5
Mazer
El teniente Mazer Rackham cruzó corriendo la pista hacia donde esperaba el HERC y saltó al asiento del copiloto. Eran las tres de la mañana, y una capa de nubes que flotaba sobre el mar de Tasmania había cubierto la Luna y dejado al campamento militar Papakura sumido en una oscuridad casi total. Mazer se puso el casco y conectó su VCA mientras los otros tres miembros de su unidad subían a bordo y hacían lo propio. Un holo del HERC apareció en el aire ante él, salpicado de puntos intermitentes. Seis meses atrás el equipo había tardado diez minutos en establecer la secuencia de prevuelo. Ahora podían hacerlo en veintisiete segundos.
Mazer parpadeó para dar las órdenes a fin de iniciar la secuencia y vio que Reinhardt, el piloto, hacía lo mismo. ¿Aviónica? Comprobado. ¿Espolones de carga? Comprobado. ¿Lentes gravitatorias? Comprobado.
El HERC (o helicóptero de recuperación de equipo pesado) era un recogedor, un aparato de vuelo bajo diseñado para internarse en territorio hostil con la misión de recoger tropas, vehículos o suministros y salir de allí lo más rápido posible. Como se empleaba principalmente para labores de extracción y no de combate directo, no iba demasiado armado. Sin embargo, lo que le faltaba en grandes cañones lo compensaba con su blindaje. En la base bromeaban diciendo que un tanque y un helicóptero habían hecho guarrerías en los matorrales y el HERC había salido nueve meses más tarde.
Sin embargo, llamar al HERC un simple tanque volante era un insulto a su diseño. Creado por Juke Limited, era el mejor aparato gravitatorio que usaba lentes para desviar las ondas de gravedad de la Tierra y envolverlas a su alrededor. Las lentes no eran mecánicas como las de cristal que refractaban la luz, sino más bien campos creados por un punto central. Ajustando la forma del campo, controlaba la dirección en que se enfocaban o se desviaban las ondas gravitatorias. El resultado era que el aparato sufría menos gravedad. Flotaba. Volaba sin aspas. Y como las lentes de gravedad se ajustaban continuamente para mantener la verticalidad sobre la superficie de la Tierra, todo lo que hacía falta para que el HERC se impulsara era un medio de propulsión, que proporcionaba el motor jet trasero.
No obstante, eran necesarios unos ordenadores muy potentes para ajustar continuamente la dirección, foco y fuerza de las lentes de gravedad. Y los ordenadores, cuando se los zarandeaba en combate, tenían tendencia a fallar. Como medida de emergencia, por si las lentes cedían y el aparato caía como una piedra, Juke Limited había instalado aspas también. Cuando no se usaban, las aspas se plegaban en una sola que se extendía hacia atrás en paralelo al fuselaje central, como si fueran alas de cucaracha. Podían desplegarse en 0,3 segundos, lo cual, en grandes alturas, era tiempo más que suficiente para mantener al HERC en el aire. Pero como el HERC era casi exclusivamente un aparato que volaba bajo, a no más de unos veinte metros por encima de los árboles, para evitar ser detectado por el enemigo, las aspas de emergencia no se desplegarían lo suficientemente rápido para salvar a la tripulación. En todo caso, simplemente reducirían el impacto. E incluso entonces harían más mal que bien. Cuando golpearan el suelo los efectos de torsión de las aspas volcarían el aparato o intentarían clavarlo en el suelo. Casi era mejor desplegar los enormes paracaídas de emergencia, mantener las aspas desconectadas y rezar para que los airbags te salvaran la vida.
Mazer trató de no pensar en estrellarse y se concentró en la misión que los ocupaba. La orden había llegado directamente del Departamento de Defensa hacía seis meses. El NZSAS, o Servicio Aéreo Especial de Nueva Zelanda, la rama de las fuerzas especiales de los militares kiwi destinados en Auckland del Sur, tenía que someter al HERC a una rigurosa serie de pruebas de campo para determinar la capacidad de combate del aparato.
Mazer había sido nombrado líder del equipo, algo que había supuesto toda una sorpresa. Carecía de formación como piloto de pruebas, y llevaba menos de dos años con el NZSAS. Por lo que sabía, había una fila de hombres de un kilómetro de largo que estaban más cualificados.
—No dejes que se te suba a la cabeza —le había dicho Reinhardt—. Cuando el coronel asigna este tipo de misiones, no significa que te aprecie. Significa que eres sacrificable. ¿Crees que quieren que sus mejores tipos mueran en los campos de pruebas? Demonios, no. Quieren que nosotros les ahorremos el trabajo. Somos conejillos de Indias, Rackham. Dummies para choques. Los últimos monos de la jerarquía.
Era una broma, naturalmente. No había jerarquías en el NZSAS. Todos eran iguales. Había cadenas de mando, sí, pero nadie imponía su rango o se escaqueaba de las misiones molestas cargándoselas a los novatos. En la unidad, ningún trabajo era indigno para ningún soldado. Si había que cavar una letrina, el coronel Napatu agarraba una pala igual que todos los demás.
—Comprobado y despejado —dijo Reinhardt, terminando la secuencia de prevuelo.
—Comprobado y despejado —repitió Mazer.
Tras la cabina, Patu golpeó dos veces en el suelo con la culata de su fusil.
—Pongámonos en marcha y acabemos con esto de una vez. Llevo treinta y seis horas sin dormir.
Junto a ella, Fatani cerró los ojos y apoyó la cabeza en el reposacabezas.
—Tampoco nosotros hemos dormido, Patu. Todos necesitamos nuestro baño de belleza. —Fatani era ciento veinte kilos de músculo polinesio y más de dos metros de altura. Las correas de seguridad sobre su pecho estaban extendidas al máximo, pero incluso así le quedaban justas.
—¿Tú intentando un baño de belleza, Fatani? —preguntó Reinhardt con sorpresa fingida—. Debes de sufrir insomnio severo.
—Tú búrlate, Reinhardt. Ya veremos cuánto te ríes cuando deje caer tu flaco culo desde lo alto de esta bañera a trescientos veinte kilómetros por hora.
—Solo te matarías. Estos pájaros suelen estrellarse sin piloto.
—Sé pilotar tan bien como tú.
—Claro, y para cuando llegases hasta este asiento ya te habrías estrellado contra el suelo.
—Entonces moriría con una sonrisa en la cara, sabiendo que tú habías muerto antes.
—Ya vale de testosterona —dijo Patu—. ¿Podemos irnos ya, por favor?
—Río Azul, Río Azul —dijo Mazer a su casco—. Aquí Liebre. Despejados y listos para volar, cambio.
—Roger, Liebre —respondió la radio—. Podéis despegar. Código de secuencia de la misión: lima tango cuatro cero siete foxtrot, cambio.
Mazer introdujo el código en su VCA y repitió la secuencia al controlador. Aparecieron ventanas de datos mientras el ordenador aceptaba el código y abría el archivo de la misión. Mazer parpadeó la orden para enviar los archivos a los demás. Un reloj en la esquina derecha de su VCA empezó a contar los segundos desde cero. Al parecer, era una misión cronometrada.
Reinhardt arrancó el motor trasero, y Mazer notó la familiar sensación mareante en el estómago cuando el HERC se abalanzó sobre la pista y se dirigió al norte. Se sobrepuso a la sensación y se concentró en los datos.
—El objetivo es latitud negativo treinta y siete grados, cero minutos, veintiuno coma siete siete dos dos segundos. Longitud ciento sesenta y cinco grados, diez minutos, treinta y siete punto cinco uno seis dos segundos.
—Coordenadas confirmadas —dijo Patu.
—Identifica el objetivo —dijo Fatani.
El HERC se alzó otros quince metros mientras se acercaban a la línea de árboles, dirigiéndose a las montañas de la cordillera Hunua y dejando atrás el aeródromo. Por instinto, Mazer apoyó una mano en el panel de instrumentos para sujetarse.
—El objetivo es un AT-90 Copperhead. Dos tripulantes. Ambos gravemente heridos.
Los Copperheads eran tanques de asalto con suficiente potencia de fuego para arrasar una ciudad pequeña. También eran ridículamente pesados y difíciles de manejar debido a su diseño ancho y plano.
—¿A quién le toca el turno de hacer de médico? —preguntó Fatani.
—A ti —respondió Patu—. Y no pidas que te sustituya. Curé y puse vendas a los dos últimos grupos.
—Será mejor que no sangren —dijo Fatani—. Odio a los que sangran.
Para las pruebas de campo y ejercicios de guerra como este, los del NZSAS usaban maniquíes de goma para representar las bajas. Mazer y su unidad tenían que tratar a los maniquíes como soldados de verdad y administrar primeros auxilios como parte del ejercicio. Los que sangraban eran los peores. Cargados de pegajosa pintura roja, luego había que estar de dos a tres horas lavándose y ponían a todo el mundo de mal humor.
El tanque Copperhead sería también falso. Probablemente un autobús calcinado o un ATV sacado de un desguace y cargado con suficiente peso para parecer un Copperhead. El coronel no utilizaría uno de verdad, arriesgándose a dañarlo.
—¿De qué va el rollo, teniente? —preguntó Reinhardt—. ¿Esta operación es un examen final o algo? ¿Por qué tanto secretismo?
—Ni idea —respondió Mazer—. El coronel dijo que estuviéramos listos para volar a las 0300, y que entonces nos darían las órdenes.
—Me parece raro —dijo Fatani—. Normalmente somos los que diseñan las pruebas de campo. Y ahora de repente el coronel lo hace por nosotros. Ningún informe previo. Ninguna preparación. Solo subir a bordo y esperar las órdenes.
—El combate no es diferente —dijo Patu—. Para mí tiene todo el sentido del mundo. Los jefazos quieren ver cómo se comporta el HERC cuando no controlamos todas las variables. Pensadlo. Antes de hacer una prueba, lo decidimos todo. Adónde vuela, qué tiempo hace, dónde está el enemigo, cuáles son sus capacidades. Pero ¿qué equipo en combate real va a tener todos esos datos?
—Al menos los pilotos deberían saber qué tiempo va a hacer —observó Reinhardt—. Es lo primero que te enseñan en la escuela de vuelo. Cuando los limpiaparabrisas se mueven, es que está lloviendo fuera.
—Eres tronchante —dijo Patu.
—Solo estoy diciendo —insistió Fatani— que si esto es una especie de examen, habría estado bien saberlo con antelación.
—Tiene que serlo —dijo Patu—. Por eso no nos han dejado dormir. Quieren saber si unos pilotos agotados volando con datos limitados pueden realizar una misión con un HERC.
—Si ese es el caso, entonces nos están evaluando a nosotros tanto como al HERC —dijo Fatani.
—No importa —repuso Mazer—. Haremos lo que hacemos siempre. Recoger el objetivo y traerlo a casa.
La naturaleza secreta de la misión no molestaba a Mazer. Estaba acostumbrado a pruebas psicológicas esporádicas como esa: era algo propio de las fuerzas especiales. Alguien te hacía correr hasta el borde del agotamiento y luego te negaba el agua y te mantenía en pie durante otras veinticuatro horas. O jugaban con tu cabeza de otra forma, aislándote, o soltándote en mitad de ninguna parte con una venda en los ojos para que regresaras a la base usando solo los otros sentidos. Comparadas con esas pruebas, esta misión sorpresa con el HERC era pan comido.
En el VCA de Mazer apareció un mensaje.
—Territorio hostil en tres punto cuatro kilómetros —anunció.
Y al siguiente segundo se produjo un destello y una explosión cuando una bengala explotó a tres metros de la cabina. Las bengalas se usaban como misiles superficie-aire (o STA) en los juegos de guerra. No era más que exhibición, sin metralla, pero de cualquier forma sobresaltó a todos.
—¡Joder! —dijo Reinhardt, empujando la barra de control hacia delante y lanzando al HERC a un descenso que les volteó los estómagos.
—¡Eh! —dijo Patu, chocando contra su asiento—. Cuidado con las picadas.
Mazer se agarró a la barra de la ventana y trató de concentrarse en los datos de su VCA.
—Yo diría que tenemos mala información —comentó Reinhardt—. Ya estamos en territorio hostil.
Dos explosiones más iluminaron el cielo nocturno, una a cada lado del aparato.
—¡Fatani! —gritó Mazer.
—Ya voy, ya voy.
Una sección del suelo bajo Fatani se deslizó, revelando la cabina del artillero bajo el HERC. Fatani manipuló el joystick de su asiento y bajó, con asiento y todo. Las montañas densamente arboladas de la cordillera Hunua corrieron bajo él, las copas de los árboles apenas visibles en la oscuridad. Fatani hizo un último ajuste, y el garfio superior de su asiento se encajó en la montura giratoria, suspendiéndolo en su lugar y dándole la posibilidad de girar y maniobrar en cualquier dirección. Una ventanita en el VCA de Mazer le mostró el punto de vista de Fatani, y por eso pudo ver cómo la culata del cañón láser se colocaba en posición y se fijaba en el arnés pectoral de su camarada.
—¡Listo! —gritó Fatani.
—Localizando objetivos —dijo Mazer.
Más STA falsos estallaban alrededor, y Fatani los fue borrando del cielo antes de que las bengalas pudieran explotar.
—Los jefazos están invirtiendo una pasta gansa en esta operación —dijo Reinhardt.
Mazer estaba pensando lo mismo. Esas montañas eran el patio de juego para los ejercicios del SAS desde hacía tiempo, pero nunca había oído hablar de ningún equipo que hubiera tenido que soportar tanta tensión en un único juego de guerra.
El fuego de las trazadoras se dibujó en el cielo por el nordeste. Las brillantes balas de pintura pasaron zumbando junto al parabrisas, sin alcanzar por los pelos al HERC. Fatani localizó la fuente medio segundo más tarde, alcanzó el cañón trazador con el láser y dejó inoperativo el cañón de tierra. Mazer vio los otros tres cañones trazadores en su VCA justo antes de que dispararan. Parpadeó indicándolos como objetivos para Fatani, y el asiento de la cabina de artillero giró y se balanceó a ritmo vertiginoso mientras Fatani disparaba varias veces. Reinhardt descendió más, oscilando a izquierda y derecha para evitar las trazadoras, volando a pocos metros por encima de los árboles.
—No olvides que estoy aquí abajo —dijo Fatani—. Esos pinos me arrancarán las botas si sigues descendiendo.
—Relájate —contestó Reinhardt—. Si chocamos contra un árbol te convertirás tan rápido en gelatina humana que no sentirás nada.
Durante tres kilómetros más esquivaron y maniobraron y eliminaron trazadoras y STA. Patu siguió maldiciendo a Reinhardt por sacudirlos tanto y casi matarlos a todos. Mazer empezaba a estar de acuerdo: las píldoras contra el mareo tenían un efecto limitado.
Entonces el HERC remontó una colina y lo vieron, allá en el valle sin árboles, no un vehículo de desecho que fingía ser un tanque Copperhead, sino un Copperhead de verdad. Todavía más extraño, recibía un intenso bombardeo desde la línea de árboles al norte.
Patu y Fatani respondieron sin vacilación, cubriendo con sus disparos los árboles. Los láseres eran inofensivos, nada más que un juego para marcar, pero todos se tomaron el ejercicio tan en serio como si fuera un combate real.
—Llévanos junto al tanque —pidió Mazer.
Una andanada de balas alcanzó al HERC y rebotó en su blindaje mientras Reinhardt los colocaba en posición sobre el tanque. Como las lentes de gravedad no tenían efecto en nada de lo que hubiera bajo el HERC, sino solo en lo que tenía encima, el tanque ni se movió. Del vientre del HERC, a cada lado de la cabina del artillero, cayeron gruesas barras amortiguadoras para impedir que resultara aplastado por la carga.
—Barras en posición —anunció Fatani.
—Iniciando espolones de carga —informó Mazer. Parpadeó la orden, y los enormes espolones a cada lado del HERC se extendieron hacia fuera desplegándose. Había tres espolones a cada lado, hojas en forma de garfio con un grueso almohadillado de goma en los filos. Mazer extendió las manos en el holocampo que tenía delante, en el salpicadero. Los espolones respondieron a los gestos de sus manos, avanzando y actuando como si fueran garras que envolvieron al tanque y lo levantaron del suelo. Reinhardt compensó con las lentes de gravedad y de repente el tanque estuvo en el aire.
—Asegurando la carga —dijo Mazer, parpadeando la orden. Bajo el tanque, los espolones opuestos se extendieron más hasta que llegaron a tocarse y se cerraron.
El fuego enemigo que llegaba desde los árboles había cesado ya, pero Patu continuó disparando para cubrirlos mientras el HERC viraba hacia el sur y se dirigía a casa.
Fatani y su asiento se alzaron y regresaron a su posición original. Entonces soltó el arnés de seguridad y el cable de su chaleco y se levantó del asiento. Sujetándose contra la pared, pulsó la orden para replegar la cabina, cuyas secciones de cristal se separaron y se retiraron, dejando un agujero en mitad del suelo del HERC. La escotilla del techo del Copperhead quedó a dos metros por debajo. Fatani se volvió hacia Patu y gritó por encima del rugido del viento.
—¿Seguro que no quieres hacerte cargo de los heridos?
—Afirmativo. No querría privarte de la oportunidad de alardear de tus maravillosas habilidades médicas.
Fatani suspiró.
—Ojalá no sean de los que sangran.
Se colocó encima del agujero y usó el cabestrante para bajar por la escotilla.
Mazer contempló las imágenes que llegaban desde la cámara del casco de Fatani mientras el hombre abría la escotilla y bajaba hasta el tanque. Dentro no había nadie sangrando. Ni siquiera eran maniquíes. Había dos hombres vivos, ambos con cascos de seguridad y grueso acolchado. Mazer no reconoció a ninguno. Uno llevaba un traje de chaqueta, y el otro un uniforme pardo desconocido.
—Sargento Fatani —dijo el del traje—. Me alegro de verle. Estaba diciéndole al capitán Shenzu que es usted el mejor artillero del NZSAS.
Meritoriamente, Fatani respondió con un silencio modesto. El riguroso entrenamiento y la cabeza fría servían para esas situaciones.
—¿Alguno de ustedes está herido? —preguntó.
El hombre del traje soltó una risita y agitó una mano.
—No, no. Estamos bien. Hicimos que el coronel Napatu transmitiera esos datos para que vinieran ustedes aquí y nos sacaran. ¿Subimos? Al capitán Shenzu le gustaría ver la cabina.
—Naturalmente —dijo Fatani, como si fuera la petición más natural del mundo.
Menos de un minuto después, Fatani había rodeado los pechos de los dos hombres con las correas de rescate. Entonces puso cuidadosamente en marcha el cabestrante y los subió al HERC. A esas alturas, Mazer se había levantado del asiento del copiloto y echó una mano para subirlos a la cabina.
—Teniente Mazer Rackham —dijo el hombre del traje—. Es un honor conocerle. Espero que nuestro pequeño Hércules haya cumplido sus expectativas.
Su acento era europeo, pero Mazer no logró situarlo.
—Parece que nos conoce a todos, señor. Sin embargo, nosotros no tenemos el honor de conocerle a usted.
—Mis disculpas. —Extendió una mano—. Heinrich Burnzel. Ventas globales. Juke Limited.
¿Un vendedor? Eso se estaba volviendo cada vez más extraño.
—Y este es el capitán Shenzu del Ejército Popular de Liberación —añadió Burnzel—. Un oficial muy respetado del ejército chino.
Shenzu hizo una leve reverencia y estrechó la mano de Mazer.
—Un vuelo muy impresionante, teniente. Vimos toda la maniobra en el holopad del señor Burnzel. —Su inglés era intachable y carente del menor acento.
Burnzel fue todo sonrisas mientras alzaba su holopad como prueba.
—El teniente Reinhardt es nuestro piloto —dijo Mazer—, pero me encargaré de transmitirle sus alabanzas. Por favor, ¿no quieren sentarse? Los arneses de seguridad están en los asientos eyectables. Deberíamos tener un vuelo sin sobresaltos, pero agradecería que se sujetaran como medida de precaución.
—Naturalmente —dijo Burnzel, la sonrisa pegada todavía en su rostro. Se sentó y empezó a abrocharse las correas—. Esperábamos también que pudieran demostrarle al capitán Shenzu lo rápido que podía ir el HERC con una carga pesada.
—¿Cómo dice?
—Oh, ya sabe. Háganos una pequeña demostración, teniente. Revolotee sobre el valle durante unos minutos. Impresiónenos. Pero sin hacer looping —dijo con una risita—. Dé un vuelco y perdamos antigravedad. —Entonces se rio como si ese fuera el chiste más divertido el mundo.
Fatani ya había vuelto al interior del HERC. Mazer y él intercambiaron una mirada, y Fatani se encogió de hombros. Mazer pulsó la orden para cerrar el agujero del suelo y regresó a su puesto de copiloto.
—¿Quieres decirme qué está pasando? —preguntó Reinhardt entre dientes.
—Voy a averiguarlo —dijo Mazer. Colocó en su sitio el visor del casco—. Río Azul, Río Azul. Aquí Liebre. Objetivo asegurado y en el aire, cambio.
Esta vez la voz en la radio fue la del coronel Napatu:
—Liebre, aquí Río Azul. ¿Han asegurado a los pasajeros?
—Afirmativo. Recuperados y asegurados en la cabina, señor.
—Bien. No los sacudan demasiado. Tráiganlos con calma.
—Piden que les dé un poco de caña, señor. Quieren espectáculo.
—Negativo. Tráiganlos despacio. No vamos a inclinarnos ante un capullo corporativo más de lo imprescindible.
—¿Una demostración de ventas? —dijo Reinhardt. Patu, Fatani, Mazer y él se encontraban en el despacho de Napatu, todavía con sus uniformes de vuelo—. ¿La misión era una demostración de ventas?
—Los chinos están interesados en el HERC —dijo el coronel Napatu—. Querían verlo en acción antes de cerrar ningún trato con Juke Limited.
—¿Desde cuándo hace el SAS demostraciones para los chinos? —repuso Reinhardt—. Mire, no pretendo ofender, señor, pero pasamos un rato duro ahí fuera. Nada más que bengalas, sí, pero todos nos tomamos esta operación bastante en serio. Tuve que volar como un abejorro para evitar esas baterías. Podríamos haber enterrado el pájaro contra la falda de una montaña. ¿Y para qué? ¿Para alardear ante un capitán chino y un jefe de ventas trajeado que intenta cubrir su cuota mensual? Perdóneme por decirlo, señor, pero todo este asunto me parece una negligencia increíble.
Napatu se acomodó en su asiento, cruzó las manos sobre el estómago y ladeó la cabeza.
—¿Ha terminado, teniente?
Reinhardt se irguió y retrocedió un paso, las mejillas coloradas. Unió las manos a su espalda en posición de descanso.
—Sí, señor. Perdón por hablar con franqueza, señor.
—Como creo que tiene razón por estar molesto, perdonaré esa franqueza, teniente. Pero le recuerdo que un oficial del SAS sujeta la lengua igual que sujeta un fusil, sobre todo cuando se dirige a un superior.
—Sí, señor. Le pido disculpas, señor.
El coronel suspiró y se balanceó en su silla un momento.
—Siéntense todos. No me gusta verlos de pie de esa forma.
Mazer y los demás se sentaron en los sillones y el sofá situados frente al escritorio de Napatu, que apoyó los codos sobre la mesa y se frotó los ojos, sugiriendo que estaba tan falto de sueño como todos.
—Me encantaría que todos ustedes creyeran que el SAS es inmune a la mierda burocrática que asola al resto del ejército —dijo—. Y me encantaría que creyeran que yo, como comandante en jefe de esta unidad, tengo autoridad para decirle al Departamento de Defensa dónde pueden meterse todas esas órdenes estúpidas que tan a menudo nos echan encima. Pero como todos ustedes han cualificado bien alto en inteligencia, saben que ambas aseveraciones son falsas.
Se acomodó en su asiento.
—El hecho es que somos una rama del ejército neozelandés, y cuando recibimos órdenes las cumplimos. Ese es nuestro deber. No cuestionamos esas órdenes. No expresamos en voz alta nuestra desaprobación. Obedecemos. Este asunto con el HERC vino directamente del general Gresham. Me llamó en persona hace dos días. Sus órdenes fueron claras. Darle a este capitán chino y al representante de ventas de Juke un buen espectáculo. Supuse que querrían ver al HERC dar un par de saltos por la pista. De eso nada, dijo el general. Tenía que coordinar una extracción de vehículo pesado total. Mucho ruido, mucho pilotaje arriesgado, y los dos invitados de honor esperando dentro del Copperhead. Esa fue su petición explícita. No querían observar. Querían experimentar.
Suspiró y se frotó de nuevo los ojos.
—Como pueden comprender, expresé mis preocupaciones en lo referido a seguridad y responsabilidad. Lo último que necesita este país es que un oficial chino muera siendo nuestro visitante. Se vería maravilloso en las redes de noticias. Pero mis objeciones fueron ignoradas. Tenía que cumplir las órdenes al pie de la letra. Tampoco podía informar al equipo extractor del carácter único de su misión. Aunque acepto que todos ustedes recibieron un montón de sacudidas, ni por un momento sentí la menor preocupación. Reinhardt puede darle lecciones a cualquier otro piloto de esta unidad.
—Gracias, señor.
—Te está alabando el ego para que no te cabrees con él —dijo Patu.
—Me avergüenza admitir que funciona —sonrió Reinhardt.
—¿De qué iba esto, señor? —preguntó Mazer—. ¿Por qué está implicado el SAS en una venta a los chinos? Si Juke quería exhibir el HERC, ¿por qué no en sus propias instalaciones? Nuestro HERC no es el único que existe. ¿Por qué traer aquí a los chinos?
—Por varios motivos. Primero, los pilotos de Juke no son tan buenos como ustedes. No les estoy dando coba, es un hecho constatado. Juke sabía que aquí tendrían una presentación mucho más impactante. Segundo, los chinos querían ver a soldados en acción. Serán soldados los que piloten los suyos, y tienen mucho respeto por los SAS. Por eso, de hecho, querían que todos ustedes estuvieran privados de sueño. Piensan que un oficial SAS privado de sueño es equiparable a uno chino bien descansado.
Fatani gruñó.
—Lo dudo.
—Usted es una excepción a esa comparación, Fatani —dijo el coronel—. Es igual a cuatro oficiales chinos. Y no me refiero solamente a cuestiones de masa.
—Comprendo por qué a los chinos podría gustarles esto —dijo Mazer—, pero ¿por qué estaría de acuerdo el Departamento de Defensa? ¿Por qué hacerle un favor a los chinos? Creía que íbamos a ser los únicos propietarios de esta tecnología.
—Hice esas mismas preguntas. En primer lugar, no podríamos quedarnos con el HERC para nosotros solos ni aunque quisiéramos. Juke venderá la tecnología a todo el que quiera pagar por ella. El ejército norteamericano es lo bastante grande para forjar esos acuerdos con sus contratistas, pero nosotros no. Somos hormiguitas. Compraremos unas docenas de HERC como mucho, que apenas detendrán la línea de montaje de Juke. China es un gran comprador. Juke nos mandaría a la porra y nos dejaría sin nada si quisiera hacer un trato con los chinos. ¿Mi argumento? Nunca tuvimos ninguna posibilidad de quedarnos con esto en exclusiva. Y en cuanto a por qué accedimos al espectáculo, resulta que el SAS recibirá unos cuantos HERC gratis por las molestias.
Fatani silbó.
—¿Gratis? Considerando que el precio de un HERC es más que el producto interior bruto de la mayoría de los países del Tercer Mundo, yo diría que hemos hecho un buen trato. No está mal por una hora de trabajo.
Napatu se inclinó y frunció el ceño.
—Bueno, esa es la parte desagradable de esta conversación. Los chinos no pidieron solo una hora de trabajo.
—Esa expresión de su cara me hace pensar que no me va a gustar lo que va a decir a continuación —dijo Reinhardt.
Mazer pensaba lo mismo, pero se quedó callado.
—La principal razón por la que hicimos la exhibición para los chinos —dijo Napatu—, fue que los estaban poniendo a prueba a ustedes tanto como al HERC.
—Te lo dije —murmuró Fatani.
—¿Poniéndonos a prueba para qué? —quiso saber Patu.
Mazer respondió.
—Los chinos no solo quieren adquirir una flota de HERC, también quieren un equipo experimentado que entrene a sus pilotos y les enseñe a manejarlos.
—No jodas —dijo Reinhardt—. ¿Vamos a tener que hacer de niñeras de un puñado de pilotos chinos?
—¿Cuántos pilotos van a enviarnos? —preguntó Fatani.
—Ninguno —respondió el coronel—. Los chinos no van a venir aquí. Ustedes irán allá. Provincia de Guangdong. Sudeste de China. Será una misión de seis meses.
Nadie dijo nada. No era extraño que un equipo del SAS recibiera órdenes para llevar a cabo una misión cooperativa de entrenamiento conjunto (o JCET), pero eso no significaba que a todos les entusiasmara la idea.
Al notar la decepción en los demás, Mazer comentó:
—Es China, Reinhardt. Tienen secadores para el pelo y sábanas de seda. Creo que sobrevivirás.
Napatu cogió un cubo de datos de encima del escritorio y se lo ofreció a Mazer.
—Capitán Rackham, continuará usted como líder del equipo. Los objetivos de su misión están en el cubo. Informará a los demás en el avión. Despegarán a las 0900.
Mazer recogió el cubo, sorprendido.
—¿«Capitán», señor?
—Acaba de ser ascendido. No voy a tolerar que ningún oficial chino piense que tiene más rango que nadie de su equipo.
Eran las seis de la mañana cuando Mazer salió del despacho del coronel Napatu y cruzó la base en dirección al depósito de vehículos. Tres horas. Napatu les había dado tres horas para resolver sus asuntos antes de subir a un avión para cumplir una misión de seis meses en el extranjero.
Por eso nunca podría salir bien con Kim, se dijo. Por eso era ridículo considerar siquiera el matrimonio. Ninguna relación podía funcionar de esa forma.
Nunca habían hablado de matrimonio, pero sabía que Kim pensaba en el tema tanto como él. Era evidente en pequeños detalles de lo que hacía; la manera en que le sonreía a cualquier bebé que encontraban de paseo, o cómo mencionaba casualmente sus objetivos para el futuro, como querer una casa con balcón cuando se asentara, o cómo cultivaría sus propias verduras cuando se asentara. Esa era su expresión: «cuando me asiente». Nunca «cuando nos asentemos», pero el subtexto estaba allí de todas formas. La implicación era obvia. Estaba metiendo el dedo del pie en las aguas del matrimonio y viendo qué ondas producía.
Mazer siempre respondía como si no leyera ningún subtexto. Estaban hablando por hablar, nada más. Bueno, sí, una casa con balcón sería algo precioso. Pero no, los jardines eran un coñazo: estaban las malas hierbas que había que arrancar y los bichos, que rociar con insecticida y la arena, que rastrillar. Eso requería tiempo, y el tiempo era dinero. Prefiero comprar mi verdura, muchas gracias.
Era un juego que practicaban, un juego de compatibilidad. Y cuanto más lo jugaban, más convencido estaba Mazer de que nunca encontraría una pareja mejor.
Despertó al oficial de guardia del depósito de vehículos y sacó un coche. El trayecto de Papakura a East Tamaki fue rápido, y aparcó en la acera de enfrente de Medicus Industries a las siete menos diez. Sabía que ella estaría ya en su despacho; siempre iba temprano para aprovechar la jornada al máximo.
No la llamó. En cambio, pulsó tres veces su pad de muñeca para avisarla y luego observó la ventana del quinto piso. Ella apareció un momento después, sonrió y le hizo señas para que subiera. Mazer se dirigió a la puerta principal, esperó a que el holo apareciera en el recuadro, y tecleó la secuencia que ella le había enseñado. La puerta se abrió y él cruzó el vestíbulo vacío hacia los ascensores.
Ella lo recibió en la quinta planta y le dio un ligero beso en la mejilla. Estaba tan hermosa como siempre, el pelo recogido en una coleta para mantenerlo apartado del rostro mientras trabajaba con sus holos todo el día.
—Qué agradable sorpresa, teniente —dijo. Su acento americano siempre le hacía sonreír.
—En realidad, ahora soy capitán.
—¿Desde cuándo?
—Esta mañana.
Ella alzó una ceja.
—¿De veras? ¿Con sueldo de capitán?
—Supongo que sí. No hubo mucho tiempo para discutirlo. ¿Por qué? ¿Necesitas un préstamo?
Ella sonrió, aunque él pudo advertir inmediatamente que el ascenso la inquietaba. Un ascenso inesperado a primera hora de la mañana era mala señal. Podía significar que lo enviaban a otro sitio.
Esperó a que ella lo preguntara, pero en cambio Kim ladeó la cabeza y dijo:
—Pareces cansado.
—Llevo treinta y tantas horas sin dormir.
—Sin embargo vienes aquí a hablarme de tu ascenso antes de descansar un poco. Me siento especial.
—No he venido a hablarte de mi ascenso.
Ella notó la mala noticia inminente y alzó una mano.
—Antes de que me cuentes toda la historia, comamos primero. Hay bollos en la sala de reuniones.
Enlazó el brazo en el suyo y lo condujo pasillo abajo. Todas las oficinas ante las que pasaban estaban aún oscuras y vacías. Llegaron a una sala panelada de cristal con una larga mesa y un amplio mostrador de mármol al fondo repleto de fruta fresca, bollos y jarras autoenfriadoras de zumo y leche. Kim le pasó un plato, cogió un bollo y empezó a comérselo.
—¿Estos bollos son de ayer? —preguntó Mazer, cogiendo una tarta de manzana y olisqueándola.
—Un servicio de cátering los trae temprano. Son frescos. ¿Y qué más te da? Se supone que tienes que saber vivir sobre el terreno, comiendo gusanos y ratones de campo asados. Los bollos del día anterior son una comida lujosa.
A él no le apetecía comer, pero igualmente colocó la tarta de manzana en el plato y la siguió de vuelta a su despacho.
Un holo de un esqueleto humano adulto flotaba de espaldas en el aire sobre el holoescritorio de Kim. Lo rodeaban ventanas de datos, junto con notas escritas a mano con su letra nerviosa.
—Parece que nuestro desayuno será una fiesta de tres —dijo Mazer.
Kim pasó una mano por el holocampo y el esqueleto desapareció.
—Lo siento. No es exactamente lo que nadie quiere ver antes de comer.
Siempre había algo flotando sobre el escritorio de Kim. Si no eran huesos, eran músculos o el sistema circulatorio o una sección transversal de un tejido dañado. Había estudiado medicina en John Hopkins en Estados Unidos y trabajado como residente en uno de los centros de traumatología más reputados de Baltimore. A pesar de ser una de las doctoras más jóvenes del personal, rápidamente se ganó fama por su frialdad y saber hacer en las situaciones más comprometidas. Varias asociaciones médicas la habían premiado, y fueron esas condecoraciones las que hicieron que Medicus se fijara en ella y le ofreciera un puesto en sus oficinas de Nueva Zelanda con la promesa de que ayudaría a mucha más gente trabajando como asesora médica.
La compañía creó el Med-Assist, un holopad diseñado para ayudar a los soldados a tratar heridas de guerra. Podía hacer de todo: escanear los huesos, análisis de sangre, dar tutoriales quirúrgicos, incluso administrar medicamentos. Era como llevar a un médico en el bolsillo, solo que tú tenías que hacer todo el trabajo. Los militares norteamericanos habían financiado la investigación inicial y ahora usaban el aparato ampliamente en todas las ramas del servicio. Desde entonces, otros países se habían subido al carro. Un aparato para el ejército neozelandés estaba a punto de ser terminado.
—¿Esa es la nueva versión kiwi en la que has estado trabajando? —preguntó Mazer, señalando un Med-Assist que había en una esquina de la mesa.
—El último prototipo —respondió ella, entregándoselo—. Dime qué te parece la voz.
Mazer encendió el aparato, fue pasando las primeras capas de órdenes y lo pasó por encima de su pierna. Un escáner de su fémur apareció en la pantalla, la imagen teñida de verde. Una voz de mujer dijo con acento neozelandés:
«Fémur. Ningún trauma detectado».
—¿Por qué no es tu voz? —preguntó él.
En la versión americana habían usado la voz de Kim. El Departamento de Defensa norteamericano había pedido que la voz fuera de un médico real, y Medicus pensó que Kim era ideal. Ya estaba en nómina, era americana, tenía buen trato con los pacientes y era inteligente. Kim había accedido a hacerlo con la condición de que Medicus probara otras voces más junto con la suya antes de tomar la decisión final. Medicus accedió, grabó muestras de Kim y de otros médicos y luego las probó con varios soldados del NZSAS que sirvieron como grupo de evaluación. Mazer era uno de ellos y fue el máximo defensor de que la voz fuera la de Kim: habla como un médico; habla como si supiera de lo que está hablando; los soldados estarán ansiosos y asustados y llenos de tensión emocional; una voz como la suya los calmará; me creo todo lo que dice.
Los ejecutivos quedaron encantados, y después insistieron en presentarle a Mazer a Kim, citándolo como prueba de que tenía que haber un montón de grabaciones. Ella lo miró con retintín echándole la culpa por cargarla con más trabajo del que tenía tiempo de hacer. Mazer le pidió disculpas y en un momento de rara espontaneidad —que lo sorprendió a él más que a nadie— la invitó a cenar para compensarlo.
Parecía algo muy lejano ya.
Mazer se sentó en el sofá frente al escritorio. Kim se quitó los zapatos, se sentó a su lado y acomodó las piernas en su regazo.
—La versión kiwi no puede ser mi voz —dijo—. Los soldados neozelandeses quieren oír a un neozelandés.
—Yo no —dijo Mazer—. Prefiero oír tu voz.
Ella sonrió.
—Es una cuestión de claridad. Los americanos pronuncian de manera distinta. No queremos que un soldado administre la medicación equivocada o ejecute una acción incorrecta porque no entiende las indicaciones.
—Cierto. Pero el verdadero motivo por el que no puedes ser tú es porque tu voz es embriagadora. Eres como las sirenas de la Odisea. Los soldados se quedan tan encantados por la música de tu voz que, embelesados y atontados, se olvidan por completo de los camaradas que tienen sangrando delante.
Ella volvió a sonreír.
—Sí. Es trágico cuando eso sucede. —¿Por qué estaba él de broma? Solo podía hacer que todo fuera más difícil.
—Me marcho a China —dijo él por fin—. Para seis meses.
Fue como una bofetada. Ella se lo quedó mirando.
—¿Por qué tanto tiempo?
—Ejercicios con los chinos. Vamos a entrenarlos con equipo nuevo. —No podía hablar del HERC. Estaba todavía clasificado.
—¿No es una operación hostil?
—No —respondió él, tranquilizándola—. Simplemente de entrenamiento.
—También eso puede ser peligroso.
—Esto no lo será. Será aburrido.
—¿Cada cuánto tiempo volverás?
—No lo haré. Seis meses seguidos. Sin ningún tiempo de permiso.
Ella lo miró, luego clavó la mirada en su bollo a medio comer y lo empujó en el plato.
—Comprendo. ¿Cuándo te marchas?
Él miró la hora en su pad de muñeca.
—En menos de dos horas. Me enteré hace solo una.
Ella apartó el plato, ceñuda.
—¿Eso es todo el tiempo que te han dado? Es ridículo. Por no decir insensible. Demuestra un desprecio completo por la gente. ¿No te cabrea?
—Soy soldado, Kim. Esto es lo que hago. Voy adonde me mandan.
—¿Por qué tienes que ser tú? Creía que estabas en medio de un entrenamiento importante aquí.
—Lo estoy. Es ese entrenamiento aquí lo que ahora me lleva allí.
Ella quitó las piernas de encima de su regazo.
—¿No puedes pedir que vaya otro en tu lugar? Sé que es poco ortodoxo, pero sin duda harán excepciones.
—No tengo circunstancias justificantes.
—Diles que te necesito aquí para ayudarme con el desarrollo del Med-Assist.
—Nunca has necesitado mi ayuda antes, y el ejército no hace excepciones, sobre todo con los contratistas privados. Si necesitaras un soldado, argumentarían que no tengo por qué ser yo.
Kim se levantó, se acercó a la ventana y contempló la ciudad.
—¿No quieres oponerte a esto?
—Sabes que no puedo.
—No es eso lo que he preguntado.
—¿Si quiero ir a China? Por supuesto que no. Pero no tengo voz ni voto en estas cuestiones. Ese es el problema. Siempre va a ser así. Siempre van a enviarme a otro sitio.
Ella se dio media vuelta y lo miró a la cara.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que este es un momento de decisión. Sé que nunca hemos hablado de matrimonio, pero los dos sabemos que esta relación se dirige a eso. Evitamos la palabra, pero los dos pensamos en ello.
—Pues claro que pienso en ello. Es lo que hace la gente de nuestra edad, Mazer. Buscan a alguien con quien pasar el resto de su vida.
—¿Y es este el tipo de matrimonio que quieres? ¿Quieres un marido que esté ausente seis meses o años? ¿Es ese el tipo de padre que quieres para tus hijos? ¿Uno ausente la mayor parte del tiempo? La gente no se casa para vivir separados, Kim.
—No, la gente se casa porque se aman y quieren tener hijos juntos, Mazer. La gente se casa porque ven que serán felices.
—Sí, pero tú no ves eso conmigo. Ves un mundo de soledad, de noches sin dormir, preocupada por si estoy o no muriéndome desangrado en una zanja en alguna parte.
—No digas eso.
—Estás dándome la razón, Kim. Cada vez que me marcho en una misión, casi te vuelves loca de preocupación. Al principio pensé que era enternecedor porque eso significaba que me querías. Ahora me enferma pensar en ello. No soporto que te sientas así por mi culpa.
Ella se volvió de nuevo hacia la ventana.
—Siempre he tenido miedo de formar una familia por este motivo, Kim. Cuando me alisté, me resigné a quedarme soltero. No quería ser un padre y un marido ausente. Entonces te conocí, y me convencí de que podía hacer que funcionara. Me dije que nuestro compromiso mutuo y para con nuestros hijos sería lo suficientemente fuerte para soportar cualquier separación. Pero ahora veo que estaba siendo egoísta. Estaba pensando en mi felicidad, no en la tuya. Te mereces a alguien que pueda estar contigo y compartir la carga diaria de tu vida.
Ella no se volvió.
—No puedo dejar el ejército —prosiguió él—. Me quedan al menos cinco años más. No tengo ninguna opción para modificar eso. Pedirte que esperes hasta que vuelva de China es como pedirte que esperes cinco años, cosa que no haré. No sería justo contigo.
Esperó a que ella se moviera, que lo mirara, que dijera algo. No lo hizo.
—El matrimonio conmigo no sería matrimonio, Kim. Te comprometerías con alguien que no estaría presente. Criarías sola a los niños. Vi a mi padre hacerlo cuando mi madre murió y nos trasladamos a Londres. No fue un hombre feliz, Kim. Sin mi madre, se convirtió en la sombra de lo que era. Trató de eliminar toda la cultura maorí que mi madre me había imbuido de niño porque le recordaba a ella y le resultaba demasiado doloroso verlo. Las canciones, las historias, las danzas, lo prohibió todo. Yo tenía que ser un inglés de provecho como él. Un anglo. Como si mi madre no hubiera existido nunca. Pero no pudo cambiar el color de mi piel. Siguió siendo oscura por más internados a los que me llevara.
Cruzó la habitación y se detuvo junto a ella.
—No querrías que tus hijos tuvieran solo un progenitor, Kim. Conozco esa vida. Yo tampoco la quiero para mis hijos.
Ella se volvió. Estaba llorando, pero su voz sonó firme:
—Me gustaría creer que eres noble y abnegado, Mazer, pero todo lo que oigo es que no quieres una vida conmigo.
Él no supo cómo responder. Claro que quería vivir con ella. ¿No lo comprendía? El tema era que no se trataba de una vida que pudieran compartir. Sería una vida sin el otro.
Pero antes de que pudiera formar una respuesta, ella se dirigió a la estantería, sacó un Med-Assist y se lo entregó.
—Una de las versiones americanas —dijo—. Con mi voz. Dijiste que querías uno y aquí lo tienes. Algo para que me recuerdes.
Era una despedida. Todo lo que habían construido juntos quedaba desechado con aquel gesto.
Era lo que había venido a hacer, lo que sabía que tenía que hacer por el bien de Kim, pero ahora que lo había hecho, ahora que estaba terminado, una sensación de vacío y asco se asentó en su estómago como un peso muerto. Tenía que explicarse mejor.
No tuvo oportunidad.
Ella se marchó y lo dejó allí. Mazer esperó veinte minutos pero ella no regresó. Cuando los empleados empezaron a llegar y encendieron las luces de las oficinas a su alrededor, se guardó el Med-Assist bajo el brazo y se encaminó hacia los ascensores.
Era lo que había que hacer, se dijo una y otra vez. Por la felicidad de Kim, a la larga, era lo que había que hacer.