13

Supervivientes

El HERC se movía con rapidez, volando a cuatro mil metros de altura hacia la creciente nube de polvo que se alzaba en la distancia. Mazer amplió cuanto pudo la imagen en su VCA, pero seguía sin ver la sonda posada. Estaba oculta detrás de varias montañas.

—Patu, háblame. ¿Qué está pasando? Necesito una imagen satélite sobre esa sonda. Necesito vídeo.

—Lo estoy intentando —respondió Patu—. Toda la red se ha vuelto loca. Todo el mundo está conectando con los satélites que apuntan al sur de China. Solo capto fragmentos de información aquí y allá. Las tres sondas han aterrizado. Es lo que sé. Están separadas por unos trescientos kilómetros y forman una línea que empieza en la esquina sudeste de la provincia de Guangdong y cruza hasta la esquina nordeste de la provincia de Guangxi. Nos dirigimos a la segunda sonda. La primera se posó al este de la Reserva de Nangao en el condado de Luhe, a unos sesenta kilómetros al norte de la costa.

—¿Zona poblada?

—No en el punto de impacto, no. Es casi todo montaña boscosa. Hay varias aldeas cercanas. Algunos pueblos. Pero nada densamente poblado. En eso hemos tenido suerte.

—¿Qué está haciendo la sonda?

—Ahora mismo, por lo que puedo decir, no está haciendo nada. Está allí plantada.

—¿Y la segunda sonda?

—El lugar del impacto es un valle al sur de una población llamada Dawanzhen. Arrozales en su mayor parte. Varias aldeas se apiñan en esa zona. Tampoco está densamente poblado, pero desde luego hay más gente que donde ha llegado la primera. Es probable que haya víctimas.

Mazer se volvió hacia el piloto.

—Reinhardt, ¿cuál es nuestro TLP?

—Estaremos encima de esa cosa en menos de tres minutos. Lo que quiero saber es qué planeamos hacer una vez que estemos allí. No tenemos mucha potencia de nada, Mazer. Esto es un aparato de entrenamiento, ¿recuerdas? No llevamos cohetes. Tenemos unos cuantos cortadores y ya está, nada de apoyo aéreo pesado. Si nos metemos en un combate, podríamos tener problemas.

—No vamos buscando pelea —dijo Mazer—. Nuestro trabajo es la exploración y el rescate. Ayudar a la gente y descubrir todo lo que podamos de la sonda. Enviaremos imágenes en directo a Auckland y los chinos. Cuanto más sepan, mejor podrán prepararse. Patu, ¿qué hay de la tercera sonda?

—Mala pinta. Se posó ante una ciudad llamada Guilin en la ribera occidental del río Li. Población: dos con siete millones.

Mazer dio un respingo. Una población densa multiplicaba sus problemas por cien. No obstante, había aterrizado fuera de la ciudad: eso era un ligero consuelo. Al menos la sonda no se había posado en el centro.

—Fatani, busca canales de emergencia y noticias de esa ciudad y transmítelos a Auckland y al mando de la base. Intenta conectar con algún servicio sismográfico. Me imagino que cuando esa cosa se posó debió de parecer un terremoto. Puede que haya edificios caídos, servicios interrumpidos.

—Veré qué puedo encontrar. Pero no te ilusiones. No será fácil colarme en su sistema en menos de tres minutos. Y no te olvides de que todo está en chino.

—Haz lo que puedas —dijo Mazer. Conectó la radio—. Dragón Rojo, Dragón Rojo, aquí el capitán Rackham, ¿me reciben? Cambio.

La cabeza de Shenzu apareció en el holocampo. Parecía furioso.

—Capitán Rackham, dé inmediatamente la vuelta. No se acerque a las sondas extraterrestres. Repito, cambie de rumbo. Las sondas están en territorio chino. Eso las convierte en asunto nuestro, no suyo.

—Están en la Tierra. Eso hace que sean asunto de todos.

—Capitán, está usted volando en un aparato robado. No tiene ninguna autorización para estar en el espacio aéreo chino. Está violando las leyes internacionales. Su jefe en Auckland nos ha comunicado que le ha ordenado regresar a la base. Nosotros le hemos dado la misma orden. A menos que obedezca inmediatamente no tendremos más remedio que abatirlo. No permitiremos que provoque a las sondas y ponga en peligro a nuestros ciudadanos.

—Estamos intentando ayudar a sus ciudadanos —dijo Mazer—. Tenemos la segunda sonda justo delante. Puede que haya víctimas. Podemos estar allí en menos de dos minutos y proporcionar asistencia médica inmediata. No hay aeródromos ni bases cerca de aquí. Los medevacs tardarán un rato en llegar a esa posición. Somos lo mejor que tienen como apoyo de emergencia aérea.

—No es asunto suyo.

—¿Quiere que abandonemos a esa gente?

—Está usted pensando en un puñado de individuos, capitán Rackham. Yo pienso en toda China. Dirigir un aparato militar hacia esa sonda podría ser percibido como un acto de agresión y exacerbar la situación. Estamos intentando mantener la paz, y su flagrante insubordinación está amenazando nuestros esfuerzos. Tiene diez segundos para obedecer y cambiar de rumbo, o lo abatiremos desde el cielo.

Mazer atravesó el holocampo con la mano para hacer desaparecer a Shenzu. Luego parpadeó una rápida orden en su VCA para iniciar una cuenta atrás de diez segundos.

—Reinhardt, acércanos a tierra. Sigue el rumbo, pero mantennos bajos y usa la mayor cobertura.

Reinhardt puso el HERC a velocidad maniobrable.

—No seremos invisibles, colega. Es pleno día. Si nos están siguiendo por satélite, pueden lanzarnos un misil guiado de precisión y adiós muy buenas.

—Entonces ve más rápido.

Reinhardt hizo una mueca.

—¿Descender e ir más rápido? Son montañas boscosas, Mazer. ¿Quieres que nos estampemos contra ese acantilado?

—Entonces vuela lo más rápido y seguro que puedas. Cuanto más nos acerquemos a la sonda, mejores serán nuestras probabilidades con los chinos.

—¿No es más bien al contrario? —dijo Patu.

—Técnicamente, sí. Pero el mayor temor de los chinos es que provoquemos a los alienígenas. Si nos disparan cuando estemos cerca de la sonda, se arriesgan a que a los extraterrestres les parezca una provocación. Así que cuanto más nos acerquemos, más seguros estaremos. O eso espero. Dale caña, Reinhardt.

—Pareces inseguro —dijo Fatani.

—Estoy inseguro. Podría estar equivocado, pero creo que los chinos son muy listos.

—Lo sabremos dentro de tres segundos —dijo Patu.

La segunda cuenta atrás llegó a cero justo cuando el HERC se nivelaba tras rebasar una cima arbolada. El aparato voló recto durante un momento, luego la falda de la montaña empezó a descender hacia el valle. Reinhardt zambulló el morro del HERC, a ras del terreno. Cayeron por la ladera como el primer vagón de una montaña rusa. Mazer sintió que se elevaba ligeramente en su asiento y se tensó contra el arnés: el fondo del valle venía hacia ellos a un ritmo trepidante. Reinhardt ascendió en el último instante y todos volvieron a caer contra sus asientos. Mazer resopló y abrió los puños cerrados.

—Tranquilo —dijo Patu—. Te ha dicho más rápido, no suicida.

Reinhardt aceleró, aprovechando el llano valle para ganar velocidad.

—Son la misma cosa, Patu, mi reina del arroz. Lo mismito.

La siguiente montaña se acercaba con rapidez. Mazer escrutó el radar y los sensores de calor que mostraba su VCA. No vio acercarse nada.

—El cielo parece despejado.

—Eso no significa que estemos a salvo —dijo Fatani—. Por lo que sabemos, podrían haber disparado un misil desde Pekín. Puede que tarde un minuto en llegar hasta aquí.

—Y por eso exactamente no dispararán —dijo Mazer.

El HERC remontó bruscamente la falda de la montaña. Volaron en silencio, subiendo y cayendo con el paisaje, desviándose levemente del rumbo aquí y allá con la esperanza de evitar ser detectados, siempre escrutando el cielo alrededor, buscando amenazas inminentes. No llegó ninguna. Pasó un minuto. Luego dos.

—Parece que iban de farol —dijo Fatani.

—O han disparado algo que nuestros sensores no pueden detectar —dijo Reinhardt—, y que nos hará volar en cualquier momento.

—No tiene gracia —dijo Patu.

—Eh, si los chinos pueden crear un vehículo topo que taladra roca sólida, ya no me sorprende nada —replicó Reinhardt.

—¿Y si Shenzu tiene razón, Mazer? —preguntó Fatani—. ¿Y si sacudimos el avispero? Esta especie no sabe qué somos. Pueden pensar que somos un misil que les han lanzado. Podríamos empezar una guerra.

—La guerra ya ha empezado, a pesar de lo que quieran creer los chinos —dijo Mazer—. Si alguno de vosotros no está de acuerdo, que hable ahora. No puedo obligaros a continuar. Ya habéis oído al coronel. Nos ha dado órdenes directas. Si venís, casi con toda seguridad nos someterán a una corte marcial cuando esto haya acabado. Tenéis que saberlo. Vuestras carreras se habrán acabado. Si queréis retiraros ahora, decidlo y os dejaré aquí. Podéis decir que os obligué a venir. Eso va también por ti, Reinhardt. Si quieres dejarlo, dilo. Puedo pilotar este aparato si es preciso.

Reinhardt bufó.

—No sabes pilotar un HERC, Mazer. Mantenerlo en el aire y aterrizarlo cuando hace falta no es pilotar. Eso es conducir. Pilotar es lo que hago yo. Tú no eres ningún as.

—Todos estamos en el ajo, Mazer —dijo Fatani—. Nadie va a desertar. Pero Shenzu tiene razón: podríamos provocar una respuesta violenta.

—Es inevitable —respondió Mazer—. No vamos a abandonar a la gente en tierra. Patu, ¿ha habido suerte con el enlace satélite?

—No hace falta. Hemos llegado.

Reinhardt remontó la última montaña y la sonda apareció a la vista, un disco enorme y metálico envuelto en una nube de polvo. Mazer se quedó anonadado. Era más grande de lo que había imaginado. Un imposible de la ingeniería. Tenía tal vez sesenta pisos de altura y casi un kilómetro de ancho. La parte superior era lisa, brillante, levemente redonda. Pero el lateral era burdo, hecho de miles de placas de metal de diversos tamaños dispuestas de manera aparentemente aleatoria, como si los constructores no tuvieran ningún aprecio por la simetría o la estética.

Bajo la sonda había un anillo de tierra desplazada de varios metros de ancho, más alto cerca del aparato y desmoronado en los bordes, como si la sonda hubiera pisado un gigantesco pastel de chocolate y lo hubiera derramado en todas direcciones. No, no un pastel de chocolate. Una montaña. La sonda había aplastado una montaña pequeña o una colina grande, arrasándola y desplazando tierra y vegetación en un deslizamiento de lodo que había enterrado gran parte del suelo del valle.

—¡Patu! —gritó Mazer—. Conecta todas las cámaras externas y emite en directo a todos los satélites a que puedas acceder. Luego contacta por radio con Auckland y los chinos y diles que las sondas tienen escudos.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Patu.

—Porque así es como debe de haber aplastado la montaña. No puede haber sido la fuerza del impacto. La sonda se movía demasiado despacio cuando se posó. Y mira el paisaje. No hay evidencias de onda de choque, solo la muralla de tierra desplazada. Tiene que ser por los escudos.

—¿Y eso qué significa? —dijo Fatani.

—Significa que puede que no podamos hacerle daño aunque lo intentemos. Reinhardt, rodéala. Ayuda a Patu a capturarla desde todos los ángulos. Fatani, tú y yo buscaremos supervivientes. Hay un arrozal al norte. Probablemente había gente trabajando cuando llegó esta cosa. Mira allí primero.

Mazer le dio una sacudida a su arnés para asegurarse de que estaba tenso y luego parpadeó la orden para abrir su puerta. Una ráfaga de viento y polvo entró en la cabina. Se asomó todo lo que le permitían sus correas y miró hacia abajo, ampliando la imagen con su VCA.

El deslizamiento de lodo era un manto marrón, con árboles rotos y los restos de casas destruidas asomando aquí y allá a través del barro. La devastación era total. Si había supervivientes, no serían muchos. Mazer activó su escáner termal, pero la pantalla no mostró nada prometedor. Si había gente atrapada bajo el barro, no podía verlos.

Alzó la cabeza y miró más al oeste, hasta el borde del deslizamiento de lodo. Allí vio un cadáver. Yacía boca abajo en el agua de un arrozal, los brazos extendidos, medio sumergido, sin moverse. Mazer no pudo distinguir si se trataba de un niño o un adulto, pero, fuera como fuese, ya no podía recibir ninguna ayuda.

Siguió mirando al oeste y vio una aldea en la falda de una montaña vecina, a un kilómetro de distancia. Unas cuantas personas salían corriendo de sus casas para bajar al valle, presumiblemente en busca de seres queridos que estaban trabajando en los campos. El resto de los aldeanos subía por la montaña, huyendo en dirección contraria, lejos de la sonda, los brazos cargados de exiguos suministros.

Mazer volvió a contemplar los arrozales, escrutando a izquierda y derecha. Supuso que era mejor ceñirse al borde del deslizamiento de lodo. O incluso justo más allá. Allí era donde tenía más probabilidades de encontrar a alguien con vida.

Entonces lo vio.

Un árbol grande cerca del borde, medio enterrado, las ramas rotas. Debajo, justo en el borde del corrimiento de barro, sobresalían un par de piernas huesudas y descalzas. La cabeza y la parte superior del torso parecían enterradas. Por un momento Mazer estuvo seguro de que era un cadáver, asfixiado bajo la montaña de lodo y escombros. Entonces las piernas se movieron.

—¡Hay alguien! —gritó—. Ordenador, marca esta posición.

La IA del HERC fijó el sitio que estaba mirando Mazer y colocó un icono localizador en las piernas. Las coordenadas se introdujeron en el ordenador y la imagen del superviviente fue compartida con el equipo.

—Lo veo —dijo Reinhardt. Hizo virar el HERC hacia la derecha—. ¿Cómo vamos a sacarlo?

—Suéltame al lado —dijo Mazer—. Le daré una máscara de oxígeno y luego usaremos los espolones para levantar el árbol y sacarlo de ahí. Patu, ten preparado el kit médico.

Un sonido ensordecedor llenó el aire. Metal crujiendo, chirriando, rechinando. Una máquina tan grande como una ciudad cobrando vida.

—¿Qué es eso? —dijo Fatani.

—Da la vuelta —ordenó Mazer.

Reinhardt hizo girar el HERC hasta que estuvieron de nuevo de cara a la sonda. Se quedaron flotando a cien metros de distancia, con una clara visión de su parte superior, observando.

El ruido era insoportable. Penetrante, dolorosas puñaladas de volumen. Mazer quiso quitarse el casco y cubrirse los oídos con las manos.

Entonces, en un instante, todo cambió. La sonda empezó a girar como una peonza en el sentido de las agujas del reloj. Rápida pero serena, como si estuviera sobre agua en vez de en tierra y piedra.

—¿Qué está haciendo? —gritó Patu.

La sonda ganó velocidad zumbando como una turbina, levantando arena y escombros. Pequeñas nubes de tierra y piedra aplastada picotearon el parabrisas del HERC.

—¡Llévanos más alto! —ordenó Mazer.

No hizo falta que lo repitiera. Reinhardt tiró del mando y se elevaron fuera del alcance de la lluvia de tierra.

La sonda era un destello de movimiento. El sonido era peor que antes, agudo y chirriante. Mazer podía sentirlo en los dientes. Miró hacia el oeste. La gente que corría hacia los campos desde la aldea se desplomaba gritando, incapaz de permanecer en pie, la tierra sacudiéndose bajo ellos.

—Está cavando en el suelo —dijo Fatani.

Era cierto. La sonda se estaba enterrando, hundiéndose más y más, rociando el valle de tierra y grava como si fuera granizo. ¿Es esta su arma?, se preguntó Mazer. ¿Causar terremotos? ¿O cavará con sus escudos para atravesarnos, abriendo un agujero por el centro de la Tierra como una bala a través del cerebro?

Mazer volvió a mirar el valle. Los aldeanos caídos se encogían en el suelo, cubriéndose con los brazos mientras les llovía tierra y piedras. Los aldeanos que subían por la montaña no tuvieron mejor suerte; tropezaban, caían, soltaban sus posesiones, pugnando por agarrarse y no precipitarse rodando por la pendiente.

Mazer gritó por encima del rugido y señaló a los aldeanos que recibían aquella lluvia sólida en el valle.

—¡Reinhardt! Llévanos ahí abajo con esa gente.

Reinhardt viró el HERC y se lanzó directamente al maelstrom de tierra. Pegotes de escombros golpearon los costados y el techo del aparato. Fatani y Mazer cerraron las puertas, protegiéndose. Una roca golpeó con fuerza la ventana de Reinhardt, y una telaraña de medio metro de ancho se dibujó en ella.

—¡Allí! —gritó Mazer, señalando un puñado de mujeres que se acurrucaban.

Reinhardt aceleró.

—¡Patu! —gritó Mazer—. Ayúdame a subirlas a bordo.

El HERC se enderezó y se posó junto a las mujeres, usando el costado como escudo contra la lluvia de tierra. Mazer y Patu salieron y ayudaron a las mujeres a subir. Para alivio de Mazer, ninguna se resistió: prácticamente saltaron al interior. Fatani les hizo sitio y les dijo dónde sujetarse. En cuestión de segundos, cerraron las puertas y el HERC despegó de nuevo. Permanecieron a poca altura y rescataron a cuatro personas más en otras tres paradas. Un hombre tenía una fea herida en la cabeza, donde lo había alcanzado una piedra. Estaba aturdido y en estado de shock, y tenía la cara cubierta de sangre. Patu le sujetó la cabeza mientras Fatani vendaba la herida.

—Elévanos —ordenó Mazer—. No veo a nadie más, y es todo lo que podemos cargar.

—¿Adónde vamos? —preguntó Reinhardt.

—Al norte, más allá de la cordillera. No muy lejos. Esta gente tendrá que contactar más tarde con otros de su aldea. Los dejaremos en algún lugar seguro y luego volveremos a buscar más.

—Necesitamos un hospital.

—Necesitamos mucho más que eso.

Reinhardt salvó el risco con brusquedad. Las mujeres de atrás se agarraron unas a otras, gritando, sus cuerpos ensangrentados y sucios, las ropas hechas jirones. Aquello parecía el fin del mundo. Mazer habría querido llevarlas a un centro médico donde atendieran sus heridas y las calmaran, pero ¿qué opción tenía?

Reinhardt encontró un claro al otro lado del risco y posó el aparato. Patu abrió la puerta, y Fatani y ella sacaron al hombre de la cabeza vendada y lo depositaron suavemente sobre la hierba. Las mujeres lo siguieron. La sonda estaba a más de un kilómetro de distancia, pero el chirriante sonido era tan fuerte que Mazer tuvo que gritar para que lo oyeran. Habló en mandarín, la voz tensa y autoritaria, para no ser puesto en duda.

—Vamos a volver a por más gente. Quédense aquí y permanezcan juntos. Ayúdense unos a otros. Volveremos.

Una de las mujeres de la aldea se arrodilló junto al hombre herido, sustituyendo a Patu y Fatani. Patu sacó más vendas y analgésicos del kit médico, se lo dio a las mujeres y luego siguió a los demás de vuelta al HERC. Segundos más tarde volvieron a despegar y remontaron de nuevo la montaña.

Una vez más, la sonda apareció a la vista. Girando, chirriando, cavando como una perforadora. Dos terceras partes del aparato estaban ya hundidas en el suelo. Mazer conectó otra vez sus escáneres térmicos y se asomó a la ventana, escrutando el valle en busca de más supervivientes. Entonces, como si hubieran pulsado un interruptor, el ensordecedor ruido empezó a disminuir, como si unas turbinas gigantes se estuvieran deteniendo.

—Está frenando —dijo Reinhardt.

Mazer se volvió hacia la sonda. Era cierto. Los giros se ralentizaban. Los detritus lanzados no ganaban tanta altura. Caían cada vez más bajos mientras los giros continuaban menguando. Entonces, como un trompo en sus últimas rotaciones, la sonda giró unas veces más y se detuvo, estableciéndose firmemente en la tierra mientras el ruido se apagaba.

Mazer comprendió qué estaba haciendo.

—Es una fortaleza —dijo—. Estaban excavando. Literalmente. Anclando su posición y preparándose.

—¿Para qué? —preguntó Reinhardt.

—Para lo que sea que haya dentro de esa cosa.

Permanecieron flotando un momento, observando.

No sucedió nada.

Un árbol cerca de la sonda captó la atención de Mazer, reavivando un recuerdo. Las piernas.

—Reinhardt —dijo—. Vira de nuevo al oeste. Recupera las coordenadas del primer superviviente que vimos.

El HERC torció al oeste. Mazer se asomó, escrutando, súbitamente temeroso de haber llegado demasiado tarde. Entonces lo vio. Allí, en el mismo lugar, estaba el árbol. Solo que ahora las piernas no asomaban. Había un hombre de pie junto al muro de barro, apoyándose en el tronco expuesto del árbol, herido o agotado o ambas cosas.

—¡Allí! —señaló Mazer.

—Lo veo —dijo Reinhardt e hizo descender rápidamente el HERC.

No había terreno liso para aterrizar entre los arrozales, así que lo detuvo sobre el más cercano al anciano y se quedó flotando. Mazer se quitó el casco y saltó del aparato, hundiéndose hasta las rodillas en fango del arrozal.

El anciano era pequeño y calvo y estaba cubierto de barro, los ojos espantados, las mejillas marcadas de lágrimas. Parecía tener setenta u ochenta años. Mazer no entendía cómo había sobrevivido.

—Mi nieto —dijo el anciano, señalando el árbol—. Está atrapado ahí. Puedo alcanzar su mano, pero no puedo sacarlo. Por favor. Dese prisa.

—¿Dónde?

El anciano se agachó y señaló un hueco en el barro bajo el árbol caído. Mazer se puso a cuatro patas en el agua lodosa y echó un vistazo. El agujero era pequeño: no podía ni meter los hombros. Tampoco pudo ver nada en la oscuridad. Se soltó la linterna de la sujeción y apuntó al interior. Había un niño, unos dos metros más allá.

Mazer se volvió hacia el anciano.

—¿Cómo se llama el niño?

—Bingwen. Pero dese prisa. Tiene el brazo roto.

Mazer metió la cabeza en el agujero y proyectó la luz sobre su propio rostro para que el niño pudiera verlo.

—Bingwen. Me llamo Mazer Rackham. Vamos a sacarte.

El niño volvió la cabeza hacia él. Parecía débil.

Mazer se volvió hacia el HERC.

—Patu, lánzame la pala.

Patu desenganchó una pala plegable y la lanzó al barro del arrozal junto a él. Mazer la cogió.

—Tráeme una máscara de oxígeno y el cable de la polea también. —Conectó la radio que llevaba al cuello—. Reinhardt, prepara los espolones. Vamos a tener que retirar el árbol con cuidado.

Mazer cogió la pala y trabajó con rapidez, excavando alrededor del agujero y haciéndolo más ancho sin tocar el lodo que había sobre el árbol. El niño se hallaba en una pequeña burbuja protectora gracias a las gruesas ramas que tenía encima, y Mazer tuvo que andarse con precaución para no causar una avalancha y enterrarlo vivo.

Patu regresó con el cable y el oxígeno.

Mazer se envolvió el cable alrededor de la cintura.

—Si cede cuando yo entre, usa el cable para tirar de mí.

—Eso podría partirte en dos. Déjame que entre yo. Soy más delgada.

Tenía razón. Era la elección más lógica, pero Mazer no quería que corriera el riesgo.

—Lo tengo puesto ya —dijo—. Ten preparado el kit médico.

Se abrió paso con la pala a través del lodo. La tierra cedía fácilmente. Cuando fue lo bastante grande, entró en el agujero arrastrándose hasta la cintura, llevando en una mano la máscara de oxígeno.

—Bingwen. ¿Puedes oírme?

El niño lo miró, parpadeó como si acabara de despertar y, para sorpresa de Mazer, habló en inglés.

—¿Mi abuelo está bien?

—Está aquí fuera. Vamos a sacaros a los dos de este lugar. Pero primero necesito que te pongas esta mascarilla sobre la boca. Quiero que inspires con fuerza unas cuantas veces cuando la tengas puesta, ¿de acuerdo?

Mazer colocó la máscara de tamaño adulto sobre la cara del niño y conectó el oxígeno. Bingwen inspiró débilmente. Luego lo hizo otra vez, más fuerte. Luego una vez más, para llenarse los pulmones. El color regresó lentamente a su cara. Parpadeó de nuevo, reconociendo dónde se hallaba.

Mazer se sacó el punzón del bolsillo, encendió la linterna y pasó el foco por encima del niño y luego de sí mismo.

—Reinhardt, te estoy enviando nuestra posición. Cuando traigas los espolones, asegúrate de evitarnos.

—Os veo. Quedaos quietos y no habrá problema. Los espolones están preparados.

—Adelante —dijo Mazer—. Tira si puedes.

Hubo un movimiento a izquierda y derecha de Mazer cuando las puntas de los espolones se clavaron en la tierra, agarrando al árbol. El niño aferró la mano de Mazer y cerró los ojos. Los espolones se movieron, arañando y tensando su presa. Llovió barro. Bingwen volvió la cabeza. Mazer se inclinó hacia delante, protegiendo la cara del niño.

Entonces todo el árbol se alzó y se retiró, las ramas oscilando, quebrándose, derramando tierra. La luz del sol inundó el agujero. Bingwen parpadeó ante la luz.

Patu lo atendió con el kit médico en un instante. Mazer cogió el Med-Assist que Kim le había dado y examinó el brazo del niño. Había una fina fractura en el radio inferior. Mazer escaneó de nuevo para asegurarse y sonrió.

—Tu brazo se pondrá bien, Bingwen. La teniente Patu va a darte algo para el dolor, luego te pondremos una férula. ¿Has llevado alguna vez una férula?

—No.

—Te encantará. Es como tener un músculo gigante en el brazo.

Patu preparó una jeringuilla, frotó un punto en el brazo del niño, y administró la dosis. Bingwen dio un respingo. La medicación ejerció su efecto rápidamente. Mazer pudo ver que el niño se relajaba, como si un nudo en su interior se estuviera soltando. El anciano, junto a ellos, observaba todos los movimientos.

—Llevémoslo al HERC —dijo Mazer. Cogió en brazos al niño y sujetó su frágil cuerpo contra su pecho. Casi no pesaba nada.

Bingwen dio un respingo y se acunó en el brazo.

Reinhardt acercó el HERC. Los espolones ya habían sido retirados y el árbol yacía a un lado.

Patu ayudó al anciano a subir a bordo, y Mazer y Bingwen los siguieron. Fatani cerró la puerta tras ellos y se elevaron de nuevo, dejando el valle atrás.

Mazer colocó con cuidado a Bingwen en el suelo y lo aseguró con una correa. Patu se arrodilló junto a él. Cogió el brazo del niño y lo limpió con una gasa.

—¿Cuál es la situación de la sonda? —preguntó Mazer.

—No hay movimiento —respondió Fatani—. Todo está tranquilo. Pero si se estremece siquiera, el mundo entero lo sabrá. Todas las cadenas importantes están transmitiendo nuestras imágenes en directo.

—Bien. Que las cámaras sigan rodando.

Patu sacó un molde de férula de su bolsa. Era largo y fibroso, para un adulto. Cogió unas tijeras del kit médico, calculó a ojo la longitud del brazo de Bingwen y cortó la férula hasta dejarla de su tamaño. Entonces, moviéndose despacio para no agitar el brazo, metió la mano de Bingwen dentro.

—Ahora levanta un poco el brazo y podré colocar esto en su sitio. Eso es, recto, así.

Deslizó la férula por el brazo, deteniéndose justo por debajo del hombro. Entonces tiró de la anilla. La férula se infló, moldeándose en el brazo. Luego el exterior fibroso se tensó y se quedó rígido. Un pitidito indicó que la férula estaba en su sitio.

—¿Qué tal? —preguntó Patu.

Bingwen agitó tentativamente el brazo.

—Pesa. —Entonces el niño abrió mucho los ojos y trató de sentarse—. ¡Alto! Tenemos que regresar. Mis amigos Hopper y Meilin están todavía allá abajo. Den la vuelta, por favor. Tenemos que volver.

Mazer intercambió una mirada con Patu.

El anciano se acercó y rodeó a Bingwen con un brazo.

—Acuéstate, niño.

—No, abuelo. Tenemos que rescatarlos. Tenemos que hacerlo. —El niño parecía desesperado, los ojos inundados de lágrimas, la mano ilesa aferrada a la sucia camisa del viejo—. Hopper y Meilin, abuelo. Hopper y Meilin.

El anciano sacudió tristemente la cabeza, abrazó al niño y lo atrajo hacia sí. Bingwen hundió el rostro en el pecho de su abuelo y empezó a llorar.

Mazer se sintió impotente. Había otras dos personas allá abajo. Niños, probablemente. Pero ¿dónde? No había visto a nadie cerca del árbol. Y sus escáneres tampoco habían detectado a nadie. Quiso acercarse al niño, calmarlo, decirle que sus amigos habían escapado a tiempo, que se habían librado del deslizamiento de lodo. Pero sabía que no era verdad. La cara del anciano decía lo mismo.

—Capto aparatos acercándose por el noroeste —dijo Reinhardt—. Helicópteros y aeronaves VTOL. Doce en total. Todos medevacs del ejército.

—Ya era hora —rezongó Fatani.

Mazer sabía que venían por las imágenes que estaban transmitiendo. Venían a por ellos, por lo que le estaban enseñando al mundo. Las imágenes en vídeo que el HERC estaba tomando de la sonda y los aldeanos en peligro habían obligado a los chinos a actuar. El mundo entero estaba mirando. En sus hogares por todo el planeta, las familias contemplaban horrorizadas cómo los granjeros chinos gritaban y huían del ataque de la sonda. Pero ¿dónde estaba el ejército chino?, se preguntarían los televidentes. ¿Dónde estaban los servicios de emergencias? ¿Dónde estaba la ayuda? ¿Por qué no estaba China haciendo más?

Mazer no les había dejado opción. Tenían que actuar y ayudar o enfrentarse a una pesadilla de relaciones públicas.

Como siguiendo una indicación en el momento justo, Shenzu apareció en el holocampo. Su actitud fue completamente distinta a la de antes.

—Capitán Rackham. Se le felicita por seguir nuestras órdenes tan eficazmente y ayudar a los heridos tal como le pedimos que hiciera. China agradece sus labores de rescate. Nosotros, naturalmente, hemos estado haciendo lo mismo con las otras sondas.

Está actuando para las cámaras, pensó Mazer. Le está cubriendo las espaldas a China por si acaso estamos emitiendo también por radio. Mazer le siguió el juego, ansioso por hacer lo que fuera con tal de mantener la ayuda china en camino.

—Gracias por llegar lo antes posible. Tenemos heridos. ¿Dónde los llevamos?

—Hay un risco al nordeste. En su cima hay un viejo granero. Lo utilizaremos como hospital provisional. Le envío las coordenadas.

Hubo un pitidito y los datos aparecieron en el holocampo.

Reinhardt hizo un gesto con el pulgar, indicando que tenía las coordenadas. Luego dirigió al HERC hacia el nordeste.

—Buena suerte —dijo Shenzu. Y desconectó el holo.

—Tal vez no nos fusilen, después de todo —dijo Reinhardt.

—Cruza los dedos —repuso Mazer.

Volaron unos tres kilómetros hasta alcanzar las coordenadas. El granero eran dos edificios, uno de ellos un granero de verdad y el otro una ancha choza que probablemente era la granja. Ambos estaban hechos de bambú y paja y madera local, gastados y consumidos por el sol. Una ráfaga fuerte de viento parecía capaz de derribarlos, pero al parecer eran más fuertes de lo que aparentaban. Se alzaban en un amplio promontorio de terrazas de arrozales cubiertos de agua. Al sol de la mañana, el agua brillaba, haciendo que las terrazas parecieran gigantescas escaleras de cristal. El viento que soplaba era ligero y fresco y libre de polvo, y traía consigo los dulces olores verdes de la jungla al oeste. A la derecha una bandada de gorriones se lanzaba hacia el valle. Todo se veía tranquilo y apacible y parecía a un mundo de distancia de la sonda.

Reinhardt posó el HERC entre los dos edificios, en una carretera de acceso. Una vieja camioneta, con la capota levantada, estaba aparcada cerca, oxidada y abollada, cubierta por las enredaderas. Una reliquia muerta.

El granero estaba a la derecha. Tenía tres paredes, abierto por delante, con dos búfalos de agua atados junto a unas balas de heno. Burdas herramientas de mano y útiles de labranza colgaban de clavos en el interior.

Mazer bajó y cogió a Bingwen en brazos. Patu se adelantó hasta la casa y llamó a la puerta. No respondió nadie. La puerta no estaba cerrada. Mazer entró con el niño. La casa estaba vacía. Una sola habitación, de veinte metros cuadrados, sin ningún mueble. Olía a humo, viejo y polvo. En la pared del fondo, unos boquetes que hacían de ventanas ofrecían una vista del valle.

Mazer depositó a Bingwen en el suelo de hormigón y le dijo que no se moviera.

El abuelo le dio profusamente las gracias. Mazer advirtió cuánto le costaba andar con las vendas que le rodeaban el pecho.

—Está usted herido.

El anciano se encogió de hombros.

—Soy viejo. Las dos cosas van juntas.

Mazer regresó al HERC para recoger el Med-Assist. Volvió, retiró las vendas del anciano y le escaneó el pecho.

—Dos costillas fracturadas.

—Eso podría habérselo dicho yo sin necesidad de ningún chisme —refunfuñó el anciano.

Mazer sacó un puñado de pastillas del kit y se las tendió.

—Tómeselas para el dolor.

El viejo las rechazó.

—Estaré bien.

Mazer cogió la mano del hombre y cerró los dedos arrugados en torno a las pastillas.

—Sus manos están agarrotadas por la artritis. Probablemente le arde el pecho cada vez que respira. Estas pastillas facilitan la curación y le ayudarán a descansar. Su cuerpo necesita ambas cosas. Ahorre fuerzas para cuidar a Bingwen. No discuta. Y tome las pastillas.

Mazer vació las raciones de alimentos de sus bolsillos y sacó dos bolsas de agua del kit de emergencia.

—Con esto deberían aguantar hasta que lleguen los médicos.

El anciano lo aceptó con los ojos húmedos, y asintió en señal de agradecimiento.

—¡Mazer!

Era Patu, gritando desde el HERC.

—¡Tenemos que irnos!

Mazer salió de la casa y subió a bordo. Reinhardt despegó antes de que tuviera tiempo de abrocharse el arnés.

—La sonda —dijo Patu—. Se está abriendo.