CAPÍTULO LXX

Desde que Gora salió de la cárcel eran tan numerosas las visitas que recibía a diario y tanto lo que éstas le halagaban que, agobiado por tanta adulación, apenas podía ni respirar, y llegó a resultarle insoportable permanecer en su casa. De modo que empezó nuevamente a recorrer los pueblos, al igual que antes.

Salía de casa muy temprano, después de tomar una ligera colación y no regresaba hasta última hora de la noche. Tomaba el tren en Calcuta, se apeaba en alguna estación de las cercanías y empezaba a visitarlo todo. Aceptaba la hospitalidad de los alfareros, vendedores de aceite y otros individuos de casta baja. Aquella gente no comprendían por qué aquel joven brahmán de tez clara y gigantesca estatura se interesaba por sus tribulaciones. En realidad, no les inspiraba demasiada confianza. Pero Gora, haciendo a un lado todas sus dudas y vacilaciones, se paseaba entre ellos a su antojo, y, aunque muchas veces oía observaciones desagradables, jamás se desanimaba.

Cuantas más cosas sabía de su forma de vida, más se incrustaba en su cerebro cierto pensamiento. Gora advirtió que en los medios rurales las barreras sociales eran más difíciles de salvar que en los círculos educados. La sociedad vigilaba constantemente, noche y día, los actos de comer, beber y tocar toda clase de ceremonias. Cada individuo tenía fe ciega en las costumbres; jamás se les ocurría ponerlas en tela de juicio. Pero esta implícita fe en la tradición y en la servidumbre de la sociedad no les infundía ninguna fuerza para acometer las tareas de su vida cotidiana. En todo el mundo no podría encontrarse una especie de animal tan incapaz de juzgar lo que más le convenía, tan indefenso y tan cobarde. No pensaba en nada que no estuviera relacionado con sus tradiciones y costumbres; no sabían distinguir lo que era más ventajoso para ellos y, aunque se les explicara, seguían sin entenderlo. Respetaban las prohibiciones por temor al castigo y guiados por un espíritu sectario, y las consideraban como la gente más grande del mundo. Era como si se hubieran enredado de pies a cabeza en una maraña hecha de castigos, transgresiones y preceptos, y, sobre todo, deudas; porque no se rendía vasallaje a un rey, sino a prestamistas y acreedores. No existía en ellos la unidad que permite a los individuos mantenerse firmes, hombro con hombro, en tiempos de adversidad y de prosperidad. Gora no podía menos que ver cómo, sirviéndose del arma de la tradición y la costumbre, el hombre chupaba despiadadamente la sangre de sus semejantes hasta dejarlos exánimes… En las ceremonias sociales, nadie mostraba compasión. Un desgraciado que gastó cuanto tenía por dar a su padre enfermo el adecuado tratamiento, no sólo no recibió la menor ayuda de nadie, sino que se vio obligado a correr con los gastos de una ceremonia de penitencia, pues sus vecinos afirmaban que la enfermedad de su padre debía de ser el castigo de algún pecado oculto. Todos conocían su extrema pobreza, pero no hubo piedad para él. Lo mismo ocurría en todas las funciones sociales. Igual que la investigación policíaca en torno a un asalto de los bandidos causa mayores estragos que la fechoría que pretende investigar, así los funerales que deben celebrarse con motivo del fallecimiento del padre o de la madre representaban una desgracia mayor que la producida por la muerte. Nadie podía eximirse alegando pobreza; sea como fuere, las exigencias de la sociedad han de ser satisfechas hasta el último ochavo. En las bodas, la familia del novio recurría a toda clase de artimañas para aumentar todo lo posible los gastos a satisfacer por el padre de la novia, sin ninguna compasión para el desventurado. Gora vio que la sociedad no socorría al necesitado ni consolaba al afligido: al contrario, acumulaba sobre sus cabezas toda clase de castigos y humillaciones.

En los círculos educados en los que vivía Gora, no se advertía aquel ensañamiento, pues la necesidad de presentar un frente unido obraba en favor de la comunidad. Se observaban acusados movimientos hacia la unidad, y lo único que se temía era que el deseo de imitar a otros hiciera estériles todos aquellos esfuerzos.

Pero en los aletargados medios rurales, donde las influencias del exterior no podían obrar con eficacia, Gora vio la suma debilidad de su país. En parte alguna se advertía el menor vestigio de esa religión que, mediante el trabajo, el amor, la caridad y el respeto mutuo, infunde a todos fuerza, vitalidad y alegría. Unas tradiciones que se limitan a dividir a los hombres por clases y separan una clase de la otra, descartando incluso el amor, no podrán nunca poner en práctica los resultados del pensamiento humano; no hacen sino levantar obstáculos en las relaciones entre los hombres. En aquellos pueblos, resaltaba con tanta claridad la crueldad de aquel sistema ciego y servil que Gora no pudo seguir engañándose con el espejismo formado en su imaginación; vio que aquel modo de vida resultaba incompatible con el trabajo, el sentido común, la salud y todos los principios religiosos de la Humanidad.

Lo primero que advirtió fue que los hombres de casta baja se veían obligados a ofrecer elevadas sumas para conseguir esposa, debido a la escasez de mujeres que afectaba a aquellos pueblos. Muchos tenían que permanecer solteros toda la vida y otros no se casaban hasta edad avanzada. Por otro lado, una rigurosa prohibición impedía a las viudas contraer nuevo matrimonio. Por este motivo, en muchos hogares, las condiciones de salud y de higiene eran pésimas. Todos debían soportar los serios inconvenientes que ocasionaba aquel estado de cosas, pero nadie hacía nada por remediarlo. El mismo Gora, que en los medios educados defendía la estricta observancia de la tradición, abogaba allí por una mayor flexibilidad. Consiguió convencer a los sacerdotes, pero no a la gente del pueblo, que alegaba, enojada:

—Todo eso está muy bien, y si vosotros, los brahmanes, admitís el nuevo matrimonio de las viudas, nosotros os imitaremos.

La causa principal de su enojo era que imaginaban que Gora les despreciaba porque eran de casta baja y quería imponerles normas de vida menos ortodoxas.

En sus visitas a los distritos rurales, Gora observó también que existía entre los mahometanos algo que les unía. Cuando les aquejaba la desgracia, se ayudaban mutuamente de una forma que parecía vedada a los hindúes. A menudo se preguntaba en qué consistía la diferencia existente entre las dos comunidades. La respuesta que se le ofrecía no le resultaba grata; tener que reconocer que los musulmanes estaban unidos por la religión, y no tan sólo por unas costumbres y tradiciones. Por un lado, la obligatoriedad de observar determinadas costumbres no inutilizaba todos sus actos y, por otro, los preceptos de su religión, y no tan sólo por unas costumbres y tradiciones. Por un lado, la obligatoriedad de observar determinadas costumbres no inutilizaba todos sus actos y, por otro, los preceptos de su religión les hermanaban. Unidos, lograron algo positivo, algo que no les hacía deudores sino propietarios de una riqueza, algo por lo que el hombre podía llegar a sacrificar su propia vida, al lado de todos sus camaradas.

Cuando Gora, en su ambiente, escribía, discutía y discurseaba, lo hacía para influir sobre los demás y, naturalmente, embellecía con su imaginación el camino al que deseaba atraerles. Envueltas en sutiles palabras, a la romántica luz de sus propias emociones, las cosas más simples aparecían como una imagen fascinadora, no siendo, en realidad, más que una ruina inútil. Dado que ciertas personas atacaban al país y renegaban de todo lo que había en él, Gora, llevado de su intenso amor a su tierra, trataba noche y día de cubrirla bajo el manto de sus fervorosos sentimientos, para salvarla de tantos insultos. Gora llevaba su lección aprendida de memoria. No era que quisiera probar, como un defensor, que todo era bueno y que lo que desde cierto punto de vista podía parecer un delito era, desde otro, una virtud; él lo creía implícitamente.

En los lugares más imposibles, se levantaba ante el adversario y hacía ondear con orgullo aquella fe, como si fuera bandera de victoria. Su lema era primero volver a encaminar al pueblo hacia la verdadera devoción a la patria; después, acometer otras empresas.

Pero cuando salía a aquellos pueblos en los que no tenía auditorio, en los que no tenía nada que demostrar, donde no precisaba recurrir a toda la fuerza de su dialéctica para derribar al adversario, le era imposible seguir contemplando la verdad a través de un velo. La misma intensidad del amor que su patria le inspiraba agudizaba su percepción.