Gora estaba pensativo; no veía a Sucharita como mujer, sino como idea. Las mujeres de la India se le revelaron en la figura de Sucharita, y él la consideraba como la manifestación de todo lo que era dulce, puro, amante y virtuoso en los hogares de su país. Su corazón rebosaba felicidad al ver sentada junto a su madre a aquella encarnación de la gracia que brillaba sobre los hijos de la India, cuidaba a los enfermos, consolaba a los afligidos y consagraba con amor hasta lo más insignificante. Vio en ella la manifestación de la fuerza que nunca abandona en el dolor ni al más desvalido, que a nadie desprecia y que, aunque con derecho a ser adorada, ofrece su devoción hasta al más indigno. A sus ojos, era ella la que, con manos hábiles y hermosas, pone en nuestras obras el sello del sacrificio; era como un don de amor, paciencia y fuerza inagotables otorgado por Dios, y dijo para sí: «Hemos dejado que este don pasara desapercibido; lo hemos relegado al final, lo hemos puesto detrás de todo. ¿Qué mejor prueba de nuestra miseria espiritual puede pedirse?» Pensó que es la mujer la que debe ser figura representativa de la madre patria; ella es la que se sienta sobre el loto de cien pétalos, en lo más íntimo del corazón de la India. Nosotros somos sus siervos. Las desgracias que afligen al país son insultos para ella, y si estos insultos nos dejan indiferentes, deberíamos avergonzarnos de nuestra hombría.
Gora estaba asombrado de sus propios pensamientos. Hasta aquel momento no vio con claridad lo imperfecta que había sido su percepción de la India mientras no pensó en sus mujeres. ¡Qué irreal su concepto del deber para con su patria! Era como si su idea tuviera fuerza, pero no vida; tuviera músculos, pero no nervios. Gora comprendió, de pronto, que cuanto más alejamos a las mujeres de nuestro lado y menos importancia les concedemos, más débiles nos vamos convirtiendo.
Por esto, cuando Gora dijo a Sucharita: «¡Tú has venido!», puso en sus palabras algo superior a la simple delicadeza; su saludo reflejaba la alegría y admiración que acababa de producirle su descubrimiento.
Gora llevaba huellas de su encarcelamiento. Su aspecto era menos saludable que antes, pues la comida de la cárcel le resultaba tan repugnante que le obligó a ayunar durante casi todo el mes. Su tez había perdido brillo. Estaba pálido y su cráneo rasurado hacía resaltar la delgadez de su rostro.
Al verle en aquel estado, Sucharita sintió que se despertaba en ella un nuevo afecto, en el que había mucho de dolor. Hubiera querido inclinarse a cogerle el polvo de los pies. Gora se le apareció como una llama brillante que ardiera sin humo y sin combustible, y la embargó tal emoción que las palabras se ahogaron en su garganta.
Anandamoyi fue la primera en hablar.
—Ahora comprendo cuál hubiera sido mi dicha si hubiese tenido una hija. No puedo decirte el consuelo que ha sido Sucharita para mí mientras tú no estabas. Antes de conocerla, no sospechaba que una de las glorias del dolor es que nos hace conocer cosas nuevas. A menudo nos afligimos porque no sabemos encontrar el consuelo que Dios nos brinda. Aunque sufra tu modestia, madrecita, quiero decir delante de ti lo mucho que tu compañía me consoló durante las horas de abatimiento.
Gora se volvió hacia Sucharita con una expresión agradecida en el rostro y, dirigiéndose a Anandamoyi, dijo:
—Madre, vino en los días de tristeza a compartir tu dolor, y viene hoy a aumentar tu dicha en este día feliz. Quienes poseen un corazón grande son desinteresados.
—Didi —exclamó Binoy al advertir la turbación de Sucharita—, cuando el ladrón es atrapado todos están prestos a castigarle. Hoy te han atrapado a ti y vas a llevar tu merecido. ¿Dónde puedes huir? Yo te conozco desde hace tiempo, pero nunca te delaté. He callado, a pesar de que sabía que el secreto pronto dejaría de serlo.
—¡Así que tú has callado! —exclamó Anandamoyi echándose a reír—. ¡Claro! ¡Cómo que eres callado por temperamento…! Has de saber que desde el día que te conoció no ha dejado de cantar tus alabanzas sin tasa.
—¿Lo estás oyendo, Didi? —exclamó Binoy—. He aquí la prueba y testimonio de que sé apreciar los méritos de la gente y no soy desagradecido.
—Y ahora estás cantando tus propias alabanzas —sonrió Sucharita.
—Pero nunca conseguirás hacerme proclamar mis virtudes —protestó Binoy—. Si quieres saberlas, tendrás que preguntárselas a mi madre. Quedarás estupefacta. Hasta yo llego a asombrarme cuando la oigo. No me importaría morir joven con tal que ella pudiera escribir mi biografía.
—Pero, ¿habéis oído esto? —exclamó Anandamoyi.
Y de este modo se venció la timidez.
Al despedirse, Sucharita dijo a Binoy:
—Ve a vernos.
A Gora no se atrevió a invitarle. Él no supo comprender la causa y se sintió herido. El que Binoy pudiera encontrarse en todas partes como en su casa, al contrario que él, nunca fue motivo de su pesar, pero en aquella ocasión tuvo que reconocer que ello era un verdadero defecto de su carácter.