15
Fórmicos
Mazer se asomó al HERC y contempló por última vez la granja, que se iba empequeñeciendo en la distancia. El niño, Bingwen, había tenido suerte. Un metro o dos a izquierda o derecha bajo aquel árbol y habría quedado enterrado vivo. ¿Cuántos como él estaban atascados en esos campos, se preguntó, atrapados en una bolsa de aire, esperando un rescate que probablemente no llegaría?
Volvió a meterse en el aparato y conectó su VCA. Patu le estaba enviando varias imágenes, cada una de ellas posicionada en una de las esquinas de su campo de visión. Todas eran de transmisiones satélite, tomadas desde arriba, y proporcionaban una vista clara de la parte superior de la sonda, que se había abierto. En el centro había ahora un gran círculo oscuro, como el agujero de un dónut, que revelaba un enorme espacio interior casi todo en sombras.
—¿Qué es eso? —preguntó Mazer—. ¿Podemos ver lo que hay dentro?
—Negativo —respondió Patu—. He probado con varios espectros. El sol está demasiado bajo. No llega suficiente luz.
Remontaron la última colina y la sonda apareció a la vista. Ahora había un puñado de aviones alrededor, los medevacs además de unos cuantos artefactos militares. Todos con distintivos chinos. Unos cuantos aparatos revoloteaban sobre la abertura.
—Patu —dijo Mazer—, ¿llega alguna transmisión de los aparatos que están sobre la sonda?
—Negativo. Si están filmando algo, no lo transmiten.
Shenzu, el contacto chino, apareció en el holocampo.
—Nos hacemos cargo a partir de aquí, capitán Rackham. China agradece su ayuda. Por favor, mantengan la distancia.
—Puede haber otros supervivientes —dijo Mazer.
—Nosotros nos ocuparemos de ellos —respondió Shenzu con tono inapelable.
Cortó la comunicación.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Reinhardt.
—Obedecer —contestó Mazer—. Nos retiramos. Los dejamos hacer su trabajo. Fatani, conéctanos a sus radios. Quiero saber qué están diciendo. Reinhardt, llévanos de vuelta al lugar donde dejamos a los primeros heridos. Podemos llevarlos adonde establezcan el hospital.
Un rayo de luz brotó del centro de la sonda, desde las profundidades de la abertura, y alcanzó a uno de los helicópteros que revoloteaban sobre ella. El láser atravesó al helicóptero como si no estuviera allí siquiera, cortando las aspas limpiamente. El aparato cayó como una piedra, humeando, ardiendo y retorciéndose. Rebotó en el costado de la sonda y cayó trazando espirales al suelo, donde se estrelló convertido en un montón de chatarra ardiente.
Los otros helicópteros que estaban cerca de la abertura empezaron a retirarse. No lo hicieron lo bastante rápido. Surgieron tres láseres más que cortaron los aparatos por la mitad. Todos cayeron ardiendo. Uno de ellos era un medevac, un pájaro grande. Al menos diez tripulantes. Médicos y enfermeras. El aparato explotó antes de chocar contra el suelo.
Fatani encontró la frecuencia de radio. Gritos y chillidos asaltaron los oídos de Mazer. El pánico dominaba a los chinos.
El último helicóptero cayó sobre la parte superior de la sonda, cerca de la abertura, y permaneció allí, desprendiendo tanto humo negro que dejó de ser visible.
Entonces salieron.
Al principio eran tantos que Mazer no comprendió qué estaba viendo. Eran como una colonia de murciélagos que salen volando de una cueva. O un enjambre de insectos que surgen de su panal en una sola columna de movimiento retorcido, muy cercanos unos a otros y sin embargo sin tocarse. Eran aparatos aéreos que salían de la abertura de la sonda. Una columna veloz, afilada, oscura y aterradora, que se alzaba rápidamente moviéndose como una sola cosa.
Los había de dos tipos. Unos pequeños, otros grandes, tal vez tres veces el tamaño del HERC. Eran cientos. Entonces, cuando ya estaban muy por encima de la sonda, se separaron, como las raíces de un árbol puesto boca abajo, y se lanzaron en todas direcciones, creando un dosel sobre el paisaje que cubrió el valle de sombras.
Uno voló directamente por encima del HERC. Mazer estiró el cuello para verlo pasar. Era silencioso, advirtió. Todos eran silenciosos. No había ruido de motores. Ni aspas. Ningún tipo de ruido. Como fantasmas.
Uno de los aparatos chinos a la derecha de Mazer abrió fuego: un arco de trazadoras que se reajustó hasta encontrar su objetivo. Una de las naves alienígenas recibió los disparos. Las balas rebotaron en el casco en una lluvia de chispas, desviando el aparato de su rumbo y enviándolo al suelo entre espirales. Chocó contra la superficie y rebotó, dando vueltas una y otra vez fuera de control. Finalmente se deslizó hasta detenerse, dejando un surco en la tierra.
De inmediato, moviéndose al unísono, siete aparatos alienígenas cambiaron de rumbo y descendieron sobre el helicóptero chino que había disparado. El artillero chino giró y disparó contra sus atacantes, pero los extraterrestres maniobraron para evitarlo, bandeando a izquierda y derecha. Entonces dispararon sus propios cañones: breves estallidos laserizados alcanzaron al helicóptero chino por todas partes a la vez. El helicóptero se abrió como una lata aplastada, lanzando restos, metralla y fuego en todas direcciones. El montón ardiente cayó y se estrelló contra una ladera, donde la gravedad continuó haciendo su labor. Rodó y rodó y se estampó contra un árbol, esparciendo cenizas y más restos.
—¡Pósanos! —gritó Mazer—. ¡Ahora!
Reinhardt movió la barra hacia un lado, apartándolos y haciéndolos descender rápidamente.
Ante ellos, el aparato alienígena ardía en la hierba.
—¡Allí! —señaló Mazer—. ¡Déjanos junto al aparato caído!
Reinhardt le dirigió una mirada sombría.
—¿Quieres que aterrice cerca de esa cosa?
—¡Hazlo! —gritó Mazer.
Reinhardt obedeció y los posó cerca del aparato caído. Mazer bajó de un salto y desenfundó su pistola. Un arma tan pequeña no haría nada contra aquel aparato, pero se sentía mejor empuñándola. Las otras naves alienígenas siguieron de largo, ignorándolos, hacia el norte.
Mazer las vio alejarse y resopló, relajando los hombros. Hubo un breve estallido de disparos al sur. Se giró en esa dirección y no vio nada: la montaña bloqueaba su visión de la sonda y las demás aeronaves. Prestó atención. Tras un breve silencio, más disparos, seguidos de una fuerte explosión, un ruido desgarrador y resonante que se amplificó en el cielo. Metal retorciéndose, motores muriendo, el breve castañeo de partes sueltas chocando en el aire y tintineando como campanitas ardientes.
Mazer escudriñó el cielo. Naves alienígenas volaban por el este y el oeste, algunas moviéndose rápido, otras más despacio, como si patrullaran o escrutaran el terreno. Ninguna estaba peligrosamente cerca ni parecía prestarles atención. La frenética charla en la radio continuó, aunque ahora había menos voces. Mazer se esforzó por entenderla, pero los gritos eran frenéticos y todos hablaban en chino; solo le llegaban fragmentos atropellados.
Otra explosión resonó al sur.
La radio quedó en silencio. El sombrío tono de la estática ocupó su lugar.
Mazer se quedó allí un momento, escuchando, deseando que más voces regresaran a la frecuencia y reportaran su presencia. Nadie lo hizo. Lentamente, Mazer giró en redondo, escrutando el cielo en busca de los aviones chinos. No vio ninguno.
Habló por su comunicador.
—Dragón Rojo, aquí el capitán Mazer Rackham. ¿Me reciben? Cambio.
No hubo respuesta.
—Dragón Rojo, ¿me reciben?
Nada.
Se volvió hacia la izquierda. El aparato alienígena yacía de lado a veinte metros de distancia. Esperaba encontrarse con un caos de metal retorcido con ningún parecido a su forma original, pero el aparato parecía intacto e ileso, como si estuviera construido de un material indestructible. El único signo de daño era una fina línea de humo que surgía de un conducto trasero.
Se volvió hacia Reinhardt.
—Mantén el HERC en marcha. Listo para despegar. Fatani, Patu, las cámaras de los cascos preparadas, armas a la mano. Grabadlo todo. Reinhardt, vigila el cielo. Avísanos si se acerca algo.
Mazer se aproximó con cautela al aparato caído, el arma en alto, el seguro quitado, el dedo en el gatillo, preparado.
—¿Estás seguro de lo que haces, Mazer? —dijo Reinhardt—. No sabemos qué es esa cosa ni cómo puede reaccionar.
—Nadie lo sabe —respondió Mazer—, y precisamente por eso tenemos que averiguarlo.
Cautelosamente, siguió adelante. Patu apareció a su lado empuñando su fusil de asalto, lista para disparar. Fatani rodeó el HERC y se unió a ellos, pistola en mano y apuntando al frente. Todos llevaban puestos sus cascos y grababan la escena.
—Desplegaos —ordenó Mazer.
Se separaron. Mazer se dirigió a la izquierda, Fatani se desvió a la derecha y Patu continuó avanzando.
—¿Estamos transmitiendo, Patu?
—Los tres transmitimos en directo.
—Bien.
Se acercaron al aparato. Estaba claro que los mismos ingenieros que habían construido la sonda habían construido aquella cosa. El casco de metal era marrón oscuro, casi rojizo, sin pulir y salpicado con manchas de corrosión. Las líneas y esquinas eran también ásperas, como si no hubieran pensado en estilo ni aerodinámica. Era como un furgón, feo, compacto y meramente utilitario.
Yacía de lado, así que la parte superior miraba a Mazer. Era más alto que él. Se acercó y le dio una patada con la bota. Produjo un tañido leve y hueco. Rodeó el aparato hasta el otro lado. Allí estaba Fatani, de pie en un leve promontorio de tierra que le permitía ver mejor la parte inferior de la nave. Mazer subió junto a él y vio dónde la habían alcanzado las balas del helicóptero chino. Nada había penetrado el casco, pero las balas habían dejado pequeñas muescas en el metal. A Mazer le pareció extraño.
Fatani debía de estar pensando lo mismo.
—Esto no tiene sentido —dijo—. Las balas no lo atravesaron. No rezuma ningún fluido. No hay ningún daño visible. Entonces ¿por qué cayó?
—Tal vez la fuerza de los impactos lo hizo desviarse. Como un puñetazo en la sien. El piloto no se lo esperaba. O tal vez es difícil realinear el aparato una vez sacudido. Pudo ser cualquier cosa.
La nave se movió: una gran pieza de metal en lo alto, como una escotilla, se alzó veinte centímetros.
Mazer retrocedió, sobresaltado, casi tropezando. Patu y Fatani lo imitaron, las armas preparadas.
—¿Qué está haciendo? —dijo Fatani.
La puerta era una sección ancha y plana del casco casi tan alta como el aparato. Se produjo otro sonido rechinante, y la puerta (ahora el techo) se deslizó hacia atrás, revelando un profundo espacio vacío en el interior.
—No me gusta —dijo Patu.
La puerta se descorrió hasta el fondo y se detuvo. El interior era amplio como una bodega de carga. Mazer no llegó a ver el fondo. Avanzó.
—Cuidado —dijo Fatani.
Mazer se acercó. Un metro, luego dos. La pistola apuntando. Llegó junto al aparato. Se alzó de puntillas, tratando de ver en su interior.
Una mano roja a su derecha salió del interior y se agarró al borde.
Fatani maldijo. Mazer volvió a retroceder. Patu avanzó, lista para disparar.
Mazer alzó una mano.
—¡Espera! No dispares. —Retrocedió recuperando el equilibrio, el corazón desbocado.
La mano roja era musculosa y recia, con un fino vello corto. Era unos dos tercios del tamaño de la mano de Mazer y parecía una garra. Mazer la observó y oyó un sonido en el interior. Un siseo. No un sonido mecánico, sino biológico. Respiración. Entrecortada y rasposa. El sonido de un animal dolorido.
—Retroceded —dijo Mazer.
Se retiraron unos pasos.
La mano roja aferrada al borde hizo un nuevo esfuerzo, tensándose, agarrando, tirando. La respiración era ahora más pesada, más trabajosa. El animal intentaba levantarse.
Una segunda mano, más pequeña, apareció junto a la primera.
Entonces una pierna de la criatura pasó por encima del borde, y el cuerpo la siguió. Mazer pudo ver que el brazo y la mano más pequeños no eran un miembro puesto, sino un segundo brazo más pequeño situado en el mismo lugar tras el primero. O quizá los apéndices medios eran un conjunto extra de patas. Era difícil decirlo: no parecía haber mucha diferencia anatómica entre los dos.
La criatura se detuvo en el estrecho borde, recuperando el aliento, jadeando, como un funámbulo en la cuerda floja que hiciera una pausa en mitad de la actuación. No llevaba ropas. Atado a su espalda llevaba un contenedor semitransparente lleno de un fluido que se agitaba. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado. Parecía medir un metro veinte y su piel estaba cubierta de un vello corto y rizado, como el del brazo de un hombre, y eso permitía ver claramente su piel, que era de color tierra rojiza oscura, con manchas anaranjadas y amarillas y verdes. Como un insecto.
—Déjame dispararle —pidió Patu.
—Espera —ordenó Mazer—. Veamos qué hace.
Después de un momento la criatura pareció recuperarse y ganar fuerzas. Trató de mover las manos para bajar al suelo, pero cuando lo hizo se desplomó de lado y cayó a tierra. La criatura inhaló bruscamente, como si sintiera una punzada de dolor, pero no emitió ningún otro sonido. Permaneció inmóvil unos instantes, respirando. Luego, lentamente, con gran esfuerzo, trató de incorporarse. Al principio fracasó. Los brazos de su lado izquierdo estaban torcidos y al parecer rotos. La pata izquierda estaba levemente torcida, doblada en un ángulo que no encajaba con la pata derecha que estaba usando. Debía de haberse doblado violentamente durante el choque.
Mazer distinguió que un tubo salía del depósito que la criatura llevaba a la espalda. El extremo del tubo conectaba con una lanza fumigadora, no muy distinta de lo que llevaría un exterminador de plagas.
La criatura consiguió apoyarse en la pata buena. Entonces, impulsándose sobre ella y apoyando la espalda contra el aparato, se incorporó lentamente. Mazer casi sintió piedad. Era una criatura pequeña, rota. Pero la sensación solo duró un instante. Tensó el dedo sobre el gatillo, apuntándole a la cabeza.
La criatura avanzó tambaleante, todavía ajena a su presencia. Un doloroso paso tras otro mientras se arrastraba. Llegó al final del aparato y continuó avanzando por la hierba.
—¿Adónde va? —preguntó Fatani.
—No lo sé —dijo Mazer—. No quites ojo del aparato por si sale otro.
Avanzó tras el extraterrestre que se alejaba, el arma preparada. La criatura se movía lentamente. No llegaría muy lejos. Mazer sabía que tenía que matarla. Pero ¿luego qué? ¿Deberían llevarse el cuerpo? Sin duda China querría estudiarlo. Al alienígena y lo que llevaba en su contenedor.
La criatura tanteó hacia atrás con su mano buena, la más pequeña, y encontró el tubo. Se lo pasó a su mano grande. Las dos manos se deslizaron por el tubo hasta que encontraron la lanza fumigadora, con la que apuntó a la hierba que tenía delante. Brotó una bruma amarilla. La hierba se marchitó en el acto, volviéndose negra.
Las alarmas se dispararon en el casco de Mazer. Una alerta de riesgo biológico.
—¡Mascarillas! —gritó, retrocediendo unos pasos. Parpadeó la orden, y la máscara de oxígeno del interior de su casco se ajustó contra su cara, cubriéndole nariz y boca. Sintió la succión y supo que se había sellado con fuerza. Notó el oxígeno fresco—. Atrás —dijo—. Está rociando una especie de defoliante.
—Está en el aire —comunicó Fatani—. Mi casco se está volviendo loco.
La criatura continuó rociando. Amplias zonas de hierba murieron a su alrededor. La bruma creció, alejada por el viento.
—Tenemos que hacer algo —dijo Patu.
Mazer vaciló un momento más antes de apretar el gatillo. La criatura recibió los disparos en la cabeza y se desplomó. La lanza fumigadora dejó de rociar.
—Es el defoliante —dijo Mazer—. Hay rastros en el aire. Volved al HERC. Reinhardt, coloca el aparato a barlovento.
El HERC se elevó ligeramente y se desplazó treinta metros al norte antes de volver a posarse.
—¿Y si ese bicho no está muerto? —dijo Fatani.
—Tranquilos —dijo Mazer—. Volved a bordo. No toquéis nada. No os sentéis. Podéis tener en la ropa lo que estaba rociando.
Se pusieron en marcha. Mazer parpadeó una orden y conectó el lector térmico. La criatura del suelo mostraba una leve traza calórica. Débil pero claramente de sangre caliente. Mazer disparó cuatro veces más, solo para asegurarse. La criatura recibió los impactos en la espalda, sacudiéndose levemente, como si le hubieran dado una patada. Por lo demás, no se movió. La herida de la cabeza se desangraba sobre la hierba quemada.
Mazer se volvió hacia la nave alienígena y se encaramó. Se detuvo en el borde de la puerta y se asomó al interior. Al fondo, amontonados, había un grupo de cuerpos de extraterrestres, todos armados con los mismos contenedores de defoliante.
—Es un transporte de tropas. Es difícil saber cuántas criaturas hay aquí dentro. Los cuerpos están todos juntos. Pongamos que son nueve.
Uno de los extraterrestres se movió, todavía vivo. Mazer le vació el cargador.
El grupo amontonado permaneció inmóvil.
Mazer se arrodilló, sacó su cortadora láser y empezó a rebanar una esquina del transporte de tropas, para llevarse el pedazo de metal para su posterior análisis. El láser, que normalmente atravesaba el acero con facilidad, lo hacía despacio, tenía dificultades con aquel metal. Mazer quería arrancar un trozo grande, pero el ritmo del corte le instó a contentarse con uno diminuto, no mayor que una moneda. Lo sopló para enfriar el metal, y luego lo guardó en un pequeño compartimiento de su cinturón. Se apartó de la puerta y trató de devolverla a su sitio para cerrar el aparato y así aislar su contenido. La puerta no se movió. Miró brevemente en el interior buscando una palanca, un interruptor o un botón, pero no vio nada.
Bajó del transporte y corrió hacia el HERC.
Se aupó al patín de aterrizaje y se agarró a un asidero.
—Asciende —le dijo a Reinhardt—. Llévanos directamente sobre la hierba muerta.
El aparato se elevó.
Con la mano libre, Mazer buscó bajo el salpicadero la pistola de señales. Había varias bengalas sujetas a su base. Habría preferido otro método, un agente incendiario más fácil de controlar, ya que las bengalas eran impredecibles, pero era todo lo que tenía y no quería acercarse más a la hierba muerta. Cargó una bengala y disparó a la negra mancha del suelo. La bengala rebotó y salió desviada hacia un lado, aterrizando a poca distancia, girando como un petardo en un jardín, escupiendo chispas y llamas.
Mazer cargó otra bengala y disparó de nuevo. Esta vez dio en el suelo y la bengala giró salvajemente en su sitio, lanzando chispas en todas direcciones antes de salir disparada hacia otra parte. No fue tan preciso como Mazer había esperado, pero sí suficiente: la hierba muerta prendió y empezó a arder.
Mazer se volvió hacia Reinhardt.
—Búscanos una superficie plana cerca, preferiblemente libre de vegetación. Una carretera o similar. Rápido.
El HERC se dirigió al este. Mazer escrutó el cielo. Los transportes de tropas y los aparatos más pequeños estaban por todas partes, alejándose.
Reinhardt posó el HERC en un camino de tierra, el primero que Mazer veía desde hacía un rato.
Mazer saltó del vehículo, se quitó el casco y lo dejó en el suelo.
—Patu, Fatani, tenemos que desnudarnos. Todo lo que estuvo expuesto al aire puede haber entrado en contacto con ese defoliante, empezando por vuestros uniformes. Amontonadlos. No dejéis que toquen ninguna parte de vuestra piel ni nada dentro del HERC. Dejaos puestas las botas.
Mazer se desnudó rápidamente, dejándose la camiseta, los calzones y los calcetines. Dejó el uniforme en el suelo. Fatani y Patu se desnudaron también. Mazer sacó un kit de primeros auxilios de debajo de su asiento y extrajo un frasco de antiséptico quirúrgico. Lo vertió en las manos de sus compañeros y les dijo que se las lavaran a conciencia, también el cuello. Mazer hizo entonces lo mismo. El líquido era frío y marrón y olía a hospital. Cuando terminaron, usó gasa empapada en antiséptico para frotar los cascos, las botas y las armas.
Luego cogió otra bengala y tiró de la anilla de ignición. El extremo de la bengala empezó a escupir chispas calientes. Mazer se agachó y acercó las chispas a las ropas, que ardieron. Arrojó la bengala a un arrozal cercano, donde chisporroteó y se apagó.
—¿Y ahora qué? —dijo Reinhardt—. No tenemos a nadie en la radio. Ni ropa de recambio. Y apenas armas.
—Necesitamos ropas —respondió Mazer—. Ahora tenemos más piel expuesta. Y podría haber cientos de criaturas ahí fuera arrojando esta bruma al aire. Tenemos que cubrirnos.
—Deberíamos volver a evaluar qué demonios estamos haciendo aquí —dijo Reinhardt—. No estamos equipados para el combate aéreo, Mazer. Esto nos supera. Hacer labores de rescate es una cosa; los ataques aéreos, otra. Estamos vendidos.
—Todos están vendidos —dijo Mazer—. Nadie está preparado para esto.
—Si volvemos a la base, nos quitarán el HERC —dijo Fatani—. Nos quedaremos sin montura para el combate.
—No estamos armados para combatir —insistió Reinhardt—. Ese es mi argumento. Cargad este cacharro de misiles y cañones más grandes, y podrá servir de algo. Como aparato de rescate, somos un blanco de pruebas. Debemos devolvérselo a los chinos y dejar que lo usen para lo que fue concebido. Es suyo, no nuestro.
—Todavía podemos servir de algo —dijo Patu—. Había un montón de gente allá atrás, en tierra. A pie. Tenemos que llevarlos a un lugar lejos del caos. Al hospital provisional. Al menos hasta que puedan ser rescatados adecuadamente.
—No va a haber ningún hospital —dijo Reinhardt—. ¿Es que os habéis perdido lo que ha pasado en los últimos veinte minutos? Esos medevacs han caído, Patu. Kaputt. Nadie va a construir ningún hospital. Ahora mismo nosotros somos todo lo que hay. Si llevamos a esa gente a un sitio donde los atiendan, no estarán mejor allí que donde estaban.
Un sonido de alarma sonó en el casco de Mazer.
Reinhardt se volvió hacia el salpicadero, súbitamente alerta.
—Se aproximan dos objetos. Se mueven rápido. Cazas chinos.
Mazer pudo oírlos. Alzó la cabeza y los vio venir desde el sur, volando bajo, zumbando en el cielo. Pasaron casi directamente sobre ellos un minuto más tarde. Uno abrió fuego contra unos transportes de tropas alienígenas en la distancia. El otro lanzó un misil, que alcanzó su objetivo. Un transporte estalló y sus restos cayeron ardiendo. Mazer y los demás no pudieron evitar aplaudir.
Entonces las tornas cambiaron. Los aparatos alienígenas de las cercanías cambiaron súbitamente de rumbo, moviéndose como si fueran un solo organismo, y se lanzaron contra los cazas chinos. Mazer se puso el casco y amplió la imagen, siguiendo el combate aéreo. Los cazas vieron el peligro y ascendieron, tratando de burlar a sus perseguidores, bandeando a izquierda y derecha. Los deslizadores alienígenas más pequeños, que probablemente solo albergaban un piloto, eran mucho más rápidos y maniobrables que los transportes de tropas. Un puñado de deslizadores alcanzó enseguida a uno de los cazas y dispararon al unísono. El caza explotó, enviando en todas direcciones una lluvia de metralla y fuego.
Mazer y los demás guardaron silencio al ver los restos ardientes caer en picado.
—Estamos vendidos, Mazer —repitió Reinhardt—. Deberíamos hablar con los chinos. Ahora estarán desesperados por recibir ayuda. Nos integrarán en el combate.
Patu, Fatani y Reinhardt lo miraron, esperando su decisión. El buen sentido decía que lo mejor era irse. Cuanto antes armaran el HERC, antes podría alguien darle buen uso. Mazer miró hacia el sur. Todavía podía ver a gente bajando de las colinas, huyendo a pie de la sonda, dispersándose por el paisaje en reducidos grupos desorganizados. No podía verles las caras desde esa distancia, pero sabía qué vería si pudiera: miedo, pena, confusión, indefensión.
—Tenemos que llevar a tanta gente como podamos a esa granja —dijo—. No podemos dejarlos aquí librados a su suerte. No importa que los medevacs hayan caído. Podemos convertirla en hospital.
—No tenemos suministros —le recordó Reinhardt.
—Nos quedan algunos. Y tenemos más formación médica que esas personas. Podemos ayudar. Y organizar a los que están ilesos para que ayuden también. Esta gente está dividida y aterrorizada. Tienen que reunirse, recuperarse y salir de esta zona. Quién sabe cuánto defoliante han esparcido. Podrían toparse directamente con una nube. Hay que llevarlos a lo alto, lejos de los valles, donde haya más viento. Esa granja es un lugar tan bueno como cualquier otro.
—No somos un transporte —dijo Reinhardt—. Este pájaro solo puede llevar a unas cuantas personas.
—Entonces las llevaremos poco a poco —replicó Mazer. Subió a la carlinga—. Elévanos. Fatani, vigila el cielo. Patu, tú y yo ayudaremos a los supervivientes a subir al HERC.
Reinhardt volvió a elevarlos.
Volaron hacia el sur, pero no tuvieron que ir muy lejos. Aterrizaron cerca de una familia que atravesaba un campo. La mujer llevaba un niño en brazos. Tanto ella como el bebé lloraban. El padre llevaba a dos niños pequeños, ambos agarrados desesperadamente a su cuello. Los niños tendrían dos y tres años. Era una familia pobre: iban descalzos y sucios, aterrados. Se acercaron al HERC sin vacilar. Mazer y Patu los ayudaron a subir. Los niños chillaban. La madre se acurrucó con el pequeño, las rodillas apretadas, temblando.
Cuando todos estuvieron asegurados, Reinhardt volvió a despegar. No fueron muy lejos antes de volver a posar el HERC, esta vez una pareja mayor. Cada uno cargaba con una bolsa. Tenían las ropas llenas de barro y hechas jirones. Parecía que aún se hallaban en estado de shock. Mazer y Patu los ayudaron a subir a bordo.
—Solo tenemos espacio para uno o dos más —avisó Reinhardt.
Mazer vio a un grupo de cinco que corrían hacia ellos, agitando los brazos.
—¡Esperen! —gritaban con desesperación—. ¡Espérennos!
—No podemos meter a toda esa gente —le dijo Reinhardt a Mazer.
—Que se apretujen.
El último grupo era una mezcla de gente que probablemente no tenían ninguna relación: una adolescente, una anciana, un niño de unos diez años, un hombre de mediana edad y una quinceañera. Algunos parecían heridos, cojeaban o se sujetaban un brazo, pero nada parecía serio. Probablemente se habían caído durante el temblor de tierra o en su huida desesperada.
Mazer logró darle cabida a todos, puso al niño y la adolescente en su asiento, y él se quedó de pie detrás. Reinhardt los elevó y se dirigió a la granja. Mazer les explicó adónde los llevaban. Convertirían la granja en un hospital. Traerían a más gente. Pronto vendrían médicos de verdad, probablemente. Mientras tanto, necesitaban la ayuda de todo el mundo. Los que estaban ilesos ayudarían a los heridos. Preguntó por el niño. ¿Era pariente de alguien? De nadie. Le dijo al niño que se quedara con una de las mujeres. Ella lo atendería. La mujer accedió. Mazer les dijo que se cubrieran la piel cuando llegaran a la granja, explicando someramente el tema de los defoliantes. Tenían que quedarse bajo techo. Los suministros vendrían más tarde. Agua y comida. Ya había algo en la granja. Distribuyó los pocos suministros que tenían en el HERC.
Cuando llegaron a la granja, Mazer abrió la puerta y empezó a ayudarlos a entrar. El hombre de mediana edad ayudó tanto como Patu y él, llevando a los niños en brazos y las bolsas de los mayores. El anciano y Bingwen estaban dentro, agradecidos de que Mazer hubiera regresado. Se alegraron de ver a los demás. El anciano reconoció a varias personas. Se abrazaron.
Mazer se volvió hacia el hombre de mediana edad.
—¿Cómo se llama?
—Ping.
Mazer le puso una mano en el hombro y se dirigió a la multitud.
—Ping, aquí presente, queda al mando hasta que volvamos con más. Recuerden, no salgan.
—Aquí no estamos a salvo —dijo el padre de la familia—. Esas aeronaves podrían regresar.
—Están más seguros aquí que donde estaban antes —repuso Mazer—. Los militares vendrán.
—¿Por qué no están aquí ya? ¿Por qué nos salvan unos extranjeros?
—Sus militares luchan a la desesperada para proteger al pueblo chino. Fue idea suya convertir este lugar en hospital. Enviarán a alguien con suministros.
—No puede saberlo —replicó el hombre—. No lo sabe. No puede estar seguro de nada. Vi los helicópteros, los de los médicos, los que habían enviado los militares. Volaron por los aires. No va a venir ningún médico. Vi cómo los derribaban. Lo vi con mis propios ojos.
Se estaba alterando, alzando la voz.
Mazer hizo un gesto con las manos para tranquilizarlo.
—Ahora mismo tenemos que conservar la calma, amigo. Les diremos a los militares que están ustedes aquí. Ellos enviarán ayuda en cuanto puedan. Son más fuertes juntos que solos ahí fuera. Traeremos a más gente.
—Más gente significa más bocas que alimentar, más agua que compartir —dijo el hombre—. No tenemos suficiente ya. Si trae a más gente, moriremos todos.
El hombre estaba aterrado, en estado irracional. Y solo pensaba en su familia.
El niño, Bingwen, sorprendió a Mazer al tomar la palabra.
—Este hombre me sacó del barro —dijo señalando a Mazer—. Yo estaba atrapado bajo tierra, y me sacó. Arriesgó su vida por mi abuelo y por mí. Nos dijo que volvería, y lo ha hecho. Cumple su palabra, es un hombre de honor. Su equipo y él están entrenados. Deberíamos escucharlos y confiar en ellos.
El joven padre se volvió hacia Bingwen, furioso.
—¿Qué sabes tú de nada, niño? ¿Tienes bocas que alimentar? ¿Una esposa a la que atender? No. Hablas de honor, y sin embargo no muestras ninguno a tus mayores, hablando con insolencia cuando no te corresponde. Si fuera tu padre te azotaría por tener la lengua tan suelta.
—Pero no lo eres —dijo el abuelo de Bingwen, poniéndose en pie y cubriendo al niño con una mano protectora—. Y eres tú quien habla cuando no te corresponde. Agradece que tu esposa esté viva. Agradece que tienes a tres de tus hijos. Los demás no sabemos qué ha sido de nuestros seres queridos. Estos hombres están dispuestos a ayudarnos, a reunirnos a todos. Les haremos caso.
La cara del padre se desencajó de rabia. Miró con desprecio al abuelo y a Bingwen. Entonces se volvió hacia los demás, señalando a Mazer.
—Estos hombres son extranjeros. No sabemos nada de ellos. No son como nosotros. No tenemos que acatar sus órdenes.
—No les estamos dando órdenes —dijo Mazer.
—Están haciendo promesas que no pueden cumplir. Como hacen todos los extranjeros. Hablar y hablar. ¿Pueden dirigir a nuestro ejército? ¿Pueden hacerlos venir? No. ¿Pueden hacer que aparezcan comida y agua? No. —Se volvió hacia los otros—. No me voy a quedar aquí. ¿Cómo vamos a estar mejor en esta granja abandonada que en nuestra aldea?
—Estamos más lejos de los invasores —dijo Ping.
El joven padre hizo una mueca.
—¿Más lejos? ¿Tan tonto eres que crees que estamos lo bastante lejos? Estamos a unos pocos kilómetros como mucho. Eso no es nada para un deslizador. Pueden alcanzarnos en un segundo. El disco grande está justo más allá de esas montañas. ¿No lo entendéis?
Nadie respondió.
—Tenemos que seguir moviéndonos —continuó el hombre—, alejarnos de aquí todo lo posible. A pie si es necesario. Tenemos que encontrar a nuestros militares. Mi familia y yo nos vamos. Si queréis venir, adelante, pero no esperéis que os esperemos si os quedáis atrás.
Esperó. Nadie se movió.
La boca del hombre se tensó en una dura línea.
—Bien. Si queréis quedaros aquí y morir, es vuestra decisión. —Se dirigió al contenedor de botellas de agua—. Pero nos llevamos nuestra parte de los suministros. —Cogió varias botellas de agua, más de lo que les correspondía, y las metió en su saco, que se echó al hombro. Entonces tomó en brazos a uno de los niños y cogió al otro de la mano. Se dirigió hacia la puerta sin mirar a su esposa—. Vamos, Daiyu.
La esposa todavía tenía en brazos al bebé, que había dejado de llorar, y lo mecía suavemente. La mujer parecía temerosa. Claramente, no quería irse.
La voz del marido sonó como un latigazo.
—¡Vamos, Daiyu!
Ella vaciló. Miró a los presentes como si estos pudieran darle una respuesta, una salida, un modo de irse y quedarse al mismo tiempo.
—Me deshonras, esposa. ¡Vamos! Por el bien de nuestros hijos.
Ella se volvió hacia su marido, cuya mirada era como un cuchillo. Cedió, apretó al bebé contra el pecho, inclinó la cabeza y se encaminó hacia la puerta. Al pasar ante Mazer lo miró a los ojos y se detuvo. Mazer vio que estaba al borde de las lágrimas. Miró al bebé, luego de nuevo a Mazer, como si estuviera pensando en dejarle al bebé, como si supiera que no iba a sobrevivir al descubierto y quisiera que al menos un miembro de la familia lo consiguiera.
Mazer no pudo soportarlo. Era romper el protocolo, quizás incluso una ofensa cultural, pero lo dijo de todas formas.
—No tiene por qué irse. Puede quedarse aquí con sus hijos.
El marido se enardeció.
—¡Cómo se atreve! ¿Cómo se atreve a hablarle a mi esposa, a pretender separarnos? —Le escupió a Mazer, agarró a su mujer por la muñeca y tiró de ella—. ¿Veis? —le dijo a los demás—. ¿Veis lo que nos traen los extranjeros? No son de fiar. —Le escupió de nuevo.
Los dos niños pequeños permanecieron inmóviles junto a la puerta, confusos y asustados. Habían empezado a llorar.
—¡Callaos! —ordenó el padre. Cogió a uno de la mano y lo arrastró.
La esposa lo siguió, reacia, tirando del segundo niño. El padre los condujo hacia un sendero que bajaba serpenteando entre las terrazas de los campos. Se movía con rapidez, sin mirar atrás, arrastrando al niño, que tropezaba y se esforzaba por seguir su ritmo. Justo antes de perderse de vista, la mujer miró hacia atrás. Mazer pensó que iba a gritar, a pedir que la rescataran. Si lo hacía, correría a ayudarla. Cogería en brazos a sus hijos y los traería a la casa. Todo lo que ella tenía que hacer era pedirlo.
Pero la mujer y sus hijos desaparecieron de la vista sendero abajo.
Los aldeanos de la casa miraron a Mazer, esperando que respondiera.
—No tienen que quedarse —dijo—. Pueden irse libremente cuando quieran. Pero quedarse juntos y ayudarse unos a otros mejorará las posibilidades de supervivencia. Mi equipo y yo cumpliremos nuestra palabra. Volveremos con más gente en cuanto podamos.
—Espere.
Mazer se dio media vuelta. Era la anciana de la bolsa. La había abierto y estaba rebuscando dentro. Sacó una camisa.
—Tenga. No está cubierto como debería. Una camiseta interior y calzones no le protegerán de esa bruma. —Le dio la camisa a Mazer y luego se volvió hacia Patu—. Y para usted también. Una mujer necesita cubrirse mejor. —Llamó a su marido—. Huang Fu, ayúdame a encontrar ropa para estos soldados medio desnudos.
El anciano, que estaba sentado encima de su propia bolsa recuperando el aliento, se puso lentamente en pie, la abrió y se puso a buscar.
—Aquí tiene —dijo la mujer, entregándole a Patu una camisa de algodón con adornos florales. Estaba gastada y descolorida por el sol—. He recogido más temporadas de arroz con esa camisa que años tiene usted —dijo.
Patu asintió, aceptándola.
—Gracias.
—Y esto —dijo la anciana—. Pantalones. Por mucho que a mi marido le guste ver esas piernas suyas, será mejor que se cubra antes de que le falle el corazón y me deje viuda.
Patu los cogió. Eran anchos y sueltos, con una cuerda en la cintura.
—Gracias.
La anciana se acercó a Fatani y echó una mirada a sus anchos hombros y su grueso cuello. Sacudió la cabeza.
—¿Cómo puedo vestir a un búfalo de agua? ¿Qué es lo que desayuna? Huang Fu, ¿cómo vestimos a este hombre?
—No tengo nada que le quede bien —dijo el anciano.
Se volvió hacia él, molesta.
—Pues claro que no, sesos de lodo. Ninguno de nosotros tiene. Dame tu manta. —Chasqueó los dedos, impaciente.
El hombre se acercó trayendo una fina manta.
—No tiene que darme eso —dijo Fatani—. No hace falta que…
—Cállese, búfalo de agua —replicó la anciana. Desplegó la manta en el suelo y luego sacó una navaja del bolsillo. Abrió la hoja. La había afilado tantas veces a lo largo de los años que probablemente tenía la mitad del tamaño original. Cortó con rapidez y seguridad largas tiras. Abrió un agujero en el centro para la cabeza. Le dio a Fatani el poncho y ató una tira en torno a su cintura. Entonces desgarró una sábana en tiras y las ató alrededor de sus brazos. El anciano les dio otro par de pantalones sueltos a Mazer y Fatani, y la anciana asintió satisfecha.
—Ya está. Ahora ya no parecen extranjeros.
Mazer y los demás asintieron expresando su agradecimiento y corrieron al HERC, ansiosos por despegar de nuevo. Cuando subió a la carlinga y cogió el casco del asiento, Mazer vio que Bingwen los había seguido al exterior.
—¿Qué hago si no vuelven? —preguntó el niño en inglés—. Si algo les sucede, quiero decir.
—Volveremos —aseguró Mazer.
—Intentarán volver, eso no lo dudo. Pero no es lo mismo. Esta gente necesita dirección. Necesita un líder.
—Ping sabrá qué hacer.
—No, no lo sabrá —dijo Bingwen—. Lo conozco. Es de mi aldea. Es fuerte y voluntarioso, pero no muy listo.
—¿Y tú lo eres?
—No estoy pidiendo ser el líder. Estoy pidiendo un plan de contingencia. Le pregunto por su experiencia tratando con gente asustada en un entorno hostil. Si no vuelven, si no llega ayuda, quiero saber qué debemos hacer.
Mazer sonrió. Le caía bien ese niño.
—Quedaos aquí. Vendrá ayuda. —Se colocó el casco en la cabeza y le hizo a Bingwen un gesto con el pulgar.
El HERC despegó y viró hacia el sur. Mazer miró hacia atrás y vio que Bingwen seguía en lo alto de la colina, en el camino de acceso, viéndolos partir.
«Quiere respuestas que no puedo darle —pensó—. Quiere algo seguro a lo que recurrir. No sabe que no tengo respuestas, que no hay ningún plan de contingencia, que improviso sobre la marcha».
Tal vez Reinhardt tenía razón, se dijo. ¿Qué estaban consiguiendo su equipo y él? ¿Salvar a unas cuantas personas que bien podrían haber sobrevivido por su cuenta? Un HERC bien armado y con una tripulación de combate podía proteger aldeas o ciudades. Sin embargo, Mazer estaba usándolo como autobús, moviendo gente de un lado a otro.
No estaba pensando a largo plazo. No estaba pensando en maximizar los recursos y salvar al mayor número de personas. La lógica le decía que pensara estadísticamente, que fuera objetivo, que abandonara el rumbo actual y devolviera el HERC a los chinos para que pudieran darle un uso mejor. Sin embargo, incluso mientras lo consideraba, sabía que no podía hacerlo. Estaba Bingwen. Esa vida no se había perdido porque Mazer había estado allí. Las estadísticas no podían discutir eso.
La sonda apareció a la vista, la parte superior aún abierta. Varios aviones chinos la rodeaban. Los deslizadores y transportes de tropas habían continuado hacia lugares desconocidos. Mazer escrutó el terreno buscando supervivientes.
Reinhardt maldijo.
Mazer alzó la cabeza. Una segunda columna de naves alienígenas surgía de la sonda, moviéndose como una sola, ascendiendo como un enjambre. Transportes, deslizadores. Cientos de ellos. Una segunda oleada.
—¡Desciende!
Pero incluso mientras daba la orden, Mazer supo que no iban a lograrlo. Estaban demasiado alto, y los deslizadores que iban al frente de la columna habían alcanzado el cenit y ya se disparaban en todas direcciones. Un puñado de ellos venía directo hacia el HERC.
Descendieron. Sonaron las alarmas mientras Reinhardt aceleraba.
Los deslizadores no vacilaron esta vez. Abrieron fuego. El HERC tendría que haber estallado en pedazos, pero de algún modo Reinhardt alteró el descenso justo en el instante adecuado para evitar los impactos, que pasaron de largo y explotaron bajo ellos. Fatani se puso a los cañones, gritando, y abrió fuego. Un deslizador recibió un impacto, giró y chocó contra otro. Los dos aparatos quedaron fuera de control. Patu disparaba también. Mazer se encargó de los cañones delanteros y disparó, fallando en un amplio arco mientras el HERC giraba y caía. Ahora tenían a los deslizadores encima. Hubo un destello y fueron alcanzados. Los parabrisas delanteros explotaron. La carlinga se llenó de calor y metralla. Reinhardt se desplomó. Las lentes de gravedad dejaron de funcionar y cayeron a plomo. Viento, fuego, alarmas. Mazer intentó coger la barra de mando, sintiéndose ingrávido, el visor del casco roto. Estaba mareado, desorientado; le zumbaban los oídos. Hubo un chirrido de metal y el estallido de un motor. Un chop, chop, chop. Las aspas de emergencia habían entrado en acción. Siguieron cayendo en espiral: las aspas no podían evitarlo.
Mazer vio copas de árboles, oyó ramas quebrarse, notó el calor del fuego. Y entonces el impacto, una violenta sacudida que hizo pedazos el mundo y solo dejó negrura.
Mazer tosió, una tos grave y dolorosa que apretó sus pulmones tan abruptamente que le pareció que se encogían hasta el tamaño de pasas. Estaba envuelto en humo negro. No podía ver. Se había desmayado. Se sentía apretujado por todas partes, envuelto en un mundo de globos. Entonces el dolor lo alcanzó, una explosión ardiente al rojo vivo en el abdomen. Gimió, volvió a toser. El humo lo cegaba.
—¡Reinhardt!
No hubo respuesta.
—¡Patu! ¡Fatani!
Oyó el crepitar de las llamas, sintió su calor cerca, alrededor. Palpó, encontró el arnés, lo soltó, tosiendo, manoteando, boqueando en busca de aire límpido. Empujó los globos. Cedieron un poco, desinflándose ligeramente. Airbags. Los empujó de nuevo, intentando alcanzar la puerta. No pudo encontrarla. El humo era asfixiante. Los pulmones le ardían.
La puerta se soltó. Mazer salió y cayó al suelo. El dolor lo atravesó como un cuchillo. Se llevó la mano al abdomen y la retiró enrojecida, empapada en sangre. Sangraba también por otras partes. No tenía tiempo para ver dónde. Tenía que sacar a los demás. Se apretó con una mano la herida abdominal y el dolor fue como un trueno. Dejó la mano allí, mientras el mundo le daba vueltas alrededor. Se irguió, apoyando un pie, empujando el dolor hacia otro sitio, un lugar profundo y lejano. Era como si hubieran encendido una hoguera en su estómago. Luchó contra ella, concentrándose.
Se apoyó en el otro pie. Apenas podía sostenerse. Vio a Patu desplomada en su asiento, la cabeza ladeada. Supo de inmediato que estaba muerta. Había sangre y heridas. Su cara carecía de vida. Avanzó hacia ella tambaleándose, gimiendo, apretando los dientes. Las llamas crecían y el calor era intenso. Mazer los ignoró. Cogió el kit médico de debajo del asiento de Patu y lo abrió. Luego soltó el arnés de Patu y ella se desplomó hacia delante. Mazer no tenía fuerzas para detenerla. El cuerpo cayó al suelo.
Mazer abrió los ojos. Había vuelto a desmayarse, pero no tenía tiempo que perder y se obligó a despertar. Era el dolor. Llegaba un punto en que era tan insoportable que el cuerpo se desconectaba, como si hubieran pulsado un interruptor. Logró sentarse. Agarró la camisa de Patu y tiró de ella, echándose hacia atrás, apartándola de las llamas. Era peso muerto, las extremidades flácidas, la cabeza ladeada, un reguero de sangre tras ella.
La tierra explotó a la derecha de Mazer.
Una lluvia de tierra, rocas y calor le cayó encima.
Alzó la cabeza. Un deslizador revoloteaba sobre él; había fallado una descarga de fuego láser. Siguió de largo unos cientos de metros y luego se volvió bruscamente, cambiando de rumbo con velocidad innatural. Disparó de nuevo desde lejos, una andanada de fuego láser que roció el HERC y lanzó metralla y trozos ardientes de metal en todas direcciones. Metralla caliente alcanzó a Mazer en el brazo y el hombro, y un ardiente trozo de metal le cayó sobre las piernas. Gritó. El dolor fue insoportable, intenso el calor. Presa del pánico, tiró de su pierna, desesperado por liberarse. Pero la pernera estaba enganchada en el metal y se lo impedía. Gritando, el cuerpo dominado por el dolor y la adrenalina, encontró fuerzas para sentarse, apartar el trozo de metal y liberar la pierna.
El deslizador pasó de nuevo por encima, pero Mazer no lo siguió con la mirada. Sabía que volvería. El fusil de asalto de Patu colgaba aún de su hombro. Se arrastró hacia él, reptando por el suelo. Una parte de Mazer quería pararse y dejar que sucediera lo inevitable, terminar con rapidez. Era mejor morir en un instante que sufrir una muerte lenta por una herida en el estómago. Sabía que no vendría ayuda. Sabía que no iba a sobrevivir. Sus heridas eran demasiado graves. Estaba perdiendo demasiada sangre.
Pero estaba su otra parte. El soldado. El guerrero. La parte forjada a base de ejercicios y maniobras, lemas y principios. Su parte más importante. Su parte testaruda, furiosa, maorí.
Extendió la mano hacia el fusil pero lo soltó. Estaba caliente, chamuscado en algunos sitios. La pantalla decía que todavía le quedaban trescientas balas.
Mazer se tendió de espaldas. En efecto, el deslizador volvía por una tercera pasada. La tierra a su izquierda explotó. Rocas, tierra, calor. Mazer lo ignoró todo. El terreno ante él explotó, bloqueando parcialmente su visión. Esperó un microsegundo a que la nube de escombros se dispersara y apretó el gatillo. El arma rugió, temblando en sus manos. No tenía fuerzas para sujetarla. Lo hizo de todas formas. Sintió las vibraciones como si lo estuvieran rompiendo en dos por dentro, como probablemente así era. Disparó una andanada continua de balas antiblindaje.
Los deslizadores no eran tan resistentes como los transportes de tropas. Las balas perforaron el fuselaje y se colaron en su interior con un violento rebote. El fusil chasqueó, vacío. El deslizador pasó de largo. Mazer volvió la cabeza para verlo continuar su camino, pero descendió rápidamente, se estrelló, rodó, y se llevó por delante media docena de árboles antes de detenerse finalmente. Mazer lo observó un instante más. Humeaba y crepitaba, pero no se movía, y no salió nada de su interior.
Soltó el arma. Presintió que entraba en shock e iba a perder de nuevo el conocimiento. Parpadeó, tratando de permanecer despierto, de concentrarse, de usar el tiempo que pudiera. Volvió la cabeza buscando el kit médico. Estaba allí, a su derecha. Extendió la mano, pero quedaba justo más allá de su alcance. No tenía fuerzas para acercarse.
Extendió de nuevo la mano, esforzándose.
Sus dedos rozaron el asa. Se estiró otra vez y ahora sus dedos alcanzaron el asa y acercaron el maletín. Le requirió un esfuerzo enorme. Sentía los ojos pesados y notaba que las fuerzas se le agotaban como una batería moribunda. Iba a morir desangrado si no restañaba la hemorragia de inmediato.
Pensó en Kim. Ella sabría qué hacer exactamente, cómo manejar eso. Se pondría en modo doctor, ese agudo lugar de su mente que tomaba las riendas cada vez que un trauma serio necesitaba una acción rápida y certera. La había visto hacerlo varias veces y se maravillaba de cómo podía desconectarse del mundo y moverse como una máquina programada. Ninguna duda, ninguna indecisión, solo seguir adelante. Jeringuilla, medicamentos, presión, equipo. Bum, bum, bum. Como un soldado. Ella había salvado incontables vidas de esa forma.
No podía salvar la suya ahora.
Forzó el cierre del kit para abrirlo. Le dio la vuelta y los componentes cayeron al suelo, permitiéndole verlo todo. Encontró el paquete que necesitaba. Se lo llevó a la boca, rasgó la esquina con los dientes y escupió el trozo desgarrado. Se subió la camisa y vertió el polvillo en la herida y sus alrededores. Quemó, y casi estuvo a punto de soltar el paquete. Pero aguantó y acabó de vaciarlo. A continuación cogió el gel para las heridas. Desenroscó el gran tapón y se echó gel en los dedos. Con cuidado, lo extendió por la herida. El anestésico funcionó casi inmediatamente, como una válvula de dolor de pronto reducida al nivel mínimo. No podía verse la herida del brazo y el hombro, y ya tenía insensible el brazo. Se untó más gel y lo esparció por toda la zona.
La venda se sellaba sola. Sacó el paquete. Trató de llevárselo a los dientes para abrirlo, pero las manos ya no le respondían. Las sentía pesadas y torpes, demasiado débiles para sujetar nada. El mundo se difuminaba por los bordes. Los sonidos del fuego y el viento se apagaban.
No quería dormirse. Si se dormía, no despertaría.
Pero el sueño tiraba de él, lo arrullaba, y en su mente vio a Kim arrodillada a su lado, meneando tristemente la cabeza. Lo siento, mi amor, parecía decirle. Esto está por encima de mis posibilidades.