Sucharita estaba llena de zozobra al intuir la lucha que se le avecinaba; lucha consigo misma y con los demás. Durante todo aquel tiempo, sus sentimientos hacia Gora se habían ido robusteciendo sin que ella lo advirtiera y, de pronto, cuando se enteró de su encarcelamiento, se le velaron con una claridad diáfana y una fuerza irresistible. La muchacha no tenía idea de cómo acabaría aquello. No osaba sincerarse con nadie y hasta se resistía a admitir lo que llevaba en su interior.
No encontró la soledad que necesitaba para aliviar su conflicto en alguna fórmula de compromiso, pues Haran consiguió azuzar contra ella a los iracundos miembros de su Samaj. Y hasta amenazaba con echar al vuelo las campanas de su periódico.
Además, Sucharita estaba preocupada por su tía. El problema de su permanencia en aquella casa parecía querer acabar en tragedia. Comprendió que su vida entraba en un período de crisis, y que ya no podría seguir por el mismo camino ni pensar de la misma forma que hasta entonces.
Su único consuelo era Paresh Babu. Y no porque le pidiese consejo. Su delicadeza le impedía hablar de ciertas cosas con su padre adoptivo. Pero junto al anciano se sentía protegida; era como si él sólo le brindara los cuidados de un padre.
Aquellas tardes de otoño, Paresh Babu no bajaba al jardín a meditar, sino que se retiraba a una pequeña habitación orientada a Poniente. Por la ventana abierta, los últimos rayos del sol iluminaban su blanco cabello y su sereno semblante. Sucharita solía ir a sentarse a su lado, en silencio. Su corazón inquieto y torturado se tranquilizaba en aquella compañía. Y, al abrir los ojos, Paresh Babu veía junto a sí a aquella discípula callada e inmóvil, y la inefable dulzura de que ella estaba impregnada le impulsaba a bendecirla desde lo más hondo de su corazón.
Paresh Babu buscaba continuamente la unión con el Ser Supremo; he aquí por qué su espíritu estaba siempre vuelto hacia la verdad y la bondad; las cosas temporales nunca fueron importantes para él. La libertad que de este modo había conquistado para sí le impedía imponer a los demás determinadas creencias o líneas de conducta. Su natural confianza en la bondad y su paciencia para con las cosas del mundo le acarreaban las censuras de los secretarios fanáticos. Pero aunque tales censuras le dolían, no lograban destruir su ecuanimidad. A menudo se repetía a sí mismo: «Nada aceptaré de manos de los otros; de las manos de Él lo aceptaré todo.»
Sucharita buscaba mil pretextos para poder gozar de aquella profunda serenidad que encontraba en compañía de Paresh Babu. Cuando el conflicto, de su corazón y el conflicto de la casa amenazaban con trastornarla, ella sentía que, dejando reposar un momento su cabeza a los pies de su padre, su espíritu quedaba en paz.
En un principio, Sucharita creyó que si conseguía resistir con tesón, el enemigo llegaría a cansarse. Pero no fue así, y al fin, tuvo que aventurarse por senderos desconocidos.
Cuando la señora Baroda descubrió que con sus reproches no conseguía que Sucharita cambiase de actitud ni que Paresh Babu la apoyara, toda su furia recayó sobre Harimohini. Sólo de pensar que aquella mujer estaba en su casa, se sentía fuera de sí.
Binoy fue invitado a la ceremonia religiosa que Baroda celebraba anualmente en memoria de su padre. Mientras ella adornaba el salón para el acto, ayudada por Sucharita y sus hijas, el muchacho subió a la habitación de Harimohini. Como lo más insignificante cobra terrible importancia cuando el espíritu está trastornado, el que Binoy fuera a saludar a Harimohini le resultó a Baroda tan insoportable que no pudo continuar con lo que estaba haciendo, y se sintió impulsada a seguirle. Cuando llegó arriba, le encontró sentado en la estera y conversando amigablemente con Harimohini.
—Escucha esto —estalló Baroda—, no me importa que permanezcas en esta casa todo el tiempo que desees; pero no podemos consentir que guardes aquí a tu ídolo.
Harimohini había vivido siempre en el campo, y, a sus ojos, los brahmos no eran sino una secta de cristianos. Para ella, el problema estaba en hasta qué punto podía uno mezclarse con ellos sin temor. El que a ellos no les gustara su compañía era algo que acababa de descubrir y estaba dándole mucho qué pensar.
Las claras palabras de la señora Baroda le hicieron ver que había llegado el momento de pasar a la acción. Al pronto, pensó en mudarse a alguna residencia de Calcuta, a fin de poder seguir viendo a Sucharita y a Satish, pero luego se preguntó si sus medios le permitirían vivir en la ciudad.
Cuando, como una súbita tormenta, se fue la señora Baroda, Binoy permaneció sin moverse, con la cabeza inclinada.
Entonces, Harimohini rompió el silencio para decir:
—Quisiera hacer una peregrinación. Hijo, ¿podría alguno de vosotros acompañarme en el viaje?
—Me gustaría ir contigo; pero hasta dentro de unos días no estaríamos dispuestos para salir. Entretanto, ¿por qué no vas a casa de mi madre?
—Hijo, no sabes el estorbo que soy. Dios ha puesto sobre mis hombros un peso tan grande que nadie es capaz de aguantarme. Cuando vi que mi presencia se hacía insoportable incluso en la casa de mi esposo, debí comprenderlo. Pero la comprensión no se me alcanza con facilidad. He vagado de un lado para otro durante todos estos años, tratando de llenar el vacío de mi corazón y dondequiera que me detuve llegó conmigo la desgracia. Basta ya, hijo, déjame. ¿Por qué invadir otro hogar? Me refugiaré a los pies de Aquel que soporta al mundo entero. Ya no puedo seguir luchando.
Y mientras hablaba Harimohini se enjugaba repetidamente las lágrimas.
—No, no, tía —dijo Binoy—. No puedo consentir que digas eso. No puedes comparar a mi madre con los demás. El que puede dedicar a Dios todos sus pesares podrá también soportar el dolor ajeno. Así es mi madre, como así es también Paresh Babu. No se hable más. Acompáñame a mi santuario, y, luego, yo te acompañaré al tuyo.
—Pero tendremos que avisar —objetó ella.
—Nuestra llegada será el mejor aviso.
Entonces apareció Sucharita, que dijo a Binoy:
—Mi madre me envía a decirte que va a empezar la ceremonia.
—Lo siento mucho. No puedo ir ahora. Tengo que hablar con la tía —dijo Binoy.
Pero lo cierto era que, después de lo ocurrido, Binoy no deseaba ya aceptar la invitación de Baroda. Todo aquello parecía una burla. Pero Harimohini, muy agitada, le rogó que fuera, diciendo:
—Después hablaremos. Ve ahora a la ceremonia y luego vuelve a subir.
—A mí me parece que sería mejor que bajaras —añadió Sucharita.
Binoy comprendió que si no asistía al oficio contribuiría a que estallase la revolución que estaba ya latente en la casa. Así, pues, bajó al salón. No obstante, su aquiescencia no surtió plenamente el efecto deseado.
Al terminar la ceremonia, se ofreció un refrigerio a los asistentes, pero Binoy se excusó diciendo:
—Lo siento. No tengo apetito.
—No culpes al apetito, después de haber estado comiendo toda clase de golosinas —dijo Baroda con sarcasmo.
Binoy se echó a reír y admitió su falta:
—Es el castigo de los ansiosos; se pierden el futuro por ceder a la tentación del presente.
Y con estas palabras se dirigió hacia la puerta.
—Por lo que veo, subes otra vez —dijo Baroda.
—Sí —contestó él lacónicamente.
Al pasar junto a Sucharita, susurró:
—Didi, sube un momento. La tía te necesita.
Lolita estaba sirviendo a los invitados. Cuando pasó junto a Haran, éste observó, sin que viniese a cuento:
—Binoy Babu no está. Se fue arriba.
Lolita se detuvo y, mirándole fijamente, le dijo:
—Ya lo sé. Pero no se marchará sin despedirse de mí. Además, en cuanto termine mi trabajo, yo subiré también.
Haran observó que Binoy, al salir, decía algo a Sucharita y que ésta salía tras él. Poco antes, Haran intentó varias veces trabar conversación con la muchacha, sin conseguirlo, y la frialdad con que ella le trataba delante de sus correligionarios le hería mortalmente. Su amargura llegó al diapasón cuando Lolita se negó a dejarse intimidar.
Cuando Sucharita llegó a la habitación de la azotea, encontró a su tía sentada y con todos sus efectos empaquetados, dispuesta a marcharse.
Al preguntarle qué ocurría, ésta no pudo responder, y rompió a llorar.
—¿Dónde está Satish? —dijo al fin—. ¿Quieres decirle que venga a verme un momento, madrecita?
Sucharita miró a Binoy interrogativamente y éste explicó:
—Si la tía permanece en esta casa se producirán conflictos. Por eso la llevo a casa de mi madre.
—Después me marcharé a algún lugar de peregrinación —dijo Harimohini—. Las personas como yo no debemos quedarnos en casa de los demás. ¿Por qué obligarles a que carguen conmigo?
Sucharita había estado pensado sobre este asunto durante los últimos días, y llegó a la conclusión de que, permaneciendo en la casa, Harimohini sólo cosecharía insultos. Por eso no contestó, sino que se sentó al lado de su tía sin pronunciar una sola palabra. Era ya casi de noche, pero aún no se habían encendido las lámparas. Las estrellas brillaban débilmente en el brumoso cielo otoñal, y en aquella oscuridad no se sabía cuál de las dos estaba llorando.
De pronto, desde la escalera llegó la chillona voz de Satish, gritando:
—¡Tía! ¡Tía!
Harimohini se levantó apresuradamente.
—Tía —dijo Sucharita—, no puedes marcharte esta noche. Mañana hablaremos. ¿Cómo vas a desaparecer de improviso, sin despedirte siquiera de mi padre? Piensa en lo apenado que se sentiría.
Binoy, excitado por el insulto proferido por la señora Baroda, no se había detenido a reflexionar; se dijo que Harimohini no podía seguir allí ni una noche más, y que era preciso demostrar a Baroda que Harimohini no tenía por qué aguantar sus insultos por falta de otro techo que la cobijara. Por eso sólo pensó en sacarla de allí lo antes posible.
Al oír a Sucharita, comprendió Binoy que en aquella casa la hospitalidad de Paresh Babu tenía más importancia que los insultos de Baroda, y dijo:
—Tiene razón. No puedes marcharte sin despedirte de Paresh Babu.
Entonces entró Satish gritando:
—Tía, ¿sabes que los rusos van a invadir la India? ¡Qué divertido!
—¿Tú con quién estarás? —le preguntó Binoy.
—¡Con los rusos!
—¡Ah!, entonces ya no tienen que preocuparse.
Cuando Sucharita vio que la crisis había pasado y que Binoy volvía a ser el de siempre, bajó nuevamente al salón.