Sucharita esperaba la visita de Gora, y desde muy temprano se sentía nerviosa. Con el entusiasmo que la visita le producía se mezclaba cierto temor, pues al considerar a cada paso la diferencia existente entre las creencias y costumbres inculcadas desde la niñez y la nueva vida hacia la que Gora la arrastraba, se sentía inquieta.
El día anterior, por ejemplo, cuando Gora se postró ante el ídolo de Harimohini, ella sintió como una cuchillada. En vano trató de consolarse diciendo: «¿Qué importa que Gora adore a los ídolos? ¿Qué importa que sea ésa su fe?»
Cuando veía en la conducta de Gora algo incompatible con su propia fe, se sentía estremecer de horror. ¿Es que Dios no quería dejarla gozar de un poco de paz?
Harimohini volvió a llevar a Gora ante su ídolo, para que la actitud del joven sirviera de ejemplo a Sucharita, que tanto se ufanaba de sus ideas modernas. Y Gora volvió a inclinarse.
Tan pronto como la joven estuvo a solas con él en la sala de la planta baja, le preguntó:
—¿Tienes fe en ese ídolo?
—¡Sí; desde luego! —contestó Gora, tal vez con demasiada vehemencia.
Sucharita no respondió y bajó la cabeza. El muchacho, al verla tan humilde y apenada, se sintió profundamente conmovido, por lo que se apresuró a añadir:
—Mira, voy a decirte la verdad. No sé a ciencia cierta si tengo o no fe en los ídolos; pero respeto la fe de mi país. El culto que ha prevalecido en esta tierra a través de los siglos me inspira veneración. Nunca podré mirarlo con amargura, como lo miran los misioneros cristianos.
Sucharita clavó sus ojos, pensativa, en el rostro de Gora, y éste prosiguió:
—Sé que te resultará muy difícil comprenderme; después de haber pertenecido a una secta durante tantos años, has perdido la facultad de ver claramente las cosas. Cuando tú miras el ídolo de tu tía, no ves más que una piedra; yo, en cambio, veo el tierno corazón de tu tía henchido de fervor. ¿Cómo quieres, pues, que sienta enojo o desdén? ¿Imaginas que puedo confundir un corazón con un trozo de piedra?
—Entonces, ¿basta el fervor? —preguntó Sucharita—. ¿No hay que tener en cuenta el objeto de este fervor?
—En otras palabras, tú crees que adorar un objeto limitado es un error. Pero, ¿es que los límites han de determinarse desde el punto de vista de tiempo y espacio? Recuerda esto: cuando acude a tu memoria algún pasaje de la escritura, sientes una gran devoción y no mides su grandeza por el tamaño de la página ni por el número de letras que componen el texto. La idea es infinitamente más grande que el espacio material que ocupa. Esa figurilla es, a los ojos de tu tía, mucho mayor que el firmamento, con el sol, la luna y las estrellas. Llamáis a eso el infinito, porque es infinito en sus dimensiones, por eso tenéis que cerrar los ojos para representároslo. No sé si eso os hace o no algún bien; pero el infinito de un corazón puede verse reflejado en una cosa tan pequeña como es un ídolo, sin necesidad de cerrar los ojos. De otro modo, ¿por qué iba tu tía a conservarlo con tanto cariño, después de haberlo perdido todo en este mundo? ¿Crees que hubiera podido llenar ese vacío inmenso con un pedacito de piedra si su devoción hubiera sido cosa de juego? El vacío del corazón sólo puede llenarlo un sentimiento ilimitado.
A Sucharita le resultaba imposible responder a tan sutiles argumentos; pero, no obstante, no podía aceptarlos como verdaderos. Se limitaba, pues, a sufrir en silencio, sin encontrar remedio.
Cuando discutía Gora no sentía nunca la menor piedad por su adversario, sino más bien una malévola crueldad, como la de una bestia de presa. Pero aquel día, al ver que, aparentemente, Sucharita aceptaba su derrota sin la menor protesta, se sintió apenado y con suavidad, prosiguió:
—No quiero decir nada contra tus convicciones religiosas. Sólo quiero decir que lo que vosotros despectivamente llamáis ídolo es algo que no puede abarcarse a simple vista. Los que lo contemplan con la mente serena, con el corazón dispuesto a hallar tranquilidad en él y con el ánimo pronto a buscar refugio, son los que saben si el ídolo es mortal o inmortal, limitado o ilimitado. Yo te aseguro que en nuestro país no queda ya ni un solo fiel que adore lo que es limitado. Su devoción se recrea haciéndoles salvar esa barrera.
—Pero no todo el mundo es tan devoto.
—¿Qué importa a nadie lo que adoren los apáticos? ¿Qué es lo que hacen esos del Brahmo Samaj que no son buenos creyentes? Sus devociones se pierden en el vacío. O, lo que es mucho peor, en algo más terrible que el vacío; su dios es el partidismo y su sacerdote, el orgullo. ¿No has visto nunca a nadie adorar a esta sanguinaria divinidad en tu Samaj?
—Eso que dices de la religión —dijo Sucharita, sin contestar a la pregunta de Gora—, ¿lo dices por propia experiencia?
—En otras palabras —rió Gora—, quieres saber si yo he buscado a Dios. No, por desgracia, mis inclinaciones no apuntan en esa dirección.
Gora no lo dijo para complacer a Sucharita, y, no obstante, ella no pudo reprimir un suspiro de alivio. Era un consuelo saber que, por lo menos de aquel tema, Gora no tenía derecho a hablar con autoridad.
—No puedo alardear de grandes conocimientos en materia religiosa —continuó él—, pero me subleva oír vuestras burlas contra la devoción de las gentes de mi país. Tacháis a vuestros compatriotas de necios e idólatras, pero yo quisiera llamarles a todos y decirles: «No, no sois necios ni idólatras; sois sabios, sois verdaderos creyentes.» Con mi respeto quiero despertar el alma del pueblo para que comprenda que hay grandeza en nuestros principios religiosos y profundidad en nuestras devociones. Quiero que se enorgullezcan de la riqueza que poseen. No quiero verlos humillados, ni permitiré que cierren los ojos a la verdad que llevan dentro, ni los miraré con desdén. Éste es mi propósito. Y es por esto por lo que he venido a verte. Desde que te conocí, un nuevo pensamiento no ha dejado de agitarse en mi cerebro, un pensamiento que nunca, hasta entonces, me inquietó. Creo que la India nunca se nos revelará completa si sólo miramos a sus hombres. Su difusión alcanzará plenitud cuando se revele a nuestras mujeres. Abrigo el ferviente deseo de poder contemplar a mi país, a tu lado, con una mirada idéntica a la tuya. Por mi India, siendo hombre, no puedo sino trabajar, y morir, si es necesario; pero, ¿quién, sino tú, puede encender la luz de bienvenida? Si tú te mantienes apartada, el servicio a la India nunca podrá ser hermoso.
¡Ay! ¿dónde está la India? ¡Qué lejos se encuentra Sucharita! ¿De dónde viene este fanático de la India, este asceta abnegado? ¿Por qué aparta a todo el mundo para situarse a su lado? ¿Por qué se olvida de todos y la llama precisamente a ella? Sin demostrar vacilación ni reparar en obstáculos, le dice: «Sin ti todo será inútil. Vine a llevarte conmigo; si te mantienes alejada, el sacrificio no será completo.» A Sucharita se le llenaron los ojos de lágrimas, sin que ella pudiera explicarse la causa. El rostro de la muchacha le pareció a Gora una flor salpicada de rocío.
Sucharita sostuvo la mirada de Gora sin pestañear, olvidándose por completo de sí misma, y ante aquella mirada valiente y resuelta, el alma de Gora tembló como un palacio de mármol durante un terremoto. Haciendo un gran esfuerzo para dominarse, desvió la vista hacia la ventana. Era ya de noche. Sobre la estrecha callejuela brillaban las estrellas en un pedazo de cielo oscuro como una piedra negra. Aquellas estrellas y aquel pedazo de cielo transportaron a Gora muy lejos. Durante siglos y siglos, presenciaron el encumbramiento y la caída de innumerables dinastías, los afanes y los esfuerzos de incontables generaciones. Y, no obstante, cuando desde las insondables profundidades de la vida un corazón amaba a otro corazón, aquellas estrellas y aquel cielo parecían vibrar, desde el confín del mundo, callados y sobrecogidos. En aquel momento, el bullicio de las concurridas calles de Calcuta le pareció a Gora algo lejano e insustancial; apenas llegaba a sus oídos, porque Gora contemplaba su propia alma. Allí, todo estaba sereno, oscuro y silencioso, como el cielo; allí, mirando desde un eterno pasado hacia un futuro infinito, había dos dulces ojos, llenos de lágrimas, pero de mirada valiente y resuelta.
De pronto, al oír la voz de Harimohini que le invitaba a tomar unos dulces, Gora se volvió, sobresaltado.
—No, hoy no puedo —dijo atropelladamente—. Perdóname, pero tengo que marcharme inmediatamente.
Y, sin esperar respuesta, Gora se fue con paso rápido. Harimohini se volvió hacia Sucharita, asombrada, pero también ésta se marchó sin dar explicaciones. Harimohini sacudió la cabeza y se preguntó: «¿Qué pasa aquí?»
Al poco rato llegó Paresh Babu y, al no encontrar a Sucharita en su habitación, fue en busca de Harimohini para preguntarle dónde estaba la muchacha.
—¡Qué sé yo! —exclamó Harimohini, enojada—. Ha charlado un buen rato en la sala con Gourmohan Babu, y, después, se ha ido; creo que debe de estar en la azotea, paseando.
—¿En la azotea con el frío que hace esta noche? —exclamó Paresh Babu, sorprendido.
—¡Déjala que tome el fresco! —dijo Harimohini con impaciencia—. A las jóvenes de hoy el frío no les hace ningún daño.
Harimohini estaba de mal humor y no llamó a Sucharita a cenar, y la muchacha, por su parte, no tenía idea de la hora que era.
Al ver aparecer a Paresh Babu en la azotea, Sucharita exclamó, acongojada:
—Padre, entra, bajemos. Vas a coger frío.
Sucharita se sintió muy impresionada cuando, a la luz de la lámpara, vio el cansancio que se reflejaba en el rostro de Paresh Babu. Durante muchos años él fue como un padre y un guru para la huérfana; Sucharita sentía que algo la alejaba de él, rompiendo todos los vínculos que les habían unido desde que ella era niña. Sucharita no se perdonaba aquella deserción. Paresh Babu se sentó pesadamente en una silla y, para que no la viese llorar, Sucharita se quedó detrás de él, acariciándole su canoso cabello.
—Binoy se niega ahora a ser iniciado en nuestra religión —dijo el anciano; y, como Sucharita no respondiera, prosiguió—: Siempre tuve mis dudas al respecto, de modo que no me disgusta que las cosas tomen este rumbo… Pero, por lo que dice Lolita, me parece que ella no cree que exista ningún inconveniente que la impida casarse con Binoy, aunque él no ingrese en el Brahmo Samaj.
—¡No! —exclamó Sucharita casi violentamente—. No, padre, no puede ser. Eso no. ¡Nunca!
Sucharita no acostumbraba a hablar con tanta vehemencia, por lo que Paresh Babu preguntó, algo asombrado por su violencia:
—¿Qué es lo que no puede ser?
—Si Binoy no se hace brahmo, ¿qué rito se empleará para la ceremonia?
—El rito hindú.
—¡No, no, no! —exclamó Sucharita, sacudiendo violentamente la cabeza—. ¿Cómo puedes decir eso? Ni pensarlo. ¿Permitirías que Lolita se casara ante un ídolo? No podría soportarlo.
¿Era porque se sentía atraída por las ideas de Gora por lo que Sucharita reaccionaba con tanta violencia? Ella luchaba consigo misma para mantenerse al lado de Paresh Babu, y con aquellas palabras quería decir: «Nunca me apartaré de ti. Sigo siendo miembro de tu Samaj y profesando tus opiniones: nada me hará romper con tus enseñanzas.»
—Binoy se muestra dispuesto a prescindir del ídolo en la ceremonia —dijo Paresh Babu—. Cuando surge un conflicto entre el individuo y la sociedad, hay que tener en cuenta dos factores. Primero, quién tiene razón, y segundo, quién es el más fuerte; por lo tanto, todo el que se rebele contra ella tendrá que padecer. Lolita me ha repetido una y otra vez que no sólo está dispuesta a aceptar el sufrimiento, sino que se alegra de tener que soportarlo. Si esto es verdad, si yo no puedo en conciencia condenar su proceder, ¿cómo voy a negarme?
—Pero, padre, ¿cómo va a ser posible?
—Sé que va a crearnos grandes complicaciones, pero si no hay ningún mal en que Lolita se case con Binoy, si, por el contrario, es lo mejor que puede hacer, no creo que yo deba respetar los obstáculos que levante la sociedad. No me parece bien que, para respetar las normas de la sociedad, el hombre viva encerrado y cohibido. Al contrario, es la sociedad la que, para respetar al individuo, debe hacerse más liberal. Por lo tanto, nada reprocho a los que están dispuestos a afrontar las consecuencias de sus actos.
—Padre, tú eres quien más tendrá que sufrir —repuso Sucharita.
—No hay necesidad de preocuparse por eso.
—¿Has dado tu consentimiento?
—Todavía no. Pero voy a tener que darlo. En el camino que ha emprendido Lolita, ¿quién, sino Dios, podría ayudarla y quién, sino yo, bendecirla?
Cuando se marchó Paresh Babu, Sucharita permaneció inmóvil. Sabía cuánto amaba el anciano a su hija Lolita y no se le ocultaba cual debía de ser su ansiedad al dejarla partir hacia lo desconocido. Y, no obstante, a pesar de su avanzada edad, Paresh Babu no vacilaba en ayudar a la rebelde, sin mostrar el menor signo de alarma. Él nunca hacía alarde de fuerza y, no obstante, ¡qué fuerza la suya!
En cualquier otro momento, este descubrimiento no hubiese parecido tan extraordinario a la muchacha; pero aquel día en que acababa de sentir en su propia alma los aldabonazos de Gora, no pudo menos que reconocer la diferencia que mediaba entre los dos hombres. ¡Con qué violencia dominaba a Gora su propia voluntad! ¡Y cuán implacablemente la imponía a los demás! Todo aquel que quisiera ir al lado de Gora tenía que dejarse dominar por completo, humillarse ante su voluntad. Aquel día, Sucharita se humilló, gozando incluso en la humillación, pues se sentía ennoblecer con el sacrificio. Pero ahora, al ver salir a Paresh Babu pensativo y cabizbajo, no pudo evitar comparar aquella serenidad con el fogoso entusiasmo de Gora, y puso su corazón, como una ofrenda de flores, a los pies del anciano. Sucharita permaneció largo rato sentada, con las manos cruzadas sobre el regazo, inmóvil como la imagen de un cuadro.