La señora Baroda solía invitar a sus amigas brahmo. Algunas veces, las invitadas se congregaban en la terraza, delante de la habitación de Harimohini. En tales ocasiones, dada la simplicidad de su carácter, la buena mujer trataba de agasajarlas; pero ellas, por su parte, apenas disimulaban su desdén. Algunas incluso la miraban con descaro, mientras Baroda hacía sarcásticas observaciones acerca de los modales y costumbres ortodoxos, que algunas de ellas coreaban.
Sucharita, que siempre estaba con su tía, tenía que sufrir en silencio aquellos ataques. Lo único que podía hacer era demostrar con sus actos que aquellos insultos la herían también a ella, dado que imitaba sus costumbres. Cuando se servía la merienda, Sucharita rehusaba comer con ellas diciendo:
—No acostumbro a comer de esas cosas, gracias.
A lo que la señora Baroda replicaba, con brusquedad:
—Te niegas a comer con nosotros, ¿eh?
Y cuando Sucharita persistía en su negativa, Baroda decía con sorna:
—¿No sabéis? Sucharita se nos ha vuelto de altísima casta. Nuestro contacto la contamina.
—¿Qué? ¡Sucharita convertida a la ortodoxia! Las maravillas no se acaban —decían, entonces, las amigas.
Harimohini estaba muy preocupada porque no podía tolerar que su sobrina soportara aquellos sarcasmos por su culpa, y decía a la muchacha:
—No, Radharani; eso no, querida. Ve a comer con ellas.
Pero Sucharita se mantenía firme.
Cierto día, una de las invitadas fue a entrar, por curiosidad, en la habitación de Harimohini sin quitarse los zapatos; pero Sucharita le cerró el paso, diciendo:
—En esta habitación, no, por favor.
—¿Por qué no?
—Se guarda en ella al dios de la familia de mi tía.
—¡Ah, un ídolo! ¿De modo que adoras a los ídolos?
—Sí, desde luego —repuso Harimohini.
—¿Cómo puedes tener fe en los ídolos?
—¡Fe! ¿De dónde va a sacar la fe una miserable criatura como yo? Si la hubiese tenido, ella me habría salvado.
Aquel día estaba allí Lolita. Con el rostro encendido se volvió a la que había preguntado, e inquirió:
—Y tú, ¿tienes fe en Aquel a quien adoras?
—¡Qué tontería! ¡Cómo no iba a tenerla! —fue la respuesta.
Lolita, moviendo desdeñosamente la cabeza, dijo entonces:
—No sólo no tienes fe, sino que, lo que es peor, ni siquiera sabes que no la tienes.
Así se consumó la separación entre Sucharita y su familia adoptiva, a pesar de los esfuerzos de Harimohini por impedir que la joven contrariara a Baroda.
Hasta entonces, Baroda y Haran nunca se llevaron bien, pero de pronto, parecía que hubieran concertado una alianza contra el resto de la familia. La señora Baroda no tenía, pues, ningún inconveniente en afirmar que si alguien luchaba por conservar la pureza de los ideales del Brahmo Samaj, ese alguien era Panu Babu, dijeran lo que dijeran. Haran, por su parte, proclamaba a los cuatro vientos que la señora Baroda era espejo de las virtudes de la mujer brahmo, y que, con intrépida abnegación, trataba de preservar de toda mancha el nombre de su sociedad. En esta alabanza había, desde luego, una velada insinuación en contra de Paresh Babu.
Cierto día, dijo Haran a Sucharita en presencia de Paresh Babu:
—Me han dicho que sólo tomas alimentos santificados que han sido ofrecidos a los ídolos. ¿Es verdad eso?
Sucharita enrojeció, pero trató de hacer como si no hubiera oído la observación y empezó a juguetear con las plumas y el tintero que había sobre la mesa. Paresh Babu, dirigiendo a la muchacha una mirada compasiva, dijo:
—Panu Babu, todo lo que comemos son alimentos santificados por la gracia de Dios.
—Pero parece ser que Sucharita está dispuesta a alejarse de nuestro Dios —contestó Haran.
—Aunque tal cosa fuera cierta, ¿remediaría algo el abrumarla a reproches?
—Si vemos que la corriente se lleva a alguien, ¿no hemos de procurar atraerle de nuevo hacia la orilla?
—No es lo mismo arrojarle piedras que atraerle a la orilla —dijo el anciano—. Pero, no te alarmes, Panu Babu. Conozco a Sucharita desde que no levantaba un palmo del suelo y si hubiera caído al agua me habría enterado antes que ninguno de vosotros, y no habría permanecido inactivo.
—Aquí está Sucharita. Que conteste por sí misma. Me han dicho que se niega a comer con según quién. Pregúntale si es verdad.
Sucharita, abandonando la contemplación del tintero, respondió:
—Mi padre sabe que he dejado de comer los alimentos que toca todo el mundo, y si él puede tolerarlo, no pido más. Si a alguno de vosotros le desagrada, puede insultarme como le parezca, pero no es necesario que importune a mi padre. ¿Es que olvidáis la inmensa tolerancia que tiene para cada uno de vosotros? ¿Así se la agradecéis?
La claridad de aquel lenguaje dejó asombrado a Haran. «Hasta Sucharita ha aprendido a hablar por sí misma», pensó, sorprendido.
Paresh Babu era un hombre amante de la paz, y no le agradaba discutir ni acerca de sí mismo ni acerca de los demás. Había vivido plácidamente, sin ambicionar ningún puesto importante en el Brahmo Samaj: Haran achacaba esta actitud a falta de entusiasmo, y en más de una ocasión se lo reprochó, pero, por toda respuesta, Paresh Babu decía:
—Dios creó dos clases de cuerpos: los móviles y los inertes. Yo pertenezco a estos últimos. Dios utilizará a los hombres como yo para las tareas que seamos capaces de desempeñar. No ganaremos nada obstinándonos en hacer aquello que no sabemos. Ya voy siendo viejo, y hace muchos años que quedó decidido lo que puedo y lo que no puedo hacer. Nada conseguirás tratando de azuzarme.
Haran se jactaba de poder infundir entusiasmo hasta en el corazón del más refractario. Estaba convencido de poseer una fuerza irresistible para despertar a la vida activa a los cuerpos inertes y para excitar al arrepentimiento a quienes caían en el pecado. Nadie podía resistirse a su vigoroso verbo. Había llegado a la conclusión de que todas las mejoras que se observaban en la conducta de los individuos del Samaj debían serle atribuidas.
Estaba convencido de que su influencia operaba de modo permanente entre bastidores, y cuando alguien alababa a Sucharita en su presencia, resplandecía, satisfecho de sí mismo. Él creía estar modelando el carácter de la muchacha con sus consejos, su ejemplo y su compañía, y empezaba a abrigar la esperanza de que la vida toda de Sucharita fuera una de las más gloriosas realizaciones de su apostolado. No se sentía lastimado en su orgullo por aquel deplorable retroceso de Sucharita, pues, a su modo de ver, toda la culpa era de Paresh Babu.
Nunca logró unirse sinceramente al coro de alabanzas en loor del anciano, y se felicitaba de ello. Pronto se vería cuán justificado estuvo su sabio silencio.
Podía perdonarlo casi todo, menos el que una persona se obstinase en obrar de acuerdo con un criterio propio, haciendo caso omiso de sus atinados consejos. Le resultaba casi imposible dejar escapar a sus víctimas sin lucha, y cuanto más evidente era que sus consejos no surtían efecto, tanto más insistía él. Al igual que un mecanismo al que no se le hubiese acabado la cuerda, no conseguía contenerse, y se obstinaba en seguir machacando sobre lo mismo, sin saber reconocer su derrota.
Este rasgo de Haran preocupaba hondamente a Sucharita, no por ella misma, sino por Paresh Babu. Paresh Babu se había convertido en tema de discusión de todo el Brahmo Samaj. ¿Y qué podía hacerse para contrarrestar aquello?
Estaba también Harimohini, que, a medida que iban pasando los días, se daba cuenta de que aun procurando pasar desapercibida, creaba serios conflictos a la familia; y las humillaciones que se le infligían herían más y más a Sucharita. Harimohini no encontraba la solución de aquel problema.
Y, para acabar de complicar las cosas, la señora Baroda instaba a Paresh Babu para que adelantase la fecha de la boda de Sucharita.
—No podemos seguir haciéndonos responsables de esta criatura —argüía—, y menos ahora que le da por obrar a su antojo. Si la boda se retrasa, tendré que llevarme de aquí a las niñas, pues el execrable ejemplo de Sucharita es muy pernicioso para ellas. Vas a tener que arrepentirte de tu benevolencia para con ella, te lo advierto. Mira a Lolita. Nunca fue tan rebelde. ¿Quién crees que se encuentra detrás de su perversa conducta, de sus desobediencias y excentricidades? Ese asunto del otro día, que casi me hizo morir de vergüenza… ¿Te imaginas que Sucharita no tuvo parte en él? Hasta hoy nunca me quejé porque tú quieres a Sucharita más que a tus propias hijas, pero ahora permite que te diga claramente que esto no puede continuar.
Paresh Babu se sentía muy preocupado, no por Sucharita, sino por el malestar que se advertía en la casa. No albergaba ninguna duda de que, cuando la señora Baroda se proponía una cosa, no dejaba piedra sobre piedra para conseguirla, y si veía que sus esfuerzos eran inútiles, los redoblaba. El anciano comprendió que, dadas las circunstancias, la boda de Sucharita tendría la ventaja de poner paz en el espíritu de la muchacha. Y dijo a Baroda:
—Si Panu Babu la convence para que fije la boda, yo no pondré inconveniente alguno.
—Quisiera saber cuántas veces habrá que pedirle el consentimiento —exclamó la señora Baroda—. Tu conducta me asombra. ¿A qué viene tanta deferencia? ¿Quieres decirme dónde encontraría ella otro partido como ése? Enfádate si quieres, pero, a decir verdad, no se merece a Panu Babu.
—Aún no he conseguido entender con claridad cuáles son los verdaderos sentimientos que Panu Babu despierta en Didi. De modo que hasta que ellos dos no lleguen a un acuerdo, prefiero no intervenir.
—¡Ah, vamos! ¡No lo entiendes! —subrayó la señora Baroda—. ¡Al fin lo reconoces! Cuando yo te digo que esa muchacha no es fácil de comprender… Y oye bien esto: interiormente es muy distinta de lo que aparenta ser.