7
Rena
El puente de la estación espacial no se parecía en nada al puente de la Cavadora, pero de todas formas le recordó a Rena lo que había perdido. Era la energía de la sala lo que le pareció familiar: el bullicio y la charla de la tripulación mientras volaban de una consola a otra, compartiendo datos o transmitiendo órdenes o comprobando las diversas holográficas. Era la misma energía que Rena había sentido todos los días de su vida a bordo de la Cavadora. Excepto que en esa vida la rodeaba su familia, gente que la valoraba y la amaba y la llamaba Madre Gallina, porque siempre escuchaba y mostraba su amistad y consuelo a todos a bordo. Aquí, en una estación que pertenecía y era dirigida por WU-HU, la más grande de las corporaciones mineras espaciales chinas, en algún lugar del confín exterior del Cinturón de Asteroides, Rena no era nadie. Una forastera. Una extraña.
Entró flotando por la escotilla y esperó a que alguien se fijara en ella, sin atreverse a interrumpir a ningún miembro de la tripulación. Tras un momento, un joven oficial chino la localizó y se acercó hasta agarrarse a un asidero a su lado.
—¿Viene por el sensor de navegación? —preguntó. Su inglés era bueno, pero su acento chino era más acusado que el de los demás.
Rena asintió.
El hombre señaló.
—Por allí. Cuarto cubículo a la derecha.
Rena le dio las gracias y se movió en esa dirección. Desde que llegaron ella y los otros supervivientes de la Cavadora, traídos allí por el capitán Doashang y su nave WU-HU, se habían ganado su alojamiento y comida haciendo reparaciones por toda la estación y en las naves WU-HU que atracaban allí. El capitán Doashang había hablado a favor de todos ellos con la jefa de la estación, una mujer amable llamada Magashi, que les había dado una de las salas de almacenaje para que durmieran. Era un zoo cada noche, todos amontonados en aquel espacio diminuto, con bebés y niños despertando a todas horas, llorando para que los cogieran en brazos o los amamantaran o tranquilizaran asegurándoles que sus pesadillas no eran más que sueños.
Rena también tenía sueños, aunque nunca hablaba de ellos con nadie. En esos sueños, Segundo, su marido, estaba siempre vivo, tendido junto a ella en su hamaca, abrazándola, hablándole de una reparación que había hecho o contándole algo de lo que se había enterado en la nave ese día. A veces reían. En otras ocasiones se maravillaban de su suerte por tener un hijo como Víctor. Otras veces él amenazaba con hacerle cosquillas, y ella lo amenazaba a su vez con darle una tunda si lo intentaba. Otras veces no decían nada: era suficiente estar juntos, flotando allí el uno al lado del otro.
Ella podía sentir siempre el grosor de sus brazos a su alrededor y el calor de su aliento en su nuca. Era real, tan real como había sido entonces.
Y cuando despertaba era como si él hubiera muerto de nuevo.
Lloraba en silencio, sin que la viera nadie. Incluso en los abarrotados confines de la sala de almacenaje no había nadie que no la viera tranquila, confiada, optimista. No podía permitirse que la vieran de otra forma. Había demasiadas madres jóvenes que acudían a ella en busca de consuelo, apoyo y coraje.
Naturalmente, había quienes la despreciaban también, no importaba lo que hiciera. Julexi susurraba su descontento cada vez que tenía ocasión. Su marido, Pitoso, había sido el primero en morir en el ataque de la nave alienígena. Su explosivo había estallado antes de tiempo, matándolo al instante y alertando a las hormigas del contraataque. La batalla fue un desastre después de eso. Las hormigas salieron por el agujero que había horadado la explosión, lanzándose contra los hombres de la Cavadora.
Y como Segundo fue quien modificó los explosivos y los preparó para el contraataque, Julexi estaba convencida de que era Segundo quien, en esencia, había matado a su marido y los había condenado a todos a la ruina. Segundo era el motivo por el que la Cavadora había sido destruida. Segundo era el motivo por el que estaban amontonados en ese estercolero de habitación apenas más grande que un trastero. Segundo, Segundo, Segundo.
Abbi pensaba lo mismo. Su hijo Mono se había quedado en secreto a bordo de la Cavadora en vez de ir con ella a la nave WU-HU. Si Segundo y Víctor no hubieran llenado la cabeza de su hijo con tonterías y le hubieran convencido de que era mecánico, Mono no habría muerto en la Cavadora con los demás. Se habría quedado con su madre, donde tenía que estar: aquí, vivo, ayudándola, abrazándola, hablándole en voz baja. Era solo un niño, no tenía nada que hacer como aprendiz de Víctor. Era demasiado joven. Maldito fuera Víctor. Maldito fuera Segundo.
Algunas mujeres despreciaban también a Rena, aunque no podía dilucidar exactamente por qué. Tal vez sentían la necesidad de echarle la culpa a alguien. O tal vez pensaban que eran ellas quienes tendrían que estar tomando decisiones por el grupo. O quizá lamentaban cómo algunas madres acudían a Rena y no a ellas en busca de consuelo.
Fuera cual fuese el motivo, no importaba. Rena las ignoraba. Las mujeres nunca se enfrentaban directamente a ella con sus quejas, así que lo dejaba correr. Sacar a colación el tema tan solo aumentaría sus quejas y las dividiría aún más. Y la división no las ayudaría. Divididas tal vez no sobrevivieran.
Encontró el sensor de navegación roto del puente y se puso a trabajar. Era fácil de arreglar si sabías cómo. Las naves corporativas y las estaciones de WU-HU o Juke tenían tripulantes que no sabían prácticamente nada del funcionamiento de sus naves: cada uno tenía una tarea específica, y eso era todo lo que hacían. Pero en una nave minera libre las familias no podían permitirse ese lujo. Todos tenían que saber de todo.
Y por eso en la Cavadora se enseñaban unos a otros, cubriéndose durante un día o una semana, o preparando seminarios o sesiones de formación. Rena sabía de navegación, naturalmente, pero también había aprendido los otros aspectos: minería y mantenimiento, cocina y pilotaje, todas las labores que mantenían a la familia en funcionamiento y viva. «Nadie deja de aprender», solía decir Concepción. Nuestra fuerza es una cuando nuestra mente es una.
El capitán Doashang había aprendido rápidamente este principio. Todas las tareas que había encomendado a Rena y las demás mujeres habían sido completadas con exactitud. No había curva de aprendizaje, ninguna prueba y error: las mujeres de la Cavadora solo hacían exactamente lo que había que hacer en cuanto se lo pedían. A veces antes de que se lo pidieran. «Si esperas a que algo se haya roto, has esperado demasiado tiempo», decía Segundo.
Rena desmontó el sensor de navegación y cambió el componente quemado. Mientras trabajaba advirtió que tres tripulantes cercanos miraban en su dirección y hablaban en voz baja. Lo hacían en chino, pensando que no los entendía, pero la Cavadora había aceptado a Shoshan, una esposa china, hacía años, y Rena y ella se habían convertido en amigas íntimas. Shoshan no hablaba español, y las dos se habían dedicado a enseñarse sus lenguajes respectivos. Rena seguía sin poder hablar chino con fluidez, pero captaba palabras y frases sueltas si escuchaba con atención.
—… bebés llorando a todas horas de la noche…
—… no podemos seguir alimentándolos…
—… deberías hablar con Magashi… problemas si se quedan aquí mucho más tiempo…
—… las provisiones no durarán eternamente…
—… alimenta a un clan y luego todos querrán una parte…
Rena no dio ninguna señal de que comprendía y mantuvo los ojos fijos en su trabajo. No era la primera vez que oía esas cosas. Muchos miembros de la tripulación lamentaban que Magashi hubiera permitido quedarse a las mujeres y los niños de la Cavadora. La mayor parte de la tripulación eran amables y generosos, compartían gustosamente la comida que tenían almacenada si las mujeres de la Cavadora trabajaban por su parte. Pero unos cuantos esparcían el resentimiento como un fuego incontrolable.
«No podemos quedarnos aquí», se dijo Rena por enésima vez.
Las otras mujeres y ella estaban trabajando ya el doble que los tripulantes en algunos casos, pero Rena sabía que nunca sería suficiente. Los que hablaban contra ellas siempre hablarían mal, no importaba cuánto colaboraran.
De hecho, sabía que la cosa solo podía ir a peor. A medida que las provisiones fueran disminuyendo, y a medida que fueran llegando menos naves de suministros de la Luna, las quejas se harían oír más fuertes y más frecuentes, y tarde o temprano alguien actuaría. Rena no creía que la tripulación recurriera a la violencia, aunque no descartaba esa posibilidad. La gente se volvía loca cuando tenía hambre.
Pero ¿adónde podían ir? Todas las naves WU-HU que llegaban tenían órdenes de permanecer atracadas. Todo el mundo había pasado a estatus inactivo.
Y cada vez que una nave de mineros libres se acercaba a la estación, siempre era para pedir comida. Los mineros decían que los depósitos de suministros estaban acaparando género. «Tenemos dinero. Pagaremos por la comida. Por favor. No tenemos ningún otro sitio al que ir».
Al principio Magashi vendió la poca comida que pudo. Pero la reacción de algunos miembros de la tripulación fue tan feroz que ahora rechazaba a todas las naves que se acercaban.
Rena no podía pedir pasaje en una nave que pasaba hambre. Tenía a diecinueve mujeres y varias docenas de niños. Si la nave no tenía comida para alimentarlas, ir con ellos sería un suicidio.
Era un problema sin solución, y el reloj seguía corriendo.
—Se acerca una nave —avisó el vigía.
—¿Puede identificarla? —preguntó uno de los oficiales.
—Parece un buitre, señor.
Rena sintió que el vello de la nuca se le erizaba. Varios hombres del puente también parecieron inquietarse, y con razón. Los buitres eran naves dedicadas al desguace que recuperaban material de naves muertas para sacar beneficios. La mayoría estaban formados por tripulaciones de mineros que habían renunciado a las rocas y encontraban dinero más fácil despojando a las naves hasta el hueso.
La norma era que si encontrabas una nave abandonada o a la deriva donde no hubiera gente viva se aplicaban las leyes del desguace: quien la toma, se adueña de ella.
El problema era que la norma invitaba a una feroz competencia entre las tripulaciones de buitres. Cuando una de ellas encontraba una nave, tenían que despojarla de sus partes más valiosas lo más rápido posible antes de que llegara otra y tratara de despojarla también. Era un frenesí alimenticio que siempre acababa en violencia, si las historias eran ciertas, y Rena tenía buenos motivos para creerlas. En más de una ocasión la Cavadora había encontrado una nave desguazada que incluía buitres muertos entre los tripulantes muertos, lo cual sugería que otra tripulación de buitres había llegado durante el desguace y se lo habían llevado todo, matando a cuantos se interpusieron en su camino.
Segundo los llamaba piratas.
—Nos están haciendo señales —informó el vigía.
—Abra una frecuencia —ordenó el oficial. Se acercó al holoescritorio y metió la cabeza en el campo.
Una cabeza apareció en el aire delante de él. Era el hombre más negro que Rena había visto jamás, la piel tan oscura que el blanco de sus ojos brillaba como lunas en comparación. Su expresión era feroz y poco amistosa.
—Me llamo Arjuna —dijo—. Quiero hablar con el jefe de la estación.
—¿Con qué motivo? —preguntó el oficial.
—¿Es usted el jefe de la estación?
—No. Soy uno de los oficiales de la capitana.
—¿Su jefe es una mujer?
—Y muy capaz. ¿Qué quieren?
—Es algo que tengo que discutir con la jefa de la estación.
—No vamos a darles comida, si esa es su petición.
—No buscamos comida. Traigo malas noticias. Y un ofrecimiento. Uno que les ayudará a extender la vida de sus suministros.
—¿Qué noticias? —preguntó el oficial.
—La destrucción de más de cincuenta naves mineras. Todas muertas por los pembunuh, como los llamamos. Puedo darles las coordenadas. Pueden volver su ojo hacia allí y ver que digo la verdad.
Pembunuh. Rena nunca había oído esa palabra, pero conocía su significado. Todas las naves y tripulaciones parecían tener su propio nombre para los alienígenas. Hormigas, wageni, bichos.
Pero ¿cincuenta naves? Solo pensarlo la dejaba helada. Tanta gente. Tantas familias. Cincuenta versiones de la Cavadora. Era impensable.
—Denos las coordenadas —pidió el oficial.
Arjuna obedeció y pronunció una serie de números. El vigía los introdujo en su ordenador, y todos en el puente se reunieron en torno a su pantalla. Rena se quedó atrás, estirando el cuello para echar un vistazo, pero todos estaban tan apretujados que no pudo ver nada. El ojo tardó varios minutos en enfocarse en las coordenadas, pero al final las imágenes llegaron.
La tripulación guardó silencio. Algunos se cubrieron la boca con las manos. Rena se abrió paso para ver. Nadie la detuvo ni pareció darse cuenta.
Eran más restos de los que Rena había visto jamás, la mayoría meros puntos en la lectura, extendidos a lo largo de docenas de miles de kilómetros de espacio, todavía moviéndose.
—No miento —dijo Arjuna.
Los restos estaban entre ellos y la Tierra, y el primero estaba sorprendentemente cerca de su posición. A solo dos o tres semanas de distancia, tal vez.
—Le paso con la jefa de la estación —dijo el oficial.
—No quiero hablar con ella a través del holo —repuso Arjuna—. Quiero hablar con ella en persona.
—No puede atracar aquí su nave. Esto es una estación privada.
—Mi nave no se acercará. Iré en lanzadera. Pueden registrarme cuando llegue. Todo el que quiera regresar conmigo será bienvenido.
¿Regresar con él? ¿Por qué querría nadie regresar con él?
El oficial puso a Arjuna en espera, consultó con Magashi e hizo los arreglos necesarios. Cuatro horas más tarde, la lanzadera atracó en la bodega de carga, y Arjuna salió flotando de la cámara estanca y conectó sus grebas. Los imanes sujetaron sus pies a las placas de cubierta, y permaneció plantado delante de Magashi, que había llegado con cuatro de sus guardias armados. Rena se quedó a un lado, donde no podían verla pero sí que podía escuchar.
Arjuna era un hombre grande, más de dos metros de altura, ancho de hombros. Llevaba un grueso abrigo atado a la cintura, botas gruesas y pantalones acolchados.
—Guarden las armas, amigos —dijo—. Vengo con dinero, no violencia. —Rebuscó en sus bolsillos y los guardias dieron un respingo, las manos en las armas. Arjuna se contuvo y delicadamente sacó una barra de dinero—. Relájense. Cinco mil créditos difícilmente podrán hacerles daño. —Empujó la barra en el aire hacia Magashi, que la pilló al vuelo y la examinó.
—No vendemos comida —dijo Magashi.
—No vengo por comida. Vengo por hombres. Veinte, si puede permitírselo. Esas naves que han destruido los pembunuh están ahí para quien las coja. Pretendo recuperar los componentes que pueda. Le daré cinco mil créditos a cada hombre que se una a nosotros.
—Mis tripulantes son empleados de WU-HU —dijo Magashi—. Tienen trabajo.
—Sí, trabajo en una estación que ahora mismo no hace otra cosa sino quemar suministros. Puedo quitárselos de encima durante unos meses. Pueden ganar bastante, y usted ahorrar suministros. ¿Cuánto tiempo piensa que les durará la comida si siguen como hasta ahora? La interferencia ha hecho que la mayoría de las naves de reparto vuelvan a la Luna. Los pembunuh han destruido a otras. Pregunte a otros viajeros si lo que digo no es verdad. Pasarán meses, quizás incluso un año antes de que lleguen más suministros. Si los pembunuh declaran la guerra a la Tierra, puede que los suministros no lleguen nunca. Su estación está superpoblada. Yo puedo ayudarles a aliviar el tema.
—¿Quitándome a mi tripulación?
—Tomándola prestada —dijo Arjuna—. Dudo que ninguno de ellos quiera morir de hambre.
—Ya ha hecho su oferta —repuso Magashi—. No nos interesa.
—Esos restos son una mina de oro. Ustedes tienen un problema. Yo tengo una solución.
—Los restos son un campo de batalla. ¿Va a expoliar a los muertos?
—Las naves no tienen ninguna utilidad para los muertos. Para mí sí.
—¿Por qué no utiliza a su propia tripulación? —preguntó Magashi.
—La utilizaré. Pero con más hombres puedo duplicar nuestros esfuerzos y recuperar más antes de que lleguen otros.
—¿Otros buitres, quiere decir?
Un destello de ira asomó en los ojos de Arjuna.
—No somos buitres, señora. Somos cuervos. Nuestro negocio es honrado. Hay buitres y zopilotes en lo Negro, pero yo y mi tripulación no seguimos sus costumbres. No hacemos daño a nadie y rechazamos a aquellos que envenenan nuestra industria. Pregunte a mi comerciante o a mi tratante de restos. Arjuna es un hombre de palabra. Sus métodos son tan amables como los de un cordero.
—Incluso los corderos muerden —dijo Magashi.
—Sí, pero nosotros mordemos solo para masticar la comida que nos hemos ganado con el sudor de nuestra frente.
—No nos interesa —repitió Magashi.
—¿Y los hombres que empuñan esas armas? ¿Habla la mujer por ellos? ¿No les gustarían cinco mil créditos y un trabajo mejor pagado que el que tienen?
Los hombres se miraron unos a otros, esperando a ver qué respondían los demás. Tras un momento, como nadie respondió, Arjuna dijo:
—Muy bien. Entonces les pido que me devuelvan mi barra de dinero.
Magashi volvió a empujarla hacia él. Arjuna la cogió, se la guardó en el bolsillo e hizo una reverencia.
—Que sus estantes nunca se vacíen y sus vientres nunca pasen hambre. —Despegó del suelo y se lanzó de nuevo hacia la compuerta.
—¡Espere! —La palabra salió de la boca de Rena impulsivamente.
Arjuna se agarró a un asidero en la compuerta y se volvió. Rena voló hacia él y aterrizó a su lado.
—Habla usted de hombres, pero ¿aceptaría a mujeres? Mujeres mineras libres.
—Aceptaría a una minera libre antes que a cuatro hombres de las corporaciones. Los mineros libres son trabajadores cualificados y esforzados. ¿Pertenece a un clan?
—A una sola nave, no a un clan. La Cavadora. Era nuestra nave. Fue destruida en el Cinturón de Kuiper por esos que llama pembunuh.
—Entonces la acompaño en el sentimiento. Pero si su nave fue destruida, ¿cómo es que está viva?
—Es una larga historia. Pero estamos muchas aquí, y ya no somos bien recibidas. Si puede prometernos protección de su tripulación y trasladarnos luego a una estación, puedo ofrecerle trabajadoras cualificadas. —No tenía ni idea de por qué confiaba en ese hombre, pero lo hacía.
Arjuna sonrió.
—No tiene que preocuparse por mi tripulación, señora de la Cavadora. Lo que he dicho es verdad. Somos una familia de cuervos, no de buitres.
Familia. La palabra la tranquilizó. Pero solo por un instante. ¿Quién era ese hombre? ¿Estaba dispuesta a poner en sus manos a las mujeres y los niños? Por lo que sabía, bien podía ser un asesino.
No; había amabilidad en aquellos ojos de luna.
—En cuanto a llevarlas a una estación —dijo—, le doy mi palabra también. Cuando terminemos el desguace, iremos a una estación a comerciar. Si allí nos separamos, me estará haciendo también un favor. No tendré que volar de vuelta hasta aquí. ¿Adónde se dirigen?
—No lo sé. Pero esté donde esté nuestro hogar, no es aquí.
—¿Cómo se llama usted, señora de la Cavadora?
—Rena Delgado.
—¿Y habla por su tripulación?
—No hablo más que por mí misma, pero creo que mi tripulación vendrá si se lo pido.
—Entonces no es una mujer a quien tomarse a broma si tiene ese dominio e influencia. —La calibró con la mirada—. Dígame cómo se quita con seguridad un procesador de oxígeno.
La estaba poniendo a prueba. Pero la pregunta era sencilla. Había cuatro pasos y tres precauciones a tener en cuenta. Rena las recitó todas, incluyendo algunos secretos que Segundo le había enseñado y que dudaba que Arjuna conociera.
El cuervo trató de ocultar que estaba impresionado. Tras un instante, como si volviera a evaluarla, dijo:
—Si tiene veinte hombres y mujeres tan listos como usted, los aceptaré.
—Tenemos más de veinte personas —dijo Rena—. Y no tendrá a una sola si no accede a aceptarnos a todas.
—¿Cuántos son?
—Cincuenta y seis.
Arjuna hizo una mueca.
—Mi lanzadera no es tan grande, Rena de la Cavadora.
—Entonces puede hacer dos viajes.
—¿Toda esa gente son trabajadores cualificados, o puedo esperar que haya niños e inválidos entre ellos?
—Inválidos ninguno. Pero treinta y siete de ellos son niños, sí. Algunos muy pequeños.
Él volvió a hacer una mueca.
—¿Y qué voy a hacer con treinta y siete niños más en mi nave? Ya tengo suficientes bocas que alimentar.
Ella se alegró de oír que tenía niños a bordo. Era una nueva prueba de la existencia de familias. Los piratas no transportaban niños.
—Nuestros niños trabajan, señor. No fuera de la nave, pero muchos de ellos limpian y lavan y cocinan tan bien como cualquier hombre o mujer de su tripulación. Se ganarán la comida.
—Necesito rescatadores, no fregonas.
—Y tendrá rescatadores. Diecinueve.
—¿Cuántos son hombres?
—Ninguno —dijo Rena—. Perdimos a todos nuestros hombres.
Ella vio un atisbo de piedad en sus ojos.
—Es una historia triste la suya, ya veo —dijo. Se cruzó de brazos y lo consideró un momento—. Diecinueve mujeres y treinta y siete niños. La mayoría de los capitanes se reiría ante semejante ofrecimiento.
—La mayoría lo haría. Pero usted no es tonto. Según sus propios cálculos, diecinueve mineras libres valen por setenta y seis hombres de las corporaciones.
Él echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Una risotada resonante que la sorprendió. No creía que tuviera sentido del humor, pero ahí estaba.
—Utiliza mis propias palabras contra mí, Rena de la Cavadora. Muy bien. Adelante. Traiga a sus diecinueve mujeres y treinta y siete niños. Si desguaza tan rápidamente como hace sus cálculos, la necesito en mi tripulación.
—¿Es que te has vuelto loca? —dijo Julexi.
Rena flotaba en el pasillo ante la sala de almacenaje, con la mayoría de las mujeres. Las demás estaban dentro, alimentando y cuidando a los niños.
—Baja la voz —dijo Rena—. Asustarás a los niños.
—¿Que yo asustaré a los niños? ¿Yo? Una nave de buitres asesinos es lo que los asustará, Rena.
—No son buitres. Son cuervos.
Julexi alzó las manos.
—Buitres, cuervos, gaviotas. ¿Qué diferencia hay? Todos son iguales. Son parásitos. Se alimentan de los muertos y matan a su antojo. Huíamos de estas naves en el Cinturón de Kuiper, Rena. ¿Y ahora quieres unirte a una de ellas? ¿Has perdido la chaveta? No sabemos nada de ese hombre. Podría llevarnos a su nave y hacer con nosotras lo que quisiera.
—Tiene una familia. Son muy parecidos a nosotros.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Abbi—. Te dirá cualquier cosa para llevarnos a su nave.
—Lo sé porque he conocido a su familia —dijo Rena.
Las mujeres se la quedaron mirando.
—¿Qué quieres decir?
—Hice que me llevara a su nave en la lanzadera. Insistí en inspeccionarla y conocer a su familia.
—¿Fuiste a su nave? —dijo Julexi—. ¿Sola?
—No iba a llevarnos a todas allí sin saber dónde nos metíamos. Nos alojarán en la bodega de carga. Es un poco mayor que la sala de almacenaje de aquí. La he visto. Está limpia y tiene hamacas. Y hay comida. Vi sus suministros. Hay suficiente para todos nosotros. Si trabajamos duro, estaremos bien.
—Aquí también hay comida —dijo Abbi—. Estamos más seguras aquí.
—No lo creo. Tarde o temprano haremos todas las reparaciones necesarias. Es solo cuestión de tiempo que nos pidan que nos marchemos. He oído cosas.
—Chismes y murmullos de un puñado de gente —dijo Julexi—. Magashi nos aprecia. Trabajamos más que la mayor parte de su tripulación.
—Magashi puede que no tenga mucho que decir dentro de poco —dijo Rena—. Lo que vengo escuchando es mucho más que chismes. No estamos a salvo. Me preocupan los niños.
—¿Y lanzarnos a una bandada de buitres no te preocupa? —dijo Abbi.
—No son tus niños —dijo Julexi—. Son nuestros.
Sí, pensó Rena. No son míos. Renuncié a mi único hijo. Envié a Víctor a la Luna para alertar al mundo. Lo he perdido igual que he perdido a Segundo.
—Somos familia —dijo en voz alta—. Estos niños puede que no hayan salido de mi vientre, pero los amo como si fueran míos. La familia de Arjuna es igual. Pude notarlo. Son familia.
—¿Esperas que confiemos nuestras vidas a esta gente después de una sola visita? —replicó Abbi.
—Hemos puesto nuestras vidas en manos de otra gente desde que dejamos la Cavadora —contestó Rena.
—Eso es diferente —dijo Julexi—. Eran WU-HU. Estos son carroñeros.
—Arjuna se ha ofrecido a enseñar la nave a cualquiera de vosotras para que conozcáis a su familia. Pero necesitamos actuar con rapidez si vamos a hacerlo. Se impacienta.
—¿Se impacienta? —se envaró Julexi—. ¿Y qué otras emociones suyas debemos temer? ¿Su ira? ¿Su lujuria?
—¿Quieres callarte la boca? —interrumpió Edimar. La chica de quince años emergió de las sombras. Rena ni siquiera se había dado cuenta de que estaba escuchando—. Estoy harta de que critiques a todo el mundo. Todas están equivocadas menos tú. Todas tienen la culpa. ¿Pues sabes una cosa? Si dijeras algo positivo de vez en cuando, tal vez no serías tan miserable y la gente te soportaría.
Lola, la madre de Edimar, parecía horrorizada.
—¡Edimar! ¡Pide disculpas a Julexi ahora mismo!
—No. No lo haré. Todas sabéis que es verdad, pero sois demasiado amables para decirlo. Bueno, pues yo no lo soy. Si quieres quedarte aquí y esperar a que los chinos nos den la patada, Julexi, bien, pero yo voy con Rena.
Julexi entornó los ojos.
—Niña malcriada. Eres peor que tu hermana la endoga.
Lola la abofeteó con tanta rapidez y fuerza que la lanzó girando contra la pared. Varias mujeres se quedaron boquiabiertas. Julexi se incorporó, una mano en la mejilla, sorprendida.
La hermana de Edimar era Alejandra, a quien la familia había enviado fuera de la nave cuando temieron que pudiera enamorarse de Víctor. Endogar, o casarse dentro del clan, era tabú, y aunque Alejandra y Víctor no habían hecho nada malo, la familia tomó precauciones. Acusar a Alejandra de algo indecoroso era cruel y despiadado. Rena se sintió tentada de abofetear a Julexi también.
La voz de Lola sonó helada.
—No volverás a hablar de mi hija. ¿Me entiendes? Si tuvieras una gota de la decencia y la bondad de Alejandra, sería el doble de lo que tienes ahora.
Edimar se quedó mirando boquiabierta. Rena no estaba menos sorprendida. Lola siempre era tan modosa, nunca se enfrentaba a nadie…
Lola se volvió hacia Rena.
—Edimar y yo haremos lo que decida el consejo. Confío en tu juicio. Si piensas que lo mejor es marcharnos con ese cuervo, si así es como podremos volver a ponernos en pie, entonces desguazaré cien naves a tu lado. —Se despegó de la pared y se dirigió a la puerta de la sala de almacenaje—. Ven, Edimar. Hemos dicho lo que teníamos que decir. Deja que las demás hablen.
Edimar seguía demasiado aturdida para poder moverse. Miraba a su madre como si la viera por primera vez. Entonces, tras un instante, se recuperó y siguió a Lola.
—¿Habéis visto eso? —dijo Julexi cuando se marcharon—. ¿La habéis visto abofetearme? Está intentando dividirnos.
La hipocresía de aquellas palabras casi hizo reír a Rena. Pero habría sido una risa triste y cansada. La sensación de familia se estaba perdiendo, advirtió: el hilo que las unía se descosía y rompía por los filos. No podía permitirlo. Segundo le había pedido que permanecieran juntas, que las mantuviera a todas con vida.
—Os diré lo que quiero —dijo, advirtiendo que era cierto a medida que iban surgiendo las palabras—. Vernos de nuevo en una nave. No en una nave de cuervos o una nave corporativa, sino en nuestra nave. Como era y siempre será la Cavadora. Ese es nuestro hogar. No vamos a conseguirlo quedándonos aquí, donde no tenemos ningún futuro. Nuestro trabajo y nuestra aceptación se están agotando. Arjuna puede ayudarnos a avanzar en la dirección adecuada. Si estáis en desacuerdo, hablad ahora.
Lo discutieron y luego votaron. Un puñado se resistió, pero la mayoría, aunque nerviosas ante la idea, decidió marcharse. Cualquier cosa por acercarlas a su propia nave, dijeron. Y al final, incluso aquellas que estaban en contra de irse las siguieron. Permanecer con el grupo parecía más seguro que quedarse solas con los WU-HU.
Más tarde, cuando el segundo grupo subía a la lanzadera para dirigirse a la nave de Arjuna, Julexi se acercó a la compuerta con su bolsa al hombro y se encaró a Rena.
—Si nos violan y matan a nuestros hijos, espero que Dios tenga piedad de ti.
—Espero que Dios tenga piedad de nosotras en cualquier caso —dijo Rena—. Necesitamos toda la ayuda posible.