CAPÍTULO LXXIV

La ausencia de Sucharita, precisamente cuando tanto deseara verla, provocó un cambio en el espíritu de Gora. Se dijo que si Sucharita llegó a ejercer semejante influencia sobre él era porque frecuentó su trato con excesiva asiduidad. Llevado de su orgullo, había rebasado los límites prescritos y, haciendo caso omiso de las prohibiciones, violó las costumbres de su país. Y no es sólo que, al salirse de los límites, las personas se hagan daño a sí mismas, ya sea consciente o inconscientemente, sino que pierden la facultad de hacer bien a los demás. Con el contacto con la gente, nacen ciertos sentimientos que acaban por enturbiar nuestra fe y nuestro entendimiento.

Pero Gora no había descubierto esta verdad por haber trabado amistad con las hijas de una familia brahmo, pues ya cuando visitaba a la gente de clase humilde empezaba a sentirse perdido en una vorágine. A cada paso experimentaba una profunda compasión que le hacía pensar constantemente que todo aquello era malo e injusto y que merecía ser destruido. Tal vez aquella compasión le deformaba la facultad de juzgar lo bueno y lo malo. Cuanto más nos inclinamos hacia la compasión más nos alejamos de la verdad; la compasión oscurece nuestro entendimiento como el humo oscurece el fuego.

«Por consiguiente —se dijo Gora—, aquéllos sobre cuyos hombros recae la responsabilidad del bien de todos, siempre se mantuvieron apartados en nuestro país. La idea de que un rey puede proteger a sus súbditos mezclándose entre ellos carece de fundamento. La sabiduría que necesita el rajá para gobernar a su pueblo se envilecería si el rajá entrase en contacto con la plebe. Por esto, los súbditos, por propia voluntad, ponen a su rey muy por encima de ellos, pues comprenden que si el rey se convierte en camarada, desaparece su razón de ser.»

También el brahmán debe mantenerse apartado. El brahmán que se mezcla con la plebe y se mancha con el cieno del comercio, el que, llevado de la codicia se ata al cuello el nudo corredizo de la sudra[19] y muere ahorcado, a juicio de Gora no merecía sino desprecio. Lo consideraba inferior a los sudras, pues éstos, por lo menos, eran fieles a su casta, mientras que semejante brahmán era impuro, pues no hacía honor a su clase. Y por su culpa, la India atravesaba ahora este período de corrupción.

Gora se aprestó, pues, a dedicarse al estudio del mantram vivificador de los brahmanes. Se dijo que debía guardarse de la contaminación. «No me encuentro al mismo nivel que los demás —se dijo—. No necesito de la amistad ni pertenezco a la clase de seres que pueden disfrutar de la compañía de una mujer. También tendré que evitar toda relación con el vulgo. Igual que la tierra mira al cielo en espera de la lluvia, así miran ellos a los brahmanes; si me acerco demasiado, ¿quién les dará fuerzas para vivir?»

Hasta entonces, Gora nunca se dedicó a las prácticas religiosas, pero a la sazón era tal su zozobra que le resultaba completamente imposible controlarse; su trabajo le parecía vacío y su vida anegada en lágrimas, por lo que decidió probar el consuelo de la oración. Se sentaba ante su ídolo en absoluta inmovilidad, tratando de concentrarse, pero no lograba despertar en su interior un fervor auténtico. Podía explicarse a su dios con el entendimiento, pero le resultaba imposible captar la idea si no recurría a alguna figura retórica para hacer el cotejo. Y las figuras retóricas no inspiran fervor, ni se puede adorar a la divinidad por medio de una exposición metafísica. Gora advirtió que era cuando discutía con alguien, más que cuando trataba de orar en el templo, cuando su espíritu se sentía alegre y encendido. No obstante, no se rendía. Diariamente realizaba los ritos de rigor según las escrituras. Se decía que cuando no es posible unirnos a los demás por la fuerza de nuestros sentimientos, siempre podemos unirnos por medio del respeto a las costumbres y preceptos. Cuando llegaba a un pueblo, entraba en el templo y, sentándose en actitud meditativa, se decía que aquél era su sitio (a un lado, el dios; al otro, el adorador y, entre los dos, el brahmán, sirviendo de puente). Poco a poco, Gora llegó a la conclusión de que el fervor no es un sentimiento indispensable para el brahmán; es más propio del pueblo; en cambio, el puente que une al fiel con su fe es un puente de sabiduría que, además de unirlos, establece unos límites. Si entre el fiel y la deidad no hubiese una zona de sabiduría compacta, todo sería tergiversado. Por consiguiente, no es para el brahmán el disfrute de la ciega devoción; su puesto está en el pináculo de la sabiduría; su misión es preservar, con la austeridad de su conducta, la pureza del misterio de la fe para goce del pueblo. Al igual que no puede hallar reposo en el mundo, el brahmán tampoco puede solazarse en la religión. He aquí la gloria del brahmán: en el mundo, continencia y respeto a las reglas; en la religión, sabiduría. En vista de que en una oportunidad su alma se sublevó contra él, Gora condenó al rebelde al destierro. Pero ¿quién podría encargarse de hacerle cumplir la condena? ¿Dónde estaba el soldado capaz de llevar a cabo esta misión?