CAPÍTULO LXVI

Gora nunca habló a nadie como hablara a Sucharita. Hasta entonces había ofrecido a sus oyentes simples opiniones, instrucciones y discursos; aquel día expuso ante Sucharita todo su ser. En el gozo de aquella revelación de sí mismo no había sólo un sentimiento de fuerza; todas sus opiniones y resoluciones estaban impregnadas de una sustancia emocional. Su vida estaba envuelta en belleza, y le pareció como si de pronto los dioses derramaran un néctar divino sobre sus devociones religiosas.

Fue por obedecer el impulso de este gozo por lo que Gora visitó a Sucharita con tanta asiduidad, sin pensar en las consecuencias. Pero al oír las palabras de Harimohini recordó que él mismo se había reído de Binoy por un motivo análogo. Sobresaltado, se vio a sí mismo en idéntica situación, sin saber cómo había llegado a ella. Puso alerta todos sus sentidos para resistir, igual que el durmiente que inopinadamente recibe un susto en un lugar desconocido se estremece de espanto. Decía él siempre que naciones poderosas fueron destruidas por completo y que sólo la India, merced a su continencia y a la firmeza con que supo aferrarse a sus viejas leyes, pudo combatir las fuerzas adversas de los siglos. Gora jamás admitiría la menor negligencia en la observación de esas leyes, y sostenía que aunque la India fuese despojada de todo, su alma se encontraba aún oculta detrás de esas leyes inflexibles, y no había tiranos que pudieran tocar su cuerpo. «Mientras estemos sometidos a una nación extranjera, tendremos que observar estrictamente nuestras leyes y dejar para después el decidir si son buenas o malas. El que se está ahogando, se aferra a una caña o a cualquier objeto que pueda salvarle la vida, sin pararse a considerar si es hermoso o feo.» Esto opinaba Gora. También hoy se lo repetía, y cuando Harimohini le reprochó su conducta, se sintió como un noble elefante mortificado por el pincho.

Al llegar a casa, encontró a Mohim sentado en un banco a la puerta, sin camisa y fumando, pues tenía fiesta en su oficina. Al ver entrar a Gora, le siguió diciendo.

—Gora, escucha, tengo que hablarte.

Cuando los dos estuvieron sentados en la habitación de Gora, empezó:

—No te enfades, hermano, pero permite que te pregunte si has contraído la misma enfermedad que Binoy. Observo que vas a ese barrio con mucha frecuencia y que te mezclas demasiado con esa gente.

—No tengo miedo —dijo Gora, sonrojándose.

—Según están las cosas, uno nunca sabe lo que puede pasar. Pareces haber descubierto algún manjar que crees poder engullir sin esfuerzo, y luego volver a tu casa. Pero hay un gancho en el cebo. Para convencerte, no tienes más que mirar la triste situación de tu amigo. No, no huyas. Todavía no he terminado. Me han dicho que Binoy va a casarse con una brahmo. De ahora en adelante, no podremos volver a verle.

—Por supuesto.

—No obstante, si nuestra madre insiste, será muy desagradable. Los que somos padres de familia hemos de procurar casar bien a nuestras hijas, lo que no resulta fácil, precisamente. Si, además, se instala en nuestra casa una sucursal del Brahmo Samaj, yo no tendré más remedio que irme a vivir a otra parte.

—No, no; eso no será necesario.

—El matrimonio de Soshi está ya más o menos asegurado; pero su futuro suegro no se dará por satisfecho hasta que tome posesión no sólo de la muchacha sino de su peso en oro; es de los que afirman que el ser humano está clasificado como «mercancía efímera» y que el oro dura mucho más. Le atrae más el dorado que la píldora. No le hacemos justicia llamándole padre político, pues no gasta rebozos en sus exigencias. Este negocio va a costarme caro, desde luego pero he aprendido una buena lección para el momento en que tenga que casar a mi propio hijo. No quisiera más que poder volver a nacer en estos tiempos; ya verías si no sacaba provecho al hecho de ser varón. A esto se le llama ahora hombría. Arruinar al padre de la novia. ¿Te parece poco? Digas lo que digas, hermano, no puedo hacerte coro cuando cantas las excelencias de la sociedad hindú. De pronto, siento que la voz se me ahoga en la garganta. Mi Tincowry sólo tiene catorce meses (mi esposa ha tardado bastante en rectificar el error que cometió al darme una hija), pero tú y tus amigos, Gora, tenéis que hacer cuanto esté en vuestra mano para conservar a la sociedad hindú con vida hasta que mi hijo esté en edad de contraer matrimonio. Después, el país puede hacerse mahometano, cristiano o lo que quiera; me tiene sin cuidado.

Al ver que Gora se disponía a marcharse, Mohim resumió:

—Por eso te digo que no es posible invitar a Binoy a la boda de Soshi; sería insensato dar lugar a nuevos disgustos. Y ya puedes empezar a advertir a nuestra madre que tenga cuidado.

Al entrar en la habitación de Anandamoyi, Gora la encontró sentada ante la mesa, con los anteojos calados, ocupada en hacer una lista en un dietario. Al ver a Gora, cerró el libro y quitándose las gafas le dijo:

—Siéntate. Deseo consultarte una cosa. Estarás enterado ya de que Binoy se casa, desde luego. Su tío está disgustado, y nadie de su familia asistirá a la boda. Tampoco podrá celebrarse en casa de Paresh Babu, de modo que Binoy tendrá que ocuparse de disponerlo todo. Yo he pensado que podríamos utilizar el segundo piso de nuestra casa del norte de la ciudad. La planta baja está alquilada, pero en el piso superior no habita nadie, ahora.

—¿Por qué lo dices?

—¿Quién se ocupará de los preparativos, sino yo? Él se vería en un grave apuro. En cambio, si la boda pudiese celebrarse allí, yo podría disponerlo todo sin ninguna dificultad.

—Eso es imposible, madre —dijo Gora, tajante.

—¿Por qué imposible? Tengo el permiso del dueño de la casa.

—No, madre. El matrimonio no puede celebrarse allí. No insistas. Te lo ruego.

—¿Por qué no? Después de todo, Binoy no se casa según el rito de los brahmos.

—Es inútil discutir. La sociedad no lo comprendería. Que Binoy obre como quiera; pero nosotros no podemos dar nuestra aprobación a ese matrimonio. No faltan casas en Calcuta. Tiene la suya.

Anandamoyi sabía perfectamente que en Calcuta había muchas casas donde Binoy podía celebrar su matrimonio, pero no soportaba la idea de que el muchacho se encontrara solo, sin un pariente y sin un amigo, obligado a arreglarse de cualquier forma en mía casa alquilada. He aquí por qué se había propuesto utilizar para la boda una casa propiedad de la familia que a la sazón se encontrara libre de inquilinos. Su mayor deseo hubiese sido disponer la ceremonia en su propio hogar, pero sabía que eso era imposible.

—Si tú te opones a esta sugerencia, tendremos que alquilar otra casa —suspiró Anandamoyi—. Pero esto va a complicar las cosas. En fin, si mi idea es disparatada, ¿de qué sirve seguir pensando en ella?

—Madre, no está bien que tú asistas a la boda.

—Pero, ¿qué estás diciendo, Gora? Si yo no asisto a la boda de nuestro Binoy, ¿quién asistirá?

—No, madre. No puede ser.

—Gora, el que no estés de acuerdo con las opiniones de Binoy no es motivo para que te conviertas en su enemigo.

—¡Madre! —exclamó Gora, bastante excitado—. No es justo que digas eso. No creas que no es triste para mí no hallar motivo de satisfacción en la boda de Binoy. Tú sabes mejor que nadie lo mucho que le quiero; pero, madre, en esto no tiene nada que ver la amistad. Binoy da este paso con los ojos abiertos a todas sus consecuencias. No somos nosotros los que le dejamos a él; es él quien nos abandona, de manera que ya sabe a lo que se expone.

—Gora, es verdad que Binoy no espera que tú vayas a la boda, pero también es verdad que está seguro de que yo no me apartaré de su lado en un momento tan trascendental de su vida. Estoy convencida de que si Binoy pensara que yo no iba a dar mi bendición a su esposa, nada le induciría a casarse. ¿Crees que no le conozco?

Y al decir estas palabras Anandamoyi se enjugó una lágrima.

Gora se sentía muy apenado a causa de todo aquello; no obstante, observó:

—Madre, no olvides que perteneces a una sociedad a la que debes ciertas consideraciones.

—Pero, ¿no te he dicho una y mil veces que hace mucho rompí con ella? Por esto la sociedad me aborrece y yo me mantengo alejada.

—Estas palabras, madre, me hieren profundamente.

—¡Mi niño…! —exclamó Anandamoyi abarcando con una llorosa mirada toda la figura de Gora—. ¡Dios sabe que no está en mi mano librarte de ese dolor!

—Está bien —dijo Gora poniéndose en pie—. Mira lo que voy a hacer. Iré a ver a Binoy y le diré que procure arreglar su matrimonio de manera que no te obligue a separarte de la sociedad aún más, pues de lo contrario demostraría ser un egoísta.

—De acuerdo —rió Anandamoyi—, tú haz todo lo que puedas. Ve a hablar con él y ya veremos lo que ocurre.

Gora se marchó y Anandamoyi permaneció mucho rato pensativa. Luego se puso en pie lentamente y se dirigió a los aposentos de su esposo.

Aquel día era el undécimo de la luna, por lo que Krishnadayal no había hecho ningún preparativo para su comida. Se había agenciado una nueva traducción bengalí de un libro religioso hindú y se hallaba leyéndola sentado en una piel de gamo. Al ver a Anandamoyi se intranquilizó, pero ella se mantuvo a respetuosa distancia. Sentándose en el umbral de la puerta, dijo:

—Estamos obrando mal.

Krishnadayal se consideraba en un mundo al que no llegaba el bien ni el mal de las cosas terrenas, por lo que preguntó con aire de indiferencia:

—¿Qué es lo que está mal?

—No deberíamos seguir engañando a Gora ni un día más. La situación va de mal en peor.

Cuando Gora habló de hacer penitencia, Krishnadayal pensó lo mismo, pero después se absorbió en la aplicación de diferentes fórmulas de ascetismo y ya no se volvió a acordar del caso.

—Se habla ya de la boda de Soshimukhi. Seguramente se celebrará en el mes de Phalgun. Hasta ahora, siempre que en nuestra casa hubo alguna ceremonia, yo me llevé a Gora con algún pretexto, pero no se trataba de ceremonias importantes. ¿Qué vamos a hacer con él en la boda de Soshi? Contéstame a esto. A cada momento se complican más las cosas. Yo pido perdón a Dios dos veces al día y le ruego que me deje cumplir el castigo que sea necesario. Pero he llegado a convencerme de que no podemos seguir ocultándole la verdad. Deseo que me des permiso para hablar con él sin reservas. Así podré saber lo que el destino me depara.

¿Qué significa esta interrupción de las devociones que Indra le envía? Últimamente su ascetismo era muy riguroso. Realizaba hazañas casi increíbles con la respiración, y redujo su alimento de tal modo que su estómago no tardaría en establecer contacto con la espina dorsal. ¡Y que precisamente ahora le acechara semejante calamidad!

—¿Estás loca? —exclamó—. Si hicieras eso, yo tendría que dar muchas explicaciones. Con toda seguridad me retirarían la pensión y hasta quizá tuviéramos graves conflictos con la policía. Lo hecho, hecho está. Haz lo que puedas por evitar que las cosas vayan demasiado lejos, y si fracasas, no te preocupes.

Krishnadayal pensaba que después de su muerte podían hacer lo que quisieran, pero entretanto que le dejaran en paz. Al fin, todo se arreglaría.

Incapaz de ver claramente lo que debía hacer, Anandamoyi quedó pensativa y apesadumbrada. Luego, poniéndose en pie, miró a su esposo y le dijo:

—¿No te das cuenta de lo enfermo que estás? Tu cuerpo…

—¡Cuerpo!

Krishnadayal la interrumpió con una seca carcajada, elevando la voz con impaciencia ante la estupidez desplegada por su esposa. Y, sin haber llegado a una conclusión satisfactoria, volvió a sentarse sobre su piel de gamo y a sumirse en sus estudios.

Mohim estaba en la antesala hablando animadamente con su sannyasi. El tema del debate era la finalidad del hombre y otros profundos principios de la vida religiosa. Mohim preguntaba si era posible para un padre de familia alcanzar la salvación, y era su actitud tan humilde y angustiada a un mismo tiempo que se hubiera dicho que de la respuesta dependía su vida. El sannyasi procuraba consolarle, diciéndole que, si bien la salvación resultaba imposible para un padre de familia, este podía no obstante ir al cielo. Pero Mohim no se daba por satisfecho. Lo que él ansiaba era la salvación; no se contentaba con menos. Si por lo menos conseguía casar bien a su hija, entonces podría dedicarse a servir al sannyasi, para, así salvarse. ¡Nadie conseguiría apartarlo de su propósito! Pero no era fácil casar a una hija. ¡Si su guru quisiera apiadarse de él!