14
India
El capitán Wit O’Toole salió de la tienda de mando y sintió el frío aire matinal del valle de Cachemira, a trescientos cincuenta kilómetros al oeste de la frontera china. Al este el sol empezaba a alzarse sobre el Himalaya, proyectando largas sombras sobre el valle y bañándolo de un brillo dorado. Pronto todo eso sería nieve, una densa alfombra blanca que cubriría el paisaje hasta el próximo verano. Pero por ahora eran empinados prados verdes y tupidos bosques de pinos que vivían su breve existencia antes de la llegada de las nieves. Era un espectáculo que Wit nunca se cansaba de ver. La Tierra en su forma más pura. Nada de industrias, ni edificios, ni gente. Solo montañas y verde y un río al fondo. Era impresionante y hermoso y merecía la pena luchar por ello.
Wit volvió a mirar las imágenes de su pad de muñeca. Tres sondas alienígenas en China. Descartó las imágenes y recuperó el botón que pondría en alerta a todos los miembros de su unidad y los llamaría a diana. Lo pulsó.
A su alrededor había veintidós tiendas en la falda de la montaña, muy juntas. Casi inmediatamente se produjo movimiento en su interior. Segundos más tarde los hombres empezaron a salir, despeinados, la ropa en desorden. Muchos iban descalzos. Pero todos estaban bien alertas y ansiosos de noticias.
Seis horas antes Wit les había ordenado que durmieran un poco. Ellos habrían preferido permanecer despiertos y ver las imágenes en directo de la nave alienígena en el espacio, pero ya llevaban despiertos treinta y seis horas y necesitaban descansar. Eran POM (Policías de Operaciones Móviles), la élite de las unidades de fuerzas especiales del mundo. Sin embargo, incluso soldados tan diestros y letales como ellos necesitaban dormir.
Los hombres se congregaron en torno a Wit, algunos vestidos solo con su ropa interior larga, abrazándose en el frío mañanero. Eran un grupo diverso. Cuarenta hombres de treinta países. Europeos, asiáticos, norteamericanos y sudamericanos, africanos, de Oriente Medio: todos escogidos de unidades de fuerzas especiales de sus respectivos países. Todos habían renunciado a sus antiguos rangos y uniformes y accedido a representar a sus países en una fuerza internacional donde todos eran iguales con una sola causa: impedir el sufrimiento humano, en cualquier parte del mundo.
A Wit le parecía una lástima que no hubiera ningún soldado chino entre ellos. Le vendría bien ahora. Había intentado durante años reclutar alguno en China, pero los militares de ese país siempre habían rechazado su oferta. Preferían ser independientes y no inmiscuirse en asuntos internacionales. O eso decía el memorándum oficial que Wit había recibido de China. No tendría acceso a sus soldados bajo ninguna circunstancia. Punto.
—Los alienígenas han hecho aterrizar tres grandes aparatos en China —dijo Wit. Sacó su holopad de la bolsa que llevaba al cinto, extendió sus cuatro antenas de proyección y encendió el holo. Una imagen de una sonda extraterrestre apareció en el aire. Los soldados del fondo se esforzaron en ver por encima de las cabezas de los que tenían delante.
A la izquierda de Wit había un camión de suministros. Se subió al guardabarros trasero para que todos pudieran ver mejor.
—En el holo no se nota —dijo—, pero estas sondas son enormes, más grandes que el estadio más grande del mundo. Cada una de ellas puede albergar a decenas de miles de soldados o vehículos de tierra o aire. Todavía no sabemos qué hay dentro. En este momento, están ahí plantadas. Han aterrizado hace muy poco.
—¿En qué parte de China? —preguntó Calinga—. Estamos cerca de la frontera.
—Muy lejos de aquí —respondió Wit—. En el sudeste, al norte de Guangzhou.
—¿Cuándo nos desplegaremos?
—No he solicitado órdenes a Strategos. Y no pienso pedirlas. De hecho, he cortado todas las comunicaciones con Strategos hace tres minutos.
Los hombres se miraron.
Strategos era el comandante supremo de la Policía de Operaciones Móviles. El general, por decirlo así. Excepto que, en vez de ser una sola persona, eran en realidad treinta. Veintidós hombres y ocho mujeres, cada uno de una nación diferente, y cada uno con un gran caudal de experiencia en operaciones secretas y de mantenimiento de la paz. Algunos habían sido jefes de agencias de inteligencia. Otros eran jerarcas militares todavía en servicio activo. Juntos planificaban las misiones de la POM y daban a Wit sus órdenes. Con la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, Strategos era un modelo de cooperación militar internacional, una fracción del tamaño de la OTAN y mucho más efectiva en operaciones a pequeña escala. Mientras la OTAN era un alarde de fuerzas, la POM era una fuerza relámpago, que entraba y golpeaba con fuerza y velocidad y salía antes de que el enemigo supiera qué había sucedido.
—¿Ha cortado las comunicaciones con Strategos? —dijo Calinga—. Lejos de mi intención decirle cómo tiene que hacer su trabajo, capitán, pero ¿no nos dificultará eso conseguir nuestras órdenes para desplegarnos?
—No recibiremos órdenes de despliegue —dijo Wit—. Aunque las líneas estuvieran abiertas, Strategos no nos enviará a China. Si llega alguna orden, será para que mantengamos la posición.
—¿Por qué? —dijo Deen—. Hay guerra en China.
—Precisamente por eso. China es una nación estable. Strategos no nos enviará sin el refrendo del Consejo de Seguridad de la ONU y la bendición del gobierno chino, y no es probable que ninguna de las dos cosas sucedan pronto, si es que suceden. China no pedirá ayuda.
—¿Por qué no? —preguntó Deen.
—Porque es China —contestó Wit—. Si las sondas se hubieran posado en Europa o Australia, ya estaríamos de camino. China será menos cooperativa. Querrán manejar esto solos. Aceptar ayuda sería una muestra de debilidad. Sus militares lo considerarían un insulto. No lo consentirán.
—Esto no es solo problema de ellos —dijo Calinga—. Es de todo el mundo.
—China no lo verá así. En todo caso, lo considerarán una oportunidad de reafirmar su fuerza. Si libran al mundo de unos extraterrestres invasores, de pronto serán la nación más fuerte de la Tierra. Todos se lo pensarán dos veces antes de cabrearlos.
—¿Quién es lo bastante estúpido para molestar a China de todas formas? —dijo Calinga.
—Estados Unidos habría hecho lo mismo. No quieren soldados extranjeros en territorio norteamericano. Les parece una pérdida de soberanía. Asusta a los civiles e implica que la nación que te ayuda es más fuerte que tú. Es una actitud egoísta y estúpida, pero así es el orgullo nacional. Dentro de un mes, cuando haya muerto un millón de civiles chinos, puede que sus autoridades lo reconsideren.
—¿Cree que será tan malo? —preguntó Lobo.
—Probablemente peor. Piensa en cómo abordamos el combate alienígena.
—Analizar antes de actuar y suponer intenciones hostiles —dijo Calinga.
—Así es. Y las intenciones hostiles son ya una conclusión atrasada. Arrasaron a miles de mineros espaciales y convirtieron en polvo espacial a un secretario de la ONU y varias lanzaderas de prensa. Podemos dar por hecho que no traen cestas con regalos en esas sondas.
—Pero ¿por qué ha cortado las comunicaciones con Strategos? —preguntó Calinga.
—Porque no quiero desobedecer una orden directa. Voy a entrar en China. Si no me dan la orden de permanecer aquí, entonces no estaré desobedeciendo.
—Obviamente no irá solo —dijo Deen—. Iremos con usted.
—No puedo ordenaros que hagáis eso. Solo puedo pedir voluntarios. Cruzar la frontera será difícil. Las relaciones entre la India y China no son una balsa de aceite. Las fronteras están bien vigiladas. No podremos llevar armas. Los chinos no nos dejarían pasar. Tenemos que cruzar como civiles. Adquiriremos armas y equipamiento cuando estemos dentro.
—¿Y qué haremos exactamente? —preguntó Deen.
—Aquello para lo que nos han entrenado. Libraremos una guerra asimétrica. En vez de ser nosotros los que tengan tecnología superior en el campo de batalla, seremos los guerrilleros sin apenas tecnología que intentan sabotear, interferir y golpear en puntos clave. Desmoralizaremos tanto al enemigo que querrán renunciar. Como el vietcong contra los norteamericanos, o Castro contra Batista, o los fedayines contra la Unión Soviética en Afganistán. Será necesaria una estrategia de combate distinta a la que estamos acostumbrados. Y tendremos que inventarla sobre la marcha e improvisar. Seguimos sin saber cuáles son las capacidades de los alienígenas.
—¿Cuarenta tipos contra todo un ejército alienígena? —dijo Deen—. No me malinterprete, me gusta una buena pelea, pero no es muy alentador.
—No estaremos solos —dijo Wit—. Todo lo que aprendamos sobre el enemigo, todas las tácticas de combate efectivas que desarrollemos, las compartiremos con los militares chinos. Si son listos, las llevarán a la práctica. Y nosotros estaremos observando a los chinos también. Si hacen algo que funcione, lo utilizaremos. Cuanto más nos ayudemos mutuamente, más efectivos podremos ser ambos.
—Creía que no querían nuestra ayuda —dijo Lobo.
—No pueden pedir ayuda. Oficialmente, no la quieren. Pero las tropas que estén en el fregado agradecerán contar con nosotros. Eso espero.
—¿Dónde conseguiremos suministros? —preguntó Calinga.
—¿Significa eso que te ofreces voluntario? —repuso Wit.
—Demonios, sí —respondió Calinga. Se volvió hacia los demás—. ¿Hay alguien que no sea voluntario?
Ninguno levantó la mano.
Calinga se volvió hacia Wit y sonrió.
—Creo que hay unanimidad. Pongámonos en marcha.
—Todavía no —dijo Wit—. Necesito dejar claro cuáles serán las consecuencias de esto. Si nos colamos en China, es probable que nos tilden de desertores y nos espere la corte marcial.
—Las consecuencias de cruzarnos de brazos podrían acarrear el fin del mundo —dijo Lobo.
—Tiene razón, capitán —dijo Mabuzza—. Iremos donde usted vaya.
—¿Y qué más da que nos lleven a la corte marcial? —preguntó Deen—. Es mejor que darle la espalda a la gente de China. Prefiero tener la conciencia tranquila como desertor que toda una vida sintiéndome culpable aun siendo un soldado de buena posición.
Los hombres expresaron entre murmullos su acuerdo.
—Muy bien —dijo Wit—. Veo que sois tan testarudos como yo. ¡Tenéis diez minutos para levantar el campamento! ¡Moveos!
Se movieron.
Nueve minutos más tarde, los vehículos arrancaban, dirigiéndose al paso de montaña que los llevaría a Srinagar. Wit y Calinga iban en la cabina del primer camión, con Calinga al volante y el capitán viendo las emisiones satélite de China en el monitor del salpicadero. Las sondas se habían atrincherado en el suelo. Había un aparato aéreo grabando desde todos los ángulos. Wit abrió su holopad. Un mapa del norte de la India apareció en el aire ante él. Un puntito marcaba su posición actual.
—Creo que nuestras posibilidades serán mejores si entramos en China desde Pakistán, por los montes Karakoram —dijo—. Aquí, en el Paso de Khunjerab.
—¿Pakistán? —dijo Calinga—. ¿Ahora tenemos que cruzar dos fronteras?
—Entrar en Pakistán no será ningún problema. Sigue estando en la región de Cachemira. Y la frontera entre Pakistán y China es mucho más laxa que la de la India y China. Además, el Paso de Khunjerab es un centro de comunicaciones importante. Hay mucho tráfico comercial. Camiones grandes. Transportes de todo tipo. Y aviones de carga en el lado chino. Pistas cortas. Vuelos peligrosos. Buscaremos un vuelo.
—¿Y los vehículos? —preguntó Calinga.
—Los dejaremos en Srinagar. Las carreteras son malas y el combustible es escaso en esa parte del oeste de China. Los tendríamos que abandonar de todas formas. Además, es difícil hacerse pasar por civiles cuando conduces camiones militares.
—¿Qué altitud?
—Cerca de los cinco mil metros.
—Hay que estar loco para aceptar un trabajo de piloto allí —dijo Calinga—. Los vientos de las montañas, las constantes tormentas, grandes aviones de carga… Estrellarse contra una ladera estará a la orden del día.
—Eso operará en nuestro favor —dijo Wit.
Calinga hizo una mueca.
—¿Cómo?
—Un piloto que acepta un trabajo así solo está interesado en una cosa: dinero. Y tenemos dinero.
Llegaron a Srinagar y encontraron un almacén donde dejar los camiones y suministros. Wit hizo que los hombres lo guardaran todo bajo llave, aunque dudaba volver a ver el equipo. Sus hombres iban todos en uniforme de faena, lo que los identificaba como soldados. Los camiones eran también nítidamente militares, lo que significaba que contenían tecnología valiosa. Y las armas militares en el mercado negro podían alcanzar un precio muy alto en Srinagar. Pakistán estaba solo a un paso. Afganistán no estaba mucho más lejos. «Diez a uno —pensó Wit—, a que este almacén sufrirá un robo en los próximos días, un robo que el dueño prepararía en secreto por una buena tajada de los beneficios».
Pero ¿qué podía hacer? Si se acercaban a la frontera como soldados, no tendrían ninguna posibilidad de pasar.
Dejaron el almacén llevando solamente sus artículos personales: holopads, pasaportes, comunicadores de radio, receptores satélite. Cosas pequeñas que no llamaban la atención.
Se dirigieron a un mercado callejero en busca de ropa. Los puesteros los llamaban a gritos, ofreciéndoles sus mercancías a precios imbatibles. Fruta, pescado, joyas, música pirata. Wit pasó de largo, ignorándolos.
Encontraron un puesto de ropa de hombre, pero los diseños no les convencieron. Demasiado pequeños y demasiado festivos. El tendero alzó un brillante par de pantalones y una kurta multicolor. Wit forzó una sonrisa. Si sus hombres y él aparecían en la frontera china vestidos con eso, los confundirán con una troupe de acróbatas.
—Necesitamos ropa sencilla —dijo.
El hombre sonrió y alzó un dedo.
—Ah. Sencilla. Esta es demasiado llamativa, ¿eh? Quizás esto sea más de su gusto. —Sacó una kurta amarillo brillante que le llegaba a Wit hasta las rodillas y dañaba la vista.
—No es mi estilo. ¿Hay una lavandería por aquí?
La sonrisa del comerciante se desvaneció: Wit ya no era un cliente potencial. Señaló con un dedo calle abajo y dedicó su atención a otra persona. Wit y sus hombres continuaron su camino. Cuando dejaron el mercado, la gente se los quedó mirando. Las madres cogieron a sus hijos y los retiraron de la calle. Los peatones se paraban a mirarlos con ojos entornados. Los viejos fruncían el ceño.
—No parece un barrio muy amistoso —dijo Calinga.
—Somos soldados —repuso Wit—. Los tenderos nos adoran porque los soldados tienen dinero. A los civiles les gustamos tanto como tener un agujero en la cabeza, que es lo que les hacen a veces los soldados en esta parte del mundo.
—¿Por qué una lavandería? —preguntó Calinga.
—Por la ropa, obviamente. Ropa usada.
—No podemos comprar la ropa de otro.
—Se puede comprar de todo si tienes dinero —dijo Wit—. Pero tal vez no tengamos que comprar nada. Las lavanderías también tienen ropa que nadie ha recogido. Camisas y pantalones que la gente olvida o no recoge. Y estamos cerca de la universidad. Así que tenemos más posibilidades de encontrar algo útil.
La lavandería estaba dos manzanas más adelante. El propietario, un hombre menudo, se hallaba sentado detrás del mostrador, viendo una transmisión satélite de las sondas en China. Oyó la campanilla de la puerta cuando Wit y sus hombres entraron, pero no apartó los ojos del monitor. Estaba absorto.
Wit esperó un momento y luego se aclaró la garganta. El hombre alzó entonces la cabeza, vio su número y tamaño, y sus ojos se abrieron de par en par, sorprendido.
—Necesitamos ropas —dijo Wit—. Para cuarenta hombres. Casi todos de tallas grandes. Cálidas y cómodas. Con muchos bolsillos, preferiblemente. Pagaremos bien y dejaremos los uniformes que llevamos puestos. Un buen intercambio. Probablemente la mejor venta que hará este año. Podría cerrar el negocio durante una semana después de que nos marchemos y seguiría ganando. Es decir, suponiendo que tenga lo que necesitamos.
El hombre tenía de sobra. Un almacén lleno. Había artículos no reclamados, sí, pero también nuevos. Género de contrabando, imitaciones chinas. Gruesos pantalones de camuflaje con montones de bolsillos, camisetas de algodón, calcetines, gruesas camisas y gorras de lana. Wit incluso encontró una gorra de béisbol de un conocido equipo de Estados Unidos. Wit odiaba el béisbol (un tipo tira una pelota, otro golpea, y otros veinte tíos permanecen allí mirando y escupiendo), pero aquella gorra era el tipo de complemento que llevaría un civil.
Tuvieron cuidado al mezclar el guardarropa. Las ropas civiles a juego podían parecer también uniformes. Así que no todo el mundo llevaba pantalones de camuflaje, y los que lo hicieron usaron colores diferentes, negro, caqui o azul. Las camisas eran también diferentes. Similares pero no idénticas.
Wit pagó al hombre en metálico y dejó una generosa propina. Se cambiaron entonces de ropa y dejaron los uniformes en una pila en el almacén. Wit dividió entonces los hombres en diez grupos de cuatro y les hizo seguir rutas diferentes hasta la estación de trenes. No le preocupaba que los vieran en la India: tenía todas las autorizaciones para estar allí. Pero ahora todo el mundo era un compañero de viaje potencial con destino a Pakistán, y era probable que los pasajeros sospechosos alertaran a las autoridades, cosa nada aconsejable.
Partieron. Wit lo hizo con Calinga, Deen y Lobo. Nadie los miró con recelo en todo el camino.
Compraron los billetes en grupos y cogieron el primer tren a Pakistán, cada grupo de cuatro hombres en vagones separados. Nadie les prestó atención. Todos a bordo del tren iban viendo las noticias de China en sus holopads.
Wit sacó el suyo y se puso a buscar en la red imágenes recientes de China. Eran más vídeos del primer aparato aéreo que llegó a la escena. Lo contempló. Sin embargo, el constante movimiento de la cámara situada en la parte inferior del aparato era un poco mareante. Wit estaba a punto de abandonar el vídeo y buscar otra fuente cuando algo en la pantalla llamó su atención. Pulsó la pantalla y rebobinó. El aparato se posaba e intentaba un rescate. Un soldado bajó para sacar a alguien de la montaña de fango. Un bebé o un niño pequeño. El soldado lo cogía en brazos y regresaba al aparato. Durante unos segundos pudo verse su rostro. Wit detuvo la imagen y se la mostró a Calinga, que iba sentado a su lado.
—¿No te suena?
—Es el maorí —dijo Calinga—. El que probamos.
—Mazer Rackham.
—¿Cómo ha llegado a China tan rápido?
—Debía de estar allí ya.
—¿Está trabajando con los chinos?
—No cuando se grabó esto —dijo Wit—. No puede ser. Los chinos no permitirían que un neozelandés hiciera un rescate como ese. No con todo el mundo mirando. ¿Salvar a un niño del desastre? Eso es el santo grial de las relaciones públicas. Si Mazer volara con los chinos, sería un soldado chino quien habría salvado al niño. Mazer les está estropeando el tinglado.
—¿Entonces quién va con él en el aparato?
—Ni idea —dijo Wit—. Pero no son chinos.