11
HERC
Mazer dudaba de poder localizar a los miembros del NZSAS, pero igualmente fue a su oficina para intentar contactar con ellos. Era noche cerrada y el edificio de administración estaba oscuro y desierto. El holoescritorio estaba encendido y esperándolo, mostrando imágenes de soldados chinos en uniforme de combate. Mazer pasó la mano por el campo y las imágenes desaparecieron, sustituidas por un menú de caracteres chinos. La base no tenía traducción al inglés, pero Mazer conocía suficientes caracteres para hacer funcionar el aparato. Pulsó los comandos y esperó.
El icono de la estrella giró en el campo, indicando que el enlace estaba llamando a Auckland. Mazer lo había intentado hacía horas, pero la red estaba demasiado congestionada entonces. Intentarlo ahora, momentos después de que la nave espacial disparara a las lanzaderas de noticias y esencialmente declarara la guerra a la raza humana, sería con toda probabilidad una pérdida de tiempo: todos los enlaces seguros del ejército neozelandés estarían ahora en uso.
Para su sorpresa, sonó un timbre y un técnico de comunicaciones neozelandés apareció en el holocampo. Era joven, de unos dieciocho años, y parecía exhausto.
—Comunicaciones NZ —dijo—. Está conectado. Identifíquese. Cambio.
—Capitán Mazer Rackham solicitando contacto inmediato con el coronel Napatu en Papakura. NZSAS.
—Un momento, señor. —El técnico se puso a manipular unos controles fuera de la imagen.
Mazer lo observó. No está exhausto, advirtió, sino asustado, aterrado porque el mundo que creía conocer, un mundo donde nada cuestionaba nuestra posición en la cima de la cadena alimenticia, acaba de ser arrojado al desagüe.
El técnico terminó lo que fuera que estaba haciendo.
—Lo siento, capitán. El coronel Napatu no está accesible. ¿Le paso con la centralita del SAS?
—Sí, por favor.
—Un momento.
El muchacho desapareció. El icono de la estrella regresó. Mazer esperó diez minutos. Finalmente, el sargento mayor Manaware, el ayudante del coronel Napatu, respondió. Antes de que Mazer pudiera decir una palabra, Manaware dijo:
—Sus órdenes son mantener su posición, capitán.
El holocampo trinó, y un memorándum del coronel Napatu apareció en forma de icono en el campo. Una orden firmada, sin duda.
Mazer resopló para conservar la calma.
—Sargento mayor, si el SAS se despliega, mi equipo tiene que participar. Nadie conoce los HERC como nosotros.
—Capitán, sé que se siente frustrado, pero el coronel tiene diecisiete equipos de asalto repartidos por todo el planeta, y ahora mismo no tenemos los medios para traerlos a todos a casa. Y aunque lo hiciéramos, el coronel le está pidiendo a todos que permanezcan en sus puestos. No sabemos a qué nos enfrentamos, y aún no estamos en guerra. La nave alienígena continúa en órbita geosincrónica. No vamos a poner las carretas en círculo todavía. El coronel Napatu está reunido con el almirante y otros jefes de unidad en este momento. Mientras tanto, vea los servicios de noticias y permanezca informado.
—Es precisamente eso. Ya no podemos ver las noticias. Después de que la nave alienígena destruyera las lanzaderas de noticias, los chinos bloquearon todo acceso público a las redes. Estamos a oscuras. No tenemos ni idea de lo que está pasando. Creo que los chinos intentan impedir que cunda el pánico, pero es probable que eso empeore las cosas.
—Entonces contacte con nosotros por la centralita cada pocas horas. Le mantendremos informado.
—Normalmente no puedo comunicar. Es un milagro que haya contactado ahora. Solicito permiso para mantener abierta esta línea.
—Negativo. Necesito todas las líneas disponibles. Si no puede contactar con nosotros, entonces use sus receptores para acceder a uno de nuestros satélites.
—Tampoco podemos. Los chinos solo permiten acceder a sus propios satélites. Bloquean todo lo demás. Ha sido así desde que llegamos.
Manaware empezaba a impacientarse.
—Entonces hable con los chinos. Aunque hayan bloqueado el acceso público, los militares seguirán teniendo acceso a los servicios. Pídales que los mantengan informados.
—Sí, pero…
—Capitán, tengo veinte holos en cola para atender. Discúlpeme.
Cortó.
Mazer trató de volver a conectar con la centralita, pero no pudo. Esperó diez minutos, lo intentó de nuevo en vano y acabó dando un puñetazo sobre la mesa. Desconectó la máquina, cerró los ojos, y resopló. El SAS no iba a sacarlos de allí. Y ahora su equipo y él estaban aislados del mundo, justo cuando necesitaban información en tiempo real.
Pulsó el memorándum que le había enviado Manaware y lo abrió. Lo repasó rápidamente y vio lo que esperaba: sigan adelante, continúen con su misión, les mantendremos informados, bla, bla, bla.
No podía seguir así. El mundo sabía desde hacía once días que aquella nave venía, y ¿todo lo que querían era esperar? No actuemos, decía todo el mundo. Esperemos a ver qué pasa. Observemos la nave alienígena, a ver qué hace.
Bueno, ¿sabéis una cosa, genios? «Esperar a ver qué pasa» es lo mismo que «esperar a que nos vuelen en pedazos». ¿De verdad creían las Naciones Unidas que todo el caos en el Cinturón era culpa de los mineros? Y ahora los extraterrestres acababan de desintegrar al secretario de Asuntos Alienígenas. Un payaso, sin duda, pero el hombre era emisario de la raza humana. Estas criaturas, fueran lo que fuesen, cogieron nuestra banderita de paz y se mearon encima.
¿Y qué hace el SAS? ¿Ordenaban a Mazer y su equipo regresar a casa a toda velocidad y se preparaban para lo peor? No. Nos dejan aparcados en China y nos piden que sigamos tan panchos con nuestros ejercicios de entrenamiento.
Mazer se levantó y regresó a los barracones. Sabía exactamente cómo respondería el mundo. Los chinos se mantendrían apartados de cualquier acuerdo de coalición y dirían que su primera prioridad era la protección de su propio pueblo. En otras palabras, China se preocuparía solo por China. Los rusos seguramente se retirarían también, aunque por motivos diferentes. ¿Por qué ayudar a Estados Unidos y otras superpotencias a preservar sus fuerzas? ¿Por qué no dejar que los alienígenas aplasten a la coalición? Eso les vendría bien a los rusos. Su ejército era ahora más débil que nunca. Les encantaría ver que todos los demás se ponían a su nivel.
Mazer entró en el barracón y encontró a su equipo esperándolo.
—¿Lograste comunicar? —preguntó Fatani.
—¿Qué ha dicho el coronel? —quiso saber Reinhardt.
—Callaos —dijo Patu—. Dejadlo hablar.
—Hablé con Manaware —informó Mazer—. Nuestras órdenes son quedarnos aquí.
—¿Quedarnos aquí? —se asombró Reinhardt—. ¿Es una broma? Acaban de volar al maldito séquito de recepción.
—El coronel está reunido. Si las órdenes cambian, nos avisarán.
—Bueno, pues cojonudo —dijo Reinhardt—. ¿Y qué se supone que tenemos que hacer cuando esos bichos empiecen a volar ciudades? ¿Seguir aquí sentados comiendo nuestro arroz?
—Ves demasiadas películas —dijo Patu—. Nadie va a volar ninguna ciudad.
—¿Y tú cómo lo sabes? —replicó Reinhardt—. Voló esas lanzaderas en un pispás. Y con un solo cañón. A saber la capacidad de destrucción que tiene.
—¿Por qué nos mantienen aquí? —se preguntó Fatani—. Tendríamos que estar en casa, preparados para desplegarnos.
—Estoy de acuerdo —dijo Mazer—. Pero Manaware dice que ahora mismo no hay medios para llevarnos a casa. Hay demasiadas fuerzas de choque en misión. Sería una pesadilla logística.
—Somos el ejército —dijo Patu—. Somos expertos en logística.
—Es una cuestión de recursos. Somos un puñado de soldados en un ejército muy grande. No van a distraer una parte de las fuerzas aéreas en recoger a unos cientos de soldados. Somos una gota en el mar. Esos cazas están en alerta y podrían ser necesarios en cualquier momento.
—Entonces que nos dejen volver a casa por nuestra cuenta —dijo Fatani—. Que no nos ordenen quedarnos aquí. ¿No pueden enviarnos un avión? Vale. Volveremos sin ayuda de nadie.
—Esas no son nuestras órdenes —dijo Mazer.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Patu.
—Primero, recabar datos —respondió Mazer—. Necesitamos visualizar esa nave.
Patu sacudió la cabeza.
—Lo he intentado. —Señaló la holopantalla y los dos receptores satélite que había emplazado sobre trípodes—. Tengo tres parabólicas en el tejado ahora mismo, y no captan nada. Los chinos siguen bloqueando los otros satélites y silenciando los servicios públicos.
—¿Y la radio de onda corta? —propuso Fatani.
—Ya lo he intentado. No puedo captar nada útil. La base está rodeada de granjas de arroz. No es exactamente un hervidero de radios piratas.
—¿Y no puedes sortear los bloqueos? —le preguntó Mazer a Patu.
—Si supiera qué aparatos están utilizando y dónde se encuentran, probablemente podría descubrir cómo desmontarlos. Pero no tengo nada.
—¿Entonces estamos en una burbuja? —dijo Reinhardt.
—Es como si estuviéramos en el siglo dieciocho —dijo Fatani.
—El bloqueo probablemente está localizado —dijo Patu—. No pueden cubrir China entera. Seguramente solo es para uso militar. Si tuviera que hacer una suposición, diría que solo cubre los límites de la base y unos cuantos kilómetros a la redonda.
—Entonces, si salimos de la base y emplazamos nuestras parabólicas, ¿podríamos establecer un enlace? —preguntó Mazer.
Patu se encogió de hombros.
—Tal vez. No puedo estar segura hasta que lo intentemos.
—Los chinos nos tienen acuartelados —dijo Fatani—. No podemos salir de la base.
—¿A quién le importan las normas? —dijo Reinhardt—. Esto es una emergencia internacional. Yo digo que carguemos un HERC y despeguemos.
—Si cogemos un HERC, se nos echarán encima —razonó Mazer—. Dejadme hablar con el capitán Shenzu. Tal vez nos permita enlazar con sus comunicaciones militares.
—Y tal vez me salga un cerdo del sobaco y cante el himno nacional —dijo Reinhardt—. Tendrán toda clase de datos clasificados en esas comunicaciones. No nos dejarán acercarnos ni a diez metros.
—Preguntar no nos hará daño. ¿Dónde están todos los jefazos ahora?
—Reunidos en el edificio de comunicaciones —dijo Fatani—. No tenemos acceso.
—Entonces llamaré a la puerta —dijo Mazer.
Cruzó el patio hasta el edificio de comunicaciones. La puerta era de acero macizo. Mazer encontró una piedra entre los matorrales y golpeó el metal. Resonó con fuerza por todo el patio. Siguió golpeando durante cinco minutos hasta que un guardia abrió la puerta y le gritó que parara.
—Que venga el capitán Shenzu y pararé.
El guardia se negó. Mazer empezó a golpear de nuevo. El guardia intentó quitarle la piedra de la mano. Mazer le puso una zancadilla y lo sentó de culo en el suelo. Entonces volvió a golpear la puerta.
—Muy bien —dijo el guardia, poniéndose en pie—. Iré a buscarlo. Pero pare.
Mazer tiró la piedra y le dirigió al hombre una sonrisa amistosa.
Shenzu llegó dos minutos después.
—Estamos a oscuras —dijo Mazer—. Necesitamos informarnos. Dejen de bloquear las transmisiones y permítannos acceder a nuestros propios satélites, o permítanos acceder a sus transmisiones militares. Como cortesía de un soldado a otro.
—Me temo que no es posible, capitán Rackham. El Comité Central ha dado órdenes estrictas de cómo ha de ser difundida la información. Esperamos que vuelvan a transmitir al público pronto. Mientras tanto, los mantendremos informados.
—No me sirve. No queremos datos filtrados que se nos entreguen cuando sea conveniente. Queremos datos sin censurar en tiempo real. Mi equipo y yo nos lo merecemos. Esa nave es una amenaza para nuestro pueblo tanto como para el suyo.
—Entonces use el enlace de su oficina.
—Ya no puedo contactar. Hay demasiado tráfico.
—Eso es un asunto de sus propios militares, capitán Rackham, no de los míos. Le aseguro que intentaremos mantenerlos informados.
Antes de que Mazer pudiera responder, Shenzu dio media vuelta y se marchó, haciendo un gesto con la cabeza a los dos guardias que lo acompañaban, que se quedaron. Cerraron la puerta de metal y esperaron fuera, mirando a Mazer, retándolo a que empezara a golpear de nuevo. Los dos eran corpulentos, aunque Mazer calculó que podría derribarlos fácilmente. Pero ¿qué conseguiría con eso?
Regresó a su oficina y probó de nuevo con su holoescritorio. No logró comunicar. Lo intentó cinco veces más, en vano. La nave podía estar avanzando hacia la Tierra en ese mismo instante, pensó. Podía estar sucediendo ahora mismo. Podía estar dirigiéndose a casa, con los cañones preparados. Pensó en Kim, sentada en su despacho, viendo los noticiarios, desprotegida. Se levantó y regresó a los barracones, tratando de parecer tranquilo.
—Shenzu dice que nos mantendrá informados.
—No me lo creo —dijo Reinhardt.
—Démosle el beneficio de la duda.
Esperaron tres horas, pero no llegó ninguna noticia de Shenzu. Mazer repasó una y otra vez la escena mentalmente. La nave de las Naciones Unidas desintegrada. Las lanzaderas de noticias rompiéndose en pedazos, los gritos de la tripulación. Pensó de nuevo en Kim. Vio los brillantes destellos de luz atravesando su edificio, desintegrando su despacho. Era su imaginación, lo sabía. Kim estaba a salvo. El mundo era grande. Si la nave alienígena atacaba, no iría a Nueva Zelanda. La isla era un objetivo demasiado insignificante. Esperó otra hora, pero no pudo aguantar más. No podía quedarse allí sentado sin hacer nada. Ordenó a su equipo que lo siguiera.
—Patu, coge el receptor y el transmisor satélite. Todos los demás, id a por vuestras cosas. Vamos a coger un HERC.
Diez minutos más tarde cruzaban la pista del aeródromo donde estaban aparcados los HERC. Se movieron con rapidez y no vieron a nadie. Subieron a un HERC, introdujeron sus cosas, se abrocharon los arneses y despegaron.
—Al este, pegado al suelo —dijo Mazer—. Solo nos apartaremos unos kilómetros de la base. Con suerte habremos salido de la zona de bloqueo.
Reinhardt viró hacia el este y aceleró, volando a escasos metros por encima de la pista.
—¿Crees que nos seguirán?
—A estas alturas sabrán que hemos despegado, pero tardarán unos minutos en reunir una tripulación. Ya estaremos lejos para entonces. Patu, ¿puedes quitar el rastreador?
Ella se soltó el arnés y avanzó hacia la proa.
—Mientras aquí el piloto estrella pueda mantenernos firmes.
Se puso una banda con luz en la cabeza, cogió varias herramientas y se tumbó de espaldas bajo el salpicadero. Cuando llegaron al final del aeródromo, Reinhardt elevó el HERC unos metros para remontar la verja y luego continuó hacia el este a campo traviesa. Diez segundos más tarde Patu salió de debajo del cuadro de mandos con una cajita. Se la entregó a Mazer y regresó a su asiento.
Se dirigieron al norte otros dos kilómetros antes de que Mazer señalara un prado.
—Apárcanos allí y deja las lentes de gravedad funcionando.
Reinhardt viró a la izquierda, descendió y detuvo el HERC a un metro del suelo. Mazer abrió la puerta y dejó caer la caja rastreadora en un grueso matorral, esperando no dañarla. Cerró luego la puerta, bajó el visor y recuperó el mapa en su VCA. Seguían dentro de la base, y ningún otro HERC había despegado todavía. Aún tenían la ventaja de su parte.
—Llévanos al nordeste, al río —dijo—. Rápido. Tenemos que distanciarnos de la caja.
El HERC se elevó y salió disparado en esa dirección. La base tenía unos diez kilómetros cuadrados, la mayor parte llanuras que no proporcionarían mucha cobertura. El río, sin embargo, con su pantalla de árboles y las estrechas paredes del valle les proporcionaría un escondite decente.
—Patu —dijo Mazer—. Prepara ese receptor satélite. Quiero recibir datos en cuanto estemos libres de sus bloqueadores.
—Suponiendo que podamos librarnos de ellos —dijo Fatani—. No tenemos ni idea de cuál es su alcance.
—Los chinos no van a invertir dinero y equipo para colocar interceptores en las granjas —dijo Mazer—. Creo que Patu tiene razón. Si nos alejamos lo suficiente de la base, detectaremos algo.
Reinhardt remontó una colina y descendió rápidamente al valle fluvial. Aún estaba oscuro, pero la aplicación de visión nocturna de sus cascos les permitía verlo todo con claridad. El HERC se zambulló entre los árboles directamente sobre el río. Usando el agua como carretera, Reinhardt los llevó hacia el norte, serpenteando por el meandro del río. Dos veces tuvo que elevarlos rápidamente cuando el follaje era demasiado espeso para atravesarlo. En otra ocasión tuvo que saltar para evitar un puente.
—Eh —se quejó Patu—. ¿Por qué no avisas de los saltos? Estoy sujetando equipo sensible aquí atrás.
Reinhardt le dio a la barra de control una leve sacudida, haciendo que el HERC se agitara y Patu se meneara en su asiento.
—Gracioso —dijo Patu—. Muy gracioso. ¿Dónde prefieres mi bota, Reinhardt? ¿En el culo o en los dientes?
—En un panecillo con mostaza, por favor.
Patu sacudió la cabeza.
Siguieron dirigiéndose hacia el norte por el valle fluvial otros cinco minutos y de repente llegaron a los cultivos de arroz. Ninguna verja marcaba el final de los límites de la base, pero la diferencia en el paisaje no podía haber sido más clara.
—¿Algo, Patu? —preguntó Mazer.
—Todavía nada.
—Al nordeste —indicó Mazer a Reinhardt—. Mantén los ojos abiertos en busca de un lugar con una buena elevación donde podamos esconder el HERC. En cuanto Patu consiga una señal clara, aterrizaremos.
La cabeza del capitán Shenzu apareció en el holocampo sobre el salpicadero.
—Capitán Rackham. Hagan el favor de volver al aeródromo inmediatamente. No están autorizados para utilizar propiedades del gobierno. Desconectar la caja rastreadora es un delito grave. Por favor, por su propia seguridad, regresen al aeródromo. Si no obedecen, nos veremos obligados a emprender acciones para recuperar nuestra propiedad. Repito, nos veremos obligados…
Mazer desconectó el holocampo.
—¿Patu?
—Estoy en ello. Todavía ninguna señal. Pero el bloqueo se debilita cuanto más nos alejamos. Eso es bueno.
—Continúa.
—¿Qué vamos a hacer si conseguimos una señal y no está sucediendo nada? —preguntó Reinhardt—. ¿Y si esa nave está ahí aparcada en el espacio sin hacer nada? No podemos quedarnos aquí mirando eternamente.
—Hay un par de opciones —respondió Mazer—. Cuando nos quedemos sin raciones, podemos devolver el HERC a la base y enfrentarnos a la furia de los chinos, quienes, en el peor de los casos, nos arrestarán y encarcelarán de por vida, o, en el mejor, nos expulsarán del país.
—Ojalá nos echen, ya que nos llevarían a casa —dijo Reinhardt—. Pero como también nos enfrentaríamos a una corte marcial, nos degradarían y humillarían al llegar a Auckland, tampoco es que me haga demasiada gracia. ¿Otras opciones?
—Volaremos hacia el sur hasta el mar de China Meridional —dijo Mazer—. Dejaremos el HERC en algún lugar de la costa donde pueda ser recuperado y luego buscaremos pasaje de vuelta a Nueva Zelanda.
—Donde al momento nos someterán a corte marcial, nos degradarán y humillarán —dijo Reinhardt—. ¿Opción C?
—Te casas con Patu —dijo Mazer—. Nos compramos unos arrozales y vivimos entre los campesinos. Yo pasaré por ser el hijo guapo e inexplicablemente mayor e inexplicablemente oscuro de dos padres blancos, y Fatani será vuestro búfalo de agua que arará con vosotros los campos bajo el ardiente sol.
—¿Puedo pegarle a Fatani con un látigo? —preguntó Reinhardt.
—Por supuesto. Pero él también puede morderte y cagar donde quiera.
—¿Por qué no soy yo quien se casa con Patu? —terció Fatani.
—Porque tienes el tamaño de un búfalo de agua —dijo Reinhardt—. Todos debemos actuar según nuestros tipos.
—Prefiero casarme con un búfalo de agua de verdad que con ninguno de vosotros —dijo Patu.
Fatani se echó a reír.
—Tus palabras me indignan, Patu, reina de los arrozales —dijo Reinhardt.
Patu puso los ojos en blanco, y Reinhardt viró levemente al este, hacia una cadena de colinas cubiertas de desbordantes junglas tropicales. El aire estaba cargado de olor a flores y vegetación en descomposición.
El HERC se posó suavemente y Reinhardt desconectó las lentes de gravedad. Hubo una leve sacudida cuando la gravedad normal entró en acción, y el aparato se hundió unos centímetros en el suave suelo de la jungla. Nadie habló ni se movió. Permanecieron allí sentados, observando sus VCA.
Esperaron media hora. No sucedió nada. Salieron del HERC y se estiraron. Mazer ordenó que durmieran por turnos. Dos permanecerían despiertos y otros dos dormirían en turnos de dos horas.
Una mano sacudió a Mazer para despertarlo. Había amanecido. La luz del sol moteaba el suelo a su alrededor, brillando a través del follaje.
—Está pasando algo —dijo Fatani.
Mazer se puso el casco y conectó su VCA. Allí apareció la nave alienígena. Solo que ahora las estrellas a su alrededor titilaban, como el calor que surge del asfalto bajo el sol de verano. Al principio pareció que era un defecto de la transmisión. Entonces la nave empezó a rotar, apartando el morro de la Tierra, y Mazer comprendió: la nave estaba emitiendo algo, radiación tal vez, o partículas de calor, usando la expulsión de las emisiones para cambiar de posición.
Giró noventa grados y se detuvo, de perfil ahora respecto a la Tierra.
—¿Qué está haciendo? —dijo Fatani.
Lentamente, la nave empezó a girar sobre su eje. Al principio Mazer no se dio cuenta, tan lisa era su superficie. Entonces un gigantesco anillo de luz apareció en el costado de la nave, en la parte abultada, como si la superficie se hubiera quebrado y emitiera luz desde el interior.
—¿Qué es eso? —preguntó Fatani—. ¿Qué es ese círculo?
La nave continuó rotando. Una vez. Dos veces. Tres veces.
Otro círculo de luz apareció en el extremo abultado, junto al primero. Luego un tercer círculo. La nave alienígena continuó girando. Una y otra vez. Una y otra vez. Entonces, moviéndose al unísono, los tres círculos gigantescos empezaron a alzarse como columnas.
—Esto no me gusta nada —dijo Fatani.
Entonces, una de las columnas se soltó y salió lanzada hacia la Tierra por el movimiento giratorio, dejando un enorme boquete en el costado de la nave.
No es una columna, comprendió Mazer, es un disco. Alto y enormemente ancho, con bordes planos y una parte superior como la concha de una tortuga que antes pertenecía a la piel de la nave. Iba directo hacia la Tierra.
—¿Qué demonios es eso? —dijo Fatani—. ¿Un arma? ¿Una bomba?
Mientras Mazer miraba, un segundo disco se desgranó y se lanzó hacia la Tierra, siguiendo al primero. Luego un tercero.
—¿Qué son? —preguntó Patu.
—Sea lo que sean, se quemarán en cuanto lleguen a la atmósfera —dijo Reinhardt—. Son enormes.
—No se quemarán —repuso Mazer—. Pueden generar campos. Desviarán el calor. —Y ordenó en chino—: Ordenador, digitaliza la señal satélite en un holo que incluya la Tierra y los tres proyectiles alienígenas. Y hazlo a escala.
Una burda imagen apareció en el holocampo. Una esfera blanca que representaba a la Tierra y tres pequeños proyectiles en forma de disco que se aproximaban rápidamente a ella.
—Dibuja la superficie de la Tierra para que muestre las zonas horarias actuales y la rotación del planeta en relación con la posición de los proyectiles.
La superficie del planeta apareció en la esfera. Océanos, continentes, atmósfera, todo girando lentamente sobre su eje.
—¿Puedes determinar la velocidad de los tres proyectiles basándote en lo que hemos visto en la transmisión satélite, utilizando el campo de estrellas como referencia?
«Afirmativo».
—¿Están desacelerando?
«Negativo. La velocidad es constante».
—Traza un vector con su trayectoria —ordenó Mazer.
En el holocampo, una línea de puntos se extendió a partir de los discos, alcanzando a la Tierra en ángulo agudo, como haría un vector de reentrada.
—No creo que sean bombas —dijo Mazer en inglés—. Mirad su maniobra de aproximación. Vienen en ángulo agudo. Creo que son sondas de aterrizaje. Ordenador —dijo en chino—, ¿puedes calcular cuál será su desaceleración cuando lleguen a la atmósfera?
«Datos insuficientes».
Eso pensaba Mazer. Bien. Se las apañaría con la información que tenía.
—Muy bien —dijo—. Supongamos que desaceleran en la atmósfera a un ritmo constante que reduzca su velocidad a cero cuando puedan aterrizar. ¿Puedes calcularlo?
«Afirmativo».
—Bien. Entonces, basándonos en ese ritmo de desaceleración y la velocidad actual y la posición actual de los discos en relación con la velocidad, inclinación y excentricidad orbital de la Tierra, ¿puedes determinar exactamente dónde tocará la superficie la primera sonda?
«Negativo. Hay demasiadas variables».
—¿Puedes hacer una aproximación?
«Afirmativo. Las sondas probablemente aterrizarán dentro de este círculo».
Un gran punto rojo transparente apareció en la superficie de la Tierra.
—Amplía al trescientos por ciento —pidió Mazer.
La imagen de la Tierra se amplió en el holocampo y se detuvo. El punto era enorme. De unos dos mil kilómetros de ancho. Su epicentro estaba en medio del mar de China Meridional. Al este cubría la mitad norte de las Filipinas. Al oeste incluía la mayor parte de Vietnam, casi tocando Ho Chi Minh al sur y Hanoi al norte. Más la punta nororiental de Camboya y todo el sur de Laos. Pero la masa de tierra más grande era el sur de China, incluyendo toda la provincia de Guangdong.
—Estamos en ese círculo —dijo Patu.
—Es una zona grande —dijo Reinhardt—. Podrían ir a cualquier parte.
—Es un ochenta por ciento de agua —repuso Mazer—. No se dirigen al agua. Y probablemente podemos descartar también las Filipinas, Vietnam y Laos.
—¿Por qué? —preguntó Fatani.
—Ordenador —dijo Mazer—. Muestra la densidad de población dentro de este círculo.
Aparecieron cientos de diminutos puntos azules, la enorme mayoría en el sur de China, donde estaban tan apretujados por toda la costa y a cien kilómetros tierra adentro que se habían convertido en un azul continuo.
—¿Crees que se dirigen a las zonas pobladas? —preguntó Fatani.
—Ya habéis visto lo que hicieron en el Cinturón —replicó Mazer—. Ordenador, ¿cuánto tiempo tenemos hasta que los proyectiles lleguen a la Tierra?
«Aproximadamente, diecisiete minutos».
Fatani maldijo.
—Patu, necesito un enlace satélite con el NZSAS inmediatamente.
—Lo intentaré —dijo ella.
—¿Qué hacemos? —preguntó Reinhardt.
—Avisar a tanta gente como podamos —dijo Mazer. Metió la mano en el holocampo, conectando de nuevo con la base china—. Dragón Rojo, Dragón Rojo. Respondan. Al habla el capitán Mazer Rackham. ¿Me reciben? Cambio.
Apareció la cabeza de un soldado chino. Mazer lo conocía de cara pero no de nombre. Uno de los controladores de vuelo.
—Aquí Dragón Rojo —dijo el soldado—. Hemos intentado contactar con usted, capitán. Me temo que tiene problemas con el comandante de la base.
—Páseme con él.
El controlador pareció sorprendido.
—¿Con el coronel Tuan?
—Sí, inmediatamente. Es una emergencia.
—Sí, capitán, pero dudo que responda. —El soldado lo intentó y regresó unos segundos más tarde—. Lo siento, capitán. El coronel Tuan no está disponible, pero el capitán Shenzu sí.
—Póngame con él.
Shenzu sustituyó al controlador en el holocampo.
—Tenemos un problema, capitán Rackham. Regrese a la base inmediatamente.
—Las sondas vienen hacia nosotros —dijo Mazer—. Aterrizarán en el sudeste de China. Estoy casi seguro.
—¿Sondas?
—Los discos gigantes del cielo. Bajan hacia la Tierra. ¿Está viendo las noticias?
—Tenemos una emisión, sí.
—Tracen un vector. Síganlas. Aterrizarán aquí.
—¿Cómo puede saber eso?
—Hicimos los cálculos con su IA. Tienen menos de diecisiete minutos.
—Capitán, devuelva el HERC a la base inmediatamente.
—Van a necesitarnos, capitán. Podemos ayudar. Las tripulaciones de sus HERC no están preparadas. Lo sabe tan bien como yo.
—Han violado ustedes nuestra confianza y han robado propiedad del gobierno, capitán Rackham. Regresen a la base.
—Tengo a la central del NZSAS —dijo Patu desde el asiento trasero.
—Volveré a llamarle —le dijo Mazer a Shenzu, y pasó la mano por el holo para hacerlo desaparecer—. ¡Conecta la central al holocampo! —le gritó a Patu.
El mismo soldado de aspecto exhausto de horas antes apareció en el holocampo.
—Centralita. Soy el capitán Mazer Rackham. Conécteme con el coronel Napatu.
—Está inaccesible, señor.
—Entonces póngame con el sargento mayor Manaware. Con quien sea. ¡Ahora mismo!
—Un momento.
El técnico desapareció y al cabo de un rato su lugar lo ocupó Manaware.
—Capitán Rackham…
Mazer lo interrumpió.
—Escúcheme. Las sondas, los discos, se dirigen al sudeste de China. No puedo estar seguro del todo, pero creo que vienen hacia nosotros.
—Hemos calculado un gran radio de aterrizaje —dijo Manaware—. Podrían dirigirse hacia cualquier lugar del sureste asiático. Demonios, podrían pararse en mitad del cielo y cambiar de dirección. Es imposible saberlo, capitán. No podemos estar seguros de adónde van.
Mazer no tenía tiempo para discutir.
—Bien. Contacte con el coronel Napatu. Necesito permiso para presentar batalla a las sondas si aterrizan aquí y demuestran ser hostiles.
Manaware miró a alguien fuera de la pantalla.
—Coronel —dijo—, pide permiso para presentar batalla.
—¿Está ahí Napatu? —dijo Mazer, incrédulo—. ¡Entonces que se ponga!
Manaware se apartó y apareció el coronel Napatu.
—Capitán Rackham, ¿qué demonios está pasando? Tengo a China por otra línea diciendo que se ha escapado con dos mil millones de créditos en tecnología.
—Coronel, cortaron las transmisiones de noticias. No teníamos ningún contacto con…
—Está usted en una misión diplomática de entrenamiento, capitán. Representa a su país. Y por si no lo sabe, nuestro gobierno y la mayor parte del mundo libre intenta convencer desesperadamente a China de que confíe en nosotros y se sume a una coalición contra esa nave alienígena. Necesitamos a los chinos, capitán. Necesitamos sus lanzaderas y su potencia de fuego. Robar su propiedad y cabrear al alto mando chino no ayuda a nuestra causa. Estamos en medio de una crisis global de seguridad. Esto es más grande que usted y su equipo. Ahora vuelva con ese HERC a la base y bese los pies del chino. Es una orden.
Napatu cortó la conexión.
Permanecieron en silencio un momento.
—Bien, ¿qué hacemos ahora? —dijo Reinhardt finalmente.
—Ya has oído al coronel —dijo Fatani—. Tenemos órdenes. Regresamos a la base.
—Sí —dijo Mazer—. Pero el coronel no ha sido muy claro sobre cuándo hacerlo. ¿Lo ha notado alguien más?
Reinhardt sonrió.
—No recuerdo haber oído una hora concreta. Sin duda una orden como esa puede esperar dieciséis minutos, minuto arriba minuto abajo.
Mazer miró a los demás. Todos asintieron.
—Muy bien —dijo—. Abrochaos los arneses. Patu, vuelve a conectar con las noticias del enlace satélite. Reinhardt, despega. Elévanos unos miles de metros. Nos quiero en posición de ver algo. Sella las ventanas. Presurízanos.
—Agarraos a algo —dijo Reinhardt.
Conectó las lentes de gravedad y el HERC salió disparado hacia arriba como si tiraran de él con una cuerda. Ascendió y ascendió, los números del altímetro cambiaban rápidamente. Dos mil metros. Tres mil. Seis mil. Siete mil. En un minuto estuvieron más altos de lo que nunca habían llevado al aparato. El estómago de Mazer daba vueltas, los oídos le zumbaban y la cabeza le giraba. Parpadeó, mantuvo la concentración e ignoró la incómoda sensación.
Allá abajo, el paisaje era verde y exuberante, lleno de diminutos cuadrados de arrozales como un mosaico de losas verdes extendido sobre la Tierra.
—Ordenador —dijo Mazer—. Sigue a los proyectiles. Monitoriza su velocidad. Luego actualiza el radio de aterrizaje en tiempo real según se aproximen. Tensa el círculo tanto como puedas.
«Entendido», dijo el ordenador.
Se quedaron allí flotando, a la espera, viendo el radio del aterrizaje en el mapa, contemplando el cielo.
Las imágenes satélite del VCA de Mazer mostraron al primer proyectil alcanzando la atmósfera, un brillo anaranjado rodeando su parte delantera. La velocidad de la sonda se redujo bruscamente, y al instante el ordenador hizo modificaciones en el mapa. El gigantesco círculo rojo que era el radio del aterrizaje saltó de pronto hacia dentro, convirtiéndose en un círculo más pequeño, de un tercio de su tamaño original. El círculo ya no incluía las Filipinas ni Vietnam, Camboya o Laos. Solo quedaba el sudeste de China.
—Mazer —dijo Reinhardt.
—Lo veo —respondió Mazer, mirando el mapa.
—No, ahí no —dijo Reinhardt—. Ahí. —Señaló al este del parabrisas.
Mazer miró. A lo lejos, casi en el filo del horizonte, una larga estela blanca se extendía tras la sonda alienígena, la parte delantera era una brillante muralla de calor.