CAPÍTULO LXXIII

Después de haber tenido que soportar durante tanto tiempo la tiranía de Harimohini, Sucharita sintió, al lado de Anandamoyi, un alivio indescriptible. Le resultaba difícil creer que hubo un tiempo en que no se conocían. Anandamoyi parecía adivinar todos sus pensamientos, e incluso, sin decir nada la hacía sentirse a gusto. Sucharita nunca pronunció con tanto cariño como entonces la palabra «madre». Inventaba toda clase de pretextos para poder llamar así a Anandamoyi. Cuando, terminados todos los preparativos, se tendió en la cama para descansar, empezó a pensar en lo mucho que iba a costarle dejar a Anandamoyi, y murmuró sin darse cuenta:

—¡Madre, madre, madre!

Sintió que las lágrimas empezaban a brotar, y al momento vio a Anandamoyi junto a su cama.

—¿Me llamabas? —le preguntó, acariciándole el cabello.

Cuando Sucharita advirtió que había hablado en voz alta no supo qué decir y ocultando el rostro en el regazo de Anandamoyi prorrumpió en llanto, mientras Anandamoyi, sin pronunciar palabra, trataba de consolarla. Aquella noche, durmió con ella.

Anandamoyi no se marchó inmediatamente después de la ceremonia.

—Esos dos son novatos. ¿Cómo voy a dejarlos antes de que estén al corriente de las cosas de la casa?

—Madre, entonces yo también me quedaré unos días —dijo Sucharita.

—¡Sí, sí, madre! Deja que Suchi Didi se quede con nosotros unos cuantos días —rogó Lolita.

Satish, al oír aquellos planes, entró bailando de alegría y, arrojándose al cuello de Sucharita, exclamó:

—Sí, y yo también me quedaré, Didi.

—¿Y tus lecciones? —objetó Sucharita.

—¡Binoy Babu puede ser mi maestro!

—Binoy no va a poder enseñarte ahora —dijo Sucharita.

—¡Desde luego que sí! —gritó Binoy desde la habitación vecina—. ¿Cómo quieres que en un día pueda olvidar lo que tantas noches de estudio me ha costado?

—¿Querrá tu tía? —preguntó Anandamoyi.

—Le escribiré una carta —dijo Sucharita.

—No, no escribas. Escribiré yo —dijo Anandamoyi. Comprendía que si era Sucharita quien expresaba el deseo de quedarse, Harimohini podía ofenderse; pero si se lo pedía ella, se enfadaría con ella, no con Sucharita.

Anandamoyi decía en su carta que, a fin de dejar la casa en perfecto orden, tenía que quedarse unos días más, y si Sucharita pudiera permanecer allí, sería una gran ayuda.

Cuando Harimohini leyó la carta se sintió no sólo enojada sino recelosa. Pensó que como ella puso fin a las visitas de Gora, la madre deseaba coger a Sucharita en sus redes. Estaba bien claro que aquello era una conjura entre madre e hijo. Tuvo razón al desconfiar de Anandamoyi desde el principio, cuando advirtió sus inclinaciones.

Pero si podía conseguir que Sucharita entrara a formar parte de la poderosa familia Roy se sentiría aliviada de una grave preocupación. ¿Cuánto tiempo querría seguir aguardando Kailash? El pobre estaba ahumando todas las paredes de la casa, de tanto fumar.

A la mañana siguiente del día en que recibió la carta, Harimohini tomó a un criado y se dirigió en palanquín a casa de Binoy.

Cuando llegó allí encontró a Sucharita, Lolita y Anandamoyi preparando la comida en la planta baja. Del piso superior llegaba la voz de Satish que repetía a gritos palabras en inglés y su traducción en bengalí; en su casa, lo hacía en voz más bajo pero ahora deseaba demostrar que no descuidaba sus lecciones.

Anandamoyi recibió a Harimohini con gran cordialidad, pero ésta, sin prestar la menor atención a la cortesía de que se le hacía objeto, dijo sin preámbulos.

—Vengo a buscar a Radharani.

—Está bien, pero, ¿no quieres sentarte un momento? —preguntó Anandamoyi.

—No, muchas gracias. Aún tengo que rezar mis oraciones, por lo que he de volver a casa en seguida.

Sucharita estaba ocupada en cortar una calabaza y no dijo ni una palabra hasta que Harimohini, dirigiéndose a ella, le dijo:

—Vamos, ¿no me has oído? Es tarde.

Lolita y Anandamoyi guardaron silencio. Sucharita, dejando el trabajo, se puso en pie y dijo:

—Ven tía.

La condujo a una habitación contigua y, con voz firme, le dijo:

—Puesto que has venido a buscarme no te obligaré a marcharte sin mí. Ahora te acompañaré, pero volveré aquí antes de mediodía.

—Pero ¿qué modo de hablar es ése? —exclamó Harimohini, enojada—. ¿Por qué no dices que quieres quedarte en esta casa para siempre?

—No puedo quedarme para siempre; por esto no quiero dejarla mientras me sea posible estar en ella.

Esta respuesta enfureció a Harimohini; pero, advirtiendo que no era el momento de hacer objeciones, no dijo nada.

—Voy a casa por un par de horas, madre —dijo Sucharita a Anandamoyi, con una sonrisa—, pero volveré pronto.

—Está bien, querida —contestó Anandamoyi, sin hacer preguntas.

—Volveré al mediodía —susurró Sucharita al oído de Lolita.

Antes de subir al palanquín, dijo con una mirada de interrogación:

—¿Satish?

—No; deja a Satish donde está —rezongó Harimohini, pensando que sería mejor mantener a distancia al bullicioso Satish.

Cuando estuvieron las dos instaladas en el palanquín, Harimohini trató de abordar el tema del matrimonio.

—¡Bien, Lolita ya está casada! Excelente. Paresh Babu no tiene ya que preocuparse por esa hija.

Y con esta introducción se extendió en consideraciones acerca de la carga que representa en una casa la existencia de hijas solteras y las intolerables preocupaciones que ocasionan a las personas encargadas de su tutela.

—¡Y si no, que me pregunten a mí! Ésa es mi única ansiedad. Incluso cuando estoy orando me atormenta este pensamiento. Sinceramente, no me es posible dedicarme por entero al servicio de Dios como hacía antes. Y siempre digo: ¡Oh, Dios! Tú, que me quitaste todo lo demás, ¿por qué me envías ahora esta nueva prueba?

Por lo visto, esto era no sólo una preocupación mundana para Harimohini, sino un impedimento para su eterna salvación. ¡Y, a pesar de ello, Sucharita no reaccionaba! Harimohini no entendía claramente las ideas de la muchacha, pero diciéndose que: «quien calla, otorga», interpretó su silencio como un signo favorable y pensó que su víctima empezaba a ceder.

Harimohini insinuó, acto seguido, que había realizado la difícil tarea de abrir las puertas de la sociedad hindú a una muchacha como Sucharita, y, con tanto éxito, que incluso podría asistir a las fiestas de los brahmanes Kulin y sentarse junto a los demás invitados sin que nadie se atreviera a poner el menor inconveniente.

Cuando el discurso de Harimohini llegó a este punto, el palanquín se detuvo ante la casa. Al ir a subir la escalera, Sucharita vio que, en la habitación situada al lado de la puerta, el criado estaba ungiendo con aceite a un desconocido que se disponía a tomar un baño. El huésped no dio muestras de timidez al ver a Sucharita; al contrario, se la quedó mirando con intensa curiosidad.

Mientras subían la escalera, Harimohini explicó que su cuñado había ido a hacerles una visita. Sucharita, recordando las anteriores palabras de su tía, comprendió inmediatamente. Harimohini trató de hacerle ver que, teniendo a un huésped en la casa, era una descortesía volver a marcharse, pero Sucharita, moviendo violentamente la cabeza, exclamó:

—No, tía. Tengo que irme.

—Está bien. Entonces, vete mañana.

—Cuando me haya bañado, iré a comer con mi padre y desde allí a casa de Lolita —insistió Sucharita.

—¡Pero si ha venido a verte a ti! —soltó, al fin, Harimohini.

—¿Para qué tiene que verme? —preguntó Sucharita, enrojeciendo.

—¡Vaya pregunta! Ahora estas cosas no se arreglan sin verse antes. En mis tiempos era distinto. Tu tío no me vio hasta el mismo instante de la boda.

Y después de tan diáfana insinuación, Harimohini pasó a dar toda clase de detalles de los preparativos que precedieron a su boda. Explicó que, al concertarse su matrimonio, fueron a verla, a la casa de su padre, dos viejos servidores de la famosa familia Roy, acompañados de dos lacayos, tocados con enormes turbantes, que empuñaban sendos báculos. Describió, luego, la excitación de sus preceptores y los preparativos que se hicieron para recibir dignamente a los representantes de la familia Roy. Y, con un profundo suspiro, terminó:

—Hoy todo es muy diferente. Pero tú no tienes que preocuparte por nada. Sólo has de estar con él cinco minutos. Eso es todo.

—¡No! —dijo Sucharita enfáticamente.

Harimohini quedó desconcertada por tan rotunda negativa.

—Está bien. No es necesario que os veáis. No obstante, Kailash es un joven moderno, bien educado… Igual que tú, no tiene respeto por nada y ha dicho que quería ver a la novia con sus propios ojos. Y como tú apareces en público delante de todo el mundo, yo le he dicho que no habría inconveniente. De todos modos, si sientes vergüenza, que no te vea. No importa.

A continuación, Harimohini se extendió en pormenores de la maravillosa educación de Kailash, el cual, de un plumazo, había puesto en un grave aprieto al jefe de la oficina de Correos del lugar. Cuando alguien de su pueblo o de los pueblos vecinos se encontraba en algún litigio, no daba un solo paso sin consultar con Kailash. Y en cuanto a su carácter, no había nada que decir. Muerta su primera esposa, decidió no volver a casarse y, pese a las reiteradas demandas de amigos y parientes, prefirió obedecer los mandatos de sus gurus. Harimohini tuvo que insistir mucho para que Kailash accediera a tomar en consideración su ofrecimiento. ¿Imaginaba Sucharita que, al principio, quería escucharla? ¡Y qué familia tan buena! ¡Qué bien conceptuada!

Sucharita, sin embargo, no deseaba ser causa de desprestigio para aquella familia, pues no era tan egoísta como para no buscar más que su propia gloria. Por el contrario, dio a entender que si en la comunidad hindú no había lugar para ella, esto no le causaría ningún dolor. Aquella insensata no veía el honor que Kailash le dispensaba al consentir en casarse con ella; incluso parecía considerarlo como un insulto. Harimohini estaba escandalizada ante tal desobediencia de Sucharita.

Entonces, llevada de su enojo, empezó a hacer toda clase de insinuaciones insultantes contra Gora. Preguntó cuál era, al fin y al cabo, su posición en la sociedad, a pesar de creerse tan buen hindú. ¿Quién le profesaba el menor respeto? ¿Y quién podría protegerle de los castigos que le impondría su comunidad si, llevado de la codicia, se casaba con alguna muchacha rica del Brahmo Samaj? ¡Todo su dinero no bastaría para cerrar la boca de sus amigos! Etcétera, etcétera…

—Tía, ¿por qué dices esas cosas? —protestó Sucharita—. Sabes perfectamente que no tienen fundamento.

—Cuando se llega a mi edad se ven con claridad las intenciones de la gente —dijo Harimohini con desdén—. Tengo los ojos y los oídos bien abiertos. Lo veo, lo oigo y lo entiendo todo, y si callo es porque el asombro me hace enmudecer.

Entonces expresó su convencimiento de que Gora tramaba, con ayuda de su madre, casarse con Sucharita, y que su propósito no era noble. Añadió que si ella no podía salvar a Sucharita haciéndola entrar en la familia Roy, Gora acabaría por salirse con la suya.

Esto acabó con la paciencia de Sucharita.

—Esas personas de quienes tú estás hablando merecen todo mi respeto, y puesto que te resulta imposible comprender la naturaleza de mis sentimientos hacia ellos, sólo una cosa puedo hacer. Me marcho de esta casa y no volveré a ella hasta que te muestres razonable.

—Si no te sientes atraída por Gourmohan y no piensas casarte con él, ¿qué tiene de malo el marido que te he buscado? No pensarás quedarte soltera, ¿verdad?

—¿Por qué no? No pienso casarme.

Harimohini, abriendo mucho los ojos, exclamó con gran asombro:

—¿Y, hasta que seas vieja, vas a seguir…?

—¡Sí; hasta la muerte! —dijo Sucharita.