CAPÍTULO LXI

—Mira, madre —decía Binoy a Anandamoyi—, si quieres que te diga la verdad, cada vez que me inclino delante de un ídolo me siento un poco avergonzado. Hasta ahora hice todo lo que pude por ocultar este sentimiento; es más, he escrito excelentes artículos en defensa de la idolatría. Pero a ti tengo que confesarte que cuando hago una reverencia a un ídolo mi espíritu se rebela.

—Tienes un espíritu demasiado fino —exclamó Anandamoyi—. ¿Es que no eres capaz de ver las cosas en conjunto? ¿Tienes que medir hasta los más pequeños detalles? He aquí por qué eres tan exigente.

—Tienes razón. Mi entendimiento es tan agudo que me permite probar con los más sutiles argumentos hasta aquello en lo que yo no puedo creer. He estado defendiendo todos esos principios religiosos no desde un punto de vista religioso sino desde un punto de vista partidista.

—Eso es lo que ocurre cuando nos falta religiosidad. Entonces la religión se convierte en algo de lo que deseamos envanecernos, como la riqueza, el poder o la raza.

—Sí; no pensamos en ello como en nuestra religión; pero vamos por el mundo defendiéndola simplemente porque es la nuestra. Esto es lo que estuve haciendo durante todo este tiempo, aunque sin conseguir engañarme por completo. Y porque simulaba tener fe en lo que no conseguía acabar de creer, me sentía avergonzado de mí mismo.

—¿Crees que no lo sé? Exageramos más que la otra gente, y por esto era fácil comprender que había un vacío en tu alma y que querías llenarlo con mortero. No hubieras necesitado tomar tantas precauciones si tu fe hubiera sido sincera.

—Por eso he venido a preguntarte si he de fingir que tengo fe en algo en lo que no creo.

—¿Consideras necesaria esa pregunta?

—Madre —dijo Binoy bruscamente—, mañana ingresaré en el Brahmo Samaj.

—¿Qué dices, Binoy? —preguntó Anandamoyi, asombrada—. ¡Pero si no es necesario!

—Ahora mismo te he explicado que lo es, madre —repuso Binoy.

—Con la fe que ahora tienes, ¿no puedes continuar en nuestra sociedad?

—Hacerlo sería una hipocresía.

—¿No tienes valor para seguir en tu comunidad sin pecar de hipócrita? —preguntó Anandamoyi—. Serás atacado, no hay duda; pero, ¿no puedes soportar los ataques?

—Madre —empezó Binoy—, si no puedo vivir según la sociedad hindú, entonces…

—Si trescientos millones de personas pueden vivir en la comunidad hindú, ¿por qué no has de poder tú?

—Pero, madre, si los miembros de la sociedad hindú reniegan de mí, ¿bastará con que yo afirme categóricamente que soy un hindú para seguir siéndolo?

—Los miembros de mi comunidad me llaman cristiana. No me siento a comer con ellos en las fiestas, pero no veo el motivo por el que tenga que aceptar su definición. No estaría bien que tratase de escapar del lugar que considero me corresponde. —Binoy fue a decir algo, pero Anandamoyi prosiguió, sin dejarle hablar—: Binoy, no quiero discutir sobre esto. ¿Te has creído que puedes ocultarme algo? Me doy cuenta de que lo único que intentas es engañarte a ti mismo. Pero no quieras echarte tierra a los ojos en una cuestión tan importante.

—Madre —dijo Binoy sin mirarla—, escribí una carta y di mi palabra de que ingresaría en el Samaj el domingo.

—No puedo consentirlo —dijo Anandamoyi, frunciendo el entrecejo—. Si te sinceras con Paresh Babu, él no te obligará.

—Paresh Babu no mostró mucho entusiasmo por mi iniciación. No va a tomar parte en la ceremonia.

—Entonces no tienes por qué preocuparte —dijo Anandamoyi, aliviada.

—No, madre. No puedo volverme atrás, después de dar mi palabra.

—¿Se lo has dicho a Gora?

—No lo he visto.

—¿Es que no está en casa?

—No; me han dicho que está en casa de Sucharita.

—¡Pero si ya estuvo ayer! —exclamó Anandamoyi con asombro.

—Pues hoy también.

En aquel momento entró un palanquín en el zaguán de la casa. Binoy se retiró, creyendo que la recién llegada sería alguna amiga de su madre.

Pero fue Lolita quien se inclinó ante Anandamoyi. Su visita era totalmente inesperada, pero cuando Anandamoyi vio su rostro comprendió que iba a hablarle de sus dificultades con Binoy.

Intentó abordar el tema sin demasiada violencia.

—Me alegro de que hayas venido, madrecita. Hace un momento estaba aquí Binoy diciéndome que mañana ingresa en vuestra comunidad.

—¿Por qué tiene que ingresar? —preguntó Lolita con impaciencia—. ¿Lo cree necesario?

—Entonces, ¿no es necesario? —exclamó Anandamoyi asombrada.

—¡A mi entender, no!

Como no acabara de penetrar en el significado de las palabras de Lolita, Anandamoyi la miró interrogativamente, en silencio.

—Ingresar en el Samaj tan repentinamente sería una humillación —continuó la joven, desviando la mirada—. ¿Por qué ha de sufrir tal humillación?

«¿Por qué? —se preguntó Anandamoyi—. ¿Es que Lolita no está enterada? ¿No se alegra de esta decisión?» Y en voz alta:

—Mañana es el día señalado para ello; dice que ha dado su palabra y no puede volverse atrás.

Con los ojos brillantes, Lolita se volvió hacia Anandamoyi y dijo:

—En estas cosas no cuentan las palabras. Si hay que mudar de opinión, se hace.

—Querida, no te muestres tímida conmigo. Voy a hablarte con toda franqueza. Si he comprendido bien a Binoy, sean cuales fueran sus ideas religiosas, no veo la necesidad de que abandone su comunidad; al contrario, no debería hacerlo. Él puede decir lo que quiera, pero estoy segura de que también lo cree así. Pero tú ya sabes cuáles son sus pensamientos. Tiene la impresión de que si no deja su sociedad no podrá unirse a ti. No te sientas avergonzada, madrecita, y dime con franqueza si no es esto cierto.

—Madre —contestó Lolita, clavando los ojos en los de Anandamoyi—, no voy a ocultarte nada. Te aseguro que yo no acepto todas esas ideas. Después de mucho meditar, he llegado al convencimiento de que un hombre no tiene necesidad de romper todos los lazos que le unen a su religión y a su sociedad, sean cuales sean éstas, para unirse a otras personas. Si esto fuera necesario, no podría existir amistad entre hindúes y cristianos y habría que rodear a cada secta de una muralla para impedir todo contacto.

—¡Ah! —exclamó Anandamoyi, con cara radiante—. Me das una alegría. Eso es precisamente lo que yo opino. Si pueden unirse sin dificultad personas de distinta virtud, belleza o carácter, ¿por qué no han de poder unirse personas de distinta fe? Madrecita, ¡tú me has devuelto la vida! Me sentía muy preocupada por Binoy. Sé que te ha entregado todo su corazón y que no podría soportar verte padecer. ¡Sólo Dios sabe lo que me ha hecho sufrir tener que contrariarle! Pero, ¡qué suerte la de ese muchacho! ¡Poder resolver su problema con tanta facilidad! Permite que te haga una pregunta. ¿Has hablado con Paresh Babu?

—No —respondió Lolita con timidez—, pero estoy segura de que lo comprenderá.

—Si no hubiera de comprenderlo, ¿de dónde habrías sacado tú ese vigoroso carácter? Voy a llamar a Binoy, pues es preciso que habléis vosotros dos. Y permite que te diga que conozco a Binoy desde que era niño y que merece todos los sinsabores que puedas padecer por su causa. He pensado muchas veces que la mujer que se casara con él sería verdaderamente afortunada. Se ha hablado de matrimonio en alguna ocasión, pero nunca me pareció bien. Hoy he comprendido que también él ha tenido suerte.

Y con estas palabras Anandamoyi besó a Lolita en la mejilla y fue a llamar a Binoy. Luego, dejando a la criada con la pareja se fue a otra habitación, con el pretexto de preparar algo de comer para la muchacha.

Aquel día no hubo tiempo para la timidez. Ante el grave problema que afectaba a la vida de ambos, Lolita y Binoy vieron en sus relaciones algo grandioso, que había de ser tomado muy en serio. Ningún vaho de emoción hizo de pantalla entre los dos. Admitieron tácita y humildemente, sin discutir y sin vacilar, el hecho de que sus respectivos corazones iban en armonía y que las corrientes de sus vidas se aproximaban la una a la otra como el Ganges y el Jumna, para fundirse en algún lugar sagrado. Ni les atraía una sociedad ni les unía una opinión determinada; el vínculo que existía entre ellos no era artificial. Entonces comprendieron que aquella armonía tenía que fundarse en la religión, una religión profunda y sincera a la que no afectaban trivialidades ni las prohibiciones de ningún panchayat. Lolita, con la cara y los ojos brillantes, empezó:

—No podía soportar el pensamiento de que para unirte a mí te prestabas a un acto que te rebajaba ante ti mismo. Yo deseo que permanezcas donde estás, sin retroceder.

—Tampoco tú debes moverte del lugar que ahora ocupas —dijo Binoy—. Si el amor no sabe de diferencias, ¿por qué han de existir?

Siguieron hablando durante casi veinte minutos. En síntesis, decidieron olvidar que eran brahmo e hindú y recordar únicamente que eran dos almas. Este pensamiento brillaba en sus mentes como una llama, firme y sin parpadeos.