16

Última Oportunidad

Llegó la última transmisión de la Luna y Víctor la leyó en voz alta. Imala flotaba cerca, escuchando. Unas sondas se habían posado en China. Llevaban deslizadores, transportes de tropas y voladores. Los alienígenas estaban rociando todo el territorio con defoliante, matando la vegetación, las cosechas y los civiles, dejando que todo se pudriera al sol. Los voladores de las sondas estaban arrojando bacterias al mar de China Meridional, matando la vida marina. Las Fuerzas Aéreas chinas estaban abatiendo a los deslizadores, pero la guerra en tierra no iba nada bien. Los ataques aéreos contra las sondas eran inoperantes. Las sondas parecían indestructibles. Los impactos directos no les causaban ningún daño. La infantería china se enfrentaba a los extraterrestres al descubierto, pero siempre con grandes pérdidas. Las primeras estimaciones arrojaban miles de bajas.

Víctor dejó de leer, se volvió hacia el monitor y empezó a buscar un mapa en los archivos de la nave.

—¿Dónde está China exactamente? —preguntó.

—¿No sabes dónde está China?

Se volvió hacia Imala, las mejillas ruborizadas.

—No, Imala. No sé dónde está China. Nunca he estado en la Tierra, ¿recuerdas?

Ella parpadeó.

—Naturalmente. Lo siento. Ven, te lo enseñaré.

Se acercó, pero él alzó una mano, deteniéndola.

—¿Sabes una cosa? No importa. Lo encontraré yo solo.

Se volvió hacia el monitor. Nada más hacerlo, lo lamentó. Se estaba portando como un quisquilloso desagradable. Imala intentaba ayudar, y él la rechazaba porque le avergonzaba su propia ignorancia. Se frotó los ojos, esperó a que el rubor se borrara de su cara y se dio la vuelta para pedir disculpas. Imala estaba en el otro lado de la lanzadera, de espaldas a él, leyendo las noticias en otro monitor. Víctor abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Probablemente estaba enfadada con él. Tenía todo el derecho a estarlo.

Volvió a su monitor y buscó hasta encontrar un mapa de la Tierra. Tardó unos minutos en descifrarlo. El mapa se había diseñado para las naves comerciales que hacían el trayecto entre la Luna y la Tierra, así que estaba repleto de información sobre rutas de comercio y entradas atmosféricas y vectores de salida. Víctor lo hizo todo invisible y entonces encontró China rápidamente. Era un país grande.

El mapa incluía varias entradas wiki, y Víctor las fue leyendo, sintiéndose más ignorante por momentos. Solo sabía que China era un país: había unas cuantas corporaciones mineras chinas en el Cinturón de Kuiper. Ignoraba que se encontrara en un continente llamado Asia, y que era el país más poblado del mundo, y que el idioma chino que hablaban los de las corporaciones era una de muchas variantes del chino, y que el idioma se escribía con caracteres ridículamente difíciles de descifrar en vez de con letras. En otras palabras, no sabía lo que todo escolar en la Tierra sabía.

Una vez más, se sintió estúpido y frustrado. ¿Cómo se suponía que iba a entrar en una universidad si ni siquiera podía ponerle nombre a los continentes? Cualquier tribunal de admisión se reiría de él. Todas sus percepciones de los mineros libres como zopencos idiotas era cierta. No era un estereotipo: así era él.

Oh, claro, podía arreglar las cosas. Podía coger una bomba de agua estropeada y arreglarla con un trozo de alambre y un circuito descartado, pero no sabía cuál era la capital de Japón. Y ahora que lo pensaba, ni siquiera estaba seguro de que Japón fuera un país. ¿Era un estado de alguna parte? ¿Una provincia? Lo buscó.

Un país.

Sí, eres todo un cerebrito, Víctor. Un genio.

Estaba seguro de que su madre le había enseñado todo esto en algún momento. Recordaba haber recibido lecciones de geografía cuando era pequeño. Pero entonces tenía… ¿cuántos? Siete años.

Y, claro, puede que se hubiera perdido esa lección. Había empezado a trabajar como aprendiz con su padre a muy temprana edad, mucho más joven de lo habitual. Así que se había saltado un montón de clases. Sus padres habían discutido por eso. La madre quería que Víctor se quedara con los demás niños y asistiera a las clases, pero su padre quería su ayuda y decía que la supervivencia de la familia era más importante. Sin embargo, la madre insistió y su padre tuvo que encontrar a otro ayudante.

Y lo intentó empleando durante un tiempo a un chico de quince años llamado Gregor. Pero no funcionó. Gregor había sido asignado inicialmente a la cocina, y pronto quedó claro por qué.

—El chaval no sabe pensar —había dicho su padre—. Es lerdo. No entiende de reparaciones. Para él todas las partes son piezas. No es capaz de ver cómo van juntas, cómo interactúan y funcionan como una.

—Pues enséñale —replicó la madre.

—Lo estoy intentando. Ese es el problema. Me paso medio día tratando de meterle en la cabeza un principio sencillo, y la otra mitad rehaciendo lo que él hace mal. Estoy perdiendo el tiempo. Y mientras tanto, esta nave continúa estropeándose. Tengo cosas que hacer, algunas de ellas muy importantes, y ese chico no me ayuda. Me retrasa. Me va mejor sin él. Necesito a Víctor.

Y por eso en las reparaciones especiales, las que necesitaban una segunda persona para sujetar una tubería mientras su padre la ajustaba, o las que requerían de la mano de un niño que cupiera en un espacio pequeño para sacar algo, Víctor lo acompañaba. Al principio fueron excepciones, pero lentamente, con el tiempo, su padre empezó a depender más y más de él hasta que Víctor pasó más tiempo con él que en clase. Y, después, sin que nadie lo expresara en voz alta, Víctor acompañó a su padre todos los días.

De modo que tal vez su madre había enseñado a los demás niños lo de China, y Víctor simplemente estaba en otra parte de la nave en ese momento, arrastrándose por un conducto de ventilación y aire acondicionado o encogido dentro de una sala de máquinas o apretujado junto a un calentador de agua, haciendo alguna reparación para mantener la nave en movimiento y a la familia con vida.

—No pretendía ofenderte, Vico —dijo Imala—. Es que me sorprendió que no hubieras oído hablar de China antes.

Estaba detrás de él, flotando allí, y lo hizo ruborizarse de nuevo. Víctor tendría que haberle pedido disculpas primero. Debería haber sido él quien iniciara la conversación. Se dio media vuelta, sin importarle que ella viera lo avergonzado que se sentía.

—He oído hablar de China, Imala. Pero no sé nada al respecto. No tendría que haberte contestado así. He sido grosero. Lo siento. —Suspiró—. No puedo evitar sentirme como un idiota. Tendría que saber todas estas cosas sobre la Tierra, pero no las sé.

—Naciste en el espacio, Vico. La Tierra nunca ha sido tu mundo. Creciste en una nave en el Cinturón de Kuiper. ¿Crees que yo sé algo sobre el Cinturón? No podría decirte ni dos cosas sobre el espacio profundo. —Sonrió—. Ayudémonos mutuamente. ¿No es así como trabaja una familia de mineros libres? Todo el mundo tiene su experiencia, y trabajáis juntos, compartiendo capacidades e información. Más fuertes juntos que solos, ¿no es eso?

Víctor sonrió. Debería ser él quien enmendara las cosas. El pacificador.

—Ese es el quid de la cuestión, sí. Aunque si fuéramos una familia minera de verdad, también nos estaríamos gritando el uno al otro y amenazaríamos con matarnos. Tú me llamarías cabezota cara de cerdo y yo gritaría diciendo cómo desearía no haber nacido en esta familia.

Ella continuó sonriendo.

—Algo me dice que tu familia no es así.

Él se encogió de hombros.

—Normalmente no, pero tenemos nuestros momentos. No era una nave muy grande. Cuando hay tanta gente en un espacio tan pequeño, los defectos de todo el mundo saltan a la vista. Créeme, teníamos nuestros desacuerdos.

En realidad, la Cavadora nunca le había parecido pequeña ni agobiante. Era simplemente la vida que conocía. Gente apretujada para dormir. Apilabas cuatro o incluso más hamacas unas encima de otras, tan juntas que al darte la vuelta mientras dormías era probable que tu hamaca rozara la de otra persona. No siempre era cómodo (había olores y otras molestias), pero así vivías.

Ahora que Víctor había estado en la Luna, ahora que comprendía el mundo de Imala y todo el espacio que permitía, había entendido lo agobiante que debía parecerle esa lanzadera. Su sacrificio al acompañarlo se volvía más desprendido e importante. Estaba haciendo esto por él, sufría por él, y él se mostraba desagradecido.

—Vamos a atracar en la estación —dijo—. Han abierto unos cuantos umbilicales. Vayamos a estirar las piernas. Nos llevaremos un holopad y leeremos las noticias allí dentro durante un rato.

—Están cobrando unos precios desorbitantes por atracar —respondió Imala—. Cobran por hora. No tenemos ese dinero.

—Yo sí.

—Sí, dinero para tu educación.

—Que probablemente no recibiré. Vamos, Imala, te invito a almorzar. Nos vendrá bien un respiro.

Atracaron y recorrieron flotando el umbilical hasta la cafetería. Había pocos clientes. Víctor se lanzó hacia una mesa cerca del fondo, lejos de los demás, y se sujetó. Imala lo siguió, y pronto una camarera se acercó flotando.

Víctor miró el menú, pero acabó por volverse hacia la camarera.

—¿Pueden hacer algo que no esté en la carta?

—Depende.

—Arroz blanco, judías negras, ternera en tiras, plátanos fritos y arepa con mantequilla.

La camarera levantó la vista de su pad de muñeca.

—No sé qué son plátanos ni arepa, así que probablemente no tenemos de eso.

Víctor no estaba seguro de la palabra en inglés, así que lo buscó en el holo.

—El plátano es como la banana, ya sabe. Pero más blandito.

La camarera pareció molesta.

—Sé lo que es una banana.

—¿Tienen?

—Tendré que mirarlo. ¿Qué es una arepa?

Víctor lo buscó. No aparecía en el diccionario, lo que significaba que era exclusivo de Venezuela y no tenía equivalente inglés.

—Es una torta redonda de maíz, de cuatro o cinco centímetros de diámetro. Gruesa, no fina como las tortitas. No son difíciles de hacer.

—Lo son si nunca has hecho una antes. Tendré que comprobarlo. —Se volvió hacia Imala—. Esperemos que lo suyo sea más sencillo.

—Yo tomaré lo mismo.

La camarera suspiró.

—Pues claro.

Volvió flotando a la cocina.

—¿Un plato familiar? —preguntó Imala.

—El plato no oficial de Venezuela, de donde es mi familia. Lo comíamos a bordo todo el tiempo, aunque, la verdad sea dicha, solíamos hacerlo sin la ternera en tiras y los plátanos. Ambas cosas prácticamente no existen en el Cinturón de Kuiper. Nuestra dieta se basaba más en la cantidad que en la calidad. Comíamos lo que era más barato y durara más. A veces solo comíamos arroz y judías durante semanas. Con el tiempo, incluso tu sudor empieza a oler a judías.

Imala arrugó la nariz.

—Lo siento —dijo Víctor—. No es un buen tema para la mesa.

Ella sonrió.

—Echas de menos a tu familia.

Víctor doblaba una y otra vez su servilleta para mantener las manos ocupadas.

—Sí. Mucho.

—Los encontraremos, Vico. Volverás con ellos.

Él suspiró y la miró.

—No estoy seguro de que debamos hacerlo ahora.

—Por eso hemos venido aquí, ¿no?

—Lo que estoy diciendo es que ahora todo es diferente, Imala. Todo lo que temíamos y rezamos para que no sucediera está ocurriendo. Nunca creí que la cosa fuera a llegar tan lejos. Pensaba que le entregaría la prueba al mundo y que ellos responderían y harían algo para impedir que la situación empeorara.

—No es culpa tuya, Víctor. Entregaste las pruebas. El mundo no te hizo caso. No puedes hacerte responsable de eso.

—Pero lo hago, Imala. Si hubiera hecho más, si…

—¿Qué más podrías haber hecho? Estabas herido, apenas con vida. Tu cuerpo se había reducido a la nada. Estabas detenido. No podías ir a ninguna parte. Teniendo en cuenta todo eso, yo diría que hiciste un trabajo magnífico.

—Si hubiera sido otra persona, el mundo habría escuchado. Si hubiera venido mi padre…

—Tu padre no habría sobrevivido al viaje. Nadie habría encontrado el cubo de datos. O, si lo hubieran hecho, lo habrían tirado. El mundo habría estado completamente desprevenido.

—La situación actual no es mucho mejor.

—Sí que lo es —dijo Imala—. No sabemos cómo se ha estado preparando la gente, Vico. No podemos verlo todo. Esos ejércitos que vemos han estado entrenándose gracias a ti.

—Sí, y quiero unirme a ellos.

Ella pareció sorprendida.

—¿Quieres unirte al ejército?

Él se sintió de nuevo molesto por su obvia incredulidad.

—Tengo dieciocho años, Imala. Soy lo bastante mayor para alistarme.

—Sí, pero ¿en qué ejército? No eres ciudadano de ningún país, Vico. Naciste en el espacio. Nadie te aceptará.

—Esto es una lucha por la raza humana. La última vez que lo comprobé, era humano.

Ella sacudió la cabeza.

—Las cosas no son en blanco y negro, Vico. La Tierra no funciona así.

—¿Y por qué no? ¿Por qué todo tiene que estar tan constreñido por las reglas? Me vuelve loco. Si hay un problema, se arregla. No le pones vallas alrededor y haces normas sobre cómo debe arreglarse. Vas y lo arreglas. Tal vez haga falta un poco de ingenuidad y hacerlo de un modo que no se haya hecho nunca antes, pero ¿qué más da? Si el problema se resuelve, ¿qué importa cómo se haga?

—Esto no es el Cinturón de Kuiper. No puedes hacer lo que quieras y esperar que la gente esté de acuerdo con tus términos. Tiene que haber un orden en las cosas.

—Mira lo que ha hecho el orden por la Tierra, Imala. Mira la situación ahora. Estancamiento, disputas internas, desacuerdos, inacción. Y de paso miles de personas muertas.

—Entonces ¿qué, crees que puedes llegar, unirte al ejército y arreglar el problema?

—No soy inútil, ¿sabes? Tengo capacidades que puedo ofrecer.

—Pues claro que sí. Pero eso no cambia el hecho de que el sistema sea lo que es. Dudo que ni siquiera la OTAN te acepte.

—¿Qué es la OTAN?

—Una alianza militar intergubernamental. Varios países que están de acuerdo en tomar medidas defensivas y emprender acciones militares como fuerza combinada.

—¿Por qué no lo están haciendo ya?

—Supongo que lo harán, tarde o temprano, aunque no en China. No hasta que los chinos cambien de opinión y permitan la colaboración de tropas extranjeras, cosa que no es probable que pase en un futuro inmediato. La OTAN se concentrará en el espacio, para enfrentarse a la nave nodriza.

—Perfecto. Pertenezco al espacio. Ahí es donde puedo ayudar.

—Si te aceptan —dijo Imala—, cosa que dudo. Y aunque te acepten, no es probable que entres en acción pronto. Querrán entrenarte, especializarte, convertirte en lo que necesitan que seas.

—Bien. Mientras sirva de ayuda.

Ella lo observó un momento.

—¿Estás seguro de que quieres eso?

—No lo estaba hace cinco minutos, pero ahora lo estoy, sí.

—¿Y si volvemos y la OTAN no te acepta?

—Entonces actuaré por mi cuenta.

Ella se echó a reír.

—¿Por tu cuenta? ¿Y eso qué significa? ¿Que te enfrentarás tu solo a la nave nodriza?

—Si es preciso.

Imala volvió a reírse, y de pronto la sonrisa se desvaneció.

—No hablas en serio.

—¿Por qué no? ¿Por qué tenemos que permanecer de brazos cruzados y aceptar la inacción o el fracaso de otros? Tengo tanto derecho a proteger la raza humana como ellos.

—¿Y cómo piensas enfrentarte tú solo a la nave nodriza, si no te importa que te lo pregunte?

—No tengo ni idea. No he pensado todavía en ello.

—¿Y qué hay de tu familia?

—Estoy haciendo esto por mi familia, Imala. Si perdemos la Tierra, lo perderemos todo. ¿Cuánto tiempo crees que durarían los mineros sin suministros? Si la Tierra pierde, mi familia pierde.

—Las sondas solo están en China, Vico. La Tierra es un planeta grande. No corre peligro todavía. Ni siquiera sabemos qué quieren esos alienígenas.

—El informe dice que estaban arrojando bacterias al mar, ¿no?

—Sí. ¿Y…?

—¿Por qué querrían hacer eso?

—¿Para matar la vida marina? No lo sé.

—Para terraformar, Imala. Están arrojando bacterias a los océanos por el mismo motivo que están usando defoliantes para matar a los animales y las plantas. Quieren el planeta. Quieren la Tierra. Pero no pueden tenerla en su estado actual. Tiene que ser un planeta acorde con su biología, no con la nuestra. Toda la vida existente en el mar, toda la biología en tierra, evolucionó aquí sin ellos. Es un planeta peligroso para ellos. No tienen defensas naturales contra nuestro material biológico. Nuestras cepas de bacterias son diferentes de las suyas. Así que van a cambiar la Tierra para que se parezca más al mundo que conocen. Van a arrasarla y empezar de nuevo. Si nosotros fuéramos a apoderarnos de un planeta, haríamos lo mismo. Lanzaríamos cosas a la atmósfera, aniquilaríamos toda la vida existente, lo sembraríamos de plantas y animales nacidos en la Tierra, haríamos que el nuevo planeta se pareciera a la Tierra todo lo posible. Es el ecosistema para el que hemos sido creados. ¿Por qué si no han venido aquí, Imala? ¿Por qué si no actuarían como lo hacen? No quieren comunicarse con nosotros. No quieren negociar. No quieren pedirnos la Tierra. Ya la están tomando. He visto a esas criaturas. He visto cómo atacan y cómo piensan, lo implacables que son. Si pueden aterrizar en la Tierra, si nuestras armas y nuestros misiles no pueden hacerles daño, no cejarán hasta que el planeta sea suyo.

La camarera se acercó flotando. No traía ninguna comida. Parecía cohibida.

—Lo siento, pero voy a tener que pedirles que se marchen.

—¿Por qué? —preguntó Imala.

—Alguien ha alquilado toda la estación. Quieren a todo el mundo fuera.

—Pagamos la tasa de atraque —dijo Víctor—. Acabamos de llegar.

—Lo sé. Lo siento. Devolveremos el importe.

—¿Por qué necesita alguien la estación entera? —preguntó Imala—. ¿Tanta gente tienen en su grupo?

—No. Solo son dos. Atracaron hace unos minutos. Dijeron que necesitaban intimidad. Supongo que cuando se tiene tanto dinero, puedes hacer lo que quieras.

—¿Quién es? —preguntó Imala.

—Lem Jukes.