CAPÍTULO XLVII

Haran buscaba pelea.

Habían transcurrido dos semanas desde el día en que Lolita tomó el barco en que iba Binoy. Unas cuantas personas conocían en lance y era de esperar que, en días sucesivos, lo conocerían algunas más; pero, de improviso, en pocas horas, la noticia se extendió como fuego sobre paja seca.

Haran fue explicando a mucha gente lo muy importante que era poner coto a la mala conducta de ciertos individuos de interés de la estructura misma de la familia brahmo. Y no fue la suya tarea difícil, pues siempre resulta cómodo obedecer con prontitud los dictados del deber que nos inducen a condenar y castigar las transgresiones ajenas. Y a la mayoría de los miembros importantes del Samaj la falsa modestia no les impedía unirse a Haran con el debido entusiasmo para cumplir tan penoso deber. Aquellos pilares de la secta no repararon en gastos de transporte para ir de casa en casa denunciando el peligro que amenaza al Brahmo Samaj si se toleraban semejantes inmoralidades.

Además, pronto empezó a circular la noticia —con aderezos al gusto de cada cual— de que Sucharita no sólo se había convertido a la ortodoxia sino que se había refugiado en la casa de una tía hindú y se pasaba el día adorando ídolos, ofreciendo sacrificios y practicando toda clase de supersticiosas mortificaciones.

Entretanto, después de la marcha de Sucharita, en el interior de Lolita se estaba librando una dura batalla. Cada noche, al acostarse, se prometía a sí misma no darse por vencida, y cada mañana, al levantarse, repetía su promesa. Pero Binoy no se apartaba de su pensamiento. Si le oía hablar en la habitación de la planta baja, el corazón empezaba a latirle con violencia; si el muchacho estaba dos o tres días sin aparecer por la casa, Lolita se sentía herida en su amor propio; entonces, con cualquier pretexto, enviaba a Satish a casa de su amigo, y, cuando el niño volvía, trataba de sonsacarle todo lo que Binoy le había dicho.

Y cuando más incontrolable se hacía aquella obsesión, más la angustiaba el temor de la inminente derrota. Hasta tal punto, que algunas veces incluso se sentía enojada con su padre por no haber puesto fin a aquella amistad con Binoy y Gora.

De todos modos, estaba decidida a luchar hasta el amargo final y se decía que era preferible morir a darse por vencida. Empezó a imaginar toda clase de modos en los que podría pasar las horas; hasta pensó en emular las hazañas de las mujeres europeas, de las que hablaban los libros, dedicándose a la filantropía. Cierto día, fue al encuentro de Paresh Babu.

—Padre, ¿no podría dedicarme a la enseñanza en alguna escuela para niñas?

Paresh Babu escrutó el rostro de su hija y vio en sus ojos la súplica de un alimento para el hambre que le roía el corazón. Con voz suave, le dijo:

—¿Y por qué no, querida? Pero, ¿existe alguna escuela adecuada?

En aquella época no había muchas escuelas, y para niñas sólo existían un par de instituciones elementales; además, las muchachas de las clases altas no se dedicaban a la enseñanza.

—¿No existe? —preguntó Lolita con una nota de desesperación en la voz.

—Que yo sepa, no.

—Entonces, padre, ¿por qué no fundamos una?

—Necesitaríamos mucho dinero, y gente que quisiera ayudarnos.

Lolita creía que la principal dificultad estaba en alentar el deseo de hacer el bien; nunca pensó en las dificultades que podrían oponerse a la realización de este deseo. Tras un corto silencio, la muchacha se levantó y salió de la habitación, dejando a Paresh Babu ocupado en preguntarse cuál sería la causa del dolor que afligía a aquella hija a la que tanto amaba.

De pronto, recordó la insinuación hecha por Haran respecto a Binoy, y, lanzando un suspiro, se preguntó: «¿Habré obrado realmente mal?» Si se hubiese tratado de alguna de sus otras hijas, la cosa no hubiera tenido tanta importancia; pero para Lolita la vida era algo muy real. Ella no sabía hacer las cosas a medias, y sus penas y sus alegrías no eran medio imaginarias y medio auténticas.

Aquella misma tarde, Lolita fue a casa de Sucharita. La casa estaba parcamente amueblada. Un durry de confección cubría el suelo de la habitación principal. A un lado, estaba la cama de la muchacha, y al otro, la de Harimohini. Como ésta no usara catre, la muchacha seguía su ejemplo y se hacía la cama en el suelo de la misma habitación. De la pared colgaba el retrato de Paresh Babu. En un pequeño cuarto contiguo estaba la cama de Satish. Sus libros, libretas, plumas y tintero yacían en desorden sobre una mesita colocada junto a la pared. Satish estaba en la escuela. En la casa reinaba un profundo silencio.

Harimohini, terminada su comida, se preparaba para la siesta. Sucharita, con el cabello suelto sobre los hombros, se hallaba sentada en la cama, con una almohada en el regazo que sostenía el libro en cuya lectura estaba sumida. Delante de ella había algunos libros más. Al ver entrar a Lolita de improviso, Sucharita, confusa, cerró el libro, pero casi inmediatamente dominó su confusión y volvió a abrirlo por la misma página. Eran los volúmenes de Gora.

Harimohini se incorporó en el lecho y exclamó:

—Entra, entra, madrecita. Sé muy bien que Sucharita os echa de menos con todas sus fuerzas. Cuando está triste siempre lee esos libros. Estaba pensando que ojalá viniese alguno de vosotros y, al momento, apareciste tú. Vivirás muchos años, querida.

Lolita entró inmediatamente en materia. En cuanto se hubo sentado, dijo:

—Suchi Didi, ¿qué te parecería la idea de fundar una escuela para las niñas de la vecindad?

—Pero ¿habéis oído eso? —exclamó Harimohini, aterrada—. ¿Qué piensas hacer con una escuela?

—¿Cómo íbamos a fundarla, querida? —preguntó Sucharita—. ¿Quién nos ayudaría? ¿Has hablado de ello con nuestro padre?

—Tú y yo podríamos dar clase, desde luego —dijo Lolita—, y quizá Labonya también.

—Pero no se trata únicamente de dar clase —observó Sucharita—. Tendrá que haber unas normas y un reglamento; tenemos que contar con un local apropiado, reclutar alumnas y recaudar fondos. ¿Qué sabemos nosotras de todas esas cosas?

Didi, no hables de ese modo —exclamó Lolita—. ¿Es que por haber nacido mujeres tenemos que consumimos entre las cuatro paredes de nuestra casa? ¿No hemos de procurar prestar algún servicio?

El dolor que se adivinaba en aquellas palabras encontró eco en el corazón de Sucharita. Empezó a pensar seriamente en la idea.

—En esta vecindad hay infinidad de niñas —continuó Lolita—. Sus padres estarían encantados de que asistieran a una escuela gratuita, como la nuestra. Y, por lo que se refiere a local, podríamos acomodar a las pocas niñas que vendrían al principio en esta misma casa. El dinero no sería problema.

Harimohini se alarmó realmente al pensar que toda clase de niñas desconocidas iban a invadir la casa. Ella concentraba todos sus esfuerzos en regular su conducta y realizar sus creencias religiosas según indicaban las escrituras, al abrigo de toda posibilidad de contaminación. Y, al ver en peligro su aislamiento, no pudo reprimir una decidida protesta.

—No temas, tía —le dijo Sucharita—. Si las niñas llegaran a venir, procuraríamos arreglarnos en la planta baja. No les dejaríamos que subieran a molestarle. Así, pues, Lolita, si conseguimos alumnas, estoy dispuesta a secundarte.

—No hay ningún mal en probar —dijo Lolita.

Harimohini continuó gruñendo en tono menor.

—¿Por qué os empeñáis en imitar a los cristianos, madrecitas? Jamás oí de ninguna dama hindú que deseara hacer de maestra de escuela. ¡Jamás!

Desde la azotea de la casa de Paresh Babu se celebraban animados cambios de impresiones con las azoteas de las casas vecinas, a cargo de sus más jóvenes moradoras. Existía, sin embargo, un obstáculo que impedía que las hijas de Paresh Babu llegaran a intimar con las otras muchachas, y era el que, a pesar de ser ya tan mayores, no estuvieran casadas, circunstancia que excitaba la sorpresa y la curiosidad de las vecinas. En realidad, ésta era la causa por la que Lolita rehuía aquellas conversaciones.

Labonya, por el contrario, era la más entusiasta mantenedora de aquellos coloquios, pues sentía infinita curiosidad por las vidas ajenas. Por las tardes subía a peinarse a la azotea e intercambiar con sus vecinas toda clase de noticias y comentarios por vía aérea.

Por ello, Lolita encomendó a Labonya la tarea de reclutar alumnas para su escuela, y, cuando la idea corrió de tejado en tejado, las muchachas mostraron gran entusiasmo. Entretanto, Lolita empezó a preparar la planta baja de la casa de Sucharita, barriendo, fregando y decorando con gran afán.

Pero la clase permanecía vacía. Los cabezas de familia se mostraron furiosos ante aquel intento de atraer a sus hijas con engaño a una casa brahmo, so pretexto de darles clase. Incluso creyeron un deber prohibir a sus hijas dirigir la palabra a las muchachas de Paresh Babu, por lo que no sólo se vieron privadas de sus cotilleos en la azotea sino que tuvieron que oír bastantes cosas acerca de sus amigas, y no precisamente cumplidos. La pobre Labonya, cuando, por las tardes, subía a la azotea, peine en mano, encontraba las azoteas vecinas pobladas de personas mayores, sin rastro de gente joven ni de los cordiales saludos que podía recibir.

Pero Lolita no se desanimó.

—En el Brahmo Samaj hay muchas niñas pobres que no pueden asistir a la escuela de Bethune por falta de recursos. Haríamos una buena obra ocupándonos de su enseñanza.

Y, no contenta con buscar alumnas por su cuenta, pidió a Sudhir que le ayudara.

La fama de la sabiduría de las hijas de Paresh Babu estaba muy extendida. En realidad, lo que se rumoreaba excedía con mucho la verdad. Así, pues, cuando se supo que aquellas muchachas estaban dispuestas a enseñar gratuitamente, muchos padres se sintieron encantados.

A los pocos días, la escuela de Lolita contaba ya con media docena de alumnas, y la muchacha estaba tan ocupada redactando el reglamento con ayuda de Paresh Babu que no tenía ni un momento para dedicar a sus propios pensamientos. Tuvo incluso un altercado con Labonya acerca de los premios de fin de curso y de quién debería examinar a las niñas.

Aunque entre Labonya y Haran no existía gran afecto, la muchacha estaba impresionada por la reputación de sabio de que él gozaba, y, convencida de que si él las ayudaba, ya fuera en calidad de profesor o en la de examinador, la escuela saldría enormemente beneficiada. Pero Lolita no quiso ni hablar de ello. No podía soportar la idea de que Haran interviniese en aquella obra.

Sin embargo, a poco de iniciarse las clases, las alumnas empezaron a disminuir en número hasta que, un día, la clase quedó completamente vacía. Lolita, sentada en la silenciosa aula, se sobresaltaba cada vez que oía pasos esperando que al fin compareciera alguna alumna, pero no fue así. Cuando dieron las dos, abandonó toda esperanza. Comprendiendo que algo anormal había ocurrido, se encaminó hacia la casa de una de las alumnas, que vivía muy cerca. Encontró a la niña al borde del llanto.

—Mi madre no quiso dejarme ir —exclamó.

—Es que se revoluciona la casa —dijo la madre, sin aclarar en qué consistía la revolución.

Lolita era una muchacha sensible y no le gustaba pedir explicaciones, por lo que se limitó a decir:

—Si no es conveniente, no hay por qué preocuparse.

En la casa siguiente le dieron otra excusa:

—Sucharita se ha hecho ortodoxa. Observa castas y adora a ídolos.

—Si es ése el único inconveniente, podríamos montar la escuela en nuestra casa —sugirió Lolita.

Pero la idea no sirvió para hacerles cambiar de parecer. Lolita, comprendió entonces que había algo más. Así, pues, volvió a su casa, mandó llamar a Sudhir y le preguntó:

—Dime, Sudhir, ¿qué es lo que ha ocurrido en realidad?

—Panu Babu se ha levantado en armas contra vuestra escuela.

—¿Por qué? ¿Porque hay un ídolo en casa de Didi?

—No es eso sólo —empezó Sudhir, pero no se atrevió a continuar.

—¿Qué más puede haber? —preguntó Lolita con impaciencia—. ¿No vas a decírmelo?

—¡Oh!, es una larga historia.

—¿Una historia relacionada conmigo? —y como Sudhir guardaba silencio, Lolita continuó, roja de indignación—: ¡Ya comprendo! Es mi castigo por el incidente del vapor. ¿Entonces en el Samaj no existe el medio de reparar una indiscreción? ¡Se me niega la facultad de hacer una buena obra para nuestra comunidad! ¿Es éste el método que habéis adoptado para enderezar mis pasos por el buen camino y robustecer la moralidad del Samaj?

Sudhir trató de suavizar la acusación diciendo:

—No es eso exactamente. Lo que temen es que Binoy Babu y su amigo intervengan en la enseñanza.

Esto tuvo la virtud de exacerbar la cólera de Lolita.

—¿Con que es eso lo que temen? —replicó—. ¡Pues sería una suerte para nosotras! ¿Se han creído podernos procurar ayuda más competente?

—Sí; tienes razón. El caso es que Binoy Babu no es…

—No es brahmo, ya lo sé —interrumpió Lolita—, y por esto el Samaj lo ha declarado tabú. No creo que en semejante Samaj haya mucho de que enorgullecerse.

Sucharita adivinó inmediatamente la verdadera razón por la que la escuela quedó sin alumnas. Salió de la clase sin decir ni una palabra y subió a la habitación de Satish, para preparar a su hermano para los exámenes que se avecinaban.

Allí la encontró Lolita después de dejar a Sudhir.

—¿Sabes la noticia? —le preguntó.

—No sé ninguna noticia, pero comprendo lo ocurrido.

—¿Y tenemos que aguantar esto con paciencia?

Sucharita cogió de la mano a Lolita y le dijo:

—Soportemos con paciencia los reveses, que no hay deshonra en el sufrimiento. ¿No te has fijado con qué calma los soporta nuestro padre?

—Pero, Suchi Didi, yo siempre he creído que soportar el mal sin protestar es alentarlo. Luchar es el mejor modo de combatirlo.

—¿Y cómo quieres luchar, querida? —preguntó Sucharita.

—Todavía no lo sé. Ni sé tampoco hasta dónde llegarán mis fuerzas. Pero hay que hacer algo. Quienes atacan a mujeres como nosotros de forma tan vil no son más que unos cobardes, por muy grandes que se crean ellos. Pero no estoy dispuesta a aceptar de sus manos la derrota. ¡Nunca! No me importa lo que puedan hacer contra nosotras.

Y golpeó el suelo con el pie.

Sucharita, sin contestar, le dio unas suaves palmadas en la mano y, al cabo de un rato, dijo:

—Lolita, veamos primero lo que piensa nuestro padre.

—Voy a hablar con él —contestó Lolita, poniéndose en pie.

Al acercarse a la casa, vio salir a Binoy con cara de pena. Al ver a Lolita, el muchacho se detuvo, como preguntándose si debía hablarle o no, pero, conteniéndose, la saludó con una ligera inclinación de cabeza y se marchó sin mirarla.

Lolita sintió su corazón atravesado por flechas candentes. Entró rápidamente en la casa y se dirigió directamente a la habitación de su madre. Allí encontró a la señora Baroda aparentemente absorta en las cuentas de su diario.

Al ver el rostro de Lolita, Baroda se alarmó y, rápidamente, volvió a fijar la mirada en sus cuentas. Por la atención con que las estudiaba se hubiera dicho que la solvencia de la familia dependía exclusivamente de que cuadrasen las sumas.

Arrimando una silla a la mesa, Lolita se sentó; pero su madre no levantaba la vista.

Al fin, la llamó:

—¡Madre!

—Espérate, criatura. ¿No ves que estoy…?

Y se inclinó todavía más sobre los números.

—No te robaré mucho tiempo. Sólo quiero saber una cosa. ¿Ha estado aquí Binoy Babu?

Sin levantar la vista, la señora Baroda respondió:

—Sí.

—¿Qué le has dicho?

—¡Oh!, es muy largo de contar.

—Sólo deseo saber si habéis hablado de mí.

Viendo que no tenía escapatoria, la señora Baroda soltó la pluma y, levantando la cabeza, dijo:

—Sí, hija, hemos hablado de ti. ¿Crees que no me doy cuenta de que las cosas han llegado demasiado lejos? Todo el Samaj habla de lo mismo, y he creído necesario hacerle una advertencia.

Lolita enrojeció de vergüenza y sintió que la sangre le subía a la cabeza.

—¿Ha prohibido mi padre que siga viniendo Binoy Babu?

—¿Te imaginas que él se preocupa de esas cosas? —replicó Baroda—. Si lo hiciera, nada de esto habría ocurrido.

—¿Y va a permitírsele a Panu Babu seguir frecuentando esta casa?

—¡Vaya pregunta! ¿Por qué no ha de venir Panu Babu?

—Entonces, ¿por qué no ha de venir Binoy Babu?

La señora Baroda volvió a sus números, diciendo:

—Lolita, no puedo discutir contigo. No me molestes ahora. Tengo mucho trabajo.

Baroda había aprovechado la ausencia de Lolita para llamar a Binoy y decirle lo que pensaba. «Lolita se encontraba en su escuela y no se enterará de la visita», pensó. Se sentía muy disgustada, al comprobar que su pequeña estratagema había sido descubierta. Comprendió que la solución pacífica que trató de conseguir ya no sería posible; al contrario, la situación estaba más embrollada que antes. ¡Y todo por culpa de su irresponsable marido! ¡Qué martirio el de la mujer que ha de compartir con semejante calamidad los quebraderos de cabeza que ocasiona la familia!

Lolita salió de la habitación de su madre llevando en su corazón una devastadora tormenta. Encontró a Paresh Babu escribiendo cartas en su gabinete, y le preguntó a bocajarro:

—Padre, ¿es que Binoy Babu es indigno de nuestra amistad?

Paresh Babu comprendió inmediatamente cuál era la situación. No le había pasado desapercibida la agitación que conmovía al Samaj, agitación que le hizo reflexionar seriamente. Si no hubiera sospechado la naturaleza de los sentimientos que albergaba Lolita, no habría hecho el menor caso de lo que decían los extraños. Pero si Lolita amaba a Binoy, se preguntaba el anciano una y otra vez, ¿cuál era su deber para con ellos?

Era la primera vez que se planteaba una crisis en la familia desde que él se apartara de la ortodoxia para abrazar al brahmoísmo. Así, pues, mientras, por un lado, le asaltaban toda clase de temores, por otro, su conciencia le aconsejaba que, del mismo modo que al abandonar su religión original miró únicamente a Dios, así también en aquel momento de prueba debía colocar la verdad por encima de los dictados de la sociedad y de la prudencia, para llegar a la victoria.

Por esto, en respuesta a la pregunta de Lolita, dijo:

—Considero a Binoy un hombre buenísimo; su carácter es inestimable, y él, tan culto como inteligente.

—La madre de Gour Babu ha venido a vernos dos veces en pocos días —insinuó Lolita, después de un breve silencio—. Estaba pensando en ir con Suchi Didi a devolver la visita.

Paresh Babu no contestó en seguida; sabía que en aquellos momentos se espiaban todos los movimientos de su familia, y que aquella visita daría nuevo motivo de escándalo. Pero no viendo nada de malo en ella, no podía negarse, por lo que dijo:

—Está bien. Id las dos. Me hubiese gustado acompañaros, pero tengo trabajo.