8
Baliza
Los planos de la pared de la sala de máquinas no se parecían a nada de lo que Lem había imaginado.
—Sigue siendo idea suya, Lem. Confíe en mí. El diseño puede parecer distinto a su visión inicial, pero el principio es el mismo —explicó Benyawe. Estaba flotando delante de él ante la pared, con un punzón en la mano.
—No me importa que sea idea mía —contestó Lem—. Descártela si es basura. No se sienta atada por nada de lo que yo sugiera. Solo me importa si funciona. No soy lo suficientemente soberbio para creer que entiendo más de esto que usted, Benyawe. Haga lo que considere mejor.
En verdad, le molestaba un tanto que ella hubiera cambiado levemente el diseño, aunque era algo que esperaba que hiciera. Después de todo, no era ingeniero y solo entendía de ciencia a nivel muy básico. Naturalmente que ella iba a cambiarlo.
Le había encargado hacía meses que desarrollara un sustituto para el gláser, y en ese momento le hizo una sugerencia para su diseño, esperando que ella rechazara la idea, le diera una palmadita en la cabeza y le dijera que dejara de meterse en su terreno. En cambio, ella consideró que la idea merecía la pena y reunió a un grupo de ingenieros para ponerla en marcha. Ahora aquella semilla de idea se había convertido en esquemas y planos de verdad.
—Los llamamos «cajas rompedoras» —dijo Benyawe—. Como sabe, el problema del actual gláser es que el campo de gravedad se extiende hacia fuera demasiado rápidamente y con demasiada amplitud.
Lem no necesitaba que se lo recordaran. Casi le había costado la vida. Allá en el Cinturón de Kuiper, cuando disparó con el gláser a un asteroide grande, el campo de gravedad creció tan rápidamente y se extendió hacia fuera tan lejos que casi consumió la nave y los convirtió a todos en polvo espacial. Solo los rápidos reflejos de Lem los salvaron a todos.
Benyawe señaló algunos burdos dibujos en la pared que parecían dos cubos conectados entre sí por un largo cable enroscado.
—Su idea inicial fue un aparato como una boleadora, con dos gláseres más pequeños en ambos extremos que se sujetaran a polos opuestos de un asteroide. —Borró el burdo dibujo con un movimiento del punzón y flotó hasta los esquemas detallados—. Las cajas rompedoras funcionan del mismo modo.
Los cubos eran ahora gruesos discos, y uno de ellos estaba desmontado en el aire, como si todo el equipo hubiera sido fotografiado un microsegundo después de explotar, revelando todas las piezas individuales de su interior.
—Cuando se disparan desde la nave minera, giran por el espacio como una boleadora, que casualmente es un mecanismo brillante si separamos el cable de cada gláser en el instante preciso. El movimiento giratorio y una guía adicional por nuestra parte las sitúan en los lados opuestos del asteroide, donde estas agarraderas se clavan en la roca. —Indicó las garras dentadas en los lados de las cajas rompedoras—. Todo lo que queda por hacer es pulsar el botón y dejar que los gláseres despedacen la roca. Los dos campos de gravedad interactúan, se contrarrestan mutuamente y reducen al mínimo el alcance destructor de los campos.
—De modo que funciona —dijo Lem.
—En el modelo informático, sí. Es mucho más seguro que el diseño actual.
—¿Entonces por qué no está chasqueando los talones de júbilo? ¿O es que estoy pasando algo por alto?
—Hay un problema, sí —dijo Benyawe.
—¿Cuál?
—El dinero. El gláser original no se destruye cada vez que lo utilizamos. Las cajas rompedoras sí. Se consumen en el campo de gravedad junto con todo lo demás. Es sumamente caro y se llevaría la mayor parte de los beneficios que sacaríamos de la explotación minera del asteroide. No es rentable.
—Entonces haga que sea rentable —dijo Lem—. Use componentes y materiales más baratos, encoja el tamaño de las cajas rompedoras, elimine todo lo que no sea absolutamente esencial. Haga lo que sea necesario.
Ella hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Está seguro de que debemos invertir nuestro tiempo en esto, Lem?
—¿En qué si no?
—En encontrar un modo de combatir a los fórmicos.
—Mi querida doctora Benyawe, ¿qué cree que ha estado haciendo?
Ella pareció confusa.
—¿Quiere lanzar las cajas contra la nave fórmica?
—Quiero usarlas como podamos. Si pueden destruir asteroides, tal vez puedan destruir esa nave o lo que haya dentro.
—Nunca la alcanzaremos antes de que llegue a la Tierra. Y si entra en la atmósfera terrestre, quedará fuera de nuestro alcance. Además, harán falta meses para construirlas cuando lleguemos a la Luna.
—Tendremos que empezar a producirlas mucho más rápido. Puede que no tengamos meses.
El pad de muñeca de Lem vibró, indicando un mensaje del puente. Lo pulsó.
—Adelante.
—Los sensores de largo alcance han detectado una baliza de emergencia —dijo la voz de Chubs.
—¿De dónde?
—No podemos detectar su punto de origen. Sin embargo, considerando su trayectoria, parece que procede de la Batalla del Cinturón.
Lem miró a Benyawe y vio que a ella se le había despertado la curiosidad. La Batalla del Cinturón era el nombre que la tripulación le había dado a la enorme línea de restos de naves que los sensores habían encontrado desde que volaban más cerca de la trayectoria de los fórmicos. «Masacre del Cinturón» habría sido un nombre más adecuado en opinión de Lem, considerando lo terrible del resultado. Era imposible decir qué había sucedido exactamente, pero la cantidad de restos sugería que entre cincuenta y cien naves mineras habían atacado a los fórmicos de manera coordinada. Los sensores no podían identificar a las naves a esa distancia, pero era probable que fueran de mineros libres y corporaciones por igual, aliados por una vez contra un enemigo común.
Una baliza enviada desde una de las naves durante la batalla podía contener datos críticos y útiles. Tal vez habían descubierto una debilidad en las defensas fórmicas, o tal vez tenían más información sobre su capacidad armamentística. Cualquier brizna de información podía ser valiosa.
—¿Emite un mensaje la baliza? —preguntó Lem.
—Afirmativo —respondió Chubs—. Pero los sensores solo captan una milmillonésima parte a través de la interferencia. No podemos distinguirlo. La secuencia de luz, sin embargo, sugiere que es una señal ASCE.
Todos los satélites usaban luces parpadeantes para identificarse desde lejos en caso de que fallara la radio. Ninguna secuencia resultaba más familiar que la de la Autoridad de Seguridad y Comercio Espacial.
—Voy para allá —dijo Lem. Desconectó y se lanzó hacia el tubo impulsor.
Como esperaba, Benyawe lo siguió. Cuando llegaron al puente, una imagen de la baliza giraba en la gráfica del sistema delante de ellos, sus luces bailando en su superficie.
—¿Pueden determinar cuándo la enviaron? —preguntó Lem—. ¿Antes o después de la batalla?
—Es imposible decirlo —respondió Chubs—. Puede que no tenga nada que ver con la batalla. No lo sabemos.
—¿Dónde está ahora? ¿Podemos interceptarla?
—No sigue nuestra trayectoria actual. Si alteramos nuestro rumbo, podríamos alcanzarla en unas dieciocho horas.
—¿Retrasaría eso nuestra llegada a la Luna? —preguntó Benyawe.
—En doce días al menos —dijo Chubs.
—¿Doce días? —preguntó Lem.
Chubs se encogió de hombros.
—Esos son los cálculos. Tendríamos que desacelerar para interceptar la baliza y luego acelerar para recuperar nuestra velocidad actual. Doce días como mínimo.
Lem pensó un momento.
—¿Cree que deberíamos ir a por ella?
—Probablemente no merece la pena perseguirla —dijo Chubs—. Si fuera una nave minera libre o corporativa, podríamos esperar encontrar datos sobre las defensas o las armas fórmicas, algo útil. Pero es una baliza ASCE. Seguramente es un anuncio de emergencia sin valor.
—Puede que sea una señal de auxilio —dijo Benyawe.
—Si lo es, fue enviada desde una nave antes de que esta fuera destruida —repuso Chubs—. No queda nada de la batalla más que restos. Y aunque por algún tipo de milagro unas cuantas personas hubieran sobrevivido en un pecio y disparado una baliza de emergencia, no podrían haber aguantado tanto. Ha pasado demasiado tiempo. No hay nadie ahí fuera a quien podamos salvar.
—Tal vez contenga información sobre la batalla —dijo Benyawe—. Qué naves participaron, declaraciones de los tripulantes. Eso nos permitiría documentar al menos la batalla por motivos históricos.
—No somos historiadores —dijo Chubs—. Esa no es nuestra misión.
—Da lo mismo —dijo Benyawe—. Miles de personas perdieron la vida. Sus familias en la Tierra tienen derecho a saber qué les sucedió. Esa batalla es un tributo al valor humano.
—Y un tributo a la incompetencia humana. Señalar cómo nuestros nuevos amigos alienígenas eliminaron a docenas de naves armadas hasta los dientes no va a impulsar la moral en la Tierra.
—Tampoco vamos a mantenerlo en secreto —observó Benyawe—. La Tierra tiene que saber a qué se enfrenta.
—Los fórmicos llegarán allí mucho antes que nosotros —replicó Chubs—. Para entonces ya sabrán exactamente a qué se enfrentan.
—Yo digo que vayamos a por la baliza —intervino Lem—. Ahora mismo no tenemos ningún dato crítico que pueda marcar la diferencia en el conflicto inminente. Con esa baliza podríamos. Si aparecemos doce días más tarde, que así sea. No es que nos estén esperando.
Dieciocho horas más tarde un tripulante extendió una de las zarpas de la nave, empleada habitualmente para la extracción de minerales, y recuperó la baliza del espacio. Lem observó desde el puente mientras la zarpa llevaba la baliza a una de las bodegas. Allí, los tripulantes conectaron unos cables a sus puertos de datos. Tres segundos más tarde la descarga estuvo completada.
Lem se dirigió a la sala de reuniones junto al puente acompañado de Benyawe y Chubs y recuperó los archivos de la baliza y los proyectó en el holocampo sobre la mesa. Había imágenes de la nave fórmica, modelos tridimensionales, información sobre la trayectoria, velocidad y fecha estimada de llegada a la Tierra, pero nada nuevo, nada que Lem no supiera ya. Ningún análisis de armas. Ninguna debilidad identificada. Lem pasó una mano por el campo, apartando unos archivos y trayendo otros a primer plano para echar un vistazo más atento. Sin valor, sin valor, sin valor. Todo eran noticias antiguas. Su mano se movió más rápido; se estaba impacientando.
Apareció la cabeza de un hombre. Era un vídeo. Lem se detuvo.
El hombre aparentaba cincuenta y tantos años: viejo para estar destinado en el espacio, pero no inusual en los oficiales de alto rango. Lem hizo el gesto adecuado con la mano, y el vídeo empezó a reproducirse.
—Soy el capitán Dionetti de la Autoridad de Seguridad y Comercio Espacial, al mando del Mirador Estelar. Como demuestran las pruebas en estos archivos, una nave alienígena se dirige a la Tierra a una velocidad increíble. Llevamos tres días siguiéndola, y continuaremos igualando su velocidad y monitorizándola hasta que llegue a la Tierra.
—No la monitorices, idiota —dijo Lem—. Destrúyela.
El capitán continuó impertérrito.
—Hace dos semanas, entre las naves del Cinturón Interno circuló el rumor de que una nave alienígena había atacado a un número no especificado de naves cerca de Kleopatra. La noticia de este ataque se extendió rápidamente por la zona. Varias naves de clanes y corporaciones decidieron orquestar una ofensiva contra la alienígena cuando llegara a nuestra posición. Otros oficiales de la ASCE y yo intentamos insistentemente sofocar semejante ataque ilegal y sin provocación…
—¿Sin provocación? —dijo Lem.
—Les recordamos a los mineros que atacar cualquier nave va contra la ley del comercio espacial establecida por la ASCE y ratificada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. No conocemos las intenciones de esta nave alienígena, y semejante agresión podría obligarla justificadamente a defenderse o contraatacar, poniendo así a toda la Tierra en peligro.
»Tristemente, las naves mineras ignoraron nuestro consejo, y un total de sesenta y dos se unieron al ataque. La nuestra grabó los acontecimientos desde lejos, y los vídeos de la batalla están incluidos en estos archivos. Lamento informar que las sesenta y dos naves parecen haber sido destruidas. Como verán en los vídeos, la alienígena es completamente capaz de defenderse sola si es provocada. Por tanto, por la autoridad que me han investido la Ley de la Paz Espacial y la Ley de Respuesta de Emergencia en el Espacio, la ASCE proclama un alto el fuego contra la nave alienígena. Toda nave minera que dispare o intente obstruir a la alienígena será sometida a arresto.
—¿Alto el fuego? —dijo Lem—. Díganme que esto es una broma.
—Típico de la ASCE —dijo Chubs.
—La raza humana es una especie pacífica —continuó el capitán—, y la ASCE hará todo lo que esté en su poder para mantener esa paz. En vez de provocar a nuestros visitantes alienígenas y dar por supuesto que tienen malas intenciones, les tenderemos la mano de la bienvenida e iniciaremos gestiones diplomáticas para establecer una relación pacífica y duradera entre nuestras dos especies. Si los datos de esta baliza llegan a la Tierra antes que nosotros, rogamos que notifiquen a la ASCE de nuestros esfuerzos y que inicien los preparativos para que la nave alienígena sea recibida por dignatarios adecuados y provistos de la correspondiente oferta de paz. Dios nos proteja. Fin de la transmisión.
La cabeza del hombre desapareció.
—¿Están locos? —dijo Lem—. ¿Una oferta de paz? ¿Vieron a los fórmicos destruir sesenta y dos naves y quieren agasajarlos con regalos? Increíble.
—Vio la potencia de fuego de los fórmicos —dijo Benyawe—. Está intentando impedir otra masacre y mantener la calma. Disparar contra los fórmicos solo causará más muertes. No se puede discutir con eso. Ese capitán está haciendo lo que considera mejor para la Tierra.
—Se equivoca —dijo Lem—. Nosotros también hemos visto su potencia de fuego. Hemos visto lo que le hicieron a la Cavadora. Y eso no significa que vayamos a meternos con ellos en la cama.
—No estoy diciendo que esté de acuerdo con él —respondió Benyawe—. Estoy diciendo que está pidiendo diplomacia en vez de una acción a lo loco. Comprendo su punto de vista.
—Su punto de vista es pura arrogancia. No ha visto usted a esas criaturas de cerca, Benyawe. Yo sí. Y créame, un bonito regalo con un lazo rosa no va a convertirlas en buenos amigos.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Chubs.
—Llegar a la Luna lo más rápido posible y rogar que los idiotas de los políticos no extiendan la alfombra roja.
—¿Más rápido que nuestra velocidad anterior? —preguntó Chubs.
—Podemos aumentarla un poco —dijo Lem—. Estamos intentando evitar amenazas de colisión, lo sé, pero nuestra velocidad anterior seguía siendo demasiado cautelosa. Saltémonos un poco los parámetros de seguridad.
Chubs asintió.
—Daré la orden. —Corrió de regreso al puente.
Lem devolvió su atención al holocampo donde antes había aparecido la cabeza del capitán.
—¿Cómo puede alguien ser tan obtuso? ¿Una escolta? ¿Ese hombre vio morir a toda esa gente y tiene la audacia de escoltar a los fórmicos?
Benyawe sacudió la cabeza, su voz poco más que un susurro.
—Sesenta y dos naves.
—Pensábamos que podrían ser más.
—Tanta gente.
Lem pasó la mano por el holocampo, buscando en los archivos el vídeo de la batalla. Lo encontró y lo reprodujo.
Una monumental formación de naves apareció en el holocampo. En el centro estaba la nave fórmica, enorme e impresionante, como una gigantesca luna roja cruzando el espacio. Docenas de naves mineras igualaban su velocidad, zumbando a su alrededor como abejas de un panal, disparándole a los fórmicos con todo lo que tenían, que a pesar de su número parecía lamentablemente inadecuado.
Incluso desde esa distancia Lem reconoció varias naves de la flota de su padre, todas blindadas con placas adicionales burdamente soldadas a sus cascos. Al parecer se habían preparado con prisas para la guerra, pero el blindaje añadido no les sirvió de nada. Uno a uno, los cañones fórmicos fueron abatiendo a las naves, lanzando cientos de glóbulos de plasma gamma laserizado con implacable precisión, vaporizando grupos enteros de naves con destellos que lanzaban restos en todas las direcciones.
Lem advirtió que aquellas naves no significaban nada para ellos. Somos mosquitos. Molestias menores. Fáciles de espantar, apenas merecemos el esfuerzo.
Mientras Lem y Benyawe miraban, nave tras nave se fueron convirtiendo en nada, volcando sus equipamientos y sus tripulantes al espacio. La mayor parte de los restos desaparecieron esparciéndose en todas direcciones, pero algunos continuaron avanzando tras la estela de la nave, impulsados por la inercia, como si se negaran a aceptar que estaban muertos y dejar la lucha.
Otros pecios quedaron atrapados en un campo invisible tras la nave fórmica y fueron arrastrados, como si un imán gigantesco les hiciera variar el rumbo y seguir a la nave.
Las naves supervivientes continuaron atacando, disparando implacables, golpeando a los fórmicos con todo su arsenal. El resultado fue siempre el mismo: muerte, muerte y muerte. En unos instantes, la colmena de abejas redujo su número, hasta que solo quedaron unas cuantas naves insistentes. «¿Es que no veis que es inútil?», quiso gritarles Lem. «¿No veis que vais a morir? Ni siquiera les estáis haciendo daño. Retiraos. Morir no sirve de nada».
Pero las naves del holocampo siguieron disparando y desapareciendo. Ya era patético. Apenas quedaba un puñado de naves. Y entonces, en un frenesí de fuego fórmico, desaparecieron, dejando sola a la nave fórmica, intacta e impávida, silenciosa una vez más mientras iba lanzada hacia la Tierra como una bala, arrastrando tras de sí una cola de pecios.
El vídeo se paró.
Benyawe se secó los ojos.
Y para sorpresa de Lem, advirtió que también él tenía los ojos húmedos. Se los enjugó rápidamente, furioso consigo mismo.
Necios, pensó. Todos han sido unos necios. ¿Por qué insistieron? ¿Por qué lo malgastaron todo? ¿No veían que no le causaban ni una mella? ¿No sabían que sus seres queridos en la Tierra se sentirían devastados?
Pues claro que lo sabían, comprendió. Eran sus seres queridos de la Tierra quienes los impulsaban. Eso los había mantenido en la lucha, la desesperación por salvar a quienes estaban en casa.
«Yo podría haber hecho lo mismo», pensó, «haber permanecido en la lucha también cuando nos enfrentamos a ellos. Pero no lo hice. Huí. Me escabullí como un ratón asustado. ¿Me convierte eso en un hombre sabio o en el mayor necio?».
—Necesito hablar con mi padre —dijo—. Las líneas láser no pasan, pero tenemos que enviar algo, lo que sea. Y tenemos que enviarlo repetidamente, sin parar, una emisión continua. Tal vez encontremos un hueco donde la interferencia sea menor. Tal vez alguien nos capte y lo retransmita. Tal vez no funcione, pero tenemos que intentarlo.
Esperó a que ella respondiera, que dijera algo, cualquier cosa.
Finalmente, cuando ella habló, su voz temblaba:
—¿Qué harán cuando lleguen a la Tierra, Lem?
Él sacudió la cabeza.
—No lo sé. Pero no durarán mucho. Voy a destruirlos. Con o sin la ayuda de mi padre, voy a destruirlos.