento.

El cadáver más cercano estaba a treinta metros, a la sombra de un árbol. Una mujer, de la edad de su madre, tendida de costado, mirando a Bingwen, la camisa colgando suelta de su hombro de un modo que ninguna mujer recatada permitiría conscientemente. En el suelo, a su lado, uno de sus zapatos. Tenía los ojos abiertos, la boca levemente entreabierta, como si hubiera estado esperando a que Bingwen llegara y estuviera llamándolo por su nombre cuando el tiempo se paró petrificándola en aquella posición.

A su alrededor, los tallos de arroz estaban torcidos, negros, muertos.

Bingwen comprendió que la bruma había causado eso. El compuesto químico que las criaturas rociaban con sus varas había matado todo aquello que había tocado: cosechas, los aldeanos que huían, incluso unos cuantos animales aquí y allá: perros y pájaros y dos búfalos de agua. Había grandes zonas de cosecha ilesas, brotes verdes de arroz que se habían librado de la bruma, algunos tan altos como los hombros de Bingwen, pero eran una minoría. La mayor parte del valle era barro y muerte y tallos de arroz marchitos.

Al otro lado del valle, una aeronave china abatida despedía humo negro y ceniza al aire. Bingwen oía el crepitar y el chisporroteo de las llamas y los estallidos de los componentes en su interior. También olía el acre hedor del plástico fundido, la goma y otros materiales sintéticos.

Sabía que no era el aparato de Mazer, que había caído en otra parte, al menos un kilómetro más adelante, probablemente aún más lejos. Sin embargo, verlo no le hizo sentir ninguna confianza. La aeronave apenas era reconocible como tal. Quizás había sido un helicóptero una vez, pero ahora no era más que un montón de chatarra ardiente y retorcida, con la mitad de la parte delantera aplastada por el impacto. Yacía de costado como un animal herido, ardiendo y siseando, escupiendo humo negro.

Bingwen se preguntó cuántas personas habría a bordo. ¿Diez? Tal vez lo que estaba haciendo no valdría para nada. ¿Por qué el aparato caído de Mazer iba a ser diferente? Probablemente solo encontraría más fuego y muerte.

Junto a él, el búfalo de agua alzó la cabeza y olfateó el aire. Debía de haber captado el olor de la muerte o el humo porque a continuación se resistió tanto a los tirones de la cuerda que derribó a Bingwen al suelo. El niño aterrizó sobre su brazo sano, pero la sacudida le produjo una punzada por todo el brazo herido. Gritó de dolor, lo que asustó aún más al animal, que volvió por donde había venido, arrancando la cuerda de manos de Bingwen, quemándole las palmas por el violento roce.

Bingwen tardó quince minutos en acorralar al animal y coger de nuevo la cuerda. Tuvo que desgarrar en tiras el pañuelo que le cubría la cara para envolverse las manos con una especie de venda y poder sujetar la cuerda. El animal empezó a resistirse de nuevo, pero Bingwen le dio un violento tirón y le recordó quién tiraba de quién. Luego sacó una de las bolsas de cosecha e hizo una especie de máscara para el animal, como un gigantesco bozal que le cubría casi toda la cabeza. Entonces el búfalo se calmó, pues captaba el olor del granero en la bolsa.

Lo guio de regreso al valle. Había decidido que no iba a darse la vuelta. Si había llegado hasta tan lejos, acabaría lo que había empezado. No renunciaría tan fácilmente como el búfalo.

Se dirigieron a la zona más cercana de cosecha ilesa. Si cruzaban el valle ciñéndose a los brotes verdes, tal vez podrían llegar al otro lado sin contaminarse. Bingwen dio los primeros pasos hacia los altos tallos y esperó a ver si se sentía mareado o con ganas de vomitar.

No sucedió nada.

Continuó avanzando, tirando del búfalo de agua.

Los tallos verdes sanos crujían y se rompían bajo sus pies. Dañar de esa forma la cosecha iba contra todo lo que les habían enseñado a los dos, pero no se amilanaron.

Pasaron ante docenas de cadáveres. Las primeras caras eran desconocidas: hombres y mujeres de otras aldeas. Entonces Bingwen empezó a ver gente que conocía, vecinos y amigos del abuelo. Ye Ye Guangon, uno de los ancianos del consejo. Shashoo, la única mujer de la aldea que tenía lavadora. Bexi, la enfermera que hacía remedios medicinales con hierbas cada vez que Bingwen se ponía malo. Todos ellos sin vida, tendidos en posiciones innaturales, la piel roja y llena de ampollas, como si hubieran trabajado al sol sin sombrero durante días seguidos.

El miedo atenazaba el pecho de Bingwen cada vez que veía un cadáver nuevo: ¿y si la cara del siguiente era la de su padre o su madre? ¿Qué haría entonces?

En una ocasión creyó haber encontrado a su madre. Yacía en el lodo de espaldas a él, con el rostro vuelto. Tenía el pelo como su madre, y su misma figura, y las mismas ropas sencillas y ajadas. Pero cuando Bingwen la rodeó y le vio la cara, comprobó que no era ella. El alivio fue tan repentino y abrumador que estalló en sollozos. Jadeaba, y su cuerpo se estremecía, y tardó varios minutos en recuperarse. El búfalo de agua empezaba ya a impacientarse y tiraba de la cuerda. Bingwen se secó los ojos y la nariz con la manga del brazo sano. Había estado llorando por todo: el brazo, Hopper, Meilin, la mujer muerta que se parecía a su madre, la nave de Mazer. Por todo. Cuando terminó, se sintió mejor, incluso más valiente. «Ya he llorado lo mío —pensó—. Se acabó».

Siguió caminando.

Había también niños muertos, aunque no fue capaz de mirarlos. Desviaba la vista cada vez que aparecía uno, mirando siempre por encima del cuerpo, nunca directamente… hasta que una camisa brillante le llamó la atención. Una camisa que reconoció. Una camisa que había visto de cerca cuando quien la llevaba le hizo una llave en la cabeza.

Zihao.

Vivo, Zihao tenía siempre una mueca condescendiente y bravucona. Pero ahora, tendido de espaldas en el lodo, parecía asustado: los ojos muy abiertos, el cuerpo rígido, la cara sucia veteada de lágrimas. Parecía también más joven. Como un niño. Bingwen desvió la mirada.

Un leve siseo por detrás le hizo girarse sobre los talones rápidamente. Al final del camino de acceso, unos cientos de metros más atrás, cuatro alienígenas rociaban la hierba sana y avanzaban en su dirección. Parecían ajenos a su presencia, pero Bingwen sabía que eso no duraría.

Tiró de la cuerda y obligó al búfalo a moverse. No se paró a mirar más caras. No pisó con cuidado. Corrió.

El animal sintió su urgencia y corrió también, a grandes zancadas que no eran lo bastante rápidas para Bingwen, que seguía tirando de la cuerda. El bóvido tropezó una vez, pero rápidamente se puso en pie. Corrieron durante quince minutos sin detenerse, hasta que el valle se desvió al sur y los alienígenas ya no se veían. Se pararon, él jadeando y resoplando, el búfalo gimiendo y mugiendo. El brazo roto parecía arderle: tanto tirar y correr había agravado la rotura. Unas punzadas en su costado quemaban tanto que supuso que se había roto algo por dentro.

El búfalo vaciló un momento y Bingwen pensó que iba a desplomarse, pero sacudió la cabeza y se recuperó.

Bingwen miró a la izquierda y vio que habían llegado. Había una aeronave caída a cien metros de distancia. La de Mazer. Estaba seguro. El fuego la había consumido y ennegrecido, pero las llamas se habían extinguido hacía tiempo y la forma del aparato seguía intacta. El único rasgo nuevo eran las cuatro aspas que tenía encima, que debían de haberse abierto cuando caía.

Bingwen se deprimió al verlo. No podía haber ningún superviviente. El aparato había explotado, enviando restos y esquirlas de metal en todas direcciones. Aunque alguien hubiera sobrevivido al impacto, no habrían podido escapar de la explosión. Ni haber usado los asientos eyectores antes del choque, no con las aspas, no en caída libre.

Se sintió avergonzado. Tendría que haberle hecho caso a su abuelo. Había sido un necio al ir hasta allí.

Algo cerca de los restos le llamó la atención. ¿Un fusil, tal vez? Eso sería útil. Y donde había uno, podía haber más; y, si no, otras armas, u otras herramientas. Tiró de la cuerda. El búfalo no quería moverse: seguía jadeando y resoplando tras la carrera. Bingwen tiró de todas formas con el brazo bueno, y el animal acabó por obedecer.

Olía a cenizas y cosas quemadas y lo que podía ser el hedor de restos humanos calcinados. El humo seguía flotando denso en el aire y le picaba en los ojos. Bingwen no quiso mirar en la cabina ni la carlinga. Sabía lo que iba a encontrar allí.

El suelo estaba cubierto de restos de metal, algunas piezas tan grandes como Bingwen, dobladas y retorcidas en formas extrañas de bordes desgarrados que parecían peligrosamente afilados.

Bingwen no apartó la mirada del fusil que tenía delante, pero al acercarse a través del humo, vio algo cerca del arma que le llamó la atención. Un cuerpo.

Soltó la cuerda y echó a correr.

Era Mazer. Estaba todo cubierto de sangre y barro. Los brazos, la cabeza, el costado. El costado era lo peor. Una venda ensangrentada le cruzaba el abdomen, empapada, rezumando rojo. A su alrededor yacían dispersos los contenidos de un kit médico. Alguien le había administrado los primeros auxilios. Alguien estaba vivo y dispuesto a ayudar. Bingwen miró alrededor.

—¿Hola?

Nadie contestó.

A su izquierda había otro cuerpo. La mujer soldado. Bingwen supo que estaba muerta incluso sin verle la cara, que tenía vuelta hacia el otro lado. Tenía demasiadas heridas. Su piel estaba pálida y sin vida, la ropa quemada, un brazo torcido bajo el cuerpo.

En los campos, los cadáveres parecían dormidos, incluso en paz en algunos casos. Pero ella no. Su muerte había sido dura. Rápida, incluso instantánea, pero aterró a Bingwen más que todo lo que había visto antes.

Había huellas desde la aeronave hasta el cadáver de la mujer, las que sus botas habían dejado en el suelo. Bingwen advirtió que Mazer había tirado de ella para apartarla del fuego. Herido como estaba, la había alejado de las llamas. A Bingwen no se le ocurrió otra explicación. Entonces ¿Mazer había intentado curarse sus propias heridas? Bingwen se arrodilló junto a él. Sí, todavía tenía en la mano un paquete del kit. Tendría que haberse dado cuenta nada más verlo.

—Mazer.

No hubo respuesta.

¿Debería intentar despertarlo? ¿O eso podía romper algo en su interior? Le tocó suavemente el brazo. La piel estaba caliente. La punta del dedo se manchó de sangre. Mazer no respondió.

De pronto el pecho del soldado se elevó, ligera, casi imperceptiblemente. Una dificultosa toma de aire. Luego una espiración. Estaba vivo. Apenas, tal vez, pero respiraba.

Bingwen tenía que llevarlo de regreso a la granja, con el abuelo. Pero ¿cómo? Había esperado encontrarse a los soldados sanos y salvos. Y si algún herido no podía caminar, construiría una parihuela para que el búfalo tirara y luego le pediría al soldado que se subiera en ella. Pero Mazer ni siquiera podía hacer eso: no podía hacer nada. Bingwen tendría que colocarlo de algún modo en la parihuela.

Corrió hacia el búfalo, lo ató a un árbol y volvió con las herramientas que llevaba en la bolsa. Encontró un bosquecillo de bambú cerca y cortó tres grandes tallos con el hacha. Tardó una eternidad porque tuvo que hacerlo con una mano, la del brazo sano. Luego troceó uno de los tres tallos y construyó la parihuela, enlazando los bambúes con la cuerda. Colocó las piezas cortas entre las dos largas, construyendo los travesaños donde Mazer podría tenderse. Cortó luego los fondos de unas cuantas bolsas y las colocó sobre los dos palos, creando algo similar a un jergón.

Cuando terminó, comprobó que la parihuela era pesada, casi demasiado para arrastrarla con una sola mano, pero tiró y se esforzó hasta que logró colocarla junto a Mazer. Esperaba poder auparlo, pero tras unos cuantos empujones de prueba, quedó claro que no era posible. Demasiado peso muerto. Y no podía tirar con el brazo roto. Tendría que alzarlo, deslizar la parihuela debajo y luego apoyarlo con cuidado.

A esas alturas Bingwen estaba sudoroso, sediento y cansado. No había traído agua para no distraer nada del pequeño suministro que tenían en la granja. Ahora deseó haberlo hecho. No había agua potable cerca, y aunque la hubiera habido, no la hubiera bebido, no con aquella bruma en el aire y la amenaza de contaminación.

Ignoró la sed y volvió al trabajo. Ya había construido sistemas de polea con bambú antes: su padre y él habían hecho una pequeña torre para levantar los sacos de arroz cosechado y subirlos a los camiones de carga la temporada pasada. Pero esto sería diferente. Mazer era el doble de largo que un saco de arroz y mucho más difícil de manejar. Y tampoco contaba con la ayuda de su padre ni con dos brazos sanos.

Tardó horas en prepararlo todo: cortar el bambú, reducirlo a la longitud adecuada, separar las hebras de cuerda en dos porque necesitaba más de la que tenía. Usó también los restos de la aeronave. En la carlinga había un cabestrante con cable, anillas y cinturones. Advirtió los restos humanos calcinados en los asientos, pero contuvo la respiración, desvió la mirada y recuperó rápidamente el equipo.

Luego empezó a construir. Hizo una serie de estructuras en forma de A con una vara larga entre ellas, luego deslizó varas de bambú más finas bajo Mazer a la altura de los hombros, espalda, glúteos y rodillas. Hizo una almohada precaria para su cabeza para que no cayera bruscamente hacia atrás cuando lo levantara. Ató los dos extremos de las varas de bambú que había colocado debajo de Mazer a un palo suspendido encima de su cuerpo. Amarró luego la cuerda a las tres poleas que había hecho cortando trozos pequeños de bambú.

Cuando terminó, el sol estaba ya en la parte occidental del cielo, hundiéndose en el horizonte. Tenía hambre y le dolía el brazo. Tenía todo el cuerpo cubierto de sudor, tierra y hollín.

La estructura era complicada: parecía una gigantesca araña de bambú sobre Mazer, dispuesta para agarrarlo y envolverlo en su tela.

Bingwen tiró de las cuerdas, y el cuerpo se elevó lentamente del suelo, la cabeza firme. Tanto trabajo para tan poco movimiento, pensó.

Amarró la cuerda, deslizó la parihuela debajo de Mazer y lo bajó hasta colocarlo encima. Luego movió la polea del travesaño hacia la cabeza y alzó la parte delantera de la parihuela lo suficiente para atarla a un arnés que había hecho para el búfalo. Lo más difícil fue hacer que el animal estuviera quieto lo suficiente para hacer las ataduras. Sin embargo, por fin lo tuvo todo listo.

Recogió los suministros del kit médico, incluyendo el pequeño aparato digital que Mazer había utilizado para escanearle el brazo roto. Bingwen lo examinó, quitando el barro y la suciedad de la pantalla. Había una grieta en el cristal, pero el artilugio se encendió ante su contacto. La pantalla de inicio era brillante y llamativa y le ofreció una gama de opciones: ESCANEO DE SUPERFICIE DE TEJIDOS, ULTRASONIDOS, ANÁLISIS DE SANGRE, TUTORIALES QUIRÚRGICOS, FARMACIA. Lo guardó en la alforja y luego hizo una última búsqueda de suministros entre los restos. No vio nada más que mereciera la pena llevarse hasta que divisó el chaleco de combate que llevaba la mujer soldado. Tenía varios cartuchos de munición como el que había en el fusil.

Les vendría bien la munición. Sin ella, el arma sería inútil. Pero recuperar los cartuchos no iba a ser fácil: Bingwen tendría que volver la mujer de lado para soltar las correas que lo sujetaban. Y eso significaba tocar un cadáver. La idea lo ponía enfermo: no soportaba mirar a la mujer, mucho menos tocarla.

Estaba siendo ridículo, se dijo. Incluso egoísta. Sin armas, sin munición, estaban acabados.

Se acercó a la mujer con los ojos entornados y los labios apretados, y la empujó por el hombro para girar el cuerpo. Ella estaba rígida y manchada de sangre y no rodó fácilmente con el brazo doblado debajo de su cuerpo. Pero Bingwen se afianzó en el terreno y por fin el torso se movió lo suficiente para que él pudiera sacar los cartuchos. Cayeron al suelo ante él y Bingwen reculó a cuatro patas, odiándose por ser tan cobarde.

Advirtió que tenía lágrimas en los ojos y se las secó rápidamente. Se puso en pie, recogió los cartuchos y los guardó en la bolsa de herramientas. A continuación ató una cuerda en torno al pecho de Mazer, asegurándolo a la parihuela; luego, tras una última mirada a los restos, cogió la cuerda y tiró con fuerza. El búfalo gimió, resistiéndose, pero otro fuerte tirón por parte del niño y el animal lo siguió.

Bingwen había oído naves todo el día, la mayoría lejanas, pero ahora los cielos estaban tranquilos. Atardecía, y calculó que no llegaría a la granja hasta bien entrada la noche.

Llegaron al valle de cadáveres y descubrió que los alienígenas habían aniquilado todas las cosechas restantes. Sin hierba sana por donde caminar, Bingwen cortó camino, buscando otro sendero para llegar a la montaña. Encontró uno un kilómetro más adelante, otro amplio arrozal sin mucha agua.

Allí había más cadáveres; de personas y animales. Una familia de cerdos. Tres búfalos de agua. Un grupo de niños y sus padres.

Bingwen los vio a cincuenta metros de distancia y se detuvo en seco. Estaban tendidos boca abajo en el lodo, el brazo del padre sobre el hombro de la madre, como consolándola.

Bingwen no se movió. No podía verles la cara, pero aquella era la camisa de su madre, y su espalda, y su forma. Y aquellas eran las ropas de su padre. Y sus botas y su pelo. Y el centelleo del sol se reflejaba en el reloj que llevaba en la muñeca izquierda.

Bingwen se sintió ingrávido. No podía enfocar la mirada. Notaba las rodillas débiles e inestables. Se quedó allí de pie, mirándolos, él vivo y respirando y ellos no. Sus corazones no latían, sus pulmones no recibían aire, sus bocas no se movían para decirle cuánto lo querían y que lo protegerían y que estaría a salvo con ellos. Sus brazos no lo envolvían ni lo atraían hacia sus pechos. Sus cuerpos no hacían nada excepto yacer allí en el lodo y la hierba rociada por la bruma.

Bingwen permaneció allí de pie mucho rato, no supo cuánto. Una hora, quizá dos. El búfalo de agua mugía y golpeaba el suelo con la pata, impaciente. Bingwen lo ignoró. Lo ignoró todo. Si venían los alienígenas, no huiría de ellos.

Tomó aire y exhaló. No hubo lágrimas ni gemidos, ni chillidos de angustia. Todo estaba roto por dentro, vacío. No lloraría más, no podía. No iba a permitirlo. Las lágrimas pertenecían a la versión antigua y muerta de sí mismo, al Bingwen previo, al niño que se colaba en la biblioteca y se preocupaba por los exámenes y por ir a una buena escuela y que tenía un amigo con un pie torcido y unos padres que lo querían y se sentaban con él junto al fuego cuando estaba mojado y tenía frío. Ese Bingwen ya no existía. Ese Bingwen yacía en el lodo con sus padres, el brazo sobre el hombro de su madre, igual que el de su padre.

Haría que Mazer se recuperara. Sí, haría que se pusiera bien, y entonces Mazer lo detendría todo. Mazer pondría fin a las brumas y los fuegos y los cadáveres en los campos. Y él le ayudaría. Le daría los cartuchos y cargaría su agua, haría lo que hiciera falta para ponerle fin a todo eso, para que desapareciera. Entonces se permitiría llorar.

Ya estaba oscuro cuando llegó a la granja. El abuelo salió a recibirlo, lo abrazó, lo besó en la mejilla, se maldijo por haberlo dejado marchar. Solo entonces se dio cuenta de que el búfalo de agua arrastraba a alguien.

Los otros salieron también. Vieron a Mazer y la parihuela y se quedaron boquiabiertos, como si no comprendieran aquella imagen, como si la parte racional de sus cerebros les dijera que no era posible. La anciana se volvió hacia Bingwen y lo miró con una expresión que el niño no pudo descifrar. ¿Confusión? ¿Asombro?

Nadie se movió. Nadie corrió a ayudar.

Bingwen advirtió que no sabían cómo reaccionar. Ni qué hacer.

—Está vivo —dijo—. Tenemos que ayudarlo.

El abuelo se hizo cargo.

—Desatad la camilla. Metedlo dentro. Rápido. Pero con suavidad, con mucha suavidad.

Bingwen se quedó allí y vio cómo desataban la parihuela e introducían a Mazer en la granja, todavía tendido en ella. Dejaron la estructura en el suelo y rodearon al soldado.

—Necesito luz —dijo la anciana.

—Es una especie de enfermera —le dijo el abuelo a Bingwen—. Comadrona. ¿Sabes lo que significa?

—Ayuda a las mujeres a traer niños —dijo Bingwen.

—Sí. Sabe cosas de medicina.

—No las suficientes —contestó Bingwen. Sacó el aparato digital de la bolsa y se acercó a Mazer. Todos estaban reunidos en torno a la parihuela. El marido de la anciana sujetaba una linterna.

—Atrás —dijo la mujer—. Necesito espacio. —Se inclinó con la linterna y hurgó alrededor, levantando una esquina del vendaje para ver las múltiples heridas—. Esto es grave. Supera mis posibilidades. No puedo ayudarlo.

—Tiene que hacerlo —rogó Bingwen.

—Niño, has sido muy valiente al traer a este hombre, pero ya no se le puede ayudar. No vivirá para ver el amanecer. Ha perdido demasiada sangre y tiene demasiadas heridas.

—Entonces le haremos una transfusión. Encontraremos alguien entre nosotros que sea compatible y le donaremos sangre.

La anciana se echó a reír.

—¿Y cómo supones que haremos eso?

—Con esto —dijo Bingwen, alzando el aparato. Conectó la pantalla y seleccionó ANÁLISIS DE SANGRE. La máquina le preguntó si quería instrucciones. Bingwen seleccionó y el artilugio empezó a hablar en inglés, sorprendiendo a todo el mundo.

—¿Qué es eso? —preguntó la anciana.

—Un aparato médico que enseña a tratar a la gente.

—Parece que habla en inglés —dijo la adolescente.

—Sí —confirmó Bingwen—. Yo sé inglés. Indicaré los sucesivos pasos. —No esperó objeciones. Escuchó la voz grabada. Era femenina, serena y tranquilizadora, el tipo de voz que quieres oír en una situación traumática. El artilugio le dijo a Bingwen que sacara algunos artículos del kit médico. El niño obedeció. Usó el tubito que encontró para extraerle a Mazer una gota de sangre. Puso la gota en la esquina de la pantalla, donde se indicaba.

«Tipo cero positivo —dijo el aparato—. Esta sangre solo es compatible con los tipos cero positivo y cero negativo».

—¿Qué está diciendo? —preguntó el abuelo.

—Tengo que pincharme el dedo —dijo Bingwen. Cogió de entre los suministros otro tubito y una aguja.

—Prueba la mía —dijo el abuelo, ofreciendo la mano—. Eres demasiado pequeño para donar sangre.

—Estás demasiado débil.

—Conozco mis fuerzas mejor que tú, niño. Pínchame el dedo.

Bingwen frotó el dedo del abuelo con una gasa, lo pinchó y analizó la sangre. Cuando los resultados aparecieron, dijo:

—Es compatible.

El abuelo asintió muy ufano, como si hubiera logrado algo.

—Entonces adelante.

—Tenemos que coserlo primero y quitarle la metralla —dijo la anciana—. Pero creo que es una pérdida de tiempo. Este hombre no sobrevivirá. Perderá sangre para nada, sangre que no debería perder dada su edad.

El abuelo frunció el ceño.

—Mi nieto arriesgó la vida para traernos a este hombre. Y este hombre arriesgó su vida para salvarnos. Así que vamos a salvarle la vida y usted nos va a ayudar.

El marido de la anciana dio un paso al frente.

—Cuidado con lo que dice, viejo. No le dé órdenes a mi esposa.

—Lo hago porque usted no lo hace —repuso el abuelo—. La obliga su deber. Se lo debe a este hombre. Se lo debemos todos. Y si Bingwen dice que podemos salvarlo, entonces podemos. —Se volvió hacia la anciana—. Usted ha cosido mujeres antes. Esto no es diferente.

—Es completamente diferente. Las heridas de metralla son sencillas. Es el estómago lo que no puedo arreglar. No sé cómo está dentro. Sus órganos podrían estar destrozados. Parece grave. No soy médico.

—El aparato nos lo dirá —dijo Bingwen, sin saber si era cierto—. Intentémoslo al menos.

La anciana vaciló, miró a su marido y suspiró.

—Bien. ¿Qué hacemos primero?

Bingwen no estaba seguro. Había un botón de ayuda. Lo pulsó.

«Describa el problema», pidió el aparato.

—Tiene cortes en el estómago y sangra mucho. Tal vez tenga los órganos afectados. No es seguro.

«¿Ha cortado la hemorragia?».

—Sí.

«¿Ha lavado y desinfectado la herida y sus manos?».

—No.

«Haga eso primero».

Bingwen sabía cómo lavarse las manos, desde luego, pero podía haber instrucciones especiales, así que contestó que no.

Resultó que sí había instrucciones especiales. Había que emplear productos químicos, y ponerse guantes, y desenrollar vendas esterilizadas. Bingwen y la mujer hicieron lo que se les dijo. Limpiaron la herida y restañaron la sangre. Limpiaron y esterilizaron también el aparato.

«Ahora necesito escanear la herida», anunció la máquina.

Bingwen sostuvo el aparato sobre la herida varios segundos.

«Detecto traumatismo serio. Una porción del intestino delgado ha sufrido cortes. Es necesaria una operación inmediata. ¿Hay un doctor cualificado que pueda realizar una pequeña extirpación de intestinos?».

—No —contestó Bingwen.

—¿Qué dice? —preguntó la anciana.

—Deje escuchar al niño —la amonestó el abuelo.

«¿Puede transportar al paciente a un hospital donde haya un médico cualificado?», preguntó el aparato.

—No —dijo Bingwen.

«¿Puede contactar con un médico para que acuda?».

—No hay médicos por ninguna parte. No podemos moverlo.

«¿Hay alguien dispuesto a efectuar la operación?».

Bingwen miró a los adultos.

—¿Qué pasará si no lo hacemos?

«El intestino delgado es parte del aparato digestivo. Cuando está cortado suelta residuos dañinos en el cuerpo. Si no se repara inmediatamente, y si la herida no se limpia de manera adecuada, el paciente no sobrevivirá».

—Ninguno de los presentes ha hecho nada así antes.

«Yo guiaré los pasos. Tiene que utilizar los siguientes artículos del kit médico».

En la pantalla apareció una lista de suministros.

—¿Qué tendremos que hacer exactamente? —preguntó Bingwen.

«La sección dañada del intestino debe ser extirpada y retirada. Luego se volverá a coser para restablecer la continuidad del aparato digestivo. La herida debe estar adecuadamente limpia y tratada contra infecciones. La herida abdominal debe ser suturada y tratada del mismo modo. El paciente ha de permanecer completamente sedado todo el tiempo. Vigilaré sus constantes vitales y le guiaré durante el proceso».

—¿Cuánto tiempo tardará, teniendo en cuenta que carecemos de formación y no tenemos ni idea?

«Entre cuatro y doce horas».

Bingwen guardó silencio.

—¿Y bien? —preguntó la anciana—. ¿Qué ha dicho? ¿Es algo que podamos hacer?

Bingwen los miró. Estaban dispuestos a darse por vencidos. Se lo notaba en las caras.

—Sí —dijo—. Podemos hacerlo, seguro. No será nada difícil.

Kim odiaba las reuniones rutinarias. Le parecían una pérdida de tiempo. Había ido a la facultad para ser médico, para ayudar a la gente, no para estar sentada en una sala comprobando hojas de datos y fechas previstas y discutir los detalles de cada proyecto. Eso era trabajo de los administradores. Para eso estaban. Los médicos se ensuciaban las manos. Los médicos acudían al lecho del dolor para dar consuelo, para engañar a la muerte. Reuniones como esa eran la muerte, lenta y dolorosa y aburrida hasta el aturdimiento.

Alzó la cabeza. Todos la estaban mirando. Había estado dibujando en su holopad, haciendo remolinos en la página. Parpadeó y se irguió.

—Sí. Lo siento. Continúe.

El grupo volvió al tema, algún asunto de producción: los fabricantes de China que estaban montando la versión más reciente de Med-Assist no iban a cumplir el plazo de entrega: los obreros no acudían a la fábrica.

—¿Pueden reprochárselo? —adujo Kim—. Se está librando una guerra. Una civilización alienígena nos ataca y está muriendo gente. Yo tampoco iría al trabajo.

—Los negocios deben continuar, Kim —dijo uno de los encargados del proyecto—. No sabemos hasta dónde puede llegar esto. Los militares pueden desplegar tropas. Si Nueva Zelanda entra en combate, tenemos que estar preparados con el Med-Assist.

Kim sabía que tenía razón. Había visto todos los informes estadísticos: el Med-Assist reducía las bajas en combate hasta el sesenta por ciento en algunos supuestos. Incluso así, le parecía absurdo que estuvieran allí discutiendo algo tan frívolo como un conflicto laboral mientras miles de civiles morían en la China rural. Había alienígenas allí fuera, por el amor de Dios. Alienígenas maliciosos y con tecnología muy avanzada. El mundo había cambiado de la noche a la mañana. Estaban preocupándose por un árbol quemado mientras el bosque ardía a su alrededor.

Pero se abstuvo de comentarlo. En cambio, sonrió amablemente y fingió escuchar mientras la reunión continuaba y la discusión pasaba a otros asuntos de producción.

Esto no formaba parte de sus tareas, pensó. No se había dicho que tuviera que ayudarlos a manejar las preocupaciones logísticas ni las disputas laborales. Sin embargo allí estaba, soportando otra absurda reunión sobre esos mismos asuntos.

Había intentado librarse de ellas, les había suplicado a los jefazos que la excusaran de las obligaciones de dirección, pero su petición fue rechazada. Ella conocía todos los detalles del funcionamiento del Med-Assist. Un problema en otro departamento podría afectar a lo que estaba haciendo. Tenía que estar en el ajo, tenía que ser consciente.

Por enésima vez se preguntó si venir a Nueva Zelanda había sido la decisión correcta. Le habían prometido que ayudaría a más gente con el aparato, y técnicamente eso era cierto. Pero ahora esas palabras parecían una promesa falsa. Estaba ayudando a más gente, sí, pero nunca llegaba a verlos, nunca les daba un apretón de manos para tranquilizarlos antes de una operación, ni veía sus caras iluminarse cuando les decía que todo saldría bien. Eran números, no nombres. Toda la humanidad y la emoción y la recompensa de ser médico se perdían. El trabajo trataba de salvar vidas, pero carecía de vida.

Mazer había hecho que fuera tolerable. Cuando estaban juntos, ella ignoraba las dudas que tenía al respecto. Todas las reuniones absurdas y la basura administrativa eran soportables si eso significaba tenerlo a su lado.

Pero ahora incluso esa posibilidad había desaparecido.

Mazer. No podía dejar de pensar en él sintiendo cuatro emociones distintas a la vez. Seguía enfadada, claro. Furiosa, incluso. ¿Cómo podía pensar él que lo que tenían podía romperse en dos y terminar así como así? ¿Tan poco había significado para él? Luego estaban la pena y la soledad, la sensación hueca de la que no parecía poder desprenderse.

Pero lo peor era la preocupación. El miedo de que él estuviera muerto en algún lugar de China. Se hallaba justo en el ojo del huracán. De todos los lugares del mundo a los que podían ir, los fórmicos habían aterrizado allí. Y no solo con una sonda, sino con tres.

Lo había visto sacar al niño del lodo. La prensa seguía reproduciendo las imágenes una y otra vez. Cuando Kim se enteró de que los fórmicos habían aterrizado en China, fue como si el corazón se le hubiera caído del pecho. Se pegó a las noticias, esperando algo que le reafirmara que Mazer estaba bien.

Y allí apareció. Justo en la pantalla. Delante de ella. En el meollo de todo, en el lodo, justo en el epicentro. Y ella se echó a llorar.

Ya habían pasado doce horas sin nuevos datos. No estaba segura de qué esperar. ¿Una llamada suya? ¿Alguna clase de mensaje para comunicarle que se encontraba bien?

Su pad de muñeca vibró. Una llamada. Pensó que podría ser él, pero miró el visor y comprobó que era recepción. Pensó dejarla pasar a la carpeta de mensajes, pero entonces reparó en que era su salvoconducto para escaquearse de la reunión. Se puso en pie, sonrió pidiendo disculpas y salió de la sala.

En el pasillo, se puso el auricular y pulsó.

—Doctora Arnsbrach —dijo.

—Lamento molestarla, doctora —dijo su interlocutora—. Soy Marnie, de recepción. Tengo otra llamada desviada en línea. Parece urgente. ¿Qué hago?

Kim suspiró. Las desviadas eran llamadas a doctores que se redirigían a la dirección de la compañía. La culpa la tenían las primeras versiones del Med-Assist. Incluían una característica que la compañía no podía mantener: si el Med-Assist veía necesaria ayuda exterior para una operación, hacía una llamada satélite a una centralita. Esa centralita conectaba entonces el Med-Assist con un médico de carne y hueso que estuviera dentro de la red. El doctor permanecía entonces en línea con el soldado que tenía el aparato y le ayudaba a completar el arriesgado procedimiento médico que estuviera intentando ejecutar.

El problema era que los contratos para establecer la red de médicos habían fallado a última hora. Así que no había médicos recibiendo llamadas en directo. No había nadie.

La compañía había eliminado la llamada por satélite de las nuevas versiones del aparato, y una actualización del software había eliminado esa característica de los aparatos que la incorporaban originalmente. Sin embargo, de vez en cuando aparecía un antiguo Med-Assist que no estaba actualizado. Y cuando intentaba contactar con la red inexistente, no lo lograba y contactaba en cambio con la sede de la compañía.

—¿Dónde está el aparato? —preguntó Kim.

—El niño dice que está en China.

Magnífico, pensó Kim. Eso significa que probablemente es un aparato proveniente del mercado negro. La compañía no tenía ningún contrato con los militares chinos. ¿Qué otra cosa podía ser?

—¿Le digo que no ofrecemos ese servicio? Es un niño. Está claro que no es militar.

—No —dijo Kim—. Aceptaré la llamada. Pásemelo.

Técnicamente, no tenía ninguna responsabilidad en un caso así, pero se trataba de una persona que necesitaba ayuda. ¿Y no era eso lo que echaba de menos?

—¿Hola? —dijo una vocecita.

—Hola. Soy la doctora Kim Arnsbrach. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Bingwen.

—¿Tienes un Med-Assist, Bingwen?

—Sí. Lo encontré. Necesito ayuda. Mi amigo está herido. Estamos siguiendo las instrucciones, pero hubo un problema y el aparato la llamó.

—¿Qué edad tiene tu amigo, Bingwen? —Si el paciente era un niño, Kim avisaría a uno de los pediatras del personal y le pediría colaboración.

—No lo sé. ¿Importa?

—¿Hay algún adulto con el que pueda hablar?

—Soy el único que habla inglés.

—¿Dónde estás?

—En una granja. Al sur de Dawanzhen.

Eso no significaba nada para ella.

—Muy bien, Bingwen. Tal vez pueda ayudarte. —Caminaba de regreso a su despacho—. Ahora voy a hablar con el aparato un momento, ¿de acuerdo? Voy a descargar información y veré cuál es el problema. Quédate ahí. Volveré contigo en un minuto.

—Vale. Pero dese prisa. Está malherido. Nadie cree que vaya a sobrevivir.

El paso rápido de Kim se convirtió en un trote. El caso era más serio de lo que pensaba. Llegó a su despacho y colocó el pad de muñeca sobre el holoescritorio. Toda la información del Med-Assist apareció ante ella. Imágenes, vídeo, los pasos completados.

Era una pequeña extirpación de intestino. Kim maldijo. Esperaba una rodilla despellejada o un hueso roto tal vez. Una herida de niño. Aquello era cirugía invasiva. ¿Qué edad tenía ese niño? Pasó la mano por el holocampo e hizo una llamada. Apareció la cabeza de un hombre.

—Itzak —dijo Kim—. Te necesito en mi despacho inmediatamente.

—Voy para allá.

Era el mejor gastroenterólogo que tenían en plantilla y un cirujano brillante. Llegó al despacho menos de un minuto después. Escrutó rápidamente la información que flotaba ante él.

—Están a mitad de la operación —dijo—. ¿Quién es esta gente?

—No son soldados. El niño es el único que habla inglés. Ninguno tiene formación médica. —Había leído las respuestas que había dado el niño a las preguntas del aparato—. ¿Podemos hacer una operación sombra?

Él pareció inseguro.

—Tal vez. No sé su nivel de capacidad.

—No tienen ningún nivel de capacidad. Pero ya van por la mitad. Tenemos que intentarlo. —Kim volvió a la conexión—. Bingwen, ¿puedes oírme?

—Sí. Estoy aquí. Creí que la había perdido. —Parecía asustado.

—No, Bingwen. Estoy aquí. Tengo a otro doctor conmigo. Vamos a intentar algo. Se llama operación sombra. El doctor Mendelsohn y yo vamos a indicarte lo que hay que hacer. Tenemos un holo de tu amigo aquí delante. Realizaremos el resto de la operación paso a paso y tenéis que imitar todo lo que hacemos. Estáis muy cerca. De momento lo habéis hecho muy bien.

—La mujer que lo está haciendo quiere dejarlo. Cree que no podrá terminar. Lleva horas.

—Puede hacerlo, Bingwen —dijo Kim—. Tienes que convencerla de que continúe.

—Lo estoy intentando pero no me hace caso.

Itzak habló en voz baja.

—Necesito una visual.

—Bingwen —dijo Kim—. Necesito que coloques el pad sobre la herida y lo sostengas allí.

—De acuerdo.

Itzak pasó las manos por el holocampo, y un holo del torso del hombre apareció sobre la mesa. Kim nunca había llegado a esta forma: operar así, sin equiparse primero, sin una serie de equipos y aparatos de control a tu alrededor.

—Bien, Bingwen. Ahora podemos ver a tu amigo. ¿Cómo se llama la mujer que te está ayudando?

—Mingzhu.

—¿Está Mingzhu preparada para empezar?

Lo oyó hablar en chino. Una mujer respondió. Kim captó la tensión en su voz.

—Dice que no puede continuar. —El niño parecía muerto de pánico.

—Hay que seguir —susurró Itzak—. Hay una pequeña hemorragia aquí.

—Bingwen —dijo Kim—. Escúchame. Tenemos que hacer esto ahora mismo. ¿Comprendes? Dile a Mingzhu que si no actúa ahora tu amigo va a morir.

Oyó a Bingwen hablar de nuevo en chino. Pero esta vez dijo una palabra que Kim reconoció, no una palabra china, sino un nombre. Se le heló el corazón.

—Bingwen —dijo, la voz súbitamente temblorosa—. ¿Qué le has dicho? Repíteme las palabras exactas que acabas de decir.

—Le he dicho que si no ayudaba, Mazer iba a morir.

Fue como si le hubieran quitado el suelo de debajo de los pies. No podía ser. Era imposible, y sin embargo era posible.

—Bingwen —dijo muy despacio—. ¿Cómo se llama tu amigo? Su nombre completo.

—Mazer —respondió el niño—. Mazer Rackham.