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Bingwen

La bibliotecaria contempló el vídeo en el monitor de Bingwen y frunció el ceño.

—¿Esta es tu emergencia, Bingwen? —dijo—. ¿Me distraes de mi trabajo para enseñarme un vídeo falso sobre alienígenas? Deberías estar estudiando para los exámenes. Tengo gente esperando para usar este ordenador. —Señaló la fila de niños junto a la puerta, todos ansiosos por conseguir una máquina—. Estás malgastando mi tiempo y el de ellos.

—No es un vídeo falso —respondió Bingwen—. Es real.

La bibliotecaria hizo una mueca.

—Hay docenas de historias de alienígenas en las redes. Cuando no es sexo, son aliens.

Bingwen asintió. Tendría que habérselo esperado. Naturalmente, la bibliotecaria no quería creerlo. Algo tan serio como una amenaza alienígena tenía que proceder de una fuente fiable: de las noticias o del gobierno o de otros adultos, no de un niño de ocho años hijo de un campesino que cultivaba arroz.

—Ahora tienes tres segundos para volver a tus estudios, o le asignaré tu tiempo a otra persona.

Bingwen no discutió. ¿De qué iba a servir? Cuando los adultos se ponían desafiantes en público, ninguna prueba, por irrefutable que fuera, los hacía cambiar de opinión. Volvió a encaramarse a su silla y pulsó dos veces en el teclado. El vídeo del alienígena desapareció, y en su lugar apareció un complicado problema de geometría. La bibliotecaria asintió, le dirigió una última mirada severa y luego cruzó la sala para regresar a su escritorio.

Bingwen fingió concentrarse en el problema hasta que la bibliotecaria volvió a sus cosas y dejó de prestarle atención. Entonces pulsó una tecla y volvió a recuperar el vídeo. El rostro del alienígena lo miró, petrificado en la pausa donde lo había dejado antes. ¿Había visto la bibliotecaria algo que él había pasado por alto? ¿Algún detalle o alguna inconsistencia que demostrara que el vídeo era falso? Era cierto que había cientos de vídeos similares en las redes. Duelos espaciales, encuentros con alienígenas, aventuras mágicas. Pero los errores y falsedades de esos vídeos eran descaradamente obvios. Compararlos con este era como comparar el boceto a lápiz de una fruta con la fruta de verdad.

No, esto era real. Ningún artista digital podría crear algo tan vívido y fluido. El rostro de insecto tenía pelo, músculos, venas y ojos que indicaban profundidad. Ojos que parecían clavarse en los suyos e indicar el final de todo. Bingwen sintió asco, no por el aspecto grotesco e innatural de la criatura, sino por su aspecto de realidad. Por su claridad. Por su innegable verdad.

—¿Qué es esto?

Bingwen se volvió en su asiento y vio a Hopper detrás de él, con su peculiar forma de mantenerse en pie, inclinado hacia un lado por su pie torcido. Bingwen sonrió. Un amigo. Y no un amigo cualquiera, sino Hopper. Alguien que podía hablar con él sin ambages y decirle que por supuesto aquella era una falsificación, mira, mira aquí, ahí hay un detalle que has pasado por alto, tonto, ahí tienes la prueba de que te estás poniendo histérico sin motivo.

—Mira esto —dijo Bingwen.

Hopper avanzó cojeando.

—¿Es un vídeo falso?

—¿Tú qué crees?

—Parece real. ¿De dónde lo has sacado?

—Me lo ha enviado Yanyu. Acabo de recibirlo en el correo.

Yanyu, un secreto que Hopper y él compartían, era la ayudante de investigación de un astrofísico en la Luna. Bingwen la había conocido en las redes unos meses atrás, en un foro para estudiantes universitarios chinos que querían mejorar su inglés. Bingwen lo había intentado con otros foros en el pasado, conectándose con su propio nombre y sin llamar la atención, pero en cuanto revelaba su edad, los administradores lo expulsaban y le bloqueaban el acceso.

Hasta que encontró ese foro para estudiantes universitarios. Y en vez de entrar con su nombre, Bingwen fingió ser un estudiante de segundo curso de Guyangzhou que estudiaba agricultura, el único tema del que podía hablar con cierto grado creíble de competencia. Yanyu y él se hicieron amigos y se enviaban correos electrónicos y mensajes instantáneos en inglés varias veces por semana. Bingwen siempre sentía un retortijón de culpabilidad cada vez que se comunicaban: después de todo, estaba manteniendo una mentira. Peor aún, ahora que conocía bien a Yanyu, estaba seguro de que era el tipo de persona que se habría hecho amiga suya de todas formas, tuviera él ocho años de edad o no.

Pero ¿qué podía decir ahora? Eh, Yanyu, ¿sabes qué? En realidad soy un crío. ¿A que es gracioso? ¿De qué hablamos hoy?

No. Eso sería como admitir que era uno de esos pervertidos que fingían ser chicos jóvenes para chatear con adolescentes.

—¿Qué decía en su mensaje? —preguntó Hopper.

—Solo que había encontrado este vídeo y que tenía que hablar conmigo del tema.

—¿Le contestaste?

—Sí, pero no respondió. Ahora están durmiendo en la Luna. Nuestros horarios solo coinciden por la mañana.

Hopper indicó la pantalla.

—Ponlo.

Bingwen pulsó la tecla y el vídeo empezó desde el principio.

En la pantalla, una figura emergió de la escotilla de una nave. Su traje de presión tenía brazos extra. Un tubo largo salía del traje espacial y serpenteaba hasta la escotilla, supuestamente portando oxígeno y calor y todo lo que la criatura necesitara para sobrevivir en el frío vacío del espacio.

Por un momento la criatura no se movió. Permaneció allí, tendida sobre un lado de la nave, boca abajo, brazos y piernas extendidos como un insecto aferrado a una pared. Entonces, lentamente alzó la cabeza y miró en derredor. Quienquiera que estuviese filmándolo se hallaba a unos veinte metros de distancia. La visera del casco de la criatura permanecía aún en las sombras, ocultando su rostro.

De pronto la calma del momento se rompió y la criatura avanzó hacia la cámara con súbita urgencia. Hopper dio un respingo igual que había hecho Bingwen la primera vez que lo vio. Hubo un borboteo de lenguaje extranjero en el vídeo (español tal vez, o quizá portugués) y el cámara retrocedió un paso. La criatura se acercó más, la cabeza oscilando de un lado a otro mientras reptaba sobre brazos y piernas. Entonces, cuando estuvo a pocos metros de la cámara, se detuvo y alzó de nuevo la cabeza. Las luces del casco del cámara cayeron sobre el rostro de la criatura, y Bingwen detuvo la imagen.

—¿Has visto cómo se le mueven los pelos y los músculos de la cara? —preguntó—. ¡Qué fluidez! El pelo solo se mueve así en gravedad cero. Esto tienen que haberlo filmado en el espacio.

Hopper contempló la pantalla sin decir nada, la boca ligeramente entreabierta.

—Os vais a meter en un lío —dijo otra voz.

Bingwen se volvió. Esta vez tenía detrás a Meilin, su prima, con los brazos cruzados y una expresión de desaprobación. Tenía siete años de edad, uno menos que Bingwen, pero como era más alta que Hopper y él, actuaba como si fuera mayor y por tanto estuviera al mando.

—Los exámenes son dentro de dos semanas —dijo—, y vosotros estáis haciendo el indio.

Los exámenes provinciales eran la única oportunidad de una educación formal que se ofrecía a los niños de las aldeas dedicadas al cultivo del arroz. Las escuelas eran escasas a lo largo del valle fluvial: las más cercanas estaban al norte en Dawanzhen o al sur en Hanguangzhen. Las plazas eran limitadas, pero cada seis meses el distrito admitía a unos pocos estudiantes de las aldeas. Para que te eligieran tenías que tener al menos ocho años y puntuar un mínimo percentil de noventa y cinco en los exámenes. Quienes lo lograban entraban en el sorteo, y los que acababan siendo elegidos dependían del número de plazas disponibles, que rara vez eran más de tres. Así pues, las posibilidades de salir elegido eran mínimas, pero la escuela era un billete de salida de los campos y todos los niños de las aldeas cercanas, desde que cumplían cuatro años, dedicaban todo su tiempo libre a estudiar allí en la biblioteca.

—Es vuestra primera oportunidad para examinaros —dijo Meilin—, y vais a fastidiarla.

—Bingwen no —respondió Hopper—. Saca dieces en todos los exámenes de prueba. Ni siquiera entrará en el sorteo. Lo aceptarán automáticamente.

—Sacar diez en un examen implica tener bien todas las respuestas, sesos de lodo —repuso Meilin—. Y eso es imposible. El examen va ajustándose solo. Cuantas más respuestas acertadas tengas, más difíciles se vuelven las preguntas. Si acertaras todas las repuestas, al final las preguntas serían tan complicadas que nadie podría contestarlas.

—Bingwen lo hace.

Meilin sonrió.

—Ya, y yo me lo creo, ¿verdad?

—No, de verdad —dijo Hopper—. Díselo, Bingwen.

Meilin se volvió hacia él, esperando que la broma terminara ahí, pero el niño se encogió de hombros.

—Supongo que tengo suerte.

Meilin compuso una expresión de incredulidad.

—¿Todas las respuestas? No me extraña que el señor Nong te deje tiempo extra con el ordenador y te trate como a su mascota.

El señor Nong era el bibliotecario jefe, un hombre amable de setenta y tantos años que tenía mala salud y que por eso solo acudía a la biblioteca dos días por semana. Su ayudante, la señora Yi, que despreciaba a los niños y a Bingwen más que a ninguno, lo sustituía en días como hoy, cuando estaba fuera. «Te odia porque sabe que eres más listo que ella —había dicho una vez Hopper—. No puede soportarlo».

Meilin pareció de pronto a punto de echarse a llorar.

—Pero no puedes sacar diez en el examen, Bingwen. No puedes. Si lo haces, subirás el listón. El año que viene solo tendrán en cuenta a los niños que saquen diez. Y yo me presentaré entonces. Ni siquiera me tendrán en cuenta. —Y se echó a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

Varios niños cercanos le pidieron que se callara, y Hopper puso los ojos en blanco.

—Ya estamos otra vez —dijo.

Bingwen bajó de su silla y se acercó a ella, la rodeó con un brazo y la guio a su cubículo, seguido por Hopper.

—Meilin, no habrá ningún problema. No cambiarán los requisitos.

—¿Cómo lo sabes? —dijo ella entre lágrimas.

—Me lo ha dicho el señor Nong. Siempre lo hacen así.

—Eh, al menos vosotros tenéis una oportunidad —dijo Hopper—. A mí no me aceptarán ni de broma. Aunque saque un diez en el examen.

—¿Por qué no? —preguntó Bingwen.

—Por mi pierna mala, sesos de lodo. No van a malgastar fondos del gobierno en un lisiado.

—Pues claro que sí. Y no eres un lisiado.

—¿No? ¿Qué soy entonces?

—¿Cómo sabes que tus piernas no son perfectas y somos los demás quienes tenemos piernas malas? —arguyó Bingwen—. Tal vez eres el único humano perfecto de la Tierra.

Hopper sonrió.

—En serio —dijo Bingwen—. Quieren mentes, Hopper, no atletas olímpicos. Mira a Yanyu. Tiene un brazo impedido y trabaja en la Luna haciendo investigaciones importantes.

—¿Tiene un brazo impedido? —preguntó Hopper, súbitamente esperanzado—. No lo sabía.

—Y teclea más rápido que yo. Así que no digas que no tienes ninguna posibilidad, porque la tienes.

—¿Quién es Yanyu? —preguntó Meilin, enjugándose las últimas lágrimas.

—La novia de Bingwen —dijo Hopper—. Pero yo no te he dicho nada. Es un secreto.

Bingwen le dio un golpecito en el brazo.

—No es mi novia. Solo es una amiga.

—¿Y trabaja en la Luna? —preguntó Meilin—. Eso no tiene sentido. ¿Por qué querría nadie de la Luna ser amigo tuyo?

—Intentaré no ofenderme por eso —replicó Bingwen.

—Le envió una cosa a Bingwen —dijo Hopper—. Dinos qué te parece. Enséñaselo, anda.

Bingwen miró a la señorita Yi, la bibliotecaria, vio que seguía ocupada y pulsó la tecla de reproducción. Mientras Meilin miraba se acercaron más niños. Cuando el vídeo terminó, había una docena en torno al monitor.

—Parece real —dijo Meilin.

—Te lo dije —asintió Hopper.

—¿Qué sabrás tú? —terció Zihao, un niño de doce años—. No reconocerías a un alien aunque te mordiera el culo.

—Sí que lo haría —respondió Meilin—. Si algo te muerde el culo, te das cuenta. Hay terminaciones nerviosas bajo la piel.

—Es una expresión americana —aclaró Bingwen.

—Y por eso el inglés es una estupidez —bufó Meilin, que siempre se enfadaba si alguien sabía algo que ella ignorase.

—¿Cuándo hicieron este vídeo? —preguntó Zihao. Se sentó en la silla, pulsó la página y comprobó la fecha—. ¿Veis? —dijo volviéndose hacia ellos, triunfal—. Esto demuestra que es falso. Lo subieron hace una semana.

—Eso no demuestra nada —replicó Hopper.

—Sí que lo hace, sesos de lodo —insistió Zihao—. Te olvidas de la interferencia en el espacio. Las comunicaciones no pasan. La radiación está estropeando los satélites. Si filmaron esto en el espacio hace una semana, ¿cómo llegó a la Tierra si todos los satélites están escacharrados? A ver, explícamelo.

—Lo subieron hace una semana —dijo Bingwen—. Eso no significa que lo filmaran entonces.

Clicó una serie de pantallas y empezó a escrutar páginas de código.

—¿Y ahora qué haces? —preguntó Meilin.

—Los archivos de vídeo contienen montones de datos —contestó Bingwen—. Solo hay que saber dónde mirar. —Encontró los números que estaba buscando y se maldijo por no haberlo comprobado antes—. Aquí pone que el vídeo fue filmado hace más de ocho meses.

—¿Ocho meses? —se asombró Hopper.

—Déjame ver —pidió Zihao.

Bingwen señaló las fechas.

Zihao se encogió de hombros.

—Eso demuestra que es falso. ¿Por qué iba nadie a grabar esto y dejarlo guardado ocho meses? No tiene sentido. Si fuera real, querrían que todo el mundo lo supiera inmediatamente.

—Tal vez no pudieron darlo a conocer a la gente inmediatamente —aventuró Bingwen—. Piénsalo. La interferencia existe desde hace meses, ¿no? Tal vez esos alienígenas son los causantes. Tal vez su nave es la que emite esa radiación. Por eso la gente que grabó este vídeo no pudo enviarlo a la Tierra por línea láser. Sus líneas de comunicación estaban estropeadas.

—¿Entonces cómo llegó aquí? —dijo Meilin.

—Alguien debe de haberlo entregado en persona. Subieron a una nave y volaron hasta la Tierra… más probablemente, hasta la Luna. Allí no hay atmósfera y la gravedad es menor, así que es mucho más fácil aterrizar. Y como la Luna está tan cerca de nosotros que las comunicaciones siguen existiendo, nos enteramos aquí en la Tierra.

—¿Alguien voló ocho meses para entregar un vídeo? —dijo Zihao.

—El descubrimiento de vida alienígena, ¿qué podría ser más importante que eso? —respondió Bingwen. Señaló su monitor—. Piensa en la línea temporal. Tiene sentido. Ocho meses en la nave más rápida podría llevarte bastante lejos, tal vez incluso al Cinturón de Kuiper. Justo a la gente que se encontraría primero con una cosa así.

—Mineros de los asteroides —dijo Hopper.

—Tiene que ser —continuó Bingwen—. Son quienes tienen la mejor visión del espacio profundo. Verían algo como esto mucho antes que nadie.

Zihao se echó a reír.

—Pensáis con las rodillas, caras de cerdo. Farfulláis cosas de las que no sabéis nada. El vídeo es falso. Si fuera real, estaría en todas las noticias. El pánico se habría adueñado del mundo. —Se llevó una mano a la oreja e hizo la mímica de escuchar—. ¿Dónde están las sirenas? ¿Y las advertencias del gobierno? —Se cruzó de brazos y sonrió con malicia—. Los destripaterrones sois unos idiotas. ¿No habéis visto un vídeo falso antes?

—No es falso —se empecinó Hopper—. Es un alienígena de verdad.

—¿Ah, sí? —replicó Zihao—. ¿Cómo sabes qué aspecto tiene un alienígena de verdad? ¿Has visto uno antes? ¿Tienes un amigo alien por correspondencia con el que intercambias fotos? —Algunos niños se echaron a reír—. ¿Quién dice que los aliens no tienen exactamente aspecto de sapos gordos o de búfalos de agua o que se parecen a tu sobaco? Si creéis que esto es real, sois un puñado de bendans. Huevos tontos.

Los niños rieron, aunque Bingwen se dio cuenta de que la mayoría titubeaba. Querían que Zihao tuviera razón. Querían creer que el vídeo era falso. Les había asustado tanto como a él, pero era más fácil rechazarlo que aceptarlo como real.

Meilin entornó los ojos.

—Es real. Bingwen no nos mentiría.

Zihao soltó una carcajada y se volvió hacia Bingwen.

—Qué bonito. Tu novia te respalda. —Miró a Meilin—. ¿Sabes qué les gusta comer a los aliens, Meilin? Sesos de niña pequeña. Te meten una pajita por el oído y te vacían la cabeza sorbiendo.

Los ojos de Meilin se llenaron de lágrimas.

—Eso no es cierto.

—Déjala en paz —dijo Bingwen.

Zihao hizo una mueca.

—¿Ves lo que has hecho? Has asustado a todos los niños. —Se inclinó desde la silla hacia la cara de Meilin y habló con voz cantarina, como si se dirigiera a un bebé—. Oh, ¿ha asustado Bingwen a la nenita con su vídeo del alien?

—He dicho que la dejes en paz. —Bingwen se interpuso entre ellos y adelantó una mano, empujando a Zihao hacia atrás. No fue un empujón fuerte, pero como Zihao estaba inclinado desde la silla, fue suficiente para hacerle perder el equilibrio. Se tambaleó, manoteó la mesa, no la encontró y cayó al suelo, mientras la silla resbalaba y se alejaba de él. Varios niños se echaron a reír, pero al instante guardaron silencio cuando Zihao se puso en pie de un salto y agarró por el cuello a Bingwen.

—Maldito comedor de barro —le espetó—. Te cortaré la lengua por esto.

Bingwen sintió que su laringe se constreñía y trató de apartar las manos de Zihao.

—Suéltalo —rogó Meilin.

—Otra vez la novia al rescate —se burló Zihao, y apretó con más fuerza.

Los otros niños no hicieron nada. Unos cuantos de la aldea de Zihao se reían, pero no parecían divertidos, sino más bien aliviados de que fuera Bingwen quien recibía los abusos y no ellos.

Hopper agarró a Zihao por detrás, pero este solo hizo una mueca.

—Atrás, lisiado. O veremos cómo te las apañas con dos pies torcidos.

Más risas de los otros niños.

Los pulmones de Bingwen pedían aire. Pataleó y golpeó con los puños los hombros de Zihao, pero el chico mayor pareció no advertirlo.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo la señorita Yi.

Zihao soltó a Bingwen, que cayó al suelo, tosiendo y jadeando.

La señorita Yi se alzó sobre ellos, empuñando la vara de bambú con que los castigaba.

—¡Fuera! —dijo agitando la vara—. ¡Todos! ¡Fuera!

Los niños protestaron. Ha sido Bingwen. Él empezó. Nos llamó para que viniéramos. Atacó a Zihao.

Bingwen cogió a Meilin de la mano y se volvió hacia Hopper.

—Reúnete con nosotros en los campos —dijo, y tirando de Meilin se abrió paso hacia la salida.

—Estaba enseñando un vídeo falso —dijo uno de los niños.

—Intentaba asustarnos —dijo otro.

—Empujó a Zihao y lo hizo caer de la silla.

—Empezó una pelea.

Bingwen cruzó la puerta principal, con Meilin pegada a sus talones. Atardecía ya, y el aire era frío y húmedo. Un leve viento soplaba desde el valle.

—¿Adónde vamos? —preguntó Meilin.

—A casa —respondió Bingwen.

La condujo hasta la escalera construida en la falda de la colina, y empezaron a descender hacia los campos de arroz que había más abajo. Todas las aldeas se habían erigido en la falda de una colina, pues el suelo del valle era demasiado fértil y valioso para usarlo para otra cosa que no fuera plantar arroz. La aldea de Meilin estaba a tres kilómetros al oeste. Si se daba prisa, podría escoltarla hasta casa y luego dirigirse a su propia aldea, al sur, antes de que estuviera demasiado oscuro.

—¿Por qué corremos? —dijo Meilin.

—Porque cuando Zihao salga, vendrá a terminar lo que ha empezado.

—¿Entonces soy tu escudo humano?

Bingwen se rio a su pesar.

—Eres toda una pequeña estratega.

—No soy pequeña. Soy más alta que tú.

—Los dos somos pequeños. Te arrastro conmigo porque eres mi prima y prefiero no ver cómo te machacan la cabeza. Te enfrentaste a Zihao. Irá también a por ti.

—Puedo cuidar de mí misma, gracias.

Él se detuvo y le soltó la mano.

—¿Quieres ir sola a casa?

Meilin parecía dispuesta a discutir, pero entonces su expresión se suavizó y miró al suelo.

—No.

Bingwen le cogió de nuevo la mano y continuaron bajando la escalera.

Meilin permaneció en silencio un momento y luego dijo:

—No debería haber llorado. Fue infantil.

—No fue infantil. Los adultos lloran continuamente. Solo que lo ocultan mejor.

—Tengo miedo, Bingwen.

Sus palabras lo sorprendieron. Meilin nunca admitía ninguna debilidad. Siempre se esforzaba en demostrar lo lista y fuerte e intrépida que era, señalando a Bingwen y Hopper y los demás cómo hacían mal un problema de matemáticas o resolvían incorrectamente un acertijo. Sin embargo, aquí estaba, al borde de las lágrimas, mostrando una fragilidad que él no le había visto antes.

Por un momento pensó en mentirle, decirle que todo el vídeo había sido una broma. Es lo que haría un adulto, ¿no?: reírse y encogerse de hombros y descartar todo el asunto diciendo que era una fantasía. Los adultos creían que los niños no podían digerir la verdad. Había que protegerlos de las duras realidades del mundo.

Pero ¿de qué le serviría eso a Meilin? Esto no era una broma. No era un juego. Aquella cosa de la pantalla era real, estaba viva y era peligrosa.

—Yo también tengo miedo —admitió.

Ella asintió, apresurándose para seguirle el paso.

—¿Crees que ese bicho va a venir a la Tierra?

—No deberíamos creer que es uno solo —dijo Bingwen—. Probablemente hay más de uno. Y sí, vendrán a la Tierra. La interferencia empeora más y más, lo que indica que su nave viene de camino. Además, parecía inteligente. Tiene que serlo. Construyó una nave interestelar. Los humanos no lo han hecho.

Bajaron el último tramo de escalera y llegaron al valle. Hopper les estaba esperando, las ropas empapadas y manchadas de barro.

—Habéis tardado mucho —dijo.

—¿Cómo has llegado antes que nosotros? —preguntó Meilin—. ¿Y por qué estás tan sucio?

—Por el tubo de irrigación —respondió Hopper. Se señaló la pierna mala—. Por la escalera se tarda demasiado.

Meilin hizo una mueca.

—La gente tira el agua sucia por los tubos.

Hopper se encogió de hombros.

—Era eso o que me hicieran papilla. Y ayer llovió, así que los tubos no están sucios. No mucho.

—Qué repugnante —dijo Meilin.

—Pues sí —reconoció Hopper—. Pero es más fácil limpiar la ropa que lavar heridas. —Echó a correr y saltó al campo de arroz más cercano, que estaba lleno de un agua que lo cubrió hasta la cintura. Se sumergió, se agitó un momento, quitándose la mayor parte del barro, y luego sacudió el cuerpo y salió del sembrado goteando—. ¿Ves? ¡Limpio como una rosa!

—Voy a vomitar —dijo Meilin.

—No me lo vayas a hacer encima —repuso Hopper—. Acabo de bañarme.

Echaron a correr por el estrecho puente de tierra que separaba dos de los arrozales, dirigiéndose a los campos de cultivo más grandes. Corrieron más despacio para que Hopper pudiera alcanzarlos, pero lo hicieron a buen ritmo pues la distancia era mucha.

Después de los primeros cien metros, Bingwen se volvió a mirar la escalera para ver si Zihao los seguía. Había unos cuantos niños bajándola, pero Zihao no estaba entre ellos. No redujeron el ritmo.

—¿Cuál es el plan? —dijo Hopper.

—¿Para qué? —preguntó Bingwen.

—Para avisar a la gente.

Bingwen sonrió. Siempre podía contar con Hopper.

—No creo que nadie vaya a creernos. Se lo enseñé a la señorita Yi y no le hizo caso.

—La señorita Yi es una vieja búfala de agua —dijo Hopper.

Corrieron durante media hora, cortando camino a través de los campos que seguían las curvas y giros del valle. Cuando llegaron a la aldea de Meilin, ella se detuvo y, al pie de la escalera, se volvió hacia ellos.

—Puedo llegar desde aquí —dijo, señalando su casa, casi a pie de la colina—. ¿Qué les digo a mis padres?

—La verdad —respondió Bingwen—. Diles lo que has visto. Diles que lo crees. Diles que vayan a la biblioteca y lo vean con sus propios ojos.

Meilin miró al cielo, donde ya habían aparecido las primeras estrellas.

—Tal vez no pretendan hacernos daño. Tal vez sean pacíficos.

—Es posible. Pero no has visto el vídeo entero. El alienígena atacó a un humano.

Incluso con la poca luz que había, Bingwen pudo ver que Meilin palidecía.

—Oh —dijo.

—Pero quizá no vengan aquí, a China —dijo Bingwen—. El mundo es grande. Nosotros solo somos un punto microscópico.

—Solo me estás diciendo lo que quiero oír.

—Te estoy diciendo la verdad. Hay un montón de cosas que no sabemos en este momento.

—Aunque sea así —dijo Meilin—, seríamos estúpidos si no nos preparáramos para lo peor.

—Tienes razón —coincidió Bingwen.

Ella asintió y pareció aún más insegura que antes.

—Buena suerte. Ponte a salvo.

La vieron subir por la escalera y esperaron a que estuviera dentro de su casa antes de echar a correr de nuevo. Permanecieron en los campos, cruzando los estrechos puentes de tierra que cruzaban los campos en horizontal y vertical, creando un enorme tejido de arrozales irrigados. Cuando casi habían llegado a su propia aldea, el primer niño apareció tras ellos, varios arrozales por detrás. Entonces a su derecha surgió otro niño a varios arrozales de distancia, corriendo a su misma velocidad. Un tercer niño a la izquierda se hizo visible a continuación, y los miraba mientras igualaba su ritmo.

—Nos están acorralando —dijo Hopper.

—Encajonando, más bien —replicó Bingwen.

En efecto, los niños que los rodeaban empezaron a acercarse.

—¿Alguna idea? —preguntó Hopper.

—Son más altos que nosotros. Y más rápidos. No podremos dejarlos atrás corriendo.

—Querrás decir que yo no podré.

—No; me refiero a los dos. Tú tienes más fuerza que yo. Tienes más posibilidades de escapar.

—¿Cuál es el plan? —dijo Hopper.

—Sigue adelante y llama a mi padre. Yo me quedo rezagado y los entretengo.

—Autosacrificio. Qué noble. Olvídalo. No voy a dejarte.

—Piensa, Hopper. Quédate y nos darán una paliza a los dos. Sigue adelante, y puede que nos libremos. Quiero salvar mi pellejo tanto como el tuyo. Ahora, ve.

Hopper aceleró y Bingwen se detuvo en seco. Como esperaba, los otros niños se cernieron sobre él, ignorando a su amigo. Se volvió hacia la izquierda y bajó a la orilla del arrozal más cercano. El agua estaba fría y le llegaba a la cintura. El lodo era denso y resbaladizo. Los tallos de arroz se apretujaban, altos como sus hombros. Bingwen escrutó el borde del arrozal hasta que encontró una rana medio sumergida cerca de la orilla. La recogió, se la metió en el bolsillo y se dirigió al centro del arrozal. Cuando lo alcanzó, los niños habían llegado. Cada uno de ellos adoptó una posición en los lados del arrozal, dejando sin controlar el lado por donde se iba a la aldea de Bingwen. Menos de un minuto más tarde Zihao llegó al arrozal, jadeando por la carrera. Casi había anochecido ya.

—Sal del agua —dijo Zihao.

Bingwen no se movió.

—Nos jodiste en la biblioteca, sesos de barro —dijo Zihao—. ¿Cómo vamos a salir de este agujero si los sesos de barro como tú siguen jodiéndonos nuestro tiempo con el ordenador?

Bingwen miró hacia la aldea, esperando atisbar el haz de una linterna.

—He dicho que salgas del agua.

Bingwen no respondió.

—Sal ahora o iré a por ti.

Bingwen permaneció inmóvil.

—Te juro que te romperé los dedos uno a uno si no sales ahora mismo.

Bingwen no estaba dispuesto a renunciar a su posición defensiva. El agua no era gran cosa, pero era todo lo que tenía.

Los niños que lo rodeaban se agitaron, incómodos.

—Crees que eres más listo que nadie, ¿eh, Bingwen? Te he oído hablar en inglés por el ordenador. He visto lo que estudias. Eres un traidor. —Escupió en el agua.

Bingwen no se movió.

Zihao empezó a gritar.

—¡Ven aquí y enfréntate a mí, cobarde!

Bingwen miró hacia la aldea. No aparecía ninguna linterna.

—Te lo advertí —dijo Zihao, y entró en tromba en el arrozal, salpicando agua y sin importarle los brotes que pisoteaba.

Bingwen ni siquiera parpadeó. Permaneció a la espera, las manos en los bolsillos.

Justo antes de que Zihao lo cogiera, Bingwen se echó a llorar.

—Por favor, no me asfixies. Por favor. Pégame si quieres. Pero no vuelvas a asfixiarme.

Zihao sonrió.

Pobre Zihao, pensó Bingwen. Tan bocazas y tan fuerte y sin embargo tan predecible.

Las manos de Zihao lo agarraron por la garganta. Bingwen la había estirado y ladeado ligeramente para que esta vez los pulgares apretaran los músculos en vez de directamente contra la laringe. Suponía que no lo estrangularía mucho tiempo. Impostó una expresión de pánico y luego habló con voz ahogada, como suplicando piedad.

—Por favogg…

La sonrisa de Zihao se ensanchó.

—¿Qué dices, Bingwen? No te oigo bien…

Entonces Bingwen le metió la rana directamente en la boca. Necesitaba que Zihao hablara, y había picado ingenuamente.

Zihao lo soltó y retrocedió, chapoteando hacia atrás, atragantándose, llevándose las manos a la boca para sacarse la rana. Pero Bingwen fue más rápido: lo sujetó por la nuca con la mano izquierda y presionó con la palma derecha la rana contra su boca. La rana era demasiado grande para caber entera, pero tanto mejor: no pretendía ahogarlo, solo quería distraerlo. Zihao dejó escapar un graznido ahogado y Bingwen soltó la rana, agarró al muchacho por la cintura y le descargó un fuerte rodillazo en la entrepierna.

Zihao se encogió y cayó hacia delante, el cuerpo flácido; la rana resbaló de su boca y cayó al agua. Bingwen no esperó a ver cómo reaccionaban los demás. Tenía que ignorarlos, como si la ira le impidiera siquiera tenerlos en cuenta. Gritó y levantó el puño como para descargarlo contra Zihao, que estaba medio sumergido en el agua y gemía. Como era su intención, el puño golpeó el agua junto a la cara de Zihao y el impulso del puñetazo llevó a Bingwen hasta el fondo del arrozal, completamente fuera de la vista.

Antes de que las aguas se calmaran, se movió bajo el agua en la dirección por la que había venido Zihao. Los brotes de arroz estaban separados y rotos, por lo que tenía suficiente espacio para moverse sin revelar su posición. No nadó ni pataleó ni hizo nada que perturbara el agua, solo se arrastró por el fondo impulsándose con manos y pies, afianzándose en el lodo. Dos veces soltó aire, pero no dejó de avanzar.

No sabía si venían a por él, pero no se alzó para comprobarlo. La oscuridad y los tallos lo ocultarían si era posible.

Llegó al bancal de tierra del arrozal, alzó la cabeza y miró hacia atrás. Los niños estaban ayudando a Zihao a ponerse en pie. Aunque corrieran hacia él, ya no lo alcanzarían. El agua los retrasaría, tenía suficiente ventaja.

Salió arrastrándose del agua y echó a correr, las ropas pesadas.

Hubo gritos a sus espaldas, pero nadie lo persiguió.

Llegó a la escalera de la aldea justo cuando Hopper y su padre bajaban. Su padre llevaba una linterna.

—Estás chorreando agua —dijo el padre.

—Pero no sangrando —comentó Hopper—. Eso es buena señal.

Bingwen se dobló, recuperando la respiración, controlando las náuseas.

—¿Le has contado lo del vídeo? —le preguntó a Hopper.

—No tuve tiempo.

—Ya me lo contarás dentro, donde se está calentito —dijo su padre, y se volvió hacia Hopper—. Gracias. Tus padres estarán preocupados. Anda, vuelve a tu casa.

Hopper pareció querer quedarse con ellos, pero conocía lo suficiente al padre de Bingwen para no discutir. Se separaron, y el padre condujo a su hijo a casa, donde esperaban su madre y el abuelo. La madre lo abrazó y el abuelo fue por una toalla.

—¿Estás herido? —preguntó la madre.

—No.

—Siéntate aquí, junto al fuego —dijo el abuelo, envolviéndolo en la toalla.

Bingwen se quitó la camisa y se secó junto al hogar. Los tres mayores lo miraron, sus rostros arrugados de preocupación. Él les contó lo del vídeo sin guardarse nada. El alienígena. Sus brazos extra. Cómo se movían los pelos y músculos de la criatura en gravedad cero. Todos los motivos de por qué creía que era real.

Cuando terminó, su padre se puso furioso.

—Esperaba más de ti, hijo. Te he enseñado a respetar a tus mayores.

—¿Respetar? —repitió Bingwen, confuso. ¿Por qué estaba enfadado su padre? Ni siquiera le había hablado de la señorita Yi.

—¿Ahora resulta que eres más listo que el gobierno? —replicó su padre, alzando la voz—. ¿Más que los militares?

—Claro que no, padre.

—Entonces ¿por qué actúas así? ¿No te das cuenta de que al llegar a esa conclusión por tu cuenta estás llamando necios a todos los que han visto ese vídeo y no lo han creído?

—No he llamado necio a nadie, padre.

—Hay expertos para estas cosas, Bingwen. Hombres preparados. Si ellos pensaran que el vídeo es real, habrían tomado medidas. No hay medidas, por tanto, no es real. Aprende cuál es tu sitio.

La madre no dijo nada, pero Bingwen vio que estaba de parte de su padre. Solo había decepción y vergüenza por él en su expresión.

Bingwen hizo una profunda genuflexión ante ellos, apoyando la frente contra el suelo.

—No te burles de mí —dijo el padre.

—No es burla, padre. Solo respeto por aquellos cuyo apellido llevo y cuya aprobación pretendo. Perdóname si te he ofendido.

Quería discutir, tenía que hacerlo. Los alienígenas venían de camino, lo creyera su padre o no. Bingwen sabía que parecía ridículo, pero los hechos eran los hechos. Tenían que prepararse.

Pero ¿qué podía decir que no enfadara aún más a su padre? La discusión estaba cerrada. Su padre nunca vería el vídeo, aunque Bingwen se lo pusiera delante.

Bingwen permaneció postrado durante varios minutos, sin decir nada más. Cuando finalmente se incorporó, solo quedaba presente su abuelo.

—No enfades a tu padre —le dijo el anciano—. Estropea la noche.

Bingwen volvió a inclinarse, pero el abuelo lo cogió por la axila y lo irguió.

—Ya basta de reverencias. No voy a hablarle a tu nuca.

Cogió su taza de té de la mesa. Permanecieron en silencio un momento mientras el abuelo bebía.

—Tú me crees —dijo el muchacho—. ¿Verdad?

—Creo que tú crees en lo que dices —dijo el abuelo.

—Eso no es una respuesta completa.

El abuelo suspiró.

—Admitamos por un momento que una cosa como esta podría ser posible.

Bingwen sonrió.

—Podría —repitió el abuelo, alzando un dedo para darse énfasis—. Extremadamente improbable, pero posible.

—Tienes que ir a la biblioteca, abuelo, y ver ese vídeo con tus propios ojos.

—¿Y enfadar a tu padre? No, no. Prefiero disfrutar de mi té y sentarme en paz junto al fuego.

Bingwen se sintió abatido.

—¿De qué serviría? —añadió el abuelo—. Aunque fuera verdad, ¿qué podríamos hacer nosotros? ¿Luchar con palos? ¿Salir al espacio? ¿Rezar?

—Prepararnos para huir —respondió Bingwen—. Empaquetar lo que necesitemos, y luego enterrarlo donde podamos recuperarlo rápidamente.

El abuelo rio.

—¿Enterrar nuestras pertenencias? ¿Por qué? A los alienígenas no les importará nuestra comida ni nuestras ropas y herramientas.

—No se lo diremos a mi padre. Como me ha dicho que no haga esto, será una gran falta de respeto que intente salvar las vidas de nuestra familia haciendo posible que huyamos al menor aviso.

—Tu padre se pondrá furioso cuando lo averigüe.

—Solo lo averiguará cuando necesitemos las cosas enterradas —dijo Bingwen—. Entonces estará agradecido.

Hablaron en voz baja, haciendo inventario de las cosas que iban a necesitar. No fue hasta mucho más tarde, al meterse en la cama, los pantalones ya secos, cuando Bingwen reparó en que nadie le había preguntado por qué estaba mojado.