Con la faja atada a la cintura, una casaca de seda y llevando en la mano una bolsa de lona, Kailash se presentó a Harimohini y le hizo un pronam. Era un hombre de unos treinta y cinco años, de baja estatura, facciones acusadas y cutis tirante; llevaba una barba de varios días, que daba a su rostro el aspecto de un campo de rastrojos.
Harimohini recibió con grandes muestras de alegría a aquel miembro de la familia de su suegro.
—¡Bien, bien, aquí está mi Thakurpo! —exclamó, radiante—. ¡Siéntate, siéntate!
Y, después de extender una estera, le preguntó si quería agua.
—No es necesario, gracias —repuso él, y observó:
—Tienes muy buen aspecto.
—¡Buen aspecto! —exclamó Harimohini, ofendida, y se enfrascó en un minucioso inventario de sus múltiples dolencias—. ¡Ojalá me vea pronto libre de este miserable cuerpo!
Kailash protestó ante aquel alarde de desprecio por la vida y, aunque su hermano hubiera fallecido para demostrar que toda la familia hacía votos para que Harimohini viviera largos años, dijo:
—No digas eso. Si no fuera por ti, yo no estaría ahora en Calcuta, ni habría encontrado albergue en tu casa.
Después de dar noticias de todos sus parientes, amigos y vecinos, sin olvidar a nadie, Kailash miró de pronto en torno suyo y preguntó:
—Ésta es la casa, ¿verdad?
—Sí
—Una casa muy pucca[17], por lo que veo.
—¡Pucca, la mires como la mires! —exclamó Harimohini, para estimular su entusiasmo.
Kailash observó que las vigas eran de sólida madera de shal y que las puertas y ventanas no eran precisamente de mango. Tampoco se escapó a su observación el espesor de las paredes. Preguntó el número de habitaciones que había en la planta baja y en el piso superior y, al fin, se dio por satisfecho del resultado de sus averiguaciones. Era difícil calcular el valor de una casa como aquella, pues él no era ningún especialista en cuestiones de ladrillos y mortero, pero llegó a la conclusión de que su precio oscilaría entre las quince y las veinte mil rupias. Sin embargo, en voz alta dijo:
—¿Qué opinas tu, cuñada? Una casa así debe de haber costado sus buenas siete u ocho mil rupias, ¿verdad?
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Harimohini, sorprendida ante su rústica ignorancia—. ¡Esta casa vale por lo menos veinte mil rupias!
Kailash empezó a examinar con suma atención todo lo que abarcaba su vista. Sentía una gran satisfacción al pensar que le bastaría un simple movimiento de cabeza para convertirse en el dueño de aquella bonita vivienda de vigas de shal y puertas y ventanas de teca.
—Todo esto está muy bien, pero ¿qué me dices de la muchacha?
—Ha ido a pasar tres o cuatro días en casa de una tía —se apresuró a contestar Harimohini.
—Entonces, ¿cómo voy a poder verla? —preguntó Kailash en tono quejumbroso—. Dentro de dos días tengo un pleito, y he de marcharme mañana sin falta.
—Deja correr el pleito por el momento. No puedes irte sin arreglar antes este asunto.
Kailash meditó un momento y se dijo: «Si no comparezco, perderé el pleito. Pero ¿qué importa? Prefiero quedarme, a ver si puedo resarcirme.» De pronto, sus ojos tropezaron con la habitación en la que Harimohini hacía puja[18], en uno de cuyos rincones se había acumulado agua. Aquella habitación carecía de desagüe, a pesar de lo cual Harimohini la inundaba a diario, y aquel rincón siempre estaba mojado. Kailash, muy disgustado, exclamó:
—Eso no está bien, cuñada.
—¿Qué es lo que no está bien?
—¡El agua del rincón! No debes dejar que se acumule de ese modo.
—¿Y qué puedo hacer?
—No, eso no puede ser. El suelo se pudriría. No, hermana, en esa habitación no debes arrojar agua.
Harimohini guardó silencio hasta que Kailash empezó a interrogarla sobre el aspecto personal Sucharita.
—¡Espera a verla! Lo único que puedo decirte es que hasta ahora jamás hubo una novia como ella en vuestra familia.
—¿Qué dices? ¿Y la esposa del segundo hermano?
—¡Bah! No se puede comparar a nuestra Sucharita. Tú dirás lo que quieras; pero la esposa de vuestro hermano menor es mucho más bonita que la del segundo hermano.
Hay que aclarar que la esposa del segundo hermano nunca fue simpática a Harimohini.
Kailash no demostró gran entusiasmo por aquel cotejo entre la belleza de sus cuñadas y se sumió en la contemplación de una beldad creada por su fantasía, de ojos en forma de almendra, nariz perfecta, cejas finamente arqueadas y melena hasta la cintura.
Harimohini se dijo que por aquel lado las cosas marchaban satisfactoriamente; tanto que quizá ni siquiera se diese mucha importancia a las tachas de índole social que existían en el pasado de la muchacha.