En un jardín, a orillas del Ganges, se preparaba la ceremonia penitencial de Gora. Abinash lamentaba que el lugar quedara tan alejado del centro de Calcuta, pues no atraería mucha atención. Él sabía que Gora no necesitaba hacer penitencia (el que lo necesitaba era el país, y el pueblo debía sentir su efecto moral). Por consiguiente, en su opinión, la ceremonia debía celebrarse ante una multitud.
Pero Gora no accedió, pues el centro de una ciudad como Calcuta no le parecía lugar apropiado para encender la hoguera del sacrificio ni cantar los mantrams védicos que él deseaba. Gora hubiera preferido una ermita en medio del bosque. En la solitaria orilla del Ganges, con acompañamiento de cantos védicos y a la luz del fuego sacrificial, Gora invocaría a la vieja India, maestra del mundo, y, después de bañarse y purificarse, entraría, de su mano, en una nueva vida. A Gora le tenía sin cuidado el «efecto moral».
A falta de un medio mejor para satisfacer su afán de publicidad, Abinash recurrió a la Prensa y, sin que Gora lo supiera, envió a todos los periódicos un anuncio de la ceremonia. No contento con esto, escribió varios artículos de fondo en los que afirmaba que un brahmán tan puro y espiritual como Gora no podía quedar contaminado por ningún pecado y por esto tomaba sobre sus hombros todas las culpas de la India, caída y maltrecha, haciendo penitencia en nombre de todo el país.
«Así como nuestro país padece la opresión de una raza extranjera por culpa de su propia infamia, también Gourmohan Babu experimentó en su propia vida el dolor del cautiverio. Y de igual modo que él sufrió por su país y ahora se disponía a hacer penitencia, también vosotros, hermanos bengalíes, desventurados millones de hijos de la India…», etcétera, etcétera.
Al leer estas efusiones, Gora se enfureció violentamente; pero Abinash siguió impertérrito. Ni siquiera cuando Gora le insultó se inmutó lo más mínimo; al contrario, pareció alegrarse. Se dijo que su guru vivía en un mundo más elevado y que no comprendía las cosas de éste. Fue el celeste Narod quien encantó a Vishnu con las notas de su vina, haciéndole crear el sagrado Ganges, pero que discurriera por el mundo de los mortales fue obra del mundano rey Bhagiratha. Las dos tareas eran completamente distintas; por esto, cuando Gora se enfureció ante las barbaridades de Abinash, éste no hizo sino sonreírse y aumentar sus lisonjas. «El rostro de nuestro guru es como el de Shiva —pensaba—, y su cerebro como el de Bholanath. No comprende nada, no tiene sentido común, se enfada por cualquier tontería; pero cuesta poco apaciguarlo.»
Gracias a los esfuerzos de Abinash, la ceremonia penitencial de Gora empezó a causar sensación, y el número de personas que acudían a verle era fabuloso. Su correspondencia llegó a alcanzar volumen tan colosal que, al fin, optó por no leerla. En opinión de Gora, aquella publicidad destruía la solemnidad de la ceremonia, pues la convertía en una especie de acto social. Éste era el mal de la época.
Krishnadayal jamás tocaba los periódicos, pero hasta su retiro llegó el rumor de aquellos preparativos; sus acólitos hablaban con ilusión de sus esperanzas de que aquel digno hijo de su venerado amigo llegase un día a ocupar un lugar igual al de su santo progenitor. Llevaba ya su mismo camino. Y se hacían lenguas del esplendor que revestiría la ceremonia.
Sería difícil decir desde cuánto tiempo antes Krishnadayal no ponía los pies en el cuarto de Gora. Pero aquel día, despojándose de sus vestiduras de seda, se vistió con ropa corriente y llegó incluso a entrar en él. Gora no estaba allí. El criado le dijo que estaba en el templo de la casa.
—¡Cielos! ¿Y qué hace en el templo? —exclamó Krishnadayal.
Cuando se enteró de que Gora había ido al templo para orar, se alarmó aún más, y se fue hacia allí rápidamente. Desde la puerta vio que, efectivamente, Gora estaba realizando sus ritos religiosos.
—¡Gora!
Gora se levantó, sorprendido, al ver a su padre.
Krishnadayal había establecido en su parte de la casa el culto a su dios particular. La familia eran vishnabs, pero él se había hecho shakta y hacía mucho tiempo que no tomaba parte en las devociones de la familia.
—¡Vamos, Gora, sal de ahí! —Y, cuando salió Gora, le increpó—: ¿Qué significa esto? ¿Qué has venido a hacer aquí? Tenemos brahmanes para el culto. Ellos se encargan de hacer diariamente las ceremonias necesarias, y rezan por toda la familia. ¿Por qué estás tú aquí?
—No hay nada malo en ello, ¿verdad?
—¡Malo!, ¿a quién te refieres? No está bien que entren en este lugar quienes no tienen derecho a estar aquí. ¡Es un delito! Y cae sobre toda la familia.
—Si miras las cosas desde el punto de vista de la verdadera devoción, pocos son los que tienen derecho a entrar en este lugar. Pero, ¿quieres decir por qué no puedo hacer yo lo que hace nuestro sacerdote Ramhari?
Krishnadayal no supo, de momento, qué responder y, al fin, dijo:
—Mira, esos ritos son privativos de la casta de Ramhari. Los dioses no lo consideran un pecado, en su caso, pues si no pudieran dedicarse a estos ritos quedarían sin ocupación y la labor de la sociedad no podría avanzar. Pero tú no tienes excusa. ¿Qué necesidad tienes de entrar aquí?
En boca de Krishnadayal no sonaba del todo disparatado el que un brahmán puro como Gora entrara en el templo de la familia, de modo que Gora no protestó.
—Me han dicho algo más, Gora. ¿Es verdad que has invitado a todos los pandits a tu ceremonia penitencial?
—Sí.
—¡No lo consentiré mientras viva! —exclamó Krishnadayal, muy excitado.
—¿Por qué? —preguntó Gora, sublevándose.
—¡Por qué! ¿No te dije el otro día que tú no podías tomar parte en una ceremonia penitencial?
—Sí, me lo dijiste; pero no me diste ninguna razón.
—No tengo que darte explicaciones. Somos tus mayores y maestros y nos debes respeto. Además, es bien sabido que sin nuestro permiso no puedes tomar parte en ceremonias religiosas. Supongo que sabes ya que has de realizar ciertos ritos en memoria de tus antepasados.
—¿Qué me lo impide? —preguntó Gora, con asombro.
—¡Eso es imposible! —exclamó Krishnadayal en tono enojado—. ¡No te consiento que lo hagas!
—Mira —protestó Gora, muy ofendido—, esto es cosa mía. Quiero hacer penitencia para purificarme. ¿Por qué discutes inútilmente y te preocupas tanto?
—Escucha, Gora, no te empeñes en discutirlo todo. Esto no es tema de discusión. Hay muchas cosas que aún no puedes comprender. Deja que te diga una vez más que te equivocas al pensar que se te ha dado entrada en el hinduismo. No está en tu poder conseguirlo, pues hasta la última gota de la sangre que corre por tus venas y todo tu cuerpo, de pies a cabeza, se resiste a ello. No puedes convertirte en hindú de la noche a la mañana por mucho que lo desees. Has de serlo desde la cuna.
—¿Es que no puedo reclamar para mí el derecho que me da la sangre de tu linaje?
—¡Ya estás discutiendo otra vez! ¿No te da vergüenza llevarme la contraria de ese modo? Dices que eres hindú, pero ¿cuándo vas a librarte de esos modales extranjeros? Tú escucha bien mis palabras y termina con todo esto.
—Si no hago penitencia, no podré sentarme con los invitados en la boda de Soshimukhi —dijo Gora, después de guardar silencio unos instantes, pensativo.
—¡No hay nada que objetar! —exclamó Krishnadayal con vehemencia—. Dispondremos para ti un asiento aparte.
—Y también tendré que mantenerme apartado de nuestra comunidad.
—¡Está bien! —exclamó Krishnadayal, encantado.
Y, al ver el asombro de Gora añadió:
—Fíjate en mí. Nunca me siento a comer con los demás, aunque esté invitado. ¿Qué relaciones tengo yo con mi comunidad? Si, como dices, deseas que tu vida sea pura, lo mejor que puedes hacer es imitarme en todo. Te lo digo por tu bien.
A mediodía Krishnadayal mandó llamar a Abinash y le dijo:
—¿Qué es lo que os proponéis con esa danza a la que queréis arrastrar a Gora?
—¿Qué dices? —preguntó Abinash—. Es más bien Gora el que nos arrastra a todos. Él es quien menos baila.
—No sigáis adelante con esa ceremonia de penitencia. Nunca lo consentiré. ¡Tenéis que acabar con todo inmediatamente!
Abinash pensó que aquello era testarudez de viejo. Conocía muchos ejemplos de padres de grandes hombres que no supieron comprender a sus hijos, y supuso que Krishnadayal era uno de ellos. Si, en vez de pasar los días y las noches rodeado de un grupo de sannyasis hipócritas, hubiera prestado atención a las palabras de su propio hijo, mayor hubiera sido su provecho.
Pero Abinash era hombre de mucho tacto y, cuando vio que de nada serviría discutir y que no podría lograr ningún «efecto moral», decidió no perder tiempo. Así, pues, convino:
—Está bien: si tú no lo apruebas, no puede celebrarse. Pero como todo está dispuesto y se han mandado muchas invitaciones no hay tiempo para aplazarlo. Hagamos una cosa. Celebremos la ceremonia sin Gora, pues no faltan en nuestro país pecados que expiar.
Y así apaciguó a Krishnadayal.
Gora nunca demostró mucho respeto por las palabras de Krishnadayal, y tampoco aquel día se resignaba a obedecerle. En las cosas que eran más grandes que la sociedad no se consideraba obligado a acatar las prohibiciones de sus mayores. No obstante, esta vez estaba intranquilo. Algo le martilleaba en su interior que tras las palabras de Krishnadayal había un secreto. Era como una pesadilla informe, obsesionante y opresiva. Sentía como si alguien le hiciera retroceder a empujones de todos los caminos que emprendía. Se veía atrozmente solo. Delante de él, un vastísimo campo que había que trabajar; a su lado, nadie.