CAPÍTULO XXXIX

Paresh Babu tomó en su casa a Harimohini estando ausente la señora Baroda, y dispuso que ocupara el cuartito del último piso para que pudiera vivir a su manera y observar sus preceptos de discriminación de castas.

Pero cuando, al volver a casa, Baroda encontró su administración doméstica complicada por la recién llegada, se sintió furiosa y, en lenguaje bien claro, hizo patente a Paresh Babu que aquello era mucho pedir de ella.

—Puesto que puedes soportar el peso de toda la familia —dijo su esposo—, podrás soportar también a esa pobre viuda.

La señora Baroda consideraba que Paresh Babu carecía de sentido práctico y que no sabía del mundo. Como no tenía idea de los problemas que entrañaba el gobierno de una casa, estaba segura de que cualquier decisión que tomara sin consultar con ella resultaría mal. Pero la señora Baroda sabía también que cuando su marido tomaba una decisión, ni discutiendo, ni enfadándose, ni deshaciéndose en llanto se conseguía retractarle. ¿Qué podía hacerse con un hombre así? ¿Qué mujer sería capaz de soportar a una persona con la que resultaba imposible hasta pelearse? La señora Baroda sabía que tendría que darse por vencida.

Sucharita era de la misma edad que Monorama y, al decir de Harimohini, de parecida apariencia, incluso en el carácter; ambas tenían el temperamento apacible y una firme voluntad. Algunas veces, al ver a Sucharita de improviso por la espalda, a Harimohini le daba un vuelco el corazón.

Una noche, mientras Harimohini lloraba en silencio y a oscuras, Sucharita se acercó a ella. Estrechando a su sobrina contra su pecho, murmuró Harimohini con los ojos cerrados:

—¡Mi hija ha vuelto a mi lado! Ella no quería marchar y yo la obligué. ¿Podré llegar a purgar mi culpa? Aunque quizás haya sufrido bastante y por eso ahora ella vuelve a mí. Aquí está, con su misma sonrisa. ¡Oh, mi madrecita, mi tesoro, mi vida!

Y empezó a acariciarle el rostro, y a besarla, llenándola de lágrimas.

Sucharita se echó a llorar y le dijo entre sollozos:

—Tía, tampoco yo pude gozar mucho tiempo del cariño de mi madre; pero ahora me parece haber recobrado a la madre que perdí. ¡Cuántas veces, cuando, en mi aflicción, me sentía sin fuerzas para llamar a Dios, llamé a mi madre! ¡Hoy, ella me ha oído y ha vuelto!

—¡No digas eso, hija, no lo digas! Me haces tan feliz que siento miedo. ¡Dios mío, no me quites también esto! He tratado de prescindir de todos los afectos; he tratado de endurecer mi corazón, pero no he podido; soy demasiado débil. Ten compasión de mí, Dios mío. No vuelvas a castigarme, Radharani, hija, vete de mi lado. Déjame. No te aferres a mí. Señor de mi vida, mi Krishna, mi Gopal, ¿qué nueva calamidad me preparas?

—Tía, digas lo que digas, no conseguirás apartarme de tu lado. No pienso dejarte nunca. Siempre estaré contigo.

En pocos días surgió entre las dos mujeres un afecto tan profundo que no podía medirse por el tiempo.

Esto exacerbaba el enojo de la señora Baroda.

—¡Mírenla! —exclamaba—. Como si nunca hubiera recibido afecto de nosotros. ¿Dónde ha estado su tía durante todos estos años? Me gustaría saberlo. Nosotros la hemos educado desde niña, y ahora, todo el cariño es para la otra. Nadie se cansa de poner a Sucharita por las nubes; pero a mí no me engaña. Parece que en toda su vida haya roto un plato, y es de cuidado. Todos nuestros desvelos han resultado inútiles.

Baroda sabía muy bien que Paresh Babu no escucharía sus quejas; al contrario, perdería su estimación si se mostraba incomodada con Harimohini. Este pensamiento la irritaba aún más, por lo que decidió que, sin hacer caso de lo que pensara su marido, lo mejor sería demostrar que todas las personas sensatas estaban de su parte. Y empezó a hablar de Harimohini con todos los miembros del Brahmo Samaj, grandes y pequeños, para ganarlos a su causa. No acababa nunca de lamentarse de lo pernicioso que podía resultar para los niños tener en la casa el ejemplo de aquella idólatra supersticiosa y agorera.

El contenido enojo de Baroda no sólo halló expresión fuera de casa; dentro de ella, tuvo como resultado hacer la vida imposible a Harimohini. El criado de casta alta que había sido designado para sacar el agua que Harimohini precisaba para hacer su comida, nunca estaba disponible cuando eran requeridos sus servicios. Si el caso se mencionaba a Baroda, ésta decía:

—¿Pues qué es lo que ocurre? ¿Es que no está Ramdin?

Pero no ignoraba que Harimohini no podía usar el agua tocada por Ramdin, que era de baja casta. Si alguien se lo hacía observar, ella replicaba:

—Si esa mujer tiene tan pura casta, ¿quién la hace venir a una casa brahmo? Aquí no podemos tolerar esas ridículas distinciones.

En tales momentos, su sentido del deber rayaba en el fanatismo.

—El Brahmo Samaj se está volviendo muy blando en las cuestiones sociales; he aquí por lo que hace menos que antes en pro de la sociedad.

Y continuaba hablando hasta que dejaba bien sentado que ella, por su parte, no estaba dispuesta a mostrarse tan blanda. No y mil veces no, mientras le quedase un átomo de fuerza. Si su actitud era mal interpretada, tanto peor; si su propia familia se alzaba contra ella, estaba dispuesta a soportarlo. Y en conclusión, no olvidaba recordar a su auditorio que todos los santos del mundo que hicieron algo grande tuvieron que soportar insultos y vejaciones.

Pero Harimohini no se incomodaba por nada: al contrario, parecía gozarse en aquella penitencia. Las penalidades que le causaba aquel ascetismo voluntario estaban en consonancia con el tormento que le devastaba el espíritu. Vencía al dolor recibiéndolo con los brazos abiertos.

Cuando Harimohini descubrió que el suministro de agua para su cocina era causa de discordia, renunció a guisar, y se alimentaba de leche y fruta que previamente ofrecía a su dios. Sucharita estaba muy apenada por ello, pero su tía le dijo, para consolarla:

—Pero si esto es muy bueno para mí, querida. Es una necesaria disciplina que me produce gran contento, no dolor.

—Tía —repuso Sucharita—, si yo dejara de tomar agua y alimentos de manos de los criados de baja casta, ¿me permitirías que te sirviera?

—Tú debes obrar conforme a tus creencias. No quiero que por mi causa emprendas un camino distinto. Con sólo tenerte a mi lado estoy contenta. Paresh Babu ha sido como un padre, como un guru para ti. Debes honrar sus enseñanzas. Dios te bendecirá por ello.

Harimohini, por su parte, soportaba con tal placidez todas las molestias que él infligía la señora Baroda que no parecía ni apercibirse de ellas, y cuando, cada mañana, subía Paresh Babu a interesarse por ella, contestaba invariablemente:

—No; muchas gracias. Estoy perfectamente.

Pero aquellas desatenciones mortificaban a Sucharita. No era persona dada a quejarse, y en presencia de Paresh Babu ponía especial cuidado en que no se escapara de sus labios ni una palabra en contra de Baroda. Pero aunque sufría en silencio, sin mostrar el menor resentimiento, aquella situación la acercaba más a su tía, y al fin, a pesar de las protestas de Harimohini, poco a poco fue encargándose de satisfacer las necesidades de la mujer.

Cuando Harimohini vio las molestias que ocasionaba a Sucharita, decidió volver a prepararse la comida ella misma, y Sucharita le dijo entonces:

—Tía, regularé mi conducta de acuerdo con lo que tú me digas; pero has de permitirme que te traiga el agua. No admito negativas.

—Hija —dijo Harimohini—, no te ofendas; pero tendré que ofrecer esa agua a mi dios.

—¿Es que tu dios pertenece también a la sociedad ortodoxa? —protestó Sucharita—. ¿También él puede contaminarse?

Al fin, Harimohini tuvo que darse por vencida, y aceptó sin reservas los servicios de su sobrina. También Satish, en imitación de su hermana, se empeñó en compartir la comida de su tía, y al fin los tres llegaron a formar como una pequeña familia en un rincón de la casa de Paresh Babu. Lolita era el único puente que existía entre las dos divisiones, pues la señora Baroda ponía buen cuidado en que ninguna de sus otras hijas se acercara al aposento de Harimohini, y también a Lolita se lo hubiera prohibido de buena gana, si se hubiese atrevido.