17

Transmisiones

La estación de tránsito era exactamente lo que Lem esperaba que fuera: un vertedero. Un puesto de avanzada del tres al cuarto que no parecía haberse renovado desde los primeros días del comercio espacial. Toda la estructura daba la impresión de ir a hacerse pedazos de un momento a otro. Había placas de metal burdamente soldadas en puntos aleatorios de las paredes internas, supuestamente para sellar roturas o filtraciones producidas a lo largo de los años. Había líneas de suciedad donde las paredes se encontraban, como si los útiles de limpieza que utilizaban no llegaran a los rincones. Había vetustos carteles de neón, todos apagados, que anunciaban marcas de alcohol o comida para el viaje de las que Lem nunca había oído hablar y que probablemente ya ni existían.

Todo esto confería al vestíbulo un aspecto ajado y posapocalíptico que hizo que Lem se sintiera más que inquieto. De repente deseó haber venido con un traje espacial puesto por si la estación se hacía pedazos y volvía a enviarlos a Chubs y a él al negro exterior.

—Señor Jukes. Un placer recibirlo. Bienvenido. Bienvenido.

Un hombre delgado y calvo flotaba hacia ellos desde el otro lado de la sala. El propietario. A Lem le desagradó en el acto. Era el tipo de persona que podías leer en un abrir y cerrar de ojos. Expresión falsa, conducta falsa, cadencia falsa en la voz. Todo en él indicaba carencia de sinceridad.

Las prendas del hombre tampoco ayudaban. Habían estado de moda en algún momento hacía años, pero nunca juntas. El pantalón y la camisa se gritaban entre sí, luchando por llamar la atención, uno hinchado y grueso de tela, la otra tensa y ajustada. Era como si los hubiera ganado en dos partidas diferentes de póquer y se hubiera convencido a sí mismo de que iban a juego.

El hombre agarró un asidero cercano y se enderezó para tener la misma orientación que Lem y Chubs.

—Félix Montroose, señor Jukes. A su servicio. Bienvenido a Última Oportunidad.

—Tendremos que renegociar el precio que acordamos por línea láser —dijo Lem.

La expresión de Félix se ensombreció un poco, pero había que reconocerle que se esmeraba en que no se le notara.

—¿Eh? ¿A qué se refiere, señor?

—Me refiero a que no voy a pagarle lo que le dije antes. Esperaba un establecimiento más agradable. —Indicó la sala—. No es por ofenderle, pero aquí no me siento precisamente a salvo.

Félix sonrió.

—Oh, puede tranquilizarse, señor Jukes. Última Oportunidad es uno de los puestos de avanzada estructuralmente más seguro a este lado del Cinturón. Lo construyeron en los primeros días, ya sabe, cuando las naves se fabricaban a mano.

—Sí, y deberían desmantelarlo a mano. Le daré la mitad del precio pactado.

Félix tomó aire aparatosamente y se llevó una mano al pecho, sorprendido.

Lem contuvo una sonrisa. No estaba seguro de por qué estaba discutiendo por el dinero. No era una gran cantidad. Sus inversiones probablemente habían ganado esa suma en el tiempo transcurrido desde que Chubs y él atracaron la lanzadera enviada desde su nave.

Sin embargo, Lem odiaba que la gente pensara que podían aprovecharse de él. Era una tontería, lo sabía, pero siempre le daba la impresión de que la gente daba por hecho que era un remedo menos inteligente y más débil de su padre. Y, como tal, sería presa fácil en una transacción. Eso lo volvía un poco más taimado. En la mesa de negociaciones era impío, mostrando en ocasiones menos piedad incluso que su padre. Pero también hacía de él un hombre de negocios brillante que había amasado una gran fortuna independientemente de su padre.

—Eso no me parece muy ético, señor —dijo Félix—. Acordamos una cantidad. Nos pusimos de acuerdo en los términos. He ordenado marcharse a los demás huéspedes de la estación para darle la intimidad que pidió. No me contentaré con menos que la suma acordada.

—Y yo no me contentaré con menos que un establecimiento decente. Supongo que eso nos coloca en un impasse. Buenos días, señor Montroose.

Lem giró sobre los talones e hizo amago de lanzarse hacia la compuerta de atraque.

—Espere —dijo Montroose—. Seguro que podemos alcanzar un acuerdo. Le recuerdo que somos el único enlace vía línea láser con la Luna. No podrá hacer llegar ningún mensaje por otro medio.

—Mi mensaje no es crítico. Y voy camino de la Luna. Puedo esperar a entregarlo en persona. Además, por los informes que he leído en el Cinturón, su sistema de transmisión no es tan seguro como dio a entender. Me temo que habrá graves deterioros en los datos.

Félix vaciló, viendo evaporarse su ganancia. Luego discutieron un momento por el precio, y cuando finalmente lo acordaron se frotó la frente con un pañuelo, como si acabara de concluir una lucha febril con un enemigo, cosa que, supuso Lem, había hecho.

—¿Y tengo su absoluta seguridad de que las naves de su cadena de transmisión harán llegar mi conversación a la Luna tal como prometió? —quiso confirmar Lem—. No quiero que retengan ningún mensaje, señor Montroose. Le aseguro que una batalla legal con los abogados de Juke Limited terminará con usted perdiéndolo todo, incluyendo su libertad personal como resultado de los cargos criminales que le endosarán.

Montroose tragó saliva y comprobó su reloj, como si de pronto tuviera prisa.

Lem pulsó la cantidad en su pad de muñeca y extendió la mano. Félix extendió la suya y los dos entrechocaron los pads. Hubo un sonido de transacción, y entonces Lem sonrió.

—Ahora, señor Montroose, le agradecería que me acompañara a su transmisor de línea láser.

Montroose empezó a llevarlos al otro lado de la sala, hacia otro pasillo.

—¡Asesino! —gritaron a sus espaldas.

Lem se dio media vuelta. Un hombre y dos mujeres se acercaban desde la otra entrada. Una de las mujeres parecía agobiada, como si hubiera intentado detener a los otros dos. El hombre, ahora que Lem lo veía bien, no era más que un muchacho. Diecisiete años, tal vez. Y por el aspecto de sus ropas, dedujo que era un minero libre. Magnífico. Más molestias. Otro chupador de piedras furioso agraviado por los empleados de Jukes. Lem estaba cansado de ese asunto. Todos los destripaterrones que se enteraban de que era Lem Jukes acudían corriendo a quejarse, como si hubiera sido culpa personal suya. ¿Tenía que soportar la carga de todos los actos cometidos por los hombres de su padre?

El muchacho se acercaba rápidamente, pero Lem no pestañeó. No tenía que hacerlo. La pistola apareció en la mano de Chubs antes de que hubiera cruzado la mitad de la sala. El muchacho la vio y se agarró a un asidero cerca del techo. Su cuerpo osciló hacia delante con el impulso y luego se enderezó; clavó la mirada en Lem. Las dos mujeres se detuvieron a su lado.

Lem le sonrió al chico, divertido.

—Santo cielo, sí que estás cabreado.

—Lo siento, señor Montroose —dijo una de las mujeres—. He intentado que estos dos volvieran a su lanzadera, pero no me han hecho caso.

—¿Qué significa esto? —exigió Félix, enfrentándose al muchacho—. ¡Salgan de aquí! Se les ha pedido que se marchen.

El chico no apartó los ojos de Lem.

—He pagado para estar aquí.

—Se le devolverá el dinero. —Montroose agitó los brazos, como si espantara a un animal—. Ahora fuera de aquí. Los dos. Dejen tranquilo al señor Jukes.

El muchacho le habló directamente a Lem. Su voz sonó serena, pero había acero en ella.

—No espero que me recuerde, Lem. Dudo que pudiera verme bien la cara antes de golpearme.

De pronto, Lem se sintió incómodo. Había algo que no le gustaba.

—Señor Montroose, ¿quieren disculparnos su empleada y usted?

Félix lo miró sorprendido.

—¿Está seguro, señor Jukes? Puedo hacer que expulsen a este chico.

—Gracias, pero no será necesario. Solo necesito un poco de privacidad.

Félix pareció inseguro, pero le indicó a la mujer que lo siguiera. Se marcharon por donde había llegado el muchacho y cerraron la puerta tras ellos.

Lem observó al chico y la mujer que lo acompañaba. Eran una extraña pareja. La mujer era unos años mayor, aunque seguía siendo joven, veintitantos años tal vez, y étnica, quizá nativa americana. El muchacho, sin ninguna duda, pertenecía al Cinturón.

—Saben ustedes quién soy —dijo Lem—. Pero yo no tengo el mismo honor.

El muchacho lo miró con ira.

—Me llamo Imala —dijo la mujer—. Imala Bootstamp. Este es Víctor Delgado.

Los nombres no significaron nada para Lem.

—Víctor, creo que puede haberme confundido con otra persona. Yo no golpeo a la gente. No está en mi naturaleza. Ni siquiera sé dar un puñetazo.

—Con las manos no. Con su nave. Asteroide 2002GJ166. Cinturón de Kuiper. Hará unos diez meses. Mató a un hombre. ¿Le suena de algo?

Lem parpadeó.

—Mató a Marco. Era mi tío. Tenía esposa e hijos.

La mente de Lem corría desbocada. Quería creer que se trataba de algún tipo de chantaje, que alguien se había enterado del empujón a la Cavadora, y que ahora intentaban sacarle dinero haciéndose pasar por miembros de la tripulación. Deseó que fuera así. Podía manejar a los chantajistas. Chubs podía incluso tener un tratamiento especial para ellos.

Pero sabía que no era así. Aquel chico no mentía. Lem podía localizar a un farsante en un abrir y cerrar de ojos.

Pero ¿cómo era posible? Había visto a la Cavadora destruida. Todos sus ocupantes varones habían muerto en el ataque a la nave fórmica. Lem lo había visto con sus ojos. Las mujeres y niños habían pasado a la nave WU-HU, pero este chico no podía haber ido con ellas. Era demasiado mayor. Se habría quedado con los hombres. Era un hombre. Tendría que haber participado en el ataque.

Y entonces Lem recordó.

—Eres el mensajero. El que se suponía que iba a avisar a la Tierra. —Lem acababa de recordarlo—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí? Deberías estar en la Luna o la Tierra. Deberías estar diciéndoles lo que sabemos, compartiendo las pruebas. ¿Por qué no continuaste tu camino?

El muchacho lo miró, confuso, la ira desaparecida.

—¿Cómo sabe que mi familia me envió?

—Porque me lo contaron ellos. Me dijeron que te enviaron en una nave rápida. Desde luego no esperaba que sobrevivieras. Supuse que era una causa perdida. Pero obviamente lo conseguiste. Sin embargo, no deberías estar aquí. Deberías estar en casa, haber ido a ver a mi padre.

—Eso hicimos —dijo Imala—. Vimos a su padre. Las pruebas de Víctor impulsaron a Ukko a hacer el anuncio.

Lem sintió como si un centenar de cosas dieran vueltas al mismo tiempo en su cabeza.

—¿Qué anuncio? ¿De qué están hablando?

—De la llegada de la nave alienígena —respondió Imala—. Fue su padre quien lo anunció al mundo y alertó a la ASCE.

«¿Cómo no lo adiviné antes?», pensó Lem. Su padre se abalanzaría sobre una cosa así. Era la oportunidad perfecta para ponerse el traje de héroe y hacer propaganda de la fuerza de la compañía. Lem casi podía imaginarlo en todos los canales de noticias, ofreciendo humildemente todos los recursos de Jukes para «proteger a la Tierra de todo mal».

—¿Cuándo le habló mi familia de mí? —preguntó Víctor.

Entonces Lem advirtió que el chico no sabía nada de lo que había sucedido, cosa que tendría que haberle resultado obvia inmediatamente. Pues claro que Víctor no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo? Había partido antes de que la Cavadora contactara con él, antes del ataque a la nave fórmica, antes…

Miró a Víctor. La lógica le decía que no le contara nada. Víctor era un cabo suelto, un testigo de su ataque a la Cavadora. Y no solo eso: había sido atacado directamente. Era la persona a la que Lem había embestido con la nave justo antes de detenerse. Eso disparó un remolino de alarmas legales en la cabeza de Lem. Víctor era la pesadilla de todos los abogados corporativos. Y aún peor, parecía que ya era una figura internacional. Había llevado el aviso a la Tierra. Era famoso, y eso impulsaría cualquier tema legal al primer plano informativo. Los efectos colaterales serían enormes. En términos corporativos, un auténtico cataclismo. Eran todos los miedos enterrados de Lem surgidos de la tumba.

Sabía cómo manejaría el tema su padre. Lem nunca había oído que hubiera acabado con la vida de nadie, pero eso se debía probablemente a que era demasiado listo para revelar sus intenciones en ese aspecto. No significaba que no lo hiciera. De hecho, era mucho más probable que lo hubiera hecho. No se conseguía una posición como la suya sin romper unos cuantos huevos. Y Lem tenía que admitir que veía la lógica del asunto. No había una resolución más absoluta y final a un problema. Detén el corazón del problema, el órgano físico que late, y has detenido también el problema.

Solo que aquí sería un poco complicado. Ellos eran dos. Y estaban en un lugar público. Lem desechó esa idea. No soy mi padre, se dijo. Ni ahora ni nunca.

Cuadró los hombros y se encaró a Víctor.

—Tu familia contactó conmigo después de que partiera. Se dirigían a la Estación de Pesaje Cuatro cuando fue destruida por los fórmicos.

—¿Los fórmicos? —dijo Imala.

—El nombre que damos a los extraterrestres.

—¿Están bien? —preguntó Víctor con súbita ansiedad—. Mi familia, quiero decir. ¿Resultaron heridos?

—Nos pidieron que nos uniéramos a ellos en un ataque a la nave fórmica. Nosotros y una tercera nave, un carguero WU-HU.

Víctor adoptó una expresión grave, como si supiera lo que vendría a continuación.

—Las mujeres y los niños de la Cavadora se trasladaron a la nave WU-HU, que permaneció al margen de la batalla. Los hombres y Concepción tripularon la Cavadora. Tratamos de colocar explosivos en el casco de los fórmicos, pero uno estalló antes de tiempo. Hizo una brecha en el casco y los fórmicos salieron. Perdí veinticinco hombres. La Cavadora fue destruida. Apenas pudimos escapar con vida. No sé qué sucedió con la nave WU-HU. Estoy seguro de que se hallaban a distancia segura, pero había demasiada interferencia. Perdimos contacto con ellos. Lo siento.

Víctor se quedó anonadado, como un muerto en vida. Sus manos temblaban. Si no estuviera ya flotando en gravedad cero, Lem dudaba que hubiera podido tenerse en pie. Imala lo rodeó con un brazo y Víctor se cubrió la cara con las manos.

Lem se dirigió hacia la puerta. Necesitaba salir de allí. Ahora estaba invadiendo la intimidad del muchacho. Chubs lo siguió. Al salir, encontraron a Félix solo en el pasillo, esperando.

—Al transmisor, señor Montroose —dijo Lem—. Y esta vez, sin interrupciones.

Había un puñado de técnicos en la sala de comunicaciones, cosa desconcertante teniendo en cuenta que tenía el tamaño de un cuarto trastero. Todos flotaban en diferentes orientaciones en torno al equipo transmisor para aprovechar al máximo el espacio.

—Estos hombres están a su servicio, señor Jukes —dijo Montroose.

—Dígales que salgan.

—Naturalmente. —Hizo salir a los hombres y luego se volvió hacia Lem—. Entiendo que está usted familiarizado con este tipo de equipo.

Lem lo contempló todo con disgusto. Algunos paneles tenían su misma edad. Había querido hacer la transmisión desde la Makarhu, su propia nave, pero Félix había insistido en que no era posible. Todas las naves de la brigada estaban usando «transmisores por circuito cerrado» y los mensajes tendrían que enviarse desde aquí.

Probablemente era mentira, por supuesto. Félix solo quería a Lem allí como seguridad para cobrar su dinero.

—Nos las apañaremos —dijo Lem—. Suponiendo que su equipo no salga ardiendo.

Félix se echó a reír hasta que se dio cuenta de que no era una broma. Se aclaró la garganta.

—Las naves de la brigada ya están a la espera, señor Jukes —dijo—. Retransmitirán los mensajes que envíe. Les he dado instrucciones estrictas de que no lean el texto ni intenten corregir ningún deterioro.

—No pueden leerlo —respondió Lem—. Estará encriptado.

—Oh —dijo Félix—. Por supuesto. ¿Lo dejo entonces?

—Por favor.

Félix inclinó la cabeza y salió por la puerta. Chubs estaba preparando ya el equipo encriptador y lo conectaba a los paneles necesarios. Luego cogió un detector y lo pasó por la sala.

—Está limpio —dijo.

Así que nadie estaba escuchando. Lem asintió y Chubs salió al pasillo para impedir que Montroose fisgara.

Lem introdujo las coordenadas y comandos que enviarían el mensaje desde el receptor de la Luna a un sistema de relés codificados que iba directamente a la conexión de su padre. Sería un proceso tedioso. Habría mucho tiempo de desfase. Lem enviaría tres copias de cada mensaje, de modo que si se perdían los datos de uno, pudieran completarse con los de la segunda o tercera transmisión, con la esperanza de que los mensajes parecieran intactos. Entonces su padre dictaría una respuesta, y el proceso se invertiría. Si esto funcionaba, Lem iba a pasar allí un buen rato. Habló al aparato de dictado, empezando con timidez.

«Padre, soy Lem».

Una hora más tarde recibió una respuesta. Llegó más rápida de lo que esperaba:

«¡Gracias a Dios! Estaba muy preocupado. ¿Dónde estás?».

Lem lo leyó varias veces, lleno de gozo. Su padre se había preocupado por él. Lem lo sabía, por supuesto, sabía que estaría preocupado, pero oír, o más bien leer esas palabras hacía que de algún modo fuera más real. De hecho, le pareció tan sorprendente que empezó a preguntarse si era realmente su padre el que estaba al otro lado. Tal vez una de las naves de la cadena había roto el encriptado y estaban suplantando a su padre con la esperanza de sonsacarle información valiosa. Lem decidió jugar sobre seguro. Envió una palabra.

«Manzana».

«Por el amor de Dios, Lem. Soy yo. Tu padre. Estás utilizando mi línea encriptada. Estás enviando un mensaje encriptado. No tienes que usar las estúpidas palabras de verificación de la corporación. Ahora has desperdiciado dos malditas horas, y aún no has respondido a mi pregunta. ¿Dónde estás?».

Era su padre, en efecto.

En el mensaje siguiente Lem empezó a hablar y no paró durante cuarenta minutos. El software de dictado lo convirtió todo en un largo email. Le contó a su padre cómo había echado a la Cavadora del asteroide; cómo la expulsión había provocado la muerte de un minero libre; cómo habían conseguido destruir con éxito el asteroide con el gláser; cómo habían vuelto a encontrarse con la Cavadora y efectuado un ataque contra la nave fórmica; cómo habían fracasado, perdido hombres y vuelto deprisa hacia la Luna; cómo habían encontrado pruebas de la Batalla del Cinturón; cómo estaban solo a una semana de distancia; cómo habían desacelerado para llegar a la estación y asegurarse de que todavía había una Luna a la que regresar. No se lo contó todo, como sus esfuerzos para conservar la autoridad en la nave.

Cualquier duda de que su padre fuera quien estaba al otro lado de la conexión se desvaneció con su respuesta:

«Siempre he sabido que eres una persona inteligente, Lem, así que no logro imaginar qué te impulsó a hacer algo tan estúpido, tan rematadamente idiota como expulsar a una nave de mineros libres de un asteroide. No me importa que el asteroide más cercano estuviera a cuatro meses de distancia. Habría preferido que estuvieras sentado de brazos cruzados durante un viaje de ida y vuelta de ocho meses que arriesgarte a dañar un equipo que vale varios miles de millones de créditos. ¿En qué estabas pensando? ¿No consideraste qué podría haberle hecho al gláser un impacto tan violento? ¿No te pasó por esa cabecita que el gláser es más precioso para la compañía que tu tiempo? Es un prototipo, Lem. Es único. Por tu bien, espero que esté en perfecto estado de funcionamiento. En caso contrario, las pasarás canutas demostrándole a nuestros abogados que tu impacto no es responsable».

Lem sacudió la cabeza. Típico de su padre. Ninguna mención al minero muerto. Ninguna felicitación por haber realizado una prueba con éxito. Ninguna alabanza por haberse esforzado y descubierto un modo de extraer los minerales de la nube de escombros. Ninguna pregunta por la seguridad de la tripulación. Lo único que le preocupaba era su precioso gláser.

¿Y encima tener las agallas de amenazarlo con emprender acciones legales? Toda la amargura y frustración que sentía hacia su padre empezó a acumularse de nuevo.

Pero entonces volvió a leer la última frase del mensaje y vio otro significado. Su padre podía estar insinuando que no tenía control sobre el equipo legal, que su presa sobre el mando de la compañía podía estar aflojándose. Eso le hizo sentir un breve placer. Lem seguía queriendo apoderarse de la compañía, y cualquier debilidad en la situación de su padre era una noticia bienvenida.

Llegó otro mensaje.

«Me gusta el nombre “fórmico”. Nadie le ha dado a esa especie un nombre que pegue. Todo el mundo los llama “alienígenas”, que siempre me ha parecido una palabra ridícula. Fórmico, me gusta cómo suena. Su conexión con las hormigas. Dile a Benyawe que apoyaremos esa nomenclatura. Haré que aparezca en las redes por la mañana. En cuanto a la escaramuza con la nave fórmica, hiciste bien. Me alegra que estés vivo. Fue sideralmente estúpido, pero demostró gran valor. Lamento que no saliera bien. Si hubierais detenido la nave, habríais impedido todo este desastre y toda esta angustia. Están muriendo por millares en China. Es surrealista».

Su padre estaba contestando al mensaje por fragmentos, probablemente respondiendo según leía. Una vez más, típico de él. Expresar algo parecido a una alabanza y luego aplastarla declarando su decepción. Te animaba, y luego decía «si los hubieras detenido, toda esta gente no habría muerto». Como si fuera culpa de Lem que los fórmicos estuviera matando civiles, como si todas esas muertes fueran responsabilidad suya por haber fallado en la batalla.

Lem sabía que probablemente nadie más lo leería así, pero nadie conocía a su padre tan bien como él. Te daba una palmadita en la espalda con una mano, te apuñalaba con la otra.

Un tercer mensaje. Breve.

«Envíame los nombres de los tripulantes que perdiste. Quiero notificárselo a sus familias inmediatamente».

Eso sorprendió a Lem. No pretendía compartir esa información, pero evidentemente era algo que tenía que hacer. Había sido el insensible esta vez. ¿Por qué no había pensado en eso? Tendría que haber sido lo primero.

Lem tecleó los nombres que recordaba. Solo dos tercios acudieron a su mente, y algunos probablemente eran incorrectos. ¿Era O’Brien u O’Ryan? ¿Canterglast? ¿O Caunterglast? Necesitaba dar bien los nombres para que su padre los buscara en la base de datos de la compañía y localizara a sus parientes. Lem consultó su holopad. Los nombres no estaban allí. Azorado, salió al pasillo y llamó a Chubs, que esperaba junto a la puerta. Le explicó la situación.

—Yo los escribiré por usted —dijo Chubs. Entró en la sala y se plantó ante el teclado, corrigiendo los nombres que Lem había escrito y añadiendo los que había olvidado. Sin vacilación, sin atascarse en su memoria, los nombres surgieron. Conocía a esa gente. Habían significado algo para él.

Terminó.

—Ahí los tiene.

Lem no lo miró a la cara, avergonzado.

—Gracias.

—¿Le apetece comer algo? Lleva aquí dentro varias horas.

—Por favor —dijo Lem.

Chubs asintió y salió. Lem lo vio marchar, sintiendo un retortijón de culpabilidad por haberlo despojado de su autoridad. Chubs merecía ser el capitán. Conocía a la tripulación. Lo respetaban, lo seguían.

Lem desechó la idea. Chubs tendría su recompensa. Cuando la compañía fuera suya, necesitaría a buenos hombres, y si Chubs estaba dispuesto, lo tendría a su lado.

Cerró la puerta y pulsó enviar. Diez minutos más tarde Chubs regresó con un recipiente con pasta.

—No espere gran cosa. La cafetería no es mucho mejor que el vestíbulo.

Lem le expresó su agradecimiento.

—¿Qué ha pasado con el minero libre? ¿Víctor e Imala?

—Se han marchado. Su lanzadera partió rumbo a la Luna o la Tierra. Hice que la nave les siguiera el rastro mientras pudiéramos. Calculé que si quería que los detuviera me lo habría dicho en el vestíbulo.

Lem asintió, preguntándose qué quería decir Chubs exactamente con «detenerlos». ¿Había matado para su padre antes? ¿Habría matado para él si se lo hubiera pedido?

Lem comió en silencio. Cuando terminó, llegó un último mensaje.

«He estado hablando con el Consejo General. Tienes que estar en la Luna en ocho días. Eso es un martes. Te estaré esperando en el puerto norte de Jukes a las tres de la tarde hora lunar. Necesito tu ayuda con este problema fórmico, hijo. Tenemos trabajo por delante».

Lem volvió a leer el mensaje. Su padre estaba pidiéndole ayuda. El gran Jukes estaba admitiendo que Lem tenía algo en lo que contribuir, que los dos trabajarían como equipo. Incluso lo había llamado «hijo».

Durante medio segundo creyó que era auténtico. Entonces el pensamiento racional regresó. Su padre intentaba utilizarlo de algún modo. Eso era obvio. Cómo, no estaba seguro, pero la experiencia le había enseñado a Lem a esperar lo peor y estar en guardia. Sacudió la cabeza. Te has pasado un poco, padre. ¿Llamarme «hijo»? Te vuelves torpe en la vejez.

Lem tecleó: «Entendido. Parto ahora».

Esperó a que el mensaje se enviara, luego desconectó. Sus mensajes habían pasado codificados por toda las naves de la cadena, así que no tenía que preocuparse de ellas. Pero aquí había introducido un texto original. El sistema lo había encriptado inmediatamente, pero en algún lugar de la memoria estaba el texto original. Lem no podía permitirlo. Cogió el supresor de la bolsa que llevaba en la cadera, lo conectó al sistema y pulsó el botón, fundiendo todos los circuitos. Hubo unas cuantas chispas inofensivas, un poco de humo, y todo se apagó.

Lem y Chubs se encontraron de nuevo con Félix en el vestíbulo cerca de la compuerta de atraque.

Félix era todo sonrisas.

—Señor Jukes, ¿entiendo que ha podido contactar con la Luna?

—Ha funcionado bien, gracias —dijo Lem, extendiendo su pad de muñeca—. Tenga, señor Montroose, permítame pagarle más por las molestias.

Félix parpadeó, sorprendido.

—Qué amable.

Lem hizo entrechocar los dos pads, haciendo la transferencia, y luego Montroose leyó la suma.

—¡Señor Jukes! Santo cielo. Gracias. ¡Qué generoso!

—Es probablemente dos o tres veces lo que le costará un transmisor nuevo —dijo Lem—. El resto puede usarlo para pagar a unos buenos técnicos que se lo instalen.

Félix apenas lo escuchaba. Estaba mirando la cifra de su pad.

Lem y Chubs flotaron hacia la compuerta.

—No entiende —dijo Chubs—. No sabe que acabamos de freír su sistema actual.

—Lo descubrirá muy pronto.