CAPÍTULO LXXVII

«¡No! —exclamó Gora para sí—. Mi penitencia no comienza mañana. ¡Ha empezado ya! Hoy arde un fuego mayor que el que se encenderá mañana. Al iniciar mi nueva vida, tengo que ofrecer un gran sacrificio. He aquí por qué despierta Dios en mi alma un deseo tan violento. ¿Por qué, si no, tenía que ocurrir una cosa tan inesperada? No existía la menor probabilidad de que yo frecuentara su casa, y la unión de caracteres tan dispares no es cosa normal. Además, nadie hubiera podido ni soñar que se despertara un deseo tan avasallador en un ser indiferente como yo. Hasta ahora no me costó gran trabajo servir a mi país; nunca tuve que sacrificar algo que representara mucho para mí. No comprendía por qué la gente se muestra tan avariciosa cuando se trata de ofrecer renuncias por la patria, pero ahora yo debo rendir un tributo especial. El sacrificio precisa dolor, y mi segundo nacimiento sólo puede tener lugar después de que mi corazón haya sido atravesado. Mañana por la mañana, se celebrará mi penitencia ante los miembros de mi comunidad. Esta noche, el Señor de mi vida ha venido a llamar a mi puerta. A menos que en lo más profundo de mi alma arda la llama del sacrificio, ¿cómo he de purificarme mañana? Cuando haya hecho la ofrenda más difícil, entonces quedaré verdaderamente santificado. Entonces seré un brahmán.»

Cuando Gora volvió, Harimohini le dijo:

—Por favor, ven conmigo. Sólo esta vez. Con una palabra tuya todo se arreglará.

—¿Por qué tengo que ir? ¡No soy nada suyo!

—¡Eso no! Ella te venera como a un dios y te respeta como a su guru.

Gora sintió cómo su corazón se llenaba de alegría; pero no quiso acceder.

—No hay motivo para ir. No creo que vuelva a verla nunca más.

—Es verdad. —Harimohini sonrió complacida—. No es bueno ver con demasiada frecuencia una muchacha como ella. Pero tienes que complacerme por esta vez. Si algún día vuelvo a pedirte que lo hagas, puedes negarte.

Pero Gora siguió diciendo que no. ¡No; nunca más! Todo había terminado. El sacrificio estaba cumplido. No quería manchar su pureza. No quería ver más a Sucharita.

Cuando Harimohini comprendió que sería imposible convencerle, le dijo:

—Está bien. Si no puedes ir, entonces escríbele una caria.

Gora negó con la cabeza. Imposible. No podía escribir una carta.

—Sólo dos líneas. Tú estás versado en las escrituras y he venido a pedirte consejo.

—¿Qué clase de consejo?

—¿No es el primer deber de una muchacha hindú casarse y cuidar de su familia?

—Escucha —dijo Gora, tras un momento de silencio—, no me mezcles en este asunto. No soy ningún pandit para dar esa clase de consejos.

—¿Por qué no hablas con claridad? —dijo Harimohini con aspereza—. Tú fuiste quien tendió el lazo y, ahora, cuando llega el momento de deshacer el nudo, dices «no me mezcles en esto». ¿Quieres decirme qué significa tu actitud? La verdad es que no tienes el menor deseo de abrirle los ojos.

En cualquier otro momento, Gora se hubiera indignado. Nunca hubiese podido soportar semejante acusación, a pesar de que estaba justificada. Pero aquel día había empezado su penitencia y no podía enojarse. Además, comprendía que Harimohini estaba en lo cierto. Él era lo bastante fuerte para cortar los lazos que le unían a Sucharita, pero quería conservar un tenue hilillo, casi invisible. ¿Es que aún no estaba dispuesto a separarse de Sucharita total y definitivamente?

Pero era preciso acabar con todo rastro de vacilación. No se podía dar algo con una mano y querer retenerlo con la otra.

Sacó una hoja de papel y escribió con trazo firme y enérgico:

«Para la mujer, el verdadero camino de la vida es procurar el bien de todos. El mundo puede estar lleno de alegría o lleno de dolor. La mujer casta y virtuosa lo aceptará todo y será su deber dar forma a su religión en su hogar.»

—¿No podrías añadir unas palabras en favor de nuestro Kailash? —dijo Harimohini, después de leer esto.

—No lo conozco. Nada puedo decir sobre él.

Harimohini dobló el pliego con sumo cuidado y, después de atarlo a la esquina de su sari, se dirigió hacia su casa. Sucharita seguía aún en casa de Lolita, con Anandamoyi. Harimohini comprendió que no sería prudente tratar allí del asunto, pues Sucharita podría oír opiniones desfavorables y persistir en su negativa. Así, pues, envió una nota a Sucharita pidiéndole que fuera a comer con ella al día siguiente, ya que tenía algo muy importante que comunicarle. Prometía dejarla volver a casa de Lolita aquella misma tarde.

A la mañana siguiente, llegó Sucharita, firmemente decidida a seguir resistiendo; estaba segura de que su tía volvería a hablar de matrimonio. Se proponía acabar definitivamente con aquel asunto dando una rotunda negativa.

Cuando acabaron de comer, Harimohini dijo:

—Anoche fui a ver a tu guru.

Sucharita sintió miedo. ¿La habría llamado su tía para emprenderla nuevamente con Gora?

—No te asustes. No fui a pelearme con él. Como estaba sola pensé: ¿por qué no ir un ratito a escuchar sus excelentes palabras? En el curso de la conversación, salió tu nombre a relucir y, en seguida, me di cuenta de que sus opiniones coincidían con las mías. Tampoco a él le parece bien que las muchachas tarden en casarse. En realidad, dice que las escrituras lo condenan. Eso tal vez esté bien para los hogares europeos, pero no lo está para los hindúes. Le hablé de nuestro Kailash y su reacción fue muy cuerda.

Sucharita creyó morir de vergüenza cuando Harimohini dijo:

—Tú le respetas como a tu guru; por lo tanto, tienes que seguir su consejo.

Sucharita guardó silencio y Harimohini continuó:

—Yo le dije: «Por favor, ve a hablar con ella tú mismo, pues a mí no me hace caso.» Pero él contestó: «No, no puedo volver a verla. Nuestra sociedad lo prohíbe.» Entonces, yo le dije: «En tal caso, ¿qué hemos de hacer?» Y al fin escribió esto para ti.

Y sacando el papel de la esquina del sari, lo desdobló lentamente y lo puso ante los ojos de Sucharita.

Cuando Sucharita lo leyó quedó petrificada.

Nada de lo que allí había escrito era nuevo o disparatado. No era que Sucharita no estuviese de acuerdo con aquellas opiniones.

Pero el hecho de que el mensaje hubiera sido confiado precisamente a Harimohini parecía sugerir algo que le causaba profundo dolor. ¿Por qué le daba Gora este consejo precisamente entonces? Desde luego, un día tendría que casarse; pero, ¿por qué tanta prisa? ¿Daba Gora por terminada su labor? ¿Representaba ella un estorbo en la vida de Gora? ¿No tenía nada más que darle? ¿No esperaba nada más de ella? Sucharita, por lo menos, no lo creía así. Ella seguía mirando hacia delante; trataba por todos los medios de ahogar aquel intenso dolor que sentía en el corazón, pero sin conseguirlo.

Harimohini dio a Sucharita tiempo sobrado para sobreponerse y reflexionar. Fue a hacer su siesta acostumbrada y, al despertar, vio que Sucharita seguía inmóvil en el mismo lugar en que la dejara.

—Radha, ¿por qué estás tan pensativa? ¿Qué es lo que tanto te preocupa en este asunto? ¿Acaso Gourmohan Babu ha escrito algo malo?

—No —respondió suavemente Sucharita—. Lo que dice está muy bien.

—Entonces, hija, ¿de qué sirve retrasar las cosas? —preguntó Harimohini, esperanzada.

—No deseo retrasar las cosas —contestó Sucharita—. Voy a ver a mi padre.

—Mira, Radha, a tu padre no le parecerá bien que te cases con un hindú; pero tu guru, en cambio… —repuso Harimohini.

—¡Tío! —exclamó Sucharita con impaciencia—. ¿Por qué insistes en eso? No voy a hablar de mi matrimonio. Sólo deseo verle. Eso es todo.

Sólo al lado de Paresh Babu encontraba Sucharita algún consuelo.

Al llegar a la casa, le vio meter ropa en un baúl.

—Padre, ¿qué estás haciendo?

—Madrecita, me voy a Simia, para cambiar de ambiente —rió Paresh Babu—. Salgo mañana por la mañana, en el correo.

Aquella risa breve de Paresh Babu ocultaba una tremenda rebelión que no pasó inadvertida a Sucharita. En casa, su esposa, y en la calle, sus amigos, no le dejaban ni un momento de reposo. Si no se marchaba por algún tiempo se vería convertido en centro de un torbellino. Sucharita sintió una profunda tristeza al verle hacer su propio equipaje para un viaje que debía emprender al día siguiente. Era triste ver que nadie en la casa le ayudaba; por lo que, después de obligarle a dejar aquel trabajo, empezó por vaciar completamente el baúl, y luego de doblar cada prenda con el mayor cuidado, volvió a colocar en él todos sus efectos. Envolvió amorosamente sus libros favoritos, para que no sufrieran daño durante el viaje y, mientras se hallaba ocupado en estos menesteres, preguntó suavemente a Paresh Babu:

—Padre, ¿te vas solo?

—¡Eso no supone para mí ninguna dificultad, Radha! —dijo Paresh Babu, al advertir la aflicción de la muchacha.

—No, padre. Yo te acompañaré.

Paresh Babu la miró fijamente y ella añadió:

—Padre, te prometo no ser un estorbo.

—¿Por qué dices eso? ¿Cuándo fuiste tú un estorbo para mí, madrecita?

—Si no estoy a tu lado todo me sale mal. Hay muchas cosas que aún no comprendo, y si tú no me las explicas nunca llegaré a puerto. Padre, tú dices que emplee la inteligencia; pero mi inteligencia no alcanza. Mi espíritu carece de fuerza. ¡Llévame contigo, padre!

Y con estas palabras, se volvió de espaldas a él y se inclinó sobre el baúl, mientras las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos.