CAPÍTULO LXXVIII

Cuando Gora entregó aquellas líneas a Harimohini se sintió como si hubiera escrito una carta que significara el fin de sus relaciones con Sucharita. Pero no basta redactar una escritura para que surta efectos. El corazón de Gora se resistía a dar su consentimiento y aunque Gora, recurriendo a toda su fuerza de voluntad, había firmado, su corazón se negaba a poner el visto bueno; era rebelde. ¡Tan rebelde, que a Gora le faltó poco para correr a casa de Sucharita aquella misma noche! Pero cuando iba a salir oyó dar las diez en el reloj de una iglesia cercana y, de pronto, comprendió que era ya demasiado tarde para visitas. Permaneció toda la noche despierto, oyendo el golpear de las horas; no fue a la casa donde debía celebrarse la ceremonia, sino que mandó recado de que iría a la mañana siguiente.

Y así lo hizo, al salir el sol. Pero, ¿dónde estaban aquella fortaleza y aquella pureza de espíritu que debían alentarle en la ceremonia?

Muchos de los pandits estaban ya allí, y se esperaba la llegada de algunos más. Gora les dio la bienvenida con gran cordialidad, y ellos, a su vez, se refirieron, en los términos más encomiásticos, a la firme fe del muchacho en la religión eterna.

Poco a poco, el jardín fue llenándose. Gora iba de un lado para otro revisándolo todo, pero a pesar de la algarabía que reinaba en el lugar y a pesar del trabajo que le mantenía en movimiento constante, sólo un pensamiento ocupaba su mente, un pensamiento surgido de lo más hondo de su corazón. Era como si alguien le dijera: «¡Has hecho mal! ¡Has hecho mal!» No tenía tiempo para pensar con claridad y tratar de descubrir dónde estaba el mal; pero le resultaba imposible ahogar esta sensación. En medio de los impresionantes preparativos que se estaban realizando para la ceremonia penitencial, un enemigo, situado en el interior de su propia alma, le acusaba con estas palabras: «La falta permanece.» La falta no consistía en una violación de las leyes, no era un pecado contra los shastras ni nada contrario a la religión, era una ofensa cometida por él contra sí mismo.

He aquí por qué el alma de Gora se rebelaba contra todos aquellos preparativos.

Se acercaba la hora de comenzar. El lugar en el que debía celebrarse el ritual estaba situado bajo un dosel montado sobre cañas de bambú. Pero en el momento en que Gora, después de bañarse en el Ganges, se cambiaba de ropa, se advirtió cierto revuelo entre los presentes. Una ola de intranquilidad pareció extenderse por el recinto, hasta que Abinash, con el rostro descompuesto, se acercó a Gora y le dijo:

—Se acaba de recibir la noticia de que Krishnadayal Babu se encuentra gravemente enfermo. Te manda un coche para que vayas allí en seguida.

Gora se dirigió rápidamente hacia la salida y, cuando Abinash se ofreció para acompañarle, le dijo:

—No; tú debes quedarte y atender a los invitados. No puedes marcharte.

Al entrar en el aposento de Krishnadayal, Gora le encontró tendido en la cama. Anandamoyi le frotaba suavemente los pies. Gora miró a ambos con ansiedad hasta que Krishnadayal le indicó con una seña que se sentara en una silla que había sido dispuesta para él.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Gora a Anandamoyi cuando se hubo sentado.

—Un poco mejor. Hemos llamado al doctor sahib.

En la habitación estaban también Soshimukhi y un criado. Krishnadayal les despidió con un gesto de la mano. Cuando vio que se habían marchado, miró en silencio a Anandamoyi y, luego, volviéndose hacia Gora, dijo con voz apagada:

—Ha llegado mi hora; pero antes de morir debo decirte algo que hasta hoy te oculté. De lo contrario, no me sentiría en paz.

Gora palideció y permaneció mudo e inmóvil. Durante mucho rato, ninguno de los tres habló. Luego Krishnadayal prosiguió:

—Gora, por aquel entonces yo no tenía ningún respeto por nuestra sociedad, y ésta fue la causa de que cometiera tan grave falta… Y después ya no pude retroceder. Y ahora…

De nuevo guardó silencio. Tampoco esta vez hizo Gora pregunta alguna.

—Creí que no sería necesario que tú llegaras a saberlo —continuó Krishnadayal—, y que todo podría seguir igual. Pero ahora veo que es imposible. ¿Cómo ibas tú a tomar parte en mis funerales?

Evidentemente, era este pensamiento lo que le había hecho cambiar de opinión.

Gora se impacientó y, volviéndose hacia Anandamoyi con una mirada inquisitiva, dijo:

—Madre, ¿qué significa esto? ¿No tengo acaso derecho a participar en el funeral?

Hasta aquel momento, Anandamoyi permaneció rígida en su asiento, pero al oír la pregunta de Gora levantó los ojos y, mirándole fijamente, dijo:

—No, hijo, no tienes derecho.

—¿Es que no soy hijo suyo? —inquirió Gora, sorprendido.

—No.

Con la fuerza explosiva de una erupción volcánica, preguntó Gora:

—Madre, ¿no eres tú mi verdadera madre?

Anandamoyi, con el corazón partido de dolor y con voz opaca, pero sin lágrimas, contestó:

—Gora, mi niño. Tú eres mi único hijo. Yo no tuve ninguno; pero eres más mío que si hubieras nacido de mí.

—Entonces, ¿dónde me encontraste? —preguntó Gora, mirando nuevamente a Krishnadayal.

—Fue durante la revuelta, cuando estábamos en Etawa. Tu madre, huyendo de los sepoys, se refugió una noche en nuestra casa. Tu padre había muerto el día antes, durante la lucha. Se llamaba…

—¡No es necesario que me des su nombre! —tronó Gora—. ¡No quiero saberlo!

Krishnadayal miró a Gora, asombrado por su excitación, y se limitó a añadir:

—Era un irlandés. Aquella misma noche naciste tú y murió tu pobre madre. Desde entonces has estado con nosotros.

En un momento, a Gora le pareció que toda su vida se convertía en un sueño fantástico. Los fundamentos sobre los que, desde la niñez, edificara su existencia, acababan de derrumbarse. No conseguía entender quién era ni dónde estaba. Lo que él llamara su pasado había perdido toda sustancia, y aquel futuro brillante con el que tanto soñó se había desvanecido por completo. Gora se sentía como la gota de rocío sobre la hoja del loto; con su misma duración efímera. No tenía madre, ni padre, ni patria, ni nacionalidad, ni linaje, ni siquiera Dios. Sólo una cosa le quedaba: una enorme negación. ¿Dónde asirse? ¿A qué trabajo dedicarse? ¿Desde dónde volver a empezar? ¿En qué rumbo fijar la mirada? ¿Dónde buscar, día tras día, materiales para su nuevo trabajo? Estaba mudo y desorientado, en medio de un extraño vacío, y la expresión que había en su rostro hizo imposible que se añadiera a lo dicho ni una palabra.

En este momento, llegó el médico inglés, acompañado del médico de cabecera bengalí. El inglés miró a Gora con tanto interés como al enfermo, preguntándose quién sería aquel joven de aspecto tan extraordinario.

Y es que Gora aún tenía en la frente la marca sagrada hecha con barro del Ganges y llevaba el manto de seda en el que se había envuelto después de bañarse en el río. No llevaba camisa, y su enorme torso quedaba casi por completo al descubierto.

Hasta entonces, al ver a un inglés, Gora le miraba instintivamente con animosidad, pero aquel día, mientras el doctor examinaba al enfermo, Gora le hizo objeto de una particular atención, preguntándose una y otra vez: «¿Es, pues, esa persona la más allegada a mí de todas las aquí reunidas?»

Después de examinar e interrogar al enfermo, el doctor dijo:

—No veo ningún síntoma alarmante. El pulso es bastante regular, y no se advierte ninguna lesión orgánica. Yendo con cuidado, no hay motivo para que se repitan los síntomas.

Cuando el doctor se marchó, Gora se puso en pie y, sin decir una palabra, fue a salir del aposento, pero Anandamoyi se le acercó y, cogiéndole una mano, exclamó:

—Gora, mi vida. No te enojes conmigo. Me partiría el corazón.

—¿Por qué me lo ocultaste? No habría habido ningún mal en decírmelo.

—Hijo —dijo Anandamoyi, dispuesta a cargar con toda la culpa—, cometí este pecado porque temía perderte. Si, al fin, eso debe ocurrir y hoy me abandonas, a nadie, sino a mí misma podré reprochárselo. Pero eso sería mi muerte, Gora.

—¡Madre! —fue todo lo que Gora pudo responder.

Pero, al oír esta palabra, Anandamoyi no pudo seguir conteniendo las lágrimas.

—Madre, ahora quisiera ir a casa de Paresh Babu.

—Está bien, querido —dijo Anandamoyi, sintiendo que se le quitaba un gran peso de encima.

Entretanto, Krishnadayal estaba muy intranquilo por haber revelado el secreto a pesar de que su muerte no fuera inminente y, antes de que Gora saliera de la habitación, le dijo:

—Escúchame, Gora. No hables de esto con nadie. Con un poco de cuidado, sigue como hasta ahora y nadie se enterará.

Gora se marchó sin responder; al recordar que no tenía ningún parentesco con Krishnadayal, se sintió muy aliviado.

Mohim no había podido ausentarse de la oficina sin avisar, por lo que, después de llamar al médico, tuvo que ir a la oficina a pedir permiso. Al ir a entrar en la casa, encontró a Gora.

—¿Dónde vas? —preguntó Mohim.

—Hay buenas noticias. Ha venido el médico y ha dicho que no hay peligro.

—¡Menos mal! —exclamó Mohim, alegrándose—. Pasado mañana se casa Soshimukhi. A propósito, Gora, tienes que ayudarnos un poco. Avisa a Binoy para que aquel día no aparezca por aquí. Abinash es un hindú muy estricto, y no quiere que invitemos a según quién. Y otra cosa, hermano. Va a asistir el sahib de mi oficina. Por favor, no lo eches a puntapiés. No tienes que hacer más que decirle: «Buenas noches, señor.» En las escrituras no hay nada que lo impida. Si quieres asegurarte, pregúntaselo a los pandits. Has de comprender, muchacho, que ellos son los que mandan y que no es ningún deshonor dominar un poco el orgullo ante ellos.

Gora se alejó sin contestar.