CAPÍTULO LXIV

Desde primeras horas de la mañana, la estancia de Gora fue escenario de agitadas discusiones. Primero, entró Mohim, hookah en mano, lanzando bocanadas de humo, y preguntó a Gora:

—Con que, al fin, Binoy ha roto las cadenas, ¿eh?

Y como Gora le mirase sin acabar de comprender, explicó:

—No disimules, los asuntos de tu amigo no son ya ningún secreto; están siendo propagados a los cuatro vientos. ¡Lee esto!

Tendió a Gora un periódico bengalí. En él aparecía un venenoso artículo acerca del ingreso de Binoy en el Brahmo Samaj. Su autor atacaba duramente la conducta de ciertos brahmos, bien conocidos, que, aprovechándose de la ausencia de Gora, habían tentado con malas artes al débil muchacho para que contrajera matrimonio con una de sus hijas.

—No sabía nada de esto.

Al principio, Mohim no quiso creerle. Luego, expresó gran asombro por la hipocresía demostrada por Binoy.

—Cuando, después de haber prometido casarse con Soshimukhi, empezó a titubear, debimos darnos cuenta de que su caída era inminente.

Llegó Abinash, excitado y jadeante.

—Gourmohan Babu, ¡qué cosas! ¡Quién se lo hubiera imaginado! Que Binoy Babu, después de…

Pero no pudo terminar la frase. Era tal el placer que le producía murmurar de Binoy que ni siquiera fue capaz de fingir ansiedad.

En un momento, se reunieron en la habitación los miembros más destacados del grupo de Gora y empezaron a discutir acaloradamente la conducta de Binoy.

La mayoría afirmaba que aquello era de esperar, pues todos habían notado signos de debilidad en el carácter del muchacho; en realidad, aseguraban, Binoy nunca se entregó al partido en cuerpo y alma. Otros decían que siempre les resultó intolerable la forma en que Binoy pretendía situarse al mismo nivel de Gourmohan. Mientras los demás se mantuvieron a respetuosa distancia, Binoy impuso su amistad a Gora y se apartó de ellos para dar a entender que se consideraba igual a aquél. Como Gora le apreciaba, todos hicieron cuanto pudieron por tolerar tan extraordinaria arrogancia. ¡Ésas eran las consecuencias de aquella desmedida vanidad!

—Tal vez nosotros no seamos tan cultos como Binoy —decían— ni tan inteligentes; pero siempre hemos observado el principio de no decir una cosa y pensar otra. Para nosotros, es imposible hacer mañana lo contrario de lo que hoy hacemos. ¡Puedes llamar a esto necedad, estupidez o lo que tú quieras!

Gora guardaba absoluto silencio.

Cuando, uno a uno, se hubieron marchado todos, Gora vio que Binoy iba a subir la escalera sin entrar a verle, por lo que salió rápidamente de la habitación y le llamó.

—¡Binoy!

Y cuando éste dio media vuelta y se dirigió hacia él, Gora le dijo:

—Binoy, ¿qué te he hecho yo para que me abandones?

Binoy, que iba preparado a pelearse con Gora, sintió que toda su combatividad se esfumaba al ver la sombría expresión de su amigo y oír en su voz aquella nota de afecto.

—Gora, hermano, debes comprender que eso no es cierto. En nuestra vida se producen muchos cambios y hemos de renunciar a muchas cosas; pero no he renunciado a nuestra amistad.

—Binoy —dijo Gora, después de una pausa—, ¿has entrado en el Brahmo Samaj?

—No; ni he entrado ni entraré; pero no quiero dar al caso mucha resonancia.

—¿Qué significa eso?

—Significa que, a mi modo de ver las cosas, no importa en absoluto el que yo ingrese en el Brahmo Samaj o no.

—Quisiera que me dijeras lo que pensabas antes y lo que piensas ahora.

Al oír el tono de Gora, Binoy volvió a prepararse para la lucha, y dijo:

—Antes, cuando me enteraba de que alguien se hacía brahmo, me sentía indignado y esperaba que se le castigara debidamente. Ahora ya no pienso así. Creo que es posible refutar una opinión con otra opinión, un argumento con otro argumento; pero es absurdo que, en cuestiones del entendimiento, se quiera emplear la cólera como castigo.

—Ahora, cuando veas que un hindú se hace brahmo, ya no te sentirás indignado, pero si vieras que un brahmo hacía penitencia para abrazar el hinduismo, hervirías de ira; he aquí la diferencia entre tu postura de antes y la de ahora.

—No crees lo que dices.

—Te lo digo con todos mis respetos. Eso es lo que deberían hacer. Así es como obraría yo. Si tuviéramos en la piel algo que nos permitiera cambiar de ideas religiosas como el camaleón cambia de color, iba a ser distinto; pero no puedo encogerme de hombros ante nada que arranque del alma. Si no existieran obstáculos, si no se tuviera que ofrecer una reparación de una u otra forma, ¿por qué, en una cosa tan grave como es el aceptar o rectificar las opiniones religiosas, recurre el hombre a toda su inteligencia? Hemos de pasar por alguna prueba que determine si aceptamos sin reserva o no la verdad. Hay que cargar con sus consecuencias por amargas que sean. En el comercio de la verdad no se puede coger la joya y eludir el pago.

La disputa avanzó a toda máquina. Empezaron a saltar chispas en el aire a medida que las palabras chocaban entre sí, como chocan las flechas que se cruzan en plena trayectoria.

Al fin, cuando la guerra de palabras entraba en su frase crítica, Binoy se levantó y encarándose con Gora, dijo:

—Gora, entre tu carácter y el mío hay una diferencia fundamental. Hasta ahora esta diferencia ha sido anulada; siempre que amenazaba con provocar un conflicto yo la aplasté, porque sabía que a ti no te era posible buscar una fórmula de compromiso, que siempre ibas espada en mano. Por lo tanto, para preservar nuestra amistad, yo tuve que violentarme continuamente. Ahora, al fin, he comprendido que eso no podía conducir a nada bueno.

—Bien, entonces dime claramente cuáles son tus intenciones.

—¡Hoy descanso sobre mis propios pies! No reconozco a la sociedad el demoníaco derecho a ser apaciguada con el sacrificio diario de víctimas humanas. Aunque tenga que morir, me niego a caminar por este mundo con el collar de sus preceptos atado al cuello.

—¿Quieres salir a matar al diablo con una paja, como el brahmán de que nos habla el Mahabharata? —preguntó Gora con desdén.

—No sé si podré o no matarlo con mi paja —contestó Binoy—; pero le niego el derecho a devorarme; se lo niego, aunque haya empezado ya a masticarme.

—¡Si empiezas con alegorías, va a resultarme difícil comprenderte!

—No es que te resulte difícil, es que te duele aceptar lo que digo. Sabes tan bien como yo que todas esas limitaciones que nos impone la sociedad en la comida, en el contacto y hasta en el modo de sentarnos, cosas en que la religión nos concede plena libertad, no tienen ningún sentido. Pero tú pretendes admitir estas arbitrariedades con tu propia arbitrariedad. ¡Permite que te diga que yo no voy a someterme a la tiranía de nadie! Reconoceré los derechos de la sociedad sobre mí cuando la sociedad reconozca mis derechos sobre ella. Si se niega a mirarme como a un hombre y quiere hacer de mí un muñeco, también yo me negaré a hacerle ofrenda de mis flores y mi sándalo, y la miraré como a una máquina de hierro.

—En otras palabras, ¡dentro de poco te harás brahmo!

—¡No!

—¿Te casarás con Lolita?

—Sí.

—¿De acuerdo con los ritos hindúes?

—Sí.

—¿Ha dado Paresh Babu su consentimiento?

—Aquí tengo su respuesta.

Binoy tendió a Gora un pliego que éste leyó atentamente dos veces. Al final de la carta, Paresh Babu escribía:

«No pretendo discutir si esto va a ser bueno o malo para mí personalmente; ni siquiera deseo suscitar la cuestión de si ha de causaros sinsabores a vosotros dos. Ya sabéis cuáles son mis creencias y mis opiniones y cuál mi comunidad; tampoco ignoras, Binoy, cuáles son las enseñanzas que ha recibido Lolita desde la niñez y las normas sociales según las que ha sido educada. Elegís vuestro camino después de meditarlo bien, y yo no tengo nada que añadir. Pero no creáis que suelto el timón sin pensar o porque no sea capaz de llegar a una conclusión. He pensado en esto con todo detenimiento y he comprendido, Binoy, por el gran afecto que te profeso, que desde el punto de vista religioso no existe ningún obstáculo que impida vuestro matrimonio. En estas circunstancias, no estáis obligados a retroceder ante los impedimentos levantados por vuestras sociedades. Una cosa he de deciros a este respecto: Para rebasar sus limitaciones hay que hacerse más grande que cualquiera de ellas. Que vuestro amor y vuestra vida en común no denoten tan sólo el nacimiento de una fuerza disolutiva, sino que sean al mismo tiempo símbolo de un principio de creación y estabilidad. No basta con hacer alarde de una repentina temeridad, tenéis que prepararos para afrontar con heroísmo todas las tareas de vuestra vida cotidiana; de lo contrario, os envileceríais. La sociedad ya no os ayudará a manteneros a flote en la corriente de la vida, y si vosotros, por vuestro propio esfuerzo, no lo conseguís, os hundiréis irremisiblemente. Vuestro futuro me inspira honda inquietud, pero no tengo derecho a cerraros el camino con mis temores, pues aquellos que tienen el valor de resolver los nuevos problemas que se plantean en su vida son los que elevan a la sociedad a la grandeza. Los que se limitan a vivir según las normas establecidas no hacen avanzar a la sociedad, simplemente, la mantienen. Por lo tanto, no voy a poner obstáculos en vuestro camino, movido por la ansiedad o la timidez. Haced lo que creáis justo, a pesar de todos los obstáculos, y que Dios os ayude. Dios jamás ata a sus criaturas con cadenas; Él las despierta a una nueva vida mediante continuos cambios. Como mensajeros de ese despertar de Dios, emprendéis el camino difícil haciendo antorchas de vuestras vidas. Aquel que dirige el mundo os mostrará el camino. No puedo obligaros a tomar por mi misma senda. Cierto día, cuando tenía vuestra edad, también yo solté amarras y lancé mi bote hacia la tempestad, sin prestar oído a advertencias. Y nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Si algún día tuviera que arrepentirme, ¡qué se le va a hacer! El hombre puede cometer errores, puede engañarse, puede encontrase con el dolor, pero no puede permanecer inmóvil; el hombre sacrificará su vida por aquello que él considera su deber. Así es como las aguas sagradas de este río que es la sociedad conservan su pureza, gracias a una corriente que no cesa. Esto trae consigo que, a veces, por poco tiempo el río salga de sus márgenes y ocasione pérdidas; pero tratar de represar la corriente a perpetuidad por temor a las inundaciones sería exponerse al estancamiento y a la muerte. Porque lo sé con certeza, puedo entregaros en manos de esa fuerza que os atrae con irresistible magnetismo lejos de la vida fácil. Con toda mi devoción me inclino ante ella, pidiéndole que os compense por las calumnias y las injurias que tendréis que padecer y por la separación de vuestros seres queridos. Aquel que os obliga a tomar por ese camino difícil habrá de conduciros a vuestro destino.»

—Así como Paresh Babu ha dado su consentimiento, desde su punto de vista, dalo tú también, desde el tuyo —dijo Binoy cuando Gora hubo leído la carta y meditado sobre ella en silencio.

—Paresh Babu puede dar su consentimiento porque se encuentra en esa corriente que hace salir al río de sus márgenes. Yo no puedo darlo porque la corriente en la que me encuentro es la que trata de impedir que el río se desborde. No sabemos qué reliquias de siglos pasados hay en nuestra orilla; sólo queremos, de momento, realizar nuestra obra de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Insúltanos o haz con nosotros lo que te parezca. Nosotros reforzamos la orilla con piedras, pero en este lugar sagrado en el que las aguas han ido depositando aluvión, año tras año, no consentiremos que hundan su arado los agricultores. Si hemos de perder, no importa. En este sitio queremos nuestra casa, no queremos ningún campo. Y cuando tu departamento de agricultura nos injurie y nos recrimine por el empleo de tan dura piedra, no vamos a avergonzarnos.

—En otras palabras, mi matrimonio no te parece bien.

—Desde luego, no.

—Y… —empezó Binoy.

Pero Gora no le dejó terminar:

—Y no quiero saber nada más de vosotros.

—¿Y si yo fuera uno de tus amigos musulmanes?

—Sería muy distinto. Cuando una rama se rompe y cae al suelo, el árbol no puede recogerla, pero puede dar abrigo a una enredadera que vaya a él desde el exterior, y aunque una tormenta la arranque, nadie puede impedir vuelva a enroscarse en el tronco. Si tú rompes con nosotros, nosotros tendremos que separarnos de ti por completo. Es por esto por lo que la sociedad tiene reglas y prohibiciones tan estrictas.

—Es por eso por lo que las causas de la separación no debieran ser tan insignificantes y las reglas para la separación tan sencillas. Los huesos del brazo son fuertes, pero cuando se rompen tardan mucho tiempo en soldarse, y por eso las fracturas del brazo son poco corrientes. ¿No te das cuenta de la infinidad de obstáculos que existen en una sociedad en la que el más pequeño golpe causa una ruptura definitiva?

—No tengo que preocuparme por eso. La sociedad asume la tarea de pensar por mí. Seguramente habrá estado pensándolo desde hace miles de años y eso será lo que preserva su integridad. Igual que nunca me he preocupado de si la tierra gira alrededor del sol siguiendo un curso derecho o torcido, o de si comete errores o no, y por no pensarlo nunca me he visto envuelto en ninguna dificultad; tampoco me he preocupado de la estructura de mi sociedad.

—Gora, hermano —rió Binoy—, eso mismo he estado diciendo yo durante mucho tiempo. ¿Quién iba a figurarse que yo tendría que escucharlo de tus labios? Es mi castigo por haber soltado tan largos discursos. Pero de nada sirve discutir, pues hoy he visto de cerca una cosa que nunca había distinguido con tanta claridad. He comprendido que el curso de la vida humana es como el de un río que, empujado por la fuerza de la corriente, discurre por lechos insospechados. Estos cambios imprevistos ocurren por la voluntad de Dios. La vida no es como un canal artificial, de trazado inmutable; una vez comprendemos esto, no podemos ya dejarnos engañar por la ficción.

—Cuando la mariposa está a punto de caer en la llama emplea los mismos razonamientos que hoy estás empleando tú. Pero no voy a perder el tiempo tratando de hacerte comprender.

—Eso está bien —dijo Binoy poniéndose en pie—. En tal caso subiré a ver a la madre.

Cuando Binoy hubo salido, entró Mohim en la habitación, andando lentamente y masticando, como siempre, su betel.

—¡De modo que no hay nada de lo dicho! No es conveniente, ¿eh? Hace tiempo que te estoy advirtiendo que tengas cuidado; pero tú no quieres hacerme caso. Ojalá entonces hubiéramos tenido el valor de obligarle a que se casara con Soshimukhi. Ahora no tendríamos tantas preocupaciones. Pero ¿quién piensa en eso? ¿Y en quién puedo confiar? Tú nunca querrás comprender lo que no veas con tus propios ojos, ni aunque te hagan un agujero en el cráneo. ¿No es una lástima que un muchacho come Binoy deshaga vuestro grupo? —Mohim hizo una pausa y, al ver que Gora permanecía callado, prosiguió—: ¡Conque no hay esperanza de recobrar a Binoy! En fin, ya nos ha dado bastantes quebraderos de cabeza con su indecisión. No conviene perder más tiempo. Ya sabes cómo es la gente de nuestra sociedad. Si alguien cae en sus garras se ceban en él. Y para buscar un novio… No te asustes; no voy a pedirte tu ayuda para eso. Lo he arreglado todo yo solo.

—¿Quién es él? —preguntó Gora.

—Tu amigo Abinash.

—¿Está él de acuerdo?

—¡No va a estarlo! —exclamó Mohim—. Él no es como Binoy. No; di lo que quieras, pero se ve claramente que de todos los miembros de tu grupo, Abinash es el único que siente verdadera devoción por ti. Si cuando ha oído que le proponía entrar a formar parte de tu familia le ha faltado poco para bailar de contento… Me ha dicho: «¡Qué alegría! ¡Qué gran honor!» Cuando he mencionado la cuestión de la dote, se ha tapado los oídos con las manos y ha exclamado: «¡Tendrás que perdonarme; pero no quiero hablar de eso!» Yo le he contestado: «Está bien. Hablaré con tu padre.» Y luego he ido a ver al padre. Éste es muy distinto de su hijo. No se ha tapado los oídos cuando le he hablado de dinero; al contrario, me ha dejado frío con su facilidad de palabra. También me he dado cuenta de que el muchacho profesa a su padre un profundo respeto, y que no me sería posible utilizarle como intermediario. Si no vendemos algunas obligaciones del Gobierno, no podremos llegar a un acuerdo satisfactorio. No obstante, si tú quisieras animar un poco a Abinash. Unas palabras tuyas…

—No reducirán la cuantía de la dote, ni en una rupia.

—Lo sé. Cuando el respeto hacia nuestro padre nos reporta un beneficio, es difícil faltar a él.

—¿Se ha cerrado el trato?

—Sí.

—¿Se ha fijado la fecha?

—Desde luego. El día de luna llena de Magh. No está lejos. El padre del muchacho dice que no hay necesidad de joyas ni brillantes, pero quiere ornamentos muy pesados. Tendré que consultar al orfebre sobre la forma de aumentar el peso del oro sin aumentar su precio.

—¿Qué necesidad tenemos de hacer las cosas con tanta precipitación? No creo que Abinash piense hacerse brahmo.

—Esto es cierto. Pero ¿no te has dado cuenta de que la salud de nuestro padre está muy quebrantada? Cuando más protestan los médicos, más duras hace él sus mortificaciones. Ahora ese sannyasi del que se ha hecho tan amigo le obliga a bañarse tres veces al día y, además, le recomienda unos ejercicios de yoga que casi le obligan a volverse del revés. Sería muy conveniente que pudiera celebrarse la boda de Soshi mientras vive nuestro padre. Si puedo dejar resuelta la cuestión antes de que sus ahorros vayan a parar a manos de Oshkarananda Swami, no tendré que preocuparme demasiado. Ayer le hablé de ello, y comprendo que no va a resultar cosa fácil. Estoy viendo que voy a tener que hipnotizar a ese maldito sannyasi y servirme de él para convencer a nuestro padre. Puedes estar seguro de una cosa, y es que nosotros, los hombres de familia, que estamos cargados de obligaciones y necesitamos dinero con gran urgencia, no seremos quienes disfruten de los ahorros de nuestro padre. Lo más triste es que el padre de otro hombre me acosa sin piedad, y mi propio padre, en cuanto le hablo de dinero, se entrega a la meditación y a ejercicios respiratorios. ¿Es que voy a tener que arrojarme al mar con esta hija de once años atada al cuello?