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Víctor
—Míralos, Imala —dijo Víctor—. Todos van a sus cosas como si no pasara nada, como si esto fuera un día más en el paraíso.
Miraba por la ventanilla del coche guiado mientras pasaba velozmente ante los edificios y los peatones de la Luna. Imala iba sentada frente a él, con su holopad en las manos.
—Todo el mundo podría quedar reducido a cenizas —añadió Víctor—, y no le importa a nadie.
En el exterior, las aceras estaban repletas de gente: hombres y mujeres trajeados, cuadrillas de mantenimiento, puestos de dulces y café caliente. Casi todos llevaban grebas magnéticas en las espinillas para que sus pies no perdieran el contacto con el suelo de metal y pudieran caminar con paso firme y casi robótico, avanzando y deteniéndose. Solo unas pocas personas caminaban a saltitos, confiando en la baja gravedad lunar para moverse, y recibían muchas miradas de fastidio por parte de los que usaban grebas, como si moverse de esa forma fuera indecoroso.
—No son conscientes de que algo va mal —dijo Imala—. El vídeo solo ha recibido dos millones de visitas. Comprobé la cifra antes de salir.
Víctor cerró los ojos y se hundió en su asiento. Dos millones de visitas. Muy pocas.
—Han pasado diez días, Imala. Diez. El mundo entero tendría que saberlo ya. Dijiste que se haría viral.
Sabía que estaba siendo injusto: Imala no tenía la culpa. Pero era enloquecedor pensar que miles de millones de personas no sabían nada de nada. Era como estar en un barco incendiado y ser la única persona que veía las llamas.
No. No era el único. Imala también las veía. Todos en el hospital de recuperación pensaban que estaba loco de atar, pero Imala no. Había aceptado la prueba en el momento en que se la había mostrado. Y ahora él le respondía de esta forma.
—Lo siento —dijo—. No te culpo. Te estoy agradecido. De verdad. Pero pensaba que a estas alturas lo sabría más gente.
—Pensé que todos verían lo que yo vi —respondió Imala—. Creía que este asunto explotaría en las redes. Nunca imaginé que la gente fuera a mostrarse tan escéptica.
—Decir que son escépticos es quedarse cortos. —Víctor señaló el holopad.
—No leas los comentarios. Solo te cabrearán.
Él le quitó amablemente el holopad de las manos, recuperó los comentarios tras el vídeo y empezó a leer.
—«Qué tontería. Es el peor disfraz y el peor maquillaje que he visto en mi vida. ¿Quién ha subido esta “palabrota”? Menudo montón de “palabrota”».
—Gracias por los retoques estilísticos.
—No nos creen, Imala. Se muestran despectivos, críticos o maliciosos. Creen que nos lo hemos inventado.
—Hay gente que hace este tipo de cosas por afición. Se disfrazan y hacen vídeos de aficionados. Alienígenas, ciudades subacuáticas perdidas, reinos mágicos. Inventan universos enteros. He seguido unos cuantos enlaces. Algunos de sus vídeos parecen casi tan reales como el nuestro.
—Sí, pero el nuestro es de verdad. Las hormigas existen. La destrucción que causan es real. Las armas que tienen son reales. Su nave es real. No es ninguna fantasía.
—No todo el mundo ignora el vídeo. Algunas personas nos creen.
—Algunas, sí. Pero ¿has visitado sus páginas? Un montón son locos y fanáticos de las teorías conspiratorias. Majaretas. Creerían que un plato de nata es un alienígena si se lo dijera alguien. No van a darnos ninguna credibilidad.
—No todos son fanáticos de las conspiraciones, Víctor. Ya tenemos más de veinte mil seguidores. La inmensa mayoría son personas inteligentes y respetables. Están haciendo acopio de suministros, compartiendo ideas, alertando a los gobiernos locales, presionando a la comunidad científica para que se implique. No estamos solos en esto.
—Pues lo parece. Veinte mil seguidores. De dos millones de personas que han visto el vídeo, un éxito del uno por ciento. Y no un uno por ciento de la población local, te lo recuerdo. En términos globales, veinte mil personas es… —Hizo una pausa para hacer los cálculos mentalmente—. Un 0,0000016 por ciento. No es ni siquiera una gota en un cubo, Imala. Es una molécula de agua que se aferra a la gota del cubo. O el electrón que gira en torno al átomo de hidrógeno en la molécula de agua de la gota del cubo.
—Ya lo has dejado claro.
—Por eso no lo soporto —dijo Víctor—. Veo a toda esa gente que no hace nada, que no le teme a nada, que no se prepara para nada, y creo que les he fallado. Sus vidas están en mis manos, y les estoy fallando. Los estoy dejando morir.
—Estás haciendo todo lo que puedes.
—No. No estoy haciendo nada. Me encuentro prisionero en un hospital. Eres tú quien está haciendo todo el trabajo. Tú eres la que acude a la prensa.
—Y casi nadie me hace caso.
—Sí, pero al menos estás comprometida. Al menos estás haciendo algo. Yo no he hecho nada.
—Has hecho mucho. Cruzaste el sistema solar en un diminuto cohete de carga y casi te mataste en el proceso. Te consumiste por llegar aquí. Dejaste a tu familia y tus seres queridos. Nos trajiste una prueba crítica. Yo diría que eso significa algo.
—Quiero decir que no estoy haciendo nada ahora. Si nadie presta atención, si nadie nos toma en serio, lo que hice no importa.
—Y por eso nos dirigimos al Departamento Comercial Lunar para que te den el alta. Ya estás lo suficientemente repuesto para poder andar. Has recuperado tus fuerzas. La encargada de tu caso ha accedido a verte. Si jugamos bien nuestras cartas, retirará los cargos contra ti y serás libre. Entonces podrás ayudarme. Tenemos algunos buenos contactos, y si me acompañas, si logramos que te presentes delante del público adecuado, tal vez podamos recabar el apoyo de alguien que tenga auténtica autoridad.
—¿A quién vamos a ver? ¿Cuáles son nuestras posibilidades?
—Se llama Mungwai. Es la mediadora jefe del departamento. Intenté que fuera otra persona, pero ella revisó tu historial e insistió en vernos a ambos.
—¿Por qué querías a otra persona?
—Mungwai es muy severa. Es de África Occidental. No hables a menos que te haga una pregunta directa, y que tus respuestas sean breves y al grano. No es fiscal, pero debería serlo. Desprecia a los que se saltan las normas.
—Maravilloso.
Tres minutos más tarde llegaron al DCL, e Imala condujo a Víctor a través del control de seguridad hasta Aduanas, un piso más arriba. Esperaron otros diez minutos en el vestíbulo antes de que una joven recepcionista los llamara para acompañarlos hasta el despacho de Mungwai.
Mungwai era alta y esbelta, con el pelo corto trenzado. Estaba de pie ante su escritorio, trabajando con una serie de holopantallas que flotaban a la altura de sus ojos. No desvió la vista.
—Señor Víctor Delgado —dijo—. Desde luego sabe cómo entrar en escena. En sus primeros cinco minutos en la Luna consiguió cometer un delito de irrupción en el espacio aéreo lunar sin permiso, otro de vuelo ilegal, otro por carecer de permiso de entrada y otro por interrumpir una frecuencia de radio gubernamental restringida.
Hizo un movimiento con la mano sobre el holocampo y todas las ventanas de datos se desvanecieron. Víctor llevaba todavía el pijama de algodón que le habían suministrado en el hospital, y cuando Mungwai lo miró de arriba abajo con desaprobación se sintió incómodo.
—La acusación más seria es la de vuelo ilegal —continuó Mungwai—, ya que no obedecer a los controladores del tráfico lunar supone un grave riesgo para otras naves en tránsito y para los honorables ciudadanos selenitas. A la gente de por aquí no le gusta que le caigan naves encima de la cabeza.
—No era una nave —adujo Víctor—. Al menos no una nave de pasajeros. Era una nave rápida, un cohete de carga, un paquebote. En cuanto me aproximé a la Luna su sistema de guía se hizo cargo. Iba en piloto automático cuando entré en el almacén. Por eso la acusación de entrada ilegal me parece injusta. No podría haber detenido la nave aunque hubiera querido.
—Sí, pero pilotó usted la nave rápida hasta la Luna. La trajo aquí. Eso lo hace responsable.
—Habría venido de todas formas. Es lo que hacen los lugres programados. Transportan cilindros de minerales extraídos del Cinturón de Kuiper y el Cinturón de Asteroides siguiendo rutas de vuelo programadas. —En realidad Víctor había cambiado los parámetros hackeando el sistema de la nave, pero no iba a mencionar ese detalle—. La nave rápida habría actuado exactamente igual cuando llegara al espacio aéreo lunar conmigo a bordo o sin mí. La única diferencia es que la carga era yo en vez de los cilindros. Sin duda no habrían arrestado a los cilindros por entrar ilegalmente.
Mungwai alzó una ceja, y Víctor sintió que había osado demasiado.
—Lo que quiero decir —continuó, bajando la voz— es que podría argumentar que no era el piloto de la nave rápida. Lo cual, razonablemente, descartaría los demás cargos.
—Yo determinaré la validez de los cargos, señor Delgado. Para eso me pagan los contribuyentes de la Luna. —Agitó de nuevo la mano en el holoespacio y ante ella aparecieron nuevas ventanas de datos—. Perturbó una frecuencia de radio restringida. ¿Va a argumentar que la nave rápida lo obligó a hacer eso también?
—Eso fue cosa mía —admitió Víctor—, pero no tenía ni idea de que la frecuencia estuviera restringida. Me habían enterrado en un almacén con un montón de naves rápidas dañadas. Necesitaba ayuda desesperadamente. Todas las frecuencias que probé estaban mudas.
—La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, señor Delgado. Esto no es el Cinturón de Kuiper, donde cada hombre se defiende solo e ignoran las leyes. Esto es la Luna. Nosotros mantenemos el orden. Somos civilizados.
Víctor sintió que su rostro se acaloraba.
—Con el debido respeto, señora, los mineros libres no somos bárbaros sin ley. Yo diría que nuestra sociedad es más civilizada que la de la Luna.
Imala se aclaró la garganta, pero Víctor fingió no haberla oído.
Mungwai parecía divertida.
—¿Y eso?
—En el Cinturón de Kuiper, si alguien necesita ayuda, lo ayudas —explicó Víctor—. Si su nave necesita reparaciones, si andan cortos de suministros, si sus vidas están amenazadas, acudes en su ayuda y haces lo que puedas para mantenerlos con vida. Y cuando los has ayudado, ellos no te humillan ni te arrestan ni te amenazan con la cárcel. Te dan las gracias. Eso me parece más civilizado que lo que he experimentado aquí.
—Le han proporcionado los mejores cuidados médicos sin ningún coste para usted, señor Delgado —replicó Mungwai—. Un tratamiento para recuperar el tono óseo y muscular. Una rigurosa terapia física. Cama y comida. Sus críticas se me antojan increíblemente desagradecidas.
Víctor resopló. Esto no iba bien.
—Estoy agradecido por los cuidados que he recibido. Pero preferiría tener alguien que me escuchara y no una pastilla. Sé lo que ha estropeado las comunicaciones espaciales. Sé qué causa la interferencia. Una nave alienígena que viaja casi a la velocidad de la luz se dirige a la Tierra. Ya está en nuestro sistema solar. Tiene capacidades armamentísticas muy superiores a todo lo que hemos visto. Destruyó cuatro naves de mineros libres y mató a cientos de personas, incluyendo a un miembro de mi propia familia. —Estaba temblando pero mantuvo la voz calma—. Vi los cadáveres. Mujeres, niños, todos muertos.
Mungwai alzó una mano para hacerlo callar.
—He leído su informe, señor Delgado. Conozco lo que sostiene haber visto.
—No sostengo nada. No tengo por qué. Los vídeos y las pruebas hablan por sí mismos.
—He visto su vídeo. También he visto otros cuatro vídeos de la comunidad científica que refutan el suyo considerándolo falso.
Víctor abrió la boca para replicar pero Mungwai lo interrumpió.
—Sin embargo, en vez de juzgar, envié su prueba a un amigo de la ASCE.
Víctor casi saltó al oír aquello. La ASCE, la Autoridad de Seguridad y Comercio Espacial. Imala llevaba días intentando llamar su atención. La ASCE controlaba todo el tráfico y comercio espacial y tenía profundos lazos con todos los gobiernos de la Tierra. Si alguien podía dar credibilidad a la prueba de Víctor era la ASCE. La Tierra respondería al instante.
—¿Qué han dicho? —preguntó Imala.
—Mi amigo dijo que pasaría la información al departamento adecuado. La ASCE al parecer tiene una división dedicada a tratar este tipo de anomalías.
—¿Anomalías? —dijo Víctor.
—Espejismos. Alucinaciones. Sucede continuamente. Los mineros no regulan correctamente sus niveles de oxígeno o sufren de fatiga, y ven cosas que no son reales.
—No son alucinaciones —replicó Víctor—. Esto no se basa en testimonios…
Imala lo interrumpió.
—¿Cuándo tendrá noticias de su contacto en la ASCE? ¿Podemos hablar directamente con él?
—No hablará con nadie, Imala —zanjó Mungwai—. Está usted de baja administrativa a efectos inmediatos. La retiro de este caso. Y no ponga esa cara de sorpresa. Ha estado descuidando sus otros deberes, y aún peor, ayudó a un convicto y cargó sus vídeos en las redes.
—¡Para alertar a la Tierra!
—Ese no es su trabajo —replicó Mungwai—. Su trabajo es informar de sus derechos a los inmigrantes ilegales y preparar la documentación necesaria para deportarlos.
—¿Van a deportarme? —preguntó Víctor.
—Es usted un inmigrante ilegal, señor Delgado. Y un convicto. He decidido no pasar su caso al fiscal, pero no puedo permitir que se quede en la Luna. Permanecerá en el hospital de recuperación hasta que la próxima nave zarpe hacia el Cinturón de Asteroides dentro de cuatro días. Si la ASCE quiere contactar con usted o solicitar que se presente ante ellos, pueden hacerlo. De lo contrario, irá a bordo de esa nave. Cuando llegue al Cinturón de Asteroides tendrá que apañárselas para conseguir pasaje de vuelta con su familia. No tengo ninguna nave que llegue tan lejos. En cuanto a los vídeos que han subido a las redes, voy a hacer que los eliminen.
—¿Qué? —dijo Víctor.
—No puede —dijo Imala.
—Puedo y lo haré. Este departamento no será responsable de inducir el pánico a nivel mundial. Ayudó usted a subir esos vídeos, Imala, lo cual la hace responsable en parte de cualquier efecto adverso que puedan tener entre la ciudadanía. Eso demuestra muy poca sensatez por su parte.
—La gente tiene que saberlo.
—Hay protocolos para ello.
—¿Está segura? —dijo Imala—. No recuerdo haber leído «Cómo avisar a la Tierra de una invasión alienígena» en el manual de empleados.
Mungwai se envaró.
—Puede retirarse, Imala. Y tiene suerte de que no la despida. Sigue siendo una posibilidad. En ese caso, estará a bordo de la primera nave de vuelta a la Tierra. Le sugiero que no tiente a la suerte.
Imala no dijo nada, las mandíbulas apretadas.
—Usted ha visto los vídeos —dijo Víctor—. ¿Cómo puede hacer esto?
—Lo que estoy haciendo, señor Delgado, es cuidar la paz y mantener el orden, justo lo que se debería haber hecho en primer lugar. Gritar «fuego» en un teatro abarrotado solo hará que muera gente, aunque haya un incendio. Informar a la ASCE es el mejor curso de acción. ¿No es lo que quería? Son los mejores para encargarse de este asunto.
—A menos que lo descarten. A menos que lo ignoren como todos los demás.
—Puede retirarse, Imala —dijo Mungwai—. Me encargaré de que acompañen de vuelta al hospital al señor Delgado.
Los estaba despidiendo. La conversación había terminado.
Imala permaneció inmóvil un instante, hasta que asintió.
—Nos vemos, Víctor.
Víctor la vio marcharse y cerrar la puerta tras ella. ¿De verdad lo estaba abandonando? ¿No se daba cuenta de lo que estaba en juego? ¿Y si la ASCE no se lo tomaba en serio? Tenían que luchar. Tenían que ver más allá.
Mungwai dio una orden en su holocampo, pero Víctor apenas lo advirtió. Estaba mirando la puerta, deseando que se abriera. Sin Imala no tenía nada.
La puerta se abrió.
No era Imala, sino dos guardias de seguridad. Acompañaron a Víctor hasta un coche y lo sentaron en la parte de atrás. Uno de ellos subió tras él, y viajaron en silencio de vuelta al hospital. Luego el hombre condujo a Víctor hasta su habitación y se aseguró de que la puerta se cerrara con llave antes de dejarlo solo.
Víctor se sentó en el borde de la cama. Lo iban a enviar de vuelta al Cinturón. Había venido hasta aquí arriesgándolo todo, y ahora lo descartaban como si fuera chatarra espacial.
Pensó en Janda, su prima. Si estuviera aquí, sabría lo que habría que hacer… o al menos le haría reír y sentir de nuevo confianza. Pensó en sus padres y en Concepción y en el dinero que le habían dejado para su educación en la Tierra. Ahora incluso las clases eran imposibles.
Más tarde un celador le trajo la cena. Mientras el hombre colocaba la bandeja sobre la mesilla, Víctor pensó en reducirlo y quitarle las llaves magnéticas. Sin embargo, sería un esfuerzo inútil, y el celador parecía lo bastante fuerte para no dejarse dominar. Además, ¿adónde iría Víctor? Su cubo de datos tenía todos los vídeos y pruebas, pero estaba guardado en el puesto de enfermeras. Sin él, todo era inútil.
Cuando la puerta se abrió media hora más tarde, Víctor estaba tumbado en la cama con los ojos cerrados. Sería el celador que venía a recuperar la comida que no había probado.
—¿Así que te das por vencido?
Víctor abrió los ojos. Era Imala, sujetando una pequeña mochila. La arrojó sobre la cama.
—No estaba segura de tu talla. Las ropas que traías no tenían etiqueta.
Víctor abrió la mochila. Pantalones, una camisa, ropa interior, zapatos, una gruesa chaqueta, un par de grebas.
—¿Qué, no has visto nunca ropa nueva? —dijo Imala—. No te quedes ahí parado. Vístete.
Se apartó de la cama y se dio media vuelta, dándole la espalda.
—¿Me estás ayudando a escapar?
—Los archivos del DCL mostrarán que te trasladaron a un centro para ilegales sanos que esperan a ser deportados. Ese centro no tendrá ningún dato, así que a menos que Mungwai lo compruebe o las dos oficinas comparen archivos, probablemente pasaremos desapercibidos durante algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos días.
Víctor empezó a cambiarse.
—¿Y las cámaras? Hay tres en esta habitación y varias más por todo el edificio.
—Me he encargado de la de aquí dentro y de las del pasillo. Cuando estemos fuera, ya será otra historia. Ponte la capucha.
La chaqueta tenía capucha. Víctor se la puso encima de la camisa y luego los pantalones. Imala se había encargado de las cámaras. Lo había pensado todo y se había ocupado de todo. Y en solo unas horas, nada menos. De repente sintió una oleada de admiración hacia ella. Se parecía más a una minera libre de lo que había querido reconocer.
—¿Es una buena decisión? —preguntó—. ¿Y si la ASCE viene a pedirme más información?
—Dudo que lo hagan —respondió Imala—. No antes de que parta tu nave, desde luego. He comprobado los mensajes de Mungwai. Su contacto en la ASCE es un socio de poca monta. No tiene influencia. La respuesta que le dio no parecía demasiado prometedora.
—¿Has hackeado sus mensajes?
—No es difícil. El tema es que ese tipo no parece un líder fuerte. Si comunica a otros la prueba, tardará tiempo en subir por la cadena de mando y ser verificada. Pero no te apures: he insertado una alerta en nuestro sistema. Si la ASCE intenta contactar contigo, lo harán a través del DCL, y si eso sucede, mi holopad me lo hará saber. Entonces acudiremos directamente a la ASCE.
—Sí que has pensado en todo —dijo él, abrochándose los zapatos—. Pero ¿por qué no acudimos a la ASCE ahora? Tenemos un contacto.
—No tenemos ningún contacto. Tenemos un don nadie que solo querrá conservar su empleo. No voy a poner el destino del mundo en manos de ese tipo, y no voy a quedarme de brazos cruzados esperando a que la ASCE se decida a actuar. Vamos a seguir otro camino. Tal vez mejor.
—¿Cuál?
—Ya lo verás.
—¿Y Mungwai? Si sigues adelante tu carrera habrá terminado.
—El destino del mundo es más importante que mi carrera, Víctor, aunque agradezco tu preocupación. No te preocupes por Mungwai. Ya no podrá retirar nuestros vídeos; no todos, al menos. Los han copiado y reenviado demasiadas veces. Dos millones de visitas puede que no parezcan mucho a escala global, pero significa que la bola de nieve ya ha echado a rodar. ¿Estás vestido ya?
Él se colocó las grebas en las pantorrillas.
—¿Qué aspecto tengo?
Ella se dio la vuelta para mirarlo.
—De punk adolescente. Ponte las manos a la espalda.
Ella sacó del bolsillo las ligaduras para las muñecas y se las puso.
—Supongo que esto es parte de la añagaza —dijo él.
Imala lo cogió por el brazo y lo escoltó hasta el pasillo. Fueron directamente a la salida, sin correr pero sin entretenerse. Nadie les prestó atención.
Víctor se detuvo.
—Mi cubo de datos.
Ella le tiró del brazo y lo obligó a seguir caminando.
—Ya lo tengo. Sigue adelante —lo tranquilizó.
Atravesaron las puertas y salieron al exterior. La cúpula que se alzaba allá arriba era azul y brillante como los cielos de la Tierra, o al menos como los cielos de la Tierra que Víctor había visto en las películas. Un coche aguardaba en la acera. Imala abrió la puerta y ayudó a Víctor a subir. Una mujer asiática de veintipocos años los esperaba, sentada enfrente, el brazo derecho más corto que el izquierdo. Imala subió detrás de Víctor y cerró la portezuela. El coche se dirigió a la vía y aceleró. Imala hizo volverse a Víctor y le liberó las muñecas.
—Víctor, te presento a Yanyu. Contactó conmigo cuando salí del despacho de Mungwai. Es ayudante de un astrofísico que investiga para Juke Limited. Va a ayudarnos.
Yanyu se inclinó sonriendo, y le ofreció la mano. Él se la estrechó.
—Encantada de conocerte, Víctor. Te reconozco de los vídeos. —Su inglés era bueno, pero con acento.
—¿Has visto los vídeos?
Yanyu sonrió y asintió.
—Muchas veces. Y te creo.
Víctor parpadeó. Otra creyente, y al parecer inteligente, no como un cencerro. Tuvo ganas de abrazarla.
—No soy la única —añadió—. En los foros un montón de investigadores están hablando del tema, aunque la mayoría postean de manera anónima para preservar su reputación en caso de que el asunto resulte falso.
—No es falso.
—A mí no tienes que convencerme —dijo Yanyu, sonriendo.
—Yanyu ha estado estudiando la interferencia —informó Imala.
—Los medios siguen transmitiendo todo tipo de hipótesis —dijo Yanyu—. La principal en este momento es que la interferencia está causada por ECM.
Víctor asintió. No le extrañaba. Si tuviera que inventar una hipótesis, probablemente recurriría también a eso. Las eyecciones de masa coronal, o ECM, eran enormes nubes magnetizadas de gas electrificado, o plasma, que estallaban en la atmósfera del sol y cruzaban el sistema solar a millones de kilómetros por hora, a menudo expandiéndose a diez millones de veces su tamaño original. Era sabido que habían interferido en la energía y las comunicaciones en el espacio, aunque nunca a esa escala.
—No son ECM —dijo Víctor.
—No —respondió Yanyu—. Pero la idea es acertada. La radiación gamma que emite la nave alienígena se mueve de forma muy parecida a las ECM, expandiéndose constantemente mientras cruza el sistema solar. Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que la nave tiene un estatorreactor de pala que absorbe los átomos de hidrógeno casi a la velocidad de la luz y usa la radiación gamma subsiguiente como impulsor, lanzándola por la parte trasera para impulsarse. Es un sistema muy inteligente, la nave tendría un suministro infinito de combustible.
—Si fuera así —dijo Imala—, ¿por qué la radiación viene en nuestra dirección, hacia la Tierra? Si es propulsión, ¿no debería estar alejándose hacia el espacio profundo?
Yanyu volvió a sonreír.
—Exacto. No está acelerando, sino todo lo contrario. Está tratando de frenar.
—No emitiría la radiación por el morro ni siquiera para frenar —observó Víctor—. Eso sería suicida. Se incrustaría directamente en su propia nube de plasma destructivo.
—Cierto —dijo Yanyu—. Pero la nave podría emitir la radiación por los costados. Lo haría con estallidos equilibrados para no desviarse de su rumbo, y eso explicaría por qué la interferencia sucedió tan rápidamente y se extendió a tanta velocidad en todas direcciones antes de que nadie supiera qué estaba sucediendo.
Víctor reflexionó. Tenía sentido. Más o menos sabía que la nave hormiga causaba la radiación, pero hasta ahora no había sabido cómo.
—De modo que la nave actúa como un minisol volátil que viene hacia nosotros —dijo Imala.
—Básicamente —respondió Yanyu.
—Qué reconfortante —dijo Imala.
—¿Cómo se te ha ocurrido? —preguntó Víctor.
Yanyu sacó un holopad de su bolso.
—Es la única explicación que se me ocurre.
Tecleó una orden y extendió dos finos polos desde esquinas opuestas en la superficie del holopad. Un momento más tarde, un holograma formado por cientos de puntos aleatorios de luz cobró vida sobre el aparato. Al principio Víctor pensó que estaba viendo un cúmulo estelar, pero cuando se inclinó y prestó más atención tragó saliva. Había visto ese cúmulo antes. En el Cinturón de Kuiper.
—¿Qué es esto? —preguntó Imala.
—Restos de naufragios.
Yanyu asintió con gravedad.
—Todavía estoy haciendo escaneos porque las lecturas no son demasiado claras, pero creo que Víctor tiene razón. Estos objetos parecen estar alejándose unos de otros a velocidad constante a partir de un punto central. Como si fueran restos de naves tras una explosión.
—¿Cuántas naves? —dijo Víctor.
Yanyu se encogió de hombros.
—Es imposible asegurarlo, pero probablemente docenas. Si sigues el movimiento de todos los restos, el punto de origen está aquí en el Cinturón de Asteroides, cerca de un lugar llamado Kleopatra. Juke tiene instalaciones en la superficie de ese asteroide, así que allí hay siempre mucho tráfico. Si un estallido de radiación de la nave alienígena alcanzó a las naves mineras de las inmediaciones, entonces también arrasó todas las instalaciones de Kleopatra.
—¿Cuánta gente hay destinada allí? —preguntó Imala.
—Entre setecientas y ochocientas personas.
Imala maldijo entre dientes.
—Y quién sabe cuánta gente había en esas naves —dijo Yanyu—. Tal vez el doble de esa cifra. No tenemos forma de saberlo.
—¿De cuándo son estos datos? —preguntó Víctor.
—Recibí los primeros escaneos esta mañana —respondió Yanyu.
—¿Quién más está al tanto de esto?
—Lo compartí con mi supervisor. Está revisando los datos ahora. Me hizo venir a buscarte para llevarte al laboratorio.
—Tenemos que contactar con los medios —dijo Imala—. Tu supervisor tiene que celebrar una conferencia de prensa.
Yanyu frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—No. Lo siento. No puede ser. No somos investigadores independientes. Trabajamos para Juke Limited. Si alguien celebra una conferencia de prensa, tendrá que ser la empresa.
—¿La empresa? —dijo Víctor—. ¿Quieres traer a una serpiente mentirosa como Ukko Jukes? Le dará la vuelta y lo usará para su propio beneficio. Es lo último que necesitamos.
—Yo tampoco puedo soportar a ese hombre, Víctor —dijo Imala—. Pero son sus empleados. Es responsable de esta gente. Sus familias en la Luna o en la Tierra se merecen saber qué les ha sucedido.
—No sabemos qué les ha sucedido, Imala —dijo Víctor—. Estamos especulando.
—Ukko puede ayudarnos. Tiene conexiones por todas partes. Es el hombre más poderoso del mundo. Si conoce la verdad, el mundo entero lo sabrá.
Víctor se echó atrás en el asiento. Ukko Jukes, padre de Lem Jukes, el hombre que había estropeado la nave de la familia de Víctor y había matado a su tío. ¿Qué era lo que había dicho su padre? ¿La manzana no cae lejos del árbol? Si Víctor no podía trabajar con Lem, ¿cómo iba a poder hacerlo con su padre?
Pero ¿qué otra opción tenía? Era un fugitivo, sin ningún sitio al que huir, sin ningún otro recurso. Solo era cuestión de tiempo que el DCL los encontrara y lo expulsara de la Luna.
—Si hacemos esto, quiero hablar personalmente con Ukko Jukes —dijo—. Quiero decirle a la cara que su hijo es un cabrón asesino.
—No te molestes —repuso Imala—. Conociendo a Ukko, puede que se lo tome como un cumplido.