10
Nave nodriza
—¿Qué ves? —preguntó Bingwen—. ¿Dejan entrar a la gente en la biblioteca?
Encima de él, Hopper se agarraba a una tubería lateral de una casa de la aldea. Incluso con su pierna torcida, Hopper siempre había sido mejor escalador. Era la postura de su pie malo lo que le daba ventaja: el pie ligeramente vuelto hacia dentro apoyaba mejor la planta sin tener que arquear las piernas. Eso le permitía trepar por tuberías desvencijadas como esa a pesar de que estaba mojada y era estrecha.
—Hay al menos cuatrocientas personas aquí —dijo Hopper.
Estaba oscuro, bien entrada la tarde, y la multitud estaba salpicada de linternas. Casi todos los habitantes de las aldeas cercanas habían ido a la biblioteca para ver qué sucedía cuando llegara la nave alienígena. Los padres de Bingwen estaban en algún lugar de aquella muchedumbre, igual que su abuelo. Bingwen los había acompañado, agarrado a la mano de su madre. Pero cuando la multitud creció y avanzó hacia la biblioteca, la gente empezó a apretujarse y Bingwen temió que fueran a aplastarlo. Antes de que su madre pudiera detenerlo, se agachó y se arrastró entre las piernas de la gente hasta que salió por detrás y encontró a Hopper.
—La señorita Yi ha cerrado la puerta —informó Hopper—. Se ha subido a una silla.
Bingwen estaba desesperado por ver. Miró en derredor. Había un barril para recoger agua de la lluvia justo debajo de una ventana. Cogió una caja de fruta del montón de la basura y la usó como escalón para encaramarse al barril. Desde allí se aupó al alféizar de la ventana. No tenía una vista tan buena como Hopper, pero veía bastante bien por encima de la gente.
La señorita Yi, la bibliotecaria, pedía silencio.
—Por favor, silencio. La biblioteca está cerrada. Volveremos a abrir mañana para los servicios de noticias a las horas normales de trabajo.
El clamor de la multitud fue inmediato.
—¡Déjennos entrar! —gritó alguien.
—¡Queremos ver las noticias!
Yi pidió de nuevo silencio.
—Aunque pudiera dejarlos entrar, no tenemos suficientes máquinas. No cabrían. Si nos enteramos de algo, lo pegaré en la puerta.
—¡Abra!
—¡Es nuestra biblioteca!
—¡Quitadla de en medio!
—Van a descuartizarla de un momento a otro —dijo Hopper.
Era cierto. Las cosas iban a ponerse feas. Bingwen tenía que hacer algo y rápido.
—Hop, tenemos que llegar al tejado de la biblioteca.
Hopper le dirigió una mirada de malicia.
—No sé qué tienes en mente, pero me gusta.
Bingwen bajó al suelo y su amigo lo siguió. Rodearon a la multitud para llegar a la parte trasera de la biblioteca. No había puertas ni ventanas, solo una pared de estuco lisa.
—Imposible llegar al tejado —dijo Hopper—. No hay nada donde agarrarse. Podría empujarte, pero el tejado está a cuatro metros de altura.
Bingwen apenas prestaba atención. Había seguido hasta una zona de hierbas altas detrás del edificio. La escalera de bambú estaba justo donde la había dejado, anclada al suelo con dos clavijas. Aunque alguien se hubiera parado justo donde Bingwen estaba ahora, no habría visto la escalera, pues estaba bien oculta entre un denso manto de hierba y matorrales. Bingwen soltó las clavijas y arrastró la escalera hasta la parte trasera del edificio.
Hopper parpadeó.
—¿Qué es eso?
—Una escalera.
—Obviamente. ¿De dónde ha salido?
—La he hecho yo.
—¿Cuándo?
—Hará cosa de un año.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo?
Bingwen hizo un gesto con la mano.
—Hopper, te presento a mi escalera. Escalera, este es Hopper.
—Muy gracioso. ¿Pretendes decirme que llevas un año colándote en la biblioteca?
—Unos cuantos años, en realidad. Esta es la tercera escalera que he hecho.
Bingwen la apoyó contra el borde del tejado, encajando los largueros de bambú en los dos pequeños huecos que había tallado para ese propósito. Sacudió la escalera para asegurarse de que estaba firme y luego señaló el primer peldaño.
—Tú primero.
Hopper sacudió la cabeza.
—¿Unos cuántos años? Vaya. —Y empezó a subir. Bingwen lo siguió.
El tejado era plano. Bingwen recogió la escalera y la dejó a un lado.
—Por eso sacas dieces en todos los exámenes de prácticas —dijo Hopper—. Llevas años haciendo trampas.
—Yo no hago trampas. Estudio más.
—¿Cuándo?
—A las tres o cuatro de la mañana casi todos los días. Te encantaría. Se está muy tranquilo.
—Eso explica cómo aprendiste inglés.
—¿Qué creías, Hop, que podría aprenderlo durante las irrisorias horas de estudio que nos dejan? Es el idioma más atrasado del mundo.
—Deja de usar palabras como «irrisorio». Solo consigues que me sienta más idiota.
Bingwen sonrió y puso una mano en el hombro de su amigo.
—No eres idiota, Hop. Eres listo. Yo estudio más porque tengo que hacerlo. No pillo los conceptos tan rápido como tú.
Hopper se cruzó de brazos e hizo una mueca.
—Solo intentas ser amable.
Bingwen hizo un gesto de tijera con los dedos y cortó el aire.
—Cortemos este maravilloso momento de empatía y entremos, ¿quieres?
Corrió a un grueso respiradero. Se arrodilló y retiró la cobertura de goma en torno a la base. Luego la rodeó con los brazos, la retorció y la alzó. El respiradero se soltó con facilidad, dejando un agujero en el tejado.
—¿Cómo levantaste esta cosa cuando empezaste a venir aquí? —preguntó Hopper—. Tus brazos no eran lo bastante largos para abarcarla.
—Por un sistema de poleas. Un poco de cuerda, un poco de bambú y un poco de ingenio. Créeme, esto es fácil.
Hopper volvió a sacudir la cabeza.
—Increíble.
Bingwen tumbó a un lado el respiradero.
Hopper se inclinó y se asomó al agujero.
—Hay cuatro metros hasta el suelo. ¿Cómo vamos a lograrlo? No, déjame adivinar. ¿Cabestrantes y andamios hechos con tallos de arroz y chicle?
Bingwen sonrió.
—Hopper. Tenemos una escalera.
Hopper se ruborizó.
—Cierto.
Recogieron la escalera, la metieron en el agujero, y empezaron a bajar. Estaban en la esquina suroccidental del edificio, ocultos del resto de la biblioteca por altas estanterías de libros.
Bingwen oyó voces.
—¿Y ahora qué? —susurró Hopper.
Bingwen se arrastró hacia el final de la estantería y observó el pasillo. La puerta principal estaba atrancada, y la señorita Yi estaba ahora dentro, sentada ante un terminal, flanqueada por dos ayudantes, viendo las noticias.
—Esa comedora de lodo —susurró Hopper—. ¿Ella ve las noticias y nosotros no?
—Sígueme.
Se arrastraron por la pared del fondo hasta la oficina principal. Bingwen retiró una esquina de la alfombra y sacó una tarjeta de acceso oculta.
—Ni siquiera voy a preguntar cómo has conseguido eso —dijo Hopper.
Bingwen abrió la puerta, escondió de nuevo la tarjeta y entraron. El proyector y la caja de la antena estaban en el armario.
—Extiende los brazos —dijo Bingwen.
Hopper obedeció y Bingwen le hizo cargar con ambos aparatos. El amplificador y el altavoz estaban en un cajón al fondo. Bingwen se los metió en el bolsillo y le indicó a Hopper que lo siguiera.
—¿Así que tú cargas con lo que pesa poco y yo con lo que pesa mucho? —dijo Hopper cuando llegaron a la escalera.
Bingwen se llevó un dedo a los labios, cogió la caja de la antena y empezó a subir por la escalera. Cuando llegaron arriba, retiró la escalera y volvió a sellar el agujero.
—Si me hubieras dicho desde el principio que tu plan era robar —dijo Hopper—, podría haberme ahorrado una temporada en la cárcel negándome a ser tu cómplice.
—No es robar. Este equipo no saldrá de la biblioteca.
Lo llevó todo al otro lado del tejado, encima de la puerta principal. La mayor parte de la multitud seguía allí, pero se habían calmado y estaban sentados en pequeños grupos en las escaleras de la aldea o en las pocas zonas de hierba, conversando tranquilamente y esperando a que la bibliotecaria les comunicara alguna noticia. Nadie vio a Bingwen emplazando el equipo.
Solo tardó un momento. Cuando estuvo listo, retiró la tapa de la lente y el servicio de noticias se proyectó en un lateral de la casa que había frente a la biblioteca. Se veía a un periodista en las calles de Pekín. Tenía a miles de personas detrás, todas contemplando las enormes pantallas en las fachadas de los edificios. Mostraban imágenes en directo de una nave roja con forma de lágrima gigante.
Debajo de Bingwen, alguien gritó y señaló la proyección.
—¡Mirad!
La voz del periodista resonó en el altavoz. Bingwen ajustó el volumen y la muchedumbre de aldeanos se congregó rápidamente delante de la casa. Varios aplaudieron y silbaron y apuntaron brevemente con sus linternas al tejado para ver quién les había hecho el favor. Hopper se acercó al borde del tejado, hinchando el pecho y saludando como un general que vuelve de la guerra.
Bingwen localizó a su abuelo, que le hizo un guiño.
«… docenas de miles de personas han salido a las calles —decía el periodista—. Todas han venido para vivir juntas este acontecimiento histórico. He hablado con varias personas y sus sentimientos abarcan todo el espectro emocional. Algunas me han dicho que tienen miedo, que la destrucción de las naves mineras en el Cinturón les preocupa mucho…».
—¿Tú tienes miedo, Bingwen? —preguntó Hopper.
Ahora estaban los dos sentados en el tejado, las rodillas apretadas contra el pecho para resguardarse del gélido aire nocturno.
Bingwen hizo un ligero ajuste en el altavoz para que el sonido en su dirección se redujera pero no afectara a los de abajo.
—¿Tú no? —preguntó.
—Nunca se lo diría a mi padre o a Meilin… pero ahora tengo pesadillas. Mi madre dice que grito por las noches. El sueño es tan real… Está ahí en mi cuarto, de pie junto a mí.
—¿La criatura?
Hopper asintió.
—Solo que no lleva un traje de compresión. No lleva nada. Está ahí de pie, mirándome. —Alzó los ojos hacia el cielo, como si pudiera ver la nave más allá de la negrura.
—Es un sueño, Hop. Yo también los tengo.
Hopper se volvió, sorprendido.
—Los tiene mucha gente —dijo Bingwen—. Incluso mi padre. Tuvo que echarse agua en la cara la otra noche y sentarse junto al fuego. No pudo volver a dormir. Nunca le había visto así. Pero son sueños, Hop. Solo eso. Esa nave parece grande en proporción, pero el mundo es mucho más grande. Doce mil millones de personas son mucha fuerza. Sean lo que sean esas criaturas, no nos dañarán.
—No te lo crees ni tú. Has estado acumulando suministros. Te has estado preparando para lo peor. Me dijiste que esperara lo peor.
Era cierto. Bingwen llevaba guardando cosas desde que Yanyu le enviara el vídeo. Y le había dicho a Hopper que hiciera lo mismo. Pero Hopper no necesitaba oír ahora datos sombríos. El tiempo de preparación se había acabado. Ahora todo lo que podían hacer era permanecer serenos y alerta.
—Estoy almacenando alimentos —dijo Bingwen—. Más vale prevenir. Por si los suministros se acaban y no vienen más camiones. Mi abuelo y yo tenemos mucho, compartiremos.
—Solo estás intentando de nuevo hacer que me sienta mejor.
—Tienes razón. Retiro todo lo que he dicho hoy, sobre todo la parte de que eras listo —repuso Bingwen, y le dirigió a Hopper una sonrisa llena de dientes.
Hopper puso los ojos en blanco y le dio un empujoncito en el hombro.
Los gritos abajo los sobresaltaron a ambos.
—¡Alto! —La señorita Yi salió en tromba del edificio, agitando los brazos—. ¡Alto! —Se plantó delante de la proyección y se enfrentó a la multitud—. No pueden hacer esto. ¡Váyanse todos a casa! —Señaló con un dedo a Bingwen—. ¡Tú, pequeña rata, apaga eso!
Alguien le lanzó un zapato. La luz del proyector le daba en los ojos, así que la señorita Yi solo pudo retroceder en el último instante. El zapato la golpeó levemente en el pecho, pero ella gritó como si le hubieran arrancado el brazo. Varias personas se echaron a reír.
—¡Vuélvete dentro, tía! —gritó alguien.
—¡Déjanos en paz!
—¡Apártate de la luz!
Yi se envaró.
—¡El director regional se enterará de esto!
Otro zapato voló y ella volvió a chillar y se retiró, cubriéndose la cara con un brazo. Más burlas y risas. Bingwen la vio marcharse y la compadeció.
Yi se detuvo en la puerta de la biblioteca y apuntó al tejado con su linterna.
—Nunca volverás a poner el pie en este edificio, Bingwen. ¿Me has entendido? Tú tampoco, lisiado.
—¡Cómete un pedo, cara de cerda! —gritó Hopper.
Más risas y la mujer desapareció en el interior de la biblioteca.
—Muy inteligente —dijo Bingwen—. Ahora nunca harás el examen.
—No iba a dejarnos de todas formas. Además, no la necesitamos. Volveremos a las tres de la madrugada y haremos el examen entonces. ¿Verdad, chico de la escalera?
Continuaron viendo la emisión. El periodista entrevistaba a alguien en la calle cuando el presentador del estudio le interrumpió y pasó a las imágenes en directo de la nave alienígena en el espacio. Varias lanzaderas más se habían acercado ahora, y con ellas la nave alienígena daba una sensación de escala. Era más grande de lo que Bingwen había supuesto. Había visto todas las pruebas que Yanyu le había enviado; había examinado todos los datos y holos que había subido el minero libre. Sin embargo, los números eran solo números. Esto era real, más grande que nada que los humanos hubieran soñado construir.
La multitud de aldeanos guardó silencio. Nadie se movió. Hopper tenía los ojos como platos, rígido de miedo.
«Un enviado de las Naciones Unidas se acerca ahora a la nave alienígena —dijo la voz del comentarista—, que desde los últimos cuarenta minutos no ha cambiado de posición ni se ha movido».
¿Qué está haciendo?, se preguntó Bingwen. ¿Por qué está ahí parada? ¿Está esperando nuestra respuesta? ¿Trata de comunicarse?
En el espacio, lejos de la nave alienígena, apareció una nave pequeña, escoltada por dos lanzaderas. La imagen pasó a las cámaras de estas, y Bingwen vio que la nave que se aproximaba era de color celeste y llevaba los distintivos de las Naciones Unidas. La imagen cambió de nuevo a las cámaras de dentro de la nave, donde un hombre de piel oscura y atuendo formal permanecía anclado al suelo, sonriendo como un idiota.
La voz del comentarista fue ahora casi un susurro.
«Pasamos ahora al secretario de Asuntos Alienígenas de las Naciones Unidas, Kenwe Zubeka, que lleva regalos y muestras de paz de ciento ochenta y siete países».
La nave de las Naciones Unidas se detuvo a pocos kilómetros de la alienígena. Una plataforma se despegó de la parte inferior y avanzó. Un enorme holo en forma de disco cobró vida sobre la plataforma, como si fuera un frisbi.
«Delegados en la ONU de doce naciones diferentes insistieron en que el secretario Zubeka tuviera escolta militar —dijo el presentador del noticiario—, pero Zubeka se negó, diciendo, en palabras textuales: “No apuntaremos con una pistola en una mano y ofreceremos un regalo de paz en la otra”».
Dentro de la nave, Zubeka extendió los brazos.
«Bienvenidos. En nombre del pueblo de la Tierra, les extiendo una mano de amistad, hermanos del universo».
Una voz tradujo las palabras de Zubeka al mandarín.
«Les ofrecemos este holograma, una muestra de nuestra esperanza de paz y respeto mutuo entre nuestras especies».
Encima del disco un gigantesco holo de una paloma con una rama de olivo en el pico agitó las alas, como si emprendiera el vuelo.
Bingwen suspiró. ¿Una paloma? Eso no significaría nada para esa especie. Nunca habrían visto una y no tendrían ni idea de su significado.
«Esta criatura es una paloma —dijo Zubeka—. Un símbolo de nuestro…».
Cientos de glóbulos de luz brotaron de un punto de la nave alienígena y cayeron sobre la paloma, desintegrando la plataforma bajo ella. El holograma se apagó, y los aldeanos lo contemplaron boquiabiertos y retrocedieron.
La sonrisa de Zubeka se desvaneció, pero se esforzó por conservar la compostura.
«Deben de sentirse ofendidos porque no he ido en persona».
Las cámaras de las lanzaderas de noticias se centraron en la nave alienígena, donde una sección del casco se había abierto y del que salía un extraño aparato alargado. Un arma. Zubeka siguió mirando al frente pero hizo un gesto al capitán de la nave que tenía a su derecha.
«Capitán, quizá deberíamos alejarnos un poco».
El capitán se volvió hacia uno de los pilotos.
«¡Atrás! ¡Sáquenos de…!».
Un segundo estallido de luz envolvió a la nave de las Naciones Unidas y la redujo a cenizas.
La muchedumbre gritó al unísono. Hopper retrocedió, frenético. El arma alienígena rotó y disparó de nuevo. Una lanzadera de noticias se vaporizó. Luego otra. Una tercera viró y trató de huir, pero los alienígenas la alcanzaron por detrás. El arma giró de nuevo. Los gritos del interior de la última lanzadera, la única que transmitía, siguieron oyéndose. La cámara se estremeció. La imagen giró cuando la nave se volvió, inestable, desesperada. Hubo ruidos fuera de la imagen, gente gritando, corriendo, los motores ganando potencia, preparándose para huir.
De pronto se produjo un ardiente estallido de luz y la imagen proyectada se fundió en negro.
Por un instante los aldeanos se quedaron aturdidos y mudos. Y transcurrido un momento todos empezaron a gritar a la vez, llamándose unos a otros, buscándose en la multitud, recogiendo a los niños, diciendo a sus seres queridos que se dieran prisa, corriendo a las escaleras de la aldea que conducían a los campos. Varios hombres llamaban a la calma, pero nadie les hacía caso.
—¡Bingwen!
Bingwen miró hacia la multitud. Allí estaba su madre, urgiéndolo a que bajara del tejado.
—¡Ya voy!
—¿Qué hacemos? —dijo Hopper. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no parecía darse cuenta.
Bingwen lo agarró por los brazos.
—¡Hop! Mírame. Mírame a la cara. Esa nave está en el espacio y nosotros estamos aquí abajo. ¿Entiendes? Está muy lejos. De momento no hay peligro.
Hop parpadeó y asintió.
—Necesitamos ayudar para que la gente conserve la calma. ¿De acuerdo? Si no lo hacemos, alguien resultará herido. Te necesito con la cabeza despejada.
Hopper volvió a parpadear, recuperándose. Se secó los ojos con la manga.
—Muy bien. Sí. Lo siento. ¿Qué quieres que haga?
—Ven conmigo.
Corrieron a recuperar la escalera, la bajaron por el lado del edificio y llegaron al suelo. Bingwen la escondió apresuradamente en la hierba, y luego corrieron hacia la fachada frontal. Allí estaba su madre, que lo arropó. Su padre llegó un momento más tarde, medio arrastrando al abuelo, que se sujetaba el costado y resoplaba.
—¿Qué ha pasado?
—La multitud lo empujó por las escaleras —explicó el padre—. Casi lo aplastan. Es una locura. Podrían haberlo matado si no lo hubiera sacado de allí.
El anciano se agarró el pecho y apretó los dientes.
—Tu corazón… —se alarmó la madre.
—Estoy bien —respondió el abuelo—. Solo son magulladuras.
—Costillas rotas, más bien —dijo el padre—. Tal vez algo más.
Cerca de allí lloraba desesperadamente una niña pequeña. La gente pasaba corriendo por su lado, ignorándola. Bingwen le hizo una señal a Hopper, quien comprendió y corrió hacia la niña. Se arrodilló a su lado, la rodeó con un brazo para consolarla y buscó a su madre entre la multitud. La niña siguió llorando.
—Hijos de puta —rezongó el abuelo—. No tienen respeto por sus mayores. Me derribaron como una manada de búfalos. Debería llevar bastón. Podría haber atizado a algunos. —Se volvió hacia Bingwen—. Ese chupador de lodo que te da problemas. El gallito.
—Zihao —dijo Bingwen.
—Ese. Me pateó la espalda. No tiene ningún honor. Le sacaré el hígado si lo vuelvo a ver.
—Ahora tranquilízate —ordenó la madre.
—Estoy bien. Puedo andar. Dame un minuto —respondió el abuelo. Trató de sentarse en el suelo, dio un respingo y volvió a tenderse.
—Yo me quedaré con él —dijo Bingwen—. Os alcanzaremos más tarde.
La madre titubeó.
—Nadie se va a quedar conmigo —protestó el abuelo—. Voy a ir a mi propio ritmo. No veo por qué tanta prisa. La nave alienígena hace explotar unas cuantas lanzaderas de noticias y todo el mundo se mea encima. Correr como locos no servirá de nada.
—Tiene razón —dijo Bingwen—. El pánico solo empeora las cosas.
—No vamos a separarnos —zanjó la madre.
—La única persona que se queda soy yo —dijo el abuelo—. ¿Es que no vais a respetarme?
—Esta vez no —dijo el padre.
—Entonces dejadme con Bingwen —pidió el abuelo. Señaló al padre—. Si voy contigo, no dejarás de quejarte. Hasta que lleguemos a casa, no dejarás de decir que tendría que tener más cuidado, que caerme fue por mi culpa, que soy una carga.
—Deberías tener más cuidado —confirmó el padre.
—No eres ninguna carga, padre —dijo la madre.
—Dejadme con el chico.
—Ni siquiera puedes andar. Bingwen no puede llevarte en brazos.
El abuelo se incorporó, gimiendo, pero esta vez consiguió ponerse en pie.
—No necesito que me lleven en brazos. Iremos detrás de vosotros. Vamos. Antes de que alguien saquee nuestra casa y se lleve la poca comida que tenemos.
Los padres de Bingwen intercambiaron una mirada nerviosa.
—¿Qué? —dijo el abuelo—. ¿Pensáis que esa gente de pronto se volverá civilizada cuando lleguen a casa? Están agitados como avispas. Si temen que nos espera la guerra, solo pensarán en sí mismos y arrasarán con todo lo que encuentren.
El padre miró hacia la multitud que se dispersaba. La madre se cubrió la boca con una mano, temerosa. Bingwen casi se lo dijo entonces: No os preocupéis. Tengo víveres. Sé que me dijisteis que no lo hiciera, pero enterré unas cuantas herramientas y latas y sacos de arroz en lo alto de la colina. No tendremos ningún problema. Durante algún tiempo, al menos.
Pero antes de que Bingwen hiciera acopio de valor para admitir que había desafiado a su padre, su padre cogió a su madre de la mano y volvieron a la escalera.
—¡Ve a casa lo más rápido que puedas, Bingwen! —ordenó el padre por encima del hombro. Luego se abrió paso entre la multitud y bajó presuroso la escalera tirando de la madre. En cuestión de segundos, Bingwen los perdió de vista. Se volvió hacia el abuelo, que se había sentado de nuevo en el suelo para descansar.
Hopper estaba todavía con la niña pequeña, y ahora lo acompañaba Meilin, la prima de Bingwen. La niña se agarraba a la camisa de Meilin, los ojos llorosos y desencajados de miedo.
Una mujer joven salió de la muchedumbre y corrió escalera arriba. La pequeña la vio, se soltó de Meilin y corrió a sus brazos. La mujer la abrazó y la levantó en vilo, llorando aliviada.
—¿Cómo ha podido irse sin su hija? —la acusó Hopper.
Meilin se volvió hacia él, los ojos muy abiertos por la sorpresa. Bingwen se sorprendió también. Era impensable dirigirse así a un adulto.
La mujer sacudió la cabeza, avergonzada, aferrando a su hija. Murmuró su agradecimiento y se fueron por donde había venido.
—¿Ves? —le dijo el abuelo a Bingwen—. No hay respeto por los mayores.
Cuando la mujer se marchó, Meilin golpeó a Hopper en el pecho.
—No tenías ningún derecho a decirle eso.
—Ella no tenía ningún derecho a abandonar a una niña de dos años.
—Puede que no la haya abandonado. Tal vez pensó que la tenía su marido. Tal vez estaba ayudando a alguien.
—Tendría que haber llevado a la niña con ella.
—Claro, ahora sabes cómo ser madre.
—Ya basta —dijo el abuelo—. Los dos. Un saco de arroz sabe más sobre criar hijos que vosotros. ¿Y dónde están vuestros padres, eh? ¿Reprenderías así a tu propia madre, chico?
Hopper agachó la cabeza, avergonzado.
—No, Ye Ye Danwen —dijo, dirigiéndose al abuelo con el debido respeto.
—Eso pensaba —dijo el anciano. Se volvió hacia Bingwen—. Ayúdame a levantarme.
Bingwen le ofreció una mano y tiró, pero fue el abuelo quien hizo casi todo el trabajo, colocando primero un pie y luego otro, despacio, hasta que se incorporó dolorosamente.
—No dejes que vuelva a sentarme a descansar —dijo—. Duele demasiado volver a levantarse. —Inhaló hondo y dio un respingo—. También me duele al respirar.
Levantó torpemente los brazos por encima de la cabeza, estirándose, comprobando el umbral de su dolor. Luego los bajó, sin aliento.
—Necesito un trozo de tela, Bingwen. Para atármela alrededor del pecho y controlar mi respiración. Y un bastón.
Bingwen miró alrededor. La zona ante la biblioteca ya estaba desierta, excepto por ellos cuatro. Había casas a ambos lados de la escalera que serpenteaba por la falda de la colina. Las luces estaban casi todas encendidas. Bingwen podía oír a la gente hablando y cuchicheando. Miedo, decían sus voces. Miedo y muerte.
Dos casas más arriba, una cuerda de tender la ropa se extendía entre dos edificios. Una sábana se sacudía, subiendo y bajando con las corrientes de aire que llegaban desde el valle. Bingwen corrió hasta la sábana, miró en todas direcciones, la arrancó de un tirón y se la echó al hombro. En la misma casa, junto al tejado, una vara de bambú de dos metros se extendía desde el rincón del techo al barril de agua de lluvia, dirigiendo la escorrentía. Bingwen tiró del bambú y lo sacó de su sujeción. Luego llevó ambas cosas a su abuelo.
—Eso es robar —dijo Meilin.
—No —replicó el abuelo—. Eso es cuidar a tus mayores. Rasga la sábana en tiras largas, Bingwen.
Bingwen buscó una piedra en el suelo, encontró una con filo y la aplicó a la sábana para desgarrarla. Luego metió los dedos en el agujero y acabó la tarea.
Hicieron tiras largas para vendar el pecho del abuelo y las anudaron lejos de la herida.
—Más apretado —les decía el abuelo, hasta que estuvo tan tenso que Bingwen temió que no pudiera respirar. Pero solo entonces la cara del viejo se relajó—. Bien. Sí, bien —dijo. Se le veía cansado y se apoyaba en el bambú—. Bajemos la escalera.
Los cuatro bajaron al paso del abuelo, despacio, escalón a escalón. La mano libre del abuelo se apoyaba en el hombro de Bingwen.
—Vosotros dos, corred a casa —ordenó, haciendo un gesto con la cabeza a Hopper y Meilin—. No os quedéis aquí. Vuestras familias estarán preocupadas.
—Nos quedamos contigo —dijo Meilin—. Si te caes por la escalera, Bingwen no podrá llevarte a casa.
El abuelo se apoyó en el bastón y soltó una risita, lo cual le provocó una nueva oleada de dolor que casi lo dobló por la mitad.
—No me hagas reír, niña. O me caeré.
Bingwen agarró el cinturón del anciano para sujetarlo mejor, y él asintió agradecido. Luego tomó aire y, moviéndose más despacio que antes, continuó bajando.
«No llegaremos a casa antes del amanecer», pensó Bingwen. No a este paso. No con tres kilómetros de arrozales que atravesar. Observó los pies del abuelo, que se arrastraban, dirigiendo trabajosamente cada paso.
Paso. Arrastre. Paso. Arrastre.
Bingwen alzó la mirada. Era una noche sin nubes. La Vía Láctea y millones de estrellas cubrían el cielo. Una parecía particularmente brillante. Al principio Bingwen pensó que podía ser un avión o un deslizador de grandes alturas. Pero la luz no se movía ni parpadeaba. Permanecía allí, impertérrita. Bingwen siguió contemplándola, esperando que cayera del cielo y escupiera fuego.