12
Lodo
—Ya casi hemos llegado, abuelo. No deberíamos descansar ahora. Mira, se pueden ver las escaleras de la aldea desde aquí. Un kilómetro como mucho. Vamos, te ayudaré.
Bingwen extendió la mano, pero el abuelo la apartó.
—¿No te han enseñado nada tus padres, niño? ¿Tan poco significan tus mayores para ti? Si digo que necesito descansar, descansaré, y ningún niño, por muy pariente mío que sea, me llevará la contraria.
Murmuró algo entre dientes, una maldición tal vez, y se apoyó pesadamente en su bastón, gruñendo y haciendo muecas mientras intentaba sentarse en el suelo. Le fallaron las fuerzas justo cuando llegaba, y cayó de costado con un golpe sordo. Otro respingo. Otra maldición. Entonces exhaló profundamente, como si el aire que llevaba en los pulmones tan solo aumentara su carga y se alegrara de librarse de él.
Después del caos de la noche, la mañana parecía extrañamente normal. El sol apenas había salido hacía media hora, pero ya había grupos de personas en los arrozales de todo el valle, inclinados sobre los brotes, trabajando, charlando, haciendo sus labores como si la noche anterior hubiera sido un mal sueño. Sin embargo, había menos gente que de costumbre, advirtió Bingwen. Y aquellos a los que les pudo ver la cara eran todos mayores, encorvados y arrugados como el abuelo, con sus sombreros picudos de paja y sus ropas descoloridas por el sol.
—Le dijiste que no te dejara descansar, Ye Ye Danwen —dijo Hopper—. Llevas horas diciéndolo. No es justo que lo reprendas por hacer exactamente lo que le ordenaste.
El abuelo blandió el bastón, no con intención de golpear a Hopper, pero sí lo bastante rápido y con la fuerza suficiente para asustarlo y hacer que retrocediera. El pie malo del niño cedió y este cayó al suelo, casi dentro del arrozal más cercano.
—Ya basta —dijo el abuelo—. Llevas toda la noche parloteando y estoy harto. Vete a casa.
Hizo un amplio gesto con la mano, como despidiendo a Hopper.
El niño puso los ojos en blanco cuando el abuelo no miraba, se sacudió la ropa y fue a sentarse junto a Meilin, que estaba en cuclillas en un terraplén cercano, hurgando con un palo los brotes de arroz.
Hopper tenía razón, naturalmente. El abuelo le había dicho a Bingwen varias veces durante la noche que no le permitiera volver a sentarse. «Mantenme en movimiento —había dicho—. Duele demasiado volver a levantarse».
Y eso había intentado Bingwen cada vez que el abuelo hacía ademán de sentarse: instarlo a continuar, suplicar, tirar de él, recordarle el dolor que le esperaba cuando volviera a levantarse. Pero en todas las ocasiones el abuelo había gruñido y maldecido para acabar sentándose de todas formas.
Y una hora y pico más tarde (porque siempre tardaba todo ese tiempo, no importaba cuántas veces lo instara Bingwen a levantarse), el abuelo se esforzaba por incorporarse, sus huesos crujían y lo lastimaban tanto que le pedía disculpas por ser viejo y necio y decía: «Por favor, por favor, no dejes que vuelva a sentarme».
Era enloquecedor. Detenme, Bingwen. No me detengas, Bingwen. Haz lo que te digo, Bingwen. No hagas lo que te digo, Bingwen. El niño daría cualquier cosa por tener un vehículo o un deslizador.
El abuelo empezó a tumbarse en el suelo y él se acercó a ayudarlo, cogiéndolo por debajo de los brazos y bajándolo con cuidado.
—Hay gente en los campos, abuelo. Busquemos a alguien que pueda llevarte el resto del camino.
—Tengo dos pies, niño. Déjame usarlos. No seré una carga para ningún hombre.
Claro, no serás una carga para ningún hombre, pensó Bingwen, pero sí para mí.
Al instante se sintió avergonzado por su insolencia. Era el abuelo quien había creído su aviso de los extraterrestres cuando ningún otro adulto lo había hecho, el abuelo quien lo había ayudado a hurtar latas de comida y sacos de arroz y enterrarlo todo en la tierra, el abuelo quien le había enseñado a construir la escalera de bambú para entrar en la biblioteca hacía muchos años. Siempre el abuelo.
Bingwen pensó en echar a correr hacia la aldea y traer a su padre. Pero entonces se le ocurrió que eso enfadaría a su progenitor. No tendría que habernos dejado, se dijo. Tendría que haber venido con nosotros después de llevar a mamá a casa.
No, si su padre no venía por propia voluntad, Bingwen no iría en su busca.
Hopper y Meilin se reían, acosando con un palo a una rana que escapó de un salto y se sumergió en el agua.
Bingwen se levantó y se acercó a ellos.
—Ha vuelto a dormirse. Deberíais iros los dos a casa. Vuestras familias estarán muy preocupadas. El abuelo y yo seguiremos solos.
—¿Y qué hago yo en casa? —dijo Hopper—. ¿Recibir unas collejas por llegar tarde? No, gracias.
—Te dije que te fueras a casa hace horas. Tendrías que haberme hecho caso.
Hopper se encogió de hombros.
—Esto es divertido.
—¿Divertido? —Bingwen quiso sacudirlo—. ¿Arrastrar al abuelo por todo el valle es divertido? Te estás comportando de manera estúpida y testaruda, Hopper. Los dos. Estáis aquí perdiendo el tiempo riendo y gastándoos bromitas. Tendríais que estar en casa, ayudando.
Hopper se puso en pie.
—¿Ayudando a hacer qué? Dijiste que estábamos bien, Bingwen. Dijiste que no iba a pasar nada. Dijiste que es un mundo grande y nosotros somos una parte diminuta.
Bingwen pudo sentir que su rostro enrojecía de furia y sus ojos se llenaban de lágrimas. Todo aquello era demasiado: la estúpida y vieja osamenta del abuelo, los alienígenas, su padre que no venía, el frío de la noche y Hopper riendo…
—Te lo dije en el tejado para que no lloraras, Hopper. Lo dije para ayudar. Lo cual es más de lo que tú estás haciendo por mí. Toda la noche habéis estado riendo y contando chistes y jugueteando con palos, como si esto fuera un juego. ¿No os dais cuenta de lo que está pasando? ¿No os dais cuenta del peligro que corremos? Hay criaturas ahí arriba, monstruos con fauces y garras flotando sobre nosotros como arañas, y vosotros saltáis y reís y perseguís ranas como si estuviéramos en una fiesta de cumpleaños.
Hopper lo fulminó con la mirada.
—Oh, vaya amigo que eres. Voy contigo a la biblioteca, robo por ti, me congelo el culo aquí fuera para que no estés solo, y así me das las gracias. —Le dio un empujón en el pecho—. Estás cabreado porque Meilin se lo está pasando mejor conmigo que nunca contigo.
Bingwen parpadeó. ¿Qué? ¿Meilin? ¿Qué tenía eso que ver con Meilin? Pero entonces vio que las mejillas de la niña se ruborizaban antes de darse la vuelta y lo comprendió. ¿Por qué no lo había visto antes? Durante toda la noche Hopper y Meilin se habían quedado rezagados, se habían perseguido el uno al otro y se habían hecho cosquillas y reído y habían parecido ajenos a Bingwen y el abuelo. Aquello le había molestado, pero no por las razones que Hopper creía. ¿De verdad pensaba que Bingwen estaba…? ¿Qué? ¿Celoso? ¿Cómo podía Hopper imaginar siquiera por un instante que ellos dos podían ser algo más que primos?
—¿Sabes una cosa? —dijo Hopper—. Me voy a casa. Prefiero que mi padre me pegue un coscorrón a que me grite e insulte alguien que creía que era mi mejor amigo.
Se dio media vuelta y se alejó cojeando.
Bingwen abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada. ¿Qué podía decir? ¿Que lo lamentaba? ¿Que no pretendía ofenderlo? ¿Que agradecía que Hopper hubiera venido? ¿Que Hopper era de verdad su mejor amigo y que era él, Bingwen, quien actuaba como un idiota? Sí, diría todo eso.
Alguien gritaba en el valle. Voces frenéticas.
Bingwen se volvió. A lo lejos, algunos trabajadores señalaban al cielo, gritando. Los ojos de Bingwen miraron y vieron una bola de fuego en el cielo. Ardiendo en la atmósfera.
Era la nave. La nave bajaba hacia ellos.
Corrió hasta el abuelo, se arrodilló a su lado y lo sacudió.
—¡Despierta! ¡Abuelo! ¡Despierta!
El anciano se agitó, desorientado.
Bingwen miró de nuevo al cielo. La nave, aunque lejos, seguía cerniéndose sobre ellos. Parecía a baja altura, pero Bingwen sabía que era por efecto de la curvatura de la Tierra. Todavía estaba alta en el cielo. Tenían unos segundos.
Sacudió de nuevo al abuelo.
—¡Levántate!
—¿Qué… qué pasa? —preguntó el anciano, recuperándose.
—¡Ya viene!
Bingwen señaló. El abuelo miró, los ojos como platos.
Bingwen quiso gritarle a Hopper y Meilin que huyeran, pero ¿adónde? Si la nave alcanzaba la Tierra con la fuerza de un asteroide, todos morirían. Todo quedaría arrasado. La onda de choque los mataría al instante.
Hopper se había parado en seco y miraba al cielo estúpidamente. Meilin estaba a su lado, demasiado asustada para moverse.
El abuelo trató de levantarse, pero dejó escapar un grito y volvió a caerse.
Bingwen miró hacia atrás. El terraplén. Estaban descansando en el puente de tierra entre dos arrozales. Tenía que llevar al abuelo al otro lado, lejos de la nave. Agarró con fuerza al anciano por las axilas y tiró. El abuelo chilló, pero a Bingwen no le importó. Tiró, esforzándose, rechinando los dientes, arrastrándolo trabajosamente hacia el terraplén. Bingwen advirtió que no se movían con la rapidez necesaria. Necesitaba ayuda.
—¡Hopper! —gritó.
El otro niño no respondió ni se movió.
Bingwen se esforzó por seguir tirando, afianzando los pies en el suelo para impulsarse. No iba a conseguirlo. La nave iba a aplastarlos.
La miró. El fuego en la parte delantera había desaparecido: había dejado atrás la estratosfera, la tenían justo encima, creciendo por segundos, tan grande como una aldea, como diez aldeas, como veinte.
Meilin gritaba.
Bingwen tiró. El abuelo aulló de dolor. Hopper era una estatua.
Entonces los alcanzó el sonido. Un sonido como nada que Bingwen hubiera oído en su vida. Como el rugido de un motor y el grito de un mono y el chillido de mil seres diferentes a la vez, tan grave y resonante que sacudió la tierra.
Cinco segundos para el impacto.
Bingwen gritó, tiró del abuelo, encontrando fuerzas que no tenía, lo hizo resbalar y luego volvió a tirar de él. Entonces rodaron los dos por el terraplén, dando vueltas, en medio de un agitar de brazos y piernas. Llegaron al agua, Bingwen se sumergió y el sonido ensordecedor se apagó. Se apoyó en el fondo, se irguió y salió de nuevo a la superficie. Una mano lo agarró y lo derribó contra el terraplén. El abuelo.
Bingwen miró hacia arriba. Hopper y Meilin no se habían movido. Eran estatuas. Petrificados de miedo.
—¡Hopper! ¡Meilin!
Pero no podía oírse nada por encima de aquel fragor, que de pronto explotó en un ruido cien veces más fuerte cuando aquello golpeó la tierra cerca, y el mundo se estremeció tanto que Bingwen pensó que se había roto en pedazos. Una oleada de aire y tierra y agua se extendió por todo el valle, y Hopper y Meilin desaparecieron, y el lodo y la negrura y los escombros cayeron y enterraron vivos a Bingwen y al abuelo.
Dolor.
Nadaba en los límites de la conciencia de Bingwen. Distante al principio, difuso, desenfocado. Entonces lentamente las tinieblas se aclararon, se despejaron, y el dolor se hizo agudo. De pronto fue penetrante, ardiente.
Abrió los ojos y gritó, despierto, consciente. Su brazo. Algo le estaba aplastando el brazo. No podía ver. Lo rodeaba la oscuridad. Estaba en una cueva. No, una cueva no, una bolsa de aire, enterrado en lodo y tierra. Había ramas y árboles encima, bloqueando gran parte del sol y protegiéndolo de más tierra y escombros. ¿Cómo era posible? ¿Cómo estaba bajo un árbol? No había árboles en los campos.
¿Dónde estaba el abuelo? Volvió la cabeza. La rama de un árbol le aplastaba el brazo. Trató de soltarlo, pero el dolor lo apuñaló como una descarga eléctrica, dejándolo sin aliento. Inspiró y volvió a gemir. Tenía roto el brazo izquierdo. Nunca se había roto un hueso antes, pero supo que se trataba de eso. Retorció el cuerpo, tratando de extender el brazo derecho para quitar la tierra de debajo del atrapado y liberarlo, pero el movimiento le causó otra punzada que le hizo aullar de nuevo.
Permaneció tendido de espaldas, respirando entrecortadamente.
—¿Abuelo? —musitó—. ¡Abuelo! —dijo más fuerte.
—Aquí.
La voz sonó débil pero cercana. Bingwen alzó la cabeza y miró alrededor. Por todas partes había sombras y tierra y ramas de árboles.
Una rama a su izquierda se movió.
—¿Bingwen? —Voz ronca y dolorida.
—Aquí. Estoy aquí.
La rama se movió de nuevo y esta vez emergió una mano cubierta de lodo que se extendió, palpando. Bingwen alargó el brazo sano y agarró la mano del abuelo, que le aferró la suya.
—Estoy aquí, niño. Estoy aquí.
Bingwen no lo pudo evitar: las lágrimas brotaron de lo más hondo de su ser. Trató de contenerlas mordiéndose el labio inferior, pero se abrieron paso y en cuestión de segundos estuvo sollozando y temblando y empeorando el dolor del brazo.
—¿Estás herido? —preguntó el abuelo.
—Sí —consiguió responder—. Creo que me he roto un brazo.
—Voy a sacarte.
—¿Cómo? Apenas podías moverte antes.
—Tu abuelo no es tan débil como parece.
Era mentira, y Bingwen lo sabía.
—Voy a conseguir ayuda —dijo el abuelo.
La mano del anciano soltó la suya, se retiró.
Bingwen intentó volver a cogerla.
—¡No! No me dejes.
La mano del abuelo volvió a agarrar la suya.
—Vuelvo enseguida, Bingwen. Te lo juro por el nombre de mi padre.
La mano trató de retirarse de nuevo, pero Bingwen la agarró con fuerza esta vez, impidiéndolo.
—Espera. Por favor, no te vayas. Yo… tengo miedo. —Se odió a sí mismo por reconocerlo, sintió la vergüenza como una bofetada. Pero era verdad. Podía sentir la oscuridad, no solo verla, como si fuera un desconocido tras él, dispuesto a atacar. Iba a morir allí, lo sabía. Si soltaba la mano del abuelo iban a morir los dos. Quedaría aplastado por el árbol y el lodo y la oscuridad.
El abuelo le dio un apretón en la mano para tranquilizarlo.
—Puedo llegar a la aldea. Regresaré con tu padre.
—No. —Bingwen se llenó de pánico—. No puedes. No podías andar.
—Entonces me arrastraré. No te dejaré bajo este…
Pero el resto quedó interrumpido porque entonces el rugido ensordecedor de una máquina rasgó el mundo como un trueno y la tierra se estremeció como si hubiera un centenar de terremotos. Bingwen apretó la mano del abuelo y gritó.