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Lem

Lem Jukes estaba ante la tripulación de su nave minera, con las manos juntas respetuosamente. Vio cómo las últimas personas en llegar atravesaban flotando la entrada y se dirigían al fondo de la sala, donde se hallaban reunidos los demás miembros de la nave. Todos llevaban un mono azul con el logotipo de Juke Limited bordado en la pechera izquierda. Las grebas y avambrazos magnéticos los anclaron al suelo cuando estuvieron en posición. Aparte del leve roce de los trajes mientras ocupaban sus puestos, el puente estaba en silencio.

La asistencia a la ceremonia conmemorativa no era obligatoria, pero Lem sabía que todo el mundo a bordo asistiría, incluyendo aquellos que normalmente no trabajaban en el puente: cocineros, mineros, lavanderos e ingenieros. Cuando vivías casi dos años con gente en un entorno cerrado, acababas por conocerlos a todos bastante bien, aunque las tareas individuales no coincidieran. Tarde o temprano, los caminos se cruzaban, y como resultado la pérdida de vidas a bordo era algo que todos sentían. Nadie dejaría pasar la oportunidad de presentar sus respetos.

—He convocado este servicio memorial para honrar a aquellos que hemos perdido —dijo Lem. Su voz era lo bastante fuerte para llegar al fondo de la sala y al mismo tiempo lo bastante serena y solemne para la ocasión—. Hablo no solo de los miembros de nuestra tripulación que ya no están entre nosotros, sino también de los otros muchos que han luchado de manera tan desprendida y han muerto intentando impedir que los fórmicos lleguen a la Tierra.

Fórmicos. La palabra todavía le sabía amarga y extraña en la boca, como una gruesa pastilla que no lograra tragar. La doctora Benyawe, la jefa del equipo científico, había sugerido el nombre debido al parecido de las criaturas con las hormigas, y por lo que a Lem concernía era un nombre tan bueno como cualquier otro. Pero seguía odiándolo: la palabra daba legitimidad a aquellas criaturas, les daba identidad. Era un recordatorio de su existencia, de que todo ese asunto no era simplemente un sueño.

—Hace casi dos años —continuó Lem— dejamos a nuestros seres queridos en la Luna y partimos hacia el Cinturón de Kuiper. Nuestra misión era sencilla: probar el láser de gravedad. Apuntar con él a unas cuantas rocas y reducirlas a polvo, demostrar a la dirección que el gláser podía revolucionar y revolucionaría el proceso de extracción de minerales. Gracias a vuestra diligencia y vuestro compromiso inquebrantable, completamos la tarea. No fue fácil. Hubo errores y contratiempos, pero cada uno de vosotros persistió y cumplió con su deber. Todos demostramos nuestra valía. Como comandante, me he sentido honrado de servir junto a vosotros y veros realizar vuestras tareas con tan competente empeño.

Lem sabía que se estaba pasando un poco, pero también sabía que ninguno dudaría de su sinceridad. Su madre decía siempre que si no fuera el heredero de la mayor fortuna minera del sistema solar, podría haber hecho carrera en los escenarios. A Lem le parecía divertido. Su madre siempre pensaba en pequeño. Los escenarios eran para la gente pretenciosa y poco atractiva, aquellos que no tenían un rostro adecuado para los vídeos.

—Pero hace ocho meses nuestra misión cambió. —Lem dio un golpecito a su pad de muñeca, y una gráfica del sistema cobró vida tras él. Apareció un holograma de la nave fórmica, enorme e impresionante—. Esto cambió nuestra misión. Esta abominación. Nadie nos dio la orden de detenerlos. Nosotros mismos nos dimos esa orden.

Técnicamente era una verdad a medias, ya que fue la capitana de la nave minera Cavadora la que pidió a Lem ayuda para detener a los fórmicos. Pero ¿qué importaba? Lem había aceptado la invitación. Nadie lo había obligado.

Volvió a pulsar el pad de muñeca. La nave fórmica desapareció y aparecieron veinticinco rostros.

—Algunos pueden pensar que atacar a los fórmicos fue un error, dado que perdimos a veinticinco miembros de nuestra tripulación. Veinticinco hombres buenos. Veinticinco futuros esposos y padres.

Una mujer de las primeras filas se enjugó los ojos. Buena señal, pensó Lem. Su verdadero propósito, después de todo, no era el servicio funeral. Era volver a tomar el mando de la nave, el verdadero mando, no servir como comandante solo de nombre, sino hacer cumplir sus órdenes, mantener la autoridad absoluta. Para conseguirlo, necesitaba sacudir un poco las emociones.

—Pero os digo que atacar a los fórmicos no fue un error —continuó Lem—. Enviarles el mensaje de que preferimos morir a ver cómo nos arrebatan nuestro mundo no fue un error. Demostrarle a la Tierra que estamos dispuestos a hacer lo que haga falta para protegerla no fue un error. Tomar medidas para salvar a nuestras familias en la Luna y la Tierra no fue un error.

Vio que ya los tenía en el bote. Unos cuantos asentían.

—Pero entonces algo cambió —dijo Lem—. Dejamos de concentrarnos en la Tierra. Después de seguir de cerca a la nave fórmica, nos retiramos. Retrocedimos hasta esta eclíptica, a gran distancia de los fórmicos y por tanto a gran distancia de aquellos a quienes podríamos haber advertido y salvado. —Hizo una pausa y bajó la voz, como dolorido por aquella constatación—. Sabíamos más que nadie de la nave fórmica. Su capacidad armamentística, su velocidad, su probable destino. Incluso habíamos calculado cuándo y dónde podría emitir su siguiente estallido de radiación. Si nos hubiéramos quedado cerca, quizá podríamos haber advertido a todas aquellas naves que encontró en su camino.

Pulsó su pad de muñeca. Las caras del holograma se desvanecieron y una nube de escombros apareció en el holocampo.

—Como estas naves. Las naves de Kleopatra, hogar de un puesto de avanzada y unas instalaciones procesadoras de Juke. Casi ochocientas personas vivían en esa roca, y muchas más en las naves de las inmediaciones. La mayoría familias de mineros libres. Mujeres, niños, ancianos. Podríamos haberlos avisado. Pero no lo hicimos.

Más golpecitos al pad. Más holos. Más restos de naves. Una por una, Lem fue mostrando escenas de destrucción. Una por una, fue contando las vidas perdidas. La mayor parte de la tripulación había visto ya esas imágenes: la nave las había recopilado a lo largo de los meses pasados mientras localizaban a la nave fórmica siguiendo su ruta de destrucción hacia la Tierra.

Lem describió cómo debía de haber sido estar a bordo de aquellas naves, explicando cómo un estallido de plasma gamma a corta distancia podía vaporizar carne y hueso. Y cómo, desde lejos, la sangre se quemaba y las células se descomponían como resultado del envenenamiento por radiación.

—Y mientras nosotros nos ocultábamos en las sombras —continuó—, esta gente luchaba por la Tierra. Mientras nosotros nos retirábamos para protegernos, ellos se enfrentaban al enemigo, luchando por nosotros, muriendo por nosotros.

Varios miembros de la tripulación se agitaron incómodos. Estaba tocándoles la fibra sensible. Una parte de Lem sintió una punzada de culpabilidad por manipularlos de esa manera. Utilizar un funeral para beneficio personal era canalla y oportunista, pero aquello era la guerra, no solo entre humanos y fórmicos, sino entre Lem y su padre, el grande y glorioso Ukko Jukes.

Su padre había ordenado a Chubs que controlara secretamente todo lo que Lem hiciera como comandante y anulara sus órdenes si hacía algo que lo pusiera en peligro, lo que convertía a Chubs, en esencia, en una maldita niñera.

Ukko sin duda diría que era lo propio de un buen padre: cuidar de su hijo, protegerlo de los peligros del Cinturón de Kuiper. Pero Lem sabía qué estaba en realidad en juego. Su padre estaba haciendo lo de siempre: ejercer su control, tirar de las cuerdas, practicar su juego del poder y dejar a Lem en ridículo.

Todo el asunto había sido especialmente humillante ya que la misión llevaba un año en curso cuando Lem se dio cuenta de que no estaba exactamente al mando. Chubs se había portado como un buen tipo en todo momento. No pretendía ser desagradable. Incluso se avino a mantenerlo todo en secreto para que Lem no quedara en ridículo ante la tripulación. Pero eso no le quitó mordiente a quedar como un tonto. Durante un año entero, Lem estuvo convencido de que Chubs era su consejero más valioso. Y, entonces, ¡sorpresa! «En realidad trabajo para su padre, Lem, y no transmitiré su orden a la tripulación porque no puedo permitir que lo haga. Lo siento, así lo dijo su querido papá».

Oh, padre, no puedes evitarlo, ¿verdad? No puedes soportar que yo pueda conseguir algo por mis propios medios. Tienes que introducirte en secreto en mis asuntos. Qué taimado eres, padre. Sea cual sea el resultado, tú ganas. Si la misión fracasa, todo será culpa mía; si tiene éxito, será porque siempre estuviste ahí ayudándome.

La idea era como un clavo de acero en su espina dorsal. Estaba convencido de que nunca podría confiar en nadie a bordo y que la única manera de librarse de su padre sería derrotarlo en su propio juego, apoderarse de la compañía, derrocarlo de su trono y mostrarle amablemente la puerta.

Esa guerra empezaba ahora, a bordo de la Makarhu, a meses de la Tierra.

—¿Por qué se lanzó esta gente de cabeza al peligro? —continuó Lem, indicando la nube de restos del holocampo—. ¿Por qué arriesgaron a sus familias? Porque consideraron que era su deber proteger a la raza humana. Un deber más grande que ellos mismos. Yo también lo siento así. Lo siento con tanta fuerza que durante los meses pasados he permanecido tendido en mi hamaca por las noches, abrumado por la vergüenza.

Los rostros de sus oyentes mostraron sorpresa.

—Sí, vergüenza. Me avergüenza que estemos de brazos cruzados y no hagamos otra cosa sino seguir los acontecimientos desde una distancia segura, mientras otros luchan por proteger la Tierra. Yo quise avisar a Kleopatra. Quise acudir y decirles contra qué se enfrentaban exactamente. Pero Chubs lo prohibió.

A la mención de su nombre, todos se volvieron hacia Chubs, que permanecía de pie a un lado, cerca de la primera fila, el rostro hierático.

—Sí —continuó Lem—. Es un secreto que descubrí hace poco y que ninguno de vosotros conoce. Mi padre ordenó a Chubs que me mantuviera alejado del peligro a toda costa.

Los miembros de la tripulación se miraron unos a otros.

—Por eso hemos estado siguiendo a los fórmicos a distancia segura —continuó Lem—. Por eso ha muerto gente. Porque mi padre me valora a mí más que a ellos, y por tanto le impide a Chubs ayudarlos. Por eso estoy avergonzado.

Aquí venía el momento crítico, lo sabía, el momento en que podía mostrar sus emociones. No en forma de lágrimas, naturalmente: no debía parecer débil. Sería más provechoso aparentar estar a punto de llorar y luego ser lo suficientemente fuerte y estoico para contenerse.

No era fácil. Muchos actores pensaban que había que exagerar y gemir, sollozar y romper un plato o dos, pero Lem sabía que no. Era la emoción contenida lo que conmovía a la gente. La pena y la tristeza que amenazaban con surgir de tu interior, pero en modo alguno ibas a permitir: había que ser fuerte.

Le salió a la perfección: permaneció en silencio un poco más de lo normal para evidenciar que estaba esforzándose por mantener sus emociones a raya. Luego se aclaró la garganta, se recuperó y continuó adelante. Algunos de las primeras filas lagrimeaban.

—Si por mí fuera, estaríamos cumpliendo con nuestro deber hacia la Tierra —dijo—. Estaríamos haciendo más. Salvando más vidas aparte de las nuestras. Pero me encuentro atado de manos, ahora lo sé. Con Chubs cumpliendo las órdenes de mi padre, soy incapaz de hacer lo que habría que hacer. Por eso, a efectos inmediatos, dimito de mi puesto de comandante.

Sus caras lo dijeron todo. Sorpresa. Incredulidad.

Lem no podría haber esperado una reacción mejor.

—Tendréis que perdonarme —dijo—, pero no puedo continuar siendo el responsable de dar la espalda a nuestra gente. Si acepta el nombramiento, Chubs será vuestro comandante. Si debe ceñirse a la orden de mi padre por encima de todo lo demás, entonces que él cargue con la vergüenza. Espero que me perdone por adjudicarle esa carga, pero no puedo vivir tranquilo sabiendo que la gente muere porque él está obligado a protegerme.

Lem tomó impulso, flotó hasta Chubs y le ofreció la mano. Chubs vio que todo el mundo lo miraba, algunos con resentimiento.

Sabiamente, aceptó la mano ofrecida y la estrechó, incómodo.

—Puede que nos hayas impedido evitar esas muertes —dijo Lem—, pero cumplías con lo que considerabas tu deber. Reconozco tu lealtad. Solo rezo para que Dios nos perdone a todos.

Chubs no dijo ni una palabra. ¿Qué podía decir?

Lem se impulsó para cruzar la sala, se metió en el tubo de empuje, ajustó la polaridad de sus avambrazos y grebas y dijo:

—Catorce.

El tubo lo transportó. Cuando llegó a su camarote, fue directo a su holoescritorio.

—Muéstrame el puente.

Seis imágenes de vídeo aparecieron en el aire sobre la mesa, todas tomadas por diminutas cámaras colocadas por todo el puente. No tenía audio, pero no lo necesitaba. Había visto cómo algunos miembros de la tripulación miraban de reojo a Chubs con puro desprecio.

Lem se relajó. Ahora todo lo que tenía que hacer era esperar.

No tuvo que esperar demasiado. Benyawe fue a verlo a su camarote unas horas más tarde.

—Ha sido toda una actuación —dijo. Lem estaba en su hamaca, sujeto hasta la cintura, con una caja de bombones flotando a su alrededor—. ¿Eso es su premio? —preguntó Benyawe, señalando los bombones.

—Nina, una de las cocineras, me los hace. Me trajo una caja hace poco.

—Sin duda para consolarlo mientras supera la vergüenza. —Benyawe forzó una sonrisa.

—Están buenos —dijo Lem, ignorando la pulla—. Debería probar uno.

Sin esperar su respuesta, sacó uno de la caja y lo empujó en el aire para que llegase hasta ella. El bombón flotó hasta la mano tendida, y ella se lo llevó a la boca.

—Un poco empalagoso para mi gusto —dijo.

—¿El bombón o mi actuación?

—Ambas cosas. Cuando estuvo a punto de echarse a llorar, me pareció que se pasaba un tanto. Muy convincente, eso sí. Pero exagerado.

—Todo lo que dije era verdad.

—Casi todo —precisó Benyawe—. Dijo que esa gente murió por nuestra causa, que los habríamos alertado de no ser por Chubs. Eso no es cierto. No habríamos podido alcanzar a la mayoría antes que los fórmicos. De hecho, casi en todos los casos, no habríamos podido hacer nada. Si no hubiéramos huido de la nave fórmica y llegado hasta aquí, lo más probable es que hubiéramos muerto cuando los fórmicos ventearon su plasma gamma. Chubs nos mantuvo con vida. Sin embargo, usted ha intentado prácticamente llevarlo a la hoguera para encender la llama. No ha estado bien. Chubs le ha sido fiel.

—Fiel a mi padre, querrá decir.

—Le salvó la vida, Lem —le recordó Benyawe.

Eso era verdad. Durante el ataque a la nave fórmica, Chubs había actuado con rapidez y salvado a Lem de la embestida de un fórmico que parecía dispuesto a destrozarlo miembro a miembro.

—Cuando todo esto haya acabado —dijo Lem—, me encargaré de que mi padre recompense a Chubs por sus servicios.

—Si acepta el mando, claro. Si cumple con su papel en esta pequeña función teatral suya.

—Tal vez no prestó usted atención a la ceremonia conmemorativa, Benyawe. He dimitido del puesto de comandante.

Ella pareció molesta.

—Por favor, Lem. ¿Qué elección tiene Chubs ahora sino devolvérselo y comprometerse ante la tripulación de que nunca volverá a interferir en sus órdenes? Si no lo hace, ya se está hablando de arrebatarle el mando.

Lem fingió sorpresa.

—¿Un motín?

—No finja estar escandalizado, Lem. Es lo que quiere, ¿no?

Ahora él sí que pareció sinceramente sorprendido.

—No creerá de verdad que quiero un motín, ¿no?

Ella frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—Probablemente, no. Pero es posible que no se moleste en sofocarlo.

Él sonrió.

—Eso es trabajo del comandante. No mío.

Ella se echó a reír.

—¿Sabe? Unas veces lo miro y veo una versión más joven de su padre, y otras veces veo una versión mejorada de él.

—Sin embargo, siempre ve a mi padre. No estoy seguro de cómo interpretar eso.

—Es usted hijo de su padre… lo quiera o no.

A Lem le sorprendieron aquellas palabras. ¿Tan evidente era que esperaba distanciarse de su padre? Siempre había tenido cuidado en no hablar mal de Ukko delante de nadie, sobre todo de la tripulación. En todo caso, siempre había hablado del amor que sentía por él, algo que no era fácil de expresar pero que era verdad en cualquier caso. Quería a su padre. No en el sentido tradicional, tal vez, pero el respeto que sentía por él era, tenía que admitirlo, una especie de amor.

Sonó un timbre, y la voz femenina del ordenador anunció:

—Oficial jefe Patrick Chubs.

Benyawe sonrió con malicia.

—¿No debería ser «comandante» Chubs?

Lem la ignoró.

—Pase —dijo.

La puerta se abrió deslizándose y Chubs entró flotando en la habitación. Parecía cansado y no demasiado sorprendido de ver a Benyawe.

—¿Cómo quiere hacer esto exactamente? —le preguntó a Lem.

—¿Hacer qué?

—Poner fin a esta farsa. Tenemos que acabar con esto. Renunciaré al cargo de capitán y prometeré no interferir de nuevo en sus decisiones. ¿Cómo quiere hacerlo? ¿Quiere que haga un anuncio formal, escriba un mensaje por mail, o tenemos que hacer otra escena delante de la tripulación? Sea cual sea el plan, me gustaría terminar de una vez.

Lem sintió un retortijón de culpabilidad. Benyawe tenía razón. Chubs había sido fiel. No se merecía ser vilipendiado. Solo hacía el trabajo para el que lo había contratado su padre. Lem se soltó de la hamaca y flotó hacia él.

—Siempre tendrá un lugar en esta compañía, Chubs. Un buen puesto. Elija. Yo me encargaré de que así sea. Y si renuncia al cargo de capitán e insiste en que yo lo tome, lo mantendré como mi oficial en jefe. Sería una necedad no hacerlo. Es usted el hombre más leal y capacitado de esta nave.

—¿Es aconsejable eso? —preguntó Benyawe—. Hace unas horas provocó que la tripulación estuviera dispuesta a lincharlo.

—Trabajaría con los oficiales —dijo Lem—. Le son completamente leales.

—Yo no diría completamente —repuso Chubs—. Ya no.

Una vez más, un retortijón de culpabilidad arañó la conciencia de Lem. No había destruido a Chubs, pero lo había dañado seriamente, de eso no cabía duda. La amistad que antes pudiera haber existido entre ambos había desaparecido. Lem lo notaba. Siempre habría entre ellos una formalidad embarazosa.

—Lamento que considerara que el memorial fue una escena —dijo Lem—. Y si decide renunciar al puesto de capitán, debe entender que no puedo interferir en esa decisión en modo alguno. No puedo decirle cómo actuar. Eso implicaría admitir que yo he orquestado todo esto, lo cual no es cierto. Debe ser su propia decisión. Cómo y cuándo tomarla es cosa suya.

Era improbable que Chubs estuviera grabando la conversación para luego sacarle partido, pero más valía prevenir que curar. Nunca podría decirse nada que implicara que Lem hubiera forzado la mano de Chubs.

Chubs asintió. Comprendía. Luego se excusó.

—Cuando regresemos a la Luna —dijo Benyawe al salir del camarote—, espero que celebremos otra ceremonia conmemorativa. Una con un poco más de corazón. Los muertos se lo merecen.

Se impulsó y se marchó sin decir nada más.

El holograma de Chubs llegó media hora más tarde, enviado a todos los miembros de la tripulación. En él, le agradecía a Lem por considerarlo digno de tan alto honor, pero decía que no podía aceptarlo. Y no interferiría con las decisiones del legítimo comandante. Estaba en todo de acuerdo con él. La Tierra era lo primero. Si Ukko Jukes lo despedía por insubordinación, que así fuera. Era un pequeño precio que tendría que pagar.

Lo hizo todo con gran destreza. Profesional, sincero y enternecedor. Lem incluso notó que los ojos se le nublaban, aunque su alivio puede que tuviera algo que ver también.

Esperó una hora antes de grabar su propio holo. En él, le dio las gracias a Chubs por su generosidad e insistió en que continuara en su puesto como oficial jefe. Fue una grabación decente, pero sabía que podía hacerlo mejor. Podía enmendarla antes de enviarla. A la séptima toma lo logró. Cada pausa, cada inspiración y cada palabra quedaron exactamente como tenían que quedar. Envió el mensaje, esperó otra hora y luego regresó al puente de mando.

Chubs estaba esperándolo en la gráfica del sistema.

—¿Cuál es su primera orden sin cortapisas como comandante?

—Acérquenos a la trayectoria de los fórmicos —dispuso Lem—. Nuestros escáneres no pueden detectar gran cosa desde aquí. Descubriremos lo que podamos y luego volaremos a la Luna lo antes posible.

—Usted manda —dijo Chubs.

Sí, pensó Lem, por primera vez en dos años.