CAPÍTULO XXXVIII

Con la llegada de la tía de Sucharita, Harimohini, la paz se vio totalmente turbada en casa de Paresh Babu. Antes de entrar en detalles, digamos algo de Harimohini, con las mismas palabras que ella empleó al referir su vida a Sucharita.

—Yo tenía dos años más que tu madre. El cariño con que se nos trataba en casa de nuestro padre está por encima de toda ponderación. En la casa no había más que niños, y nuestros tíos nos adoraban.

»Cuando cumplí los ocho años, por mi matrimonio, entré a formar parte de una familia de Palsha, la de los Roy Chowdhuries, tan rica como noble. Pero estaba escrito que yo no había de ser feliz, pues entre mi padre y mi suegro se produjo cierto malentendido con motivo de mi dote, y durante mucho tiempo, la familia de mi esposo no nos perdonó lo que ellos llamaban la tacañería de mi padre. Solían amenazarme diciendo: “¿Qué ocurriría si nuestro niño vuelve a casarse? ¡Nos gustaría ver cuál sería entonces tu situación!”

»Cuando mi padre advirtió mi desgracia, juró que no casaría a su otra hija con familia opulenta, y he aquí por qué no buscó para tu madre marido rico.

»En casa de mi marido, la familia era muy numerosa y, a pesar de que yo no contaba más que nueve años de edad, se me obligaba a ayudar a guisar para sesenta o setenta personas. No podía comer hasta que todos estaban servidos, y a menudo tenía que contentarme con un plato de arroz o arroz con dal. Rara vez tomaba mi primera colación antes de las dos, y muchos días estaba sin comer hasta la noche. Y tan pronto terminaba mi almuerzo tenía que empezar a preparar la cena, que yo no podía probar hasta las once o las doce de la noche. No se me destinó lugar para dormir, y tenía que pasar la noche con el que buenamente me hacía un hueco, y muchas veces, sin colchón.

»Aquel desprecio de que deliberadamente se me hacía objeto no dejó de surtir efecto en mi esposo, que durante mucho tiempo se mantuvo alejado de mí.

»Yo tenía diecisiete años cuando nació mi hija Monorama. El haber dado a luz una niña empeoró todavía más mi situación. No obstante, la pequeña fue una gran alegría y un consuelo para mí, privada la criatura del afecto de su padre y despreciada por toda la familia, la consideré algo más valioso que la vida misma.

»Al cabo de tres años tuve un hijo varón, y entonces mi situación mejoró y pasé a ocupar el puesto de señora de la casa. No conocí a mi suegra, y el padre de mi esposo murió dos años después del nacimiento de Monorama. Después de su muerte, mi esposo y sus hermanos menores recurrieron a la ley para dividir los bienes de la familia, y, al fin, gastados en litigios una parte de las propiedades, se separaron.

Cuando Monorama estuvo en edad de casarse, me entró tal pánico a perderla que la di en matrimonio a una familia que vivía en Shimula, pueblo situado a diez millas de Palsha. El novio era un muchacho guapísimo, un verdadero kartik[14]. Sus facciones eran tan bellas como clara su tez, y, además, pertenecía a una familia acomodada.

»La providencia me permitió entonces gustar la felicidad. Aquel breve espacio de tiempo en que me vi libre de tribulaciones me recompensó de los años de sufrimiento que antes tuve que soportar. Al fin, conquisté el amor y el respeto de mi esposo, hasta el punto de que no tomaba ninguna decisión importante sin antes consultar conmigo. Pero aquello era demasiado bueno para que pudiera durar. En la región se declaró una epidemia de cólera y en el plazo de cuatro días perdí a mi esposo y a mi hijo. Dios debió conservarme la vida para enseñarme que el hombre puede soportar hasta aquello que parece más insoportable.

»Poco a poco fui conociendo a mi yerno. ¿Quién hubiera podido imaginar que tras aquel físico tan agradable se escondía una víbora? Mi hija me ocultaba que su marido se emborrachaba junto con otros compinches, y cuando él venía a pedirme dinero con algún pretexto, yo me sentía halagada, pues no tenía a nadie más en el mundo para quien ahorrar.

»Pero muy pronto mi hija me prohibió que le diera una moneda más.

»“Le estás pervirtiendo —me dijo—. Nadie sabe cómo gasta lo que le das.”

»Pensé que Monorama temía que la familia de su marido se disgustaría con él por aceptar dinero de los parientes de su esposa, y fui lo bastante necia para seguir dándole dinero en secreto.

»Cuando mi hija se enteró, vino a contármelo todo, deshecha en llanto. Ya puedes imaginarte cuál fue mi desesperación. ¡Y pensar que era uno de los hermanos de mi esposo el que le daba mal ejemplo!

»Cuando no quise darle nada más, él dedujo que mi hija me había puesto al corriente de todo, y dejó de disimular. Entonces le dio por maltratar a Monorama cruelmente. Llegaba a insultarla en presencia de extraños, por lo que, sin que mi hija se enterara, tuve que volver a darle dinero, aun sabiendo que le ayudaba a condenarse. Pero, ¿qué podía hacer yo? ¡No iba a consentir que siguiera atormentando a Monorama!

»Y un día… ¡Qué bien lo recuerdo! Estábamos a finales de febrero. Aquel año, el buen tiempo había empezado muy pronto. Los mangos del jardín de detrás de la casa estaban cargados de flor. A mediodía, un palanquín se detuvo delante de nuestra puerta. De él bajó Monorama que, con la sonrisa en los labios, se acercó a mí y tomó el polvo de mis pies.

»”Bien, Monu —dije yo al verla—, ¿qué noticias traes?”

»”¿Es que no puedo venir a ver a mi madre sin que tenga que traerle una noticia?” —replicó Monorama sin dejar de sonreír.

»La suegra de mi hija, una buena mujer, me mandó un mensaje que decía: “Monorama está encinta, y creo que será mejor que esté con su madre hasta que haya nacido la criatura.” Naturalmente, yo creí que ésta era la verdadera razón de la visita. ¿Cómo iba a figurarme que, a pesar de su estado, mi hija era maltratada por su marido, y que su suegra la mandaba a mi casa para evitar una desgracia?

»Monorama obró, pues, de acuerdo con su suegra para mantenerme en la ignorancia. Y cada vez que yo pretendía ungirla con aceites o ayudarla a tomar el baño, ella me despedía con una excusa. ¡No quería que viera las señales de los golpes de su marido!

»Mi yerno fue varias veces a mi casa a reclamar a su mujer, pues sabía que mientras estuviera conmigo le sería difícil sacarme dinero. Pero incluso esto dejó pronto de ser obstáculo para él y no dudaba ya en pedir hasta en presencia de Monorama. Mi hija se mostraba firme y me decía que no le escuchara, pero el temor de que él la hiciera objeto de su cólera no me dejaba ser fuerte.

»Al fin, Monorama dijo:

»—Madre, permite que me encargue de tu dinero.

—Y tomó posesión de mi cofre y mis llaves. Cuando mi yerno descubrió que ya no había posibilidad de sacarme más dinero y que no le era posible quebrantar la voluntad de Monorama exigió que su esposa volviera con él. Yo traté, entonces, de persuadir a Monorama.

»—Dale lo que pida, querida —le dije—, para que nos deje tranquilas. De lo contrario, quién sabe de lo que puede ser capaz.

»Pero Monorama era tan firme como cariñosa.

»—Nunca, madre. No puede ser.

»Un día, vino su esposo con los ojos inyectados en sangre y dijo:

»—Mañana por la tarde enviaré un palanquín, y si no dejas que mi mujer vuelva a casa tendrás que atenerte a las consecuencias, te lo advierto.

»Cuando, al día siguiente, al caer la tarde, llegó el palanquín, dije a Monorama:

»—Sería arriesgado resistirse ahora, querida; pero la semana que viene mandaré a alguien a buscarte.

»—Deja que me quede un poco más —suplicó ella—. No me atrevo a marcharme esta noche. Diles que vuelvan dentro de unos días.

»—Querida, si ahora despido al palanquín, ¿quién podrá contener la furia de tu turbulento marido? No, Monu; será mejor que te vayas hoy.

»—Madre, otro día —insistió ella—. Mi suegro regresa de viaje a mediados de phalgun. Entonces me marcharé.

»Yo seguí insistiendo y, al fin, Monorama accedió. Mientras ella se preparaba, yo me ocupé de los criados que habían venido con el palanquín, y ni siquiera tuve tiempo de ayudarla a arreglarse, de hacerle su pastel favorito ni de cambiar unas palabras con ella. Antes de subir al palanquín, Monorama se inclinó a mis pies y me dijo:

»—¡Madre…, adiós!

»Yo no sabía que aquel adiós era el último. Aún hoy se me parte el corazón al pensar que ella no quería marchar y que yo la obligué. Es una herida que nunca se cicatrizará.

»Aquella misma noche, Monorama murió de un aborto, y antes de que la noticia llegara a mí su cuerpo fue apresuradamente incinerado en secreto.

»No puedes imaginarte la agonía que es sufrir un dolor sin poder hacer ni decir nada. Ni el llanto de toda una vida puede diluirlo. Pero mis penas no acabaron con la pérdida de mis seres queridos.

»Después de la muerte de mi esposo y de mi hijo, mis cuñados empezaron a codiciar mis bienes. Sabían que a mi muerte iban a pasar a sus manos, pero no tenían paciencia para esperar tanto. No se lo reprocho, pues ¿acaso no es un crimen que una desdichada como yo siga viviendo? ¿Cómo puede esperarse de los que tienen un sinfín de necesidades, que soporten al que no tiene ya ninguna, y que les cierra el paso a conseguir aquello que puede satisfacerlas?

»Mientras vivió Monorama, yo defendí mis derechos con firmeza, pues deseaba ahorrar para ella. Pero mis cuñados no lo soportaban; les parecía un robo. Yo tenía un buen aliado, un antiguo y fiel servidor de mi esposo, llamado Nilkanta. Cuando, para que me dejasen en paz, le propuse que buscase una fórmula de compromiso, él dijo:

»—Ya veremos quién nos priva de nuestros justos derechos.

»Fue mientras yo luchaba por esos derechos con mayor brío cuando murió Monorama. Y ya al día siguiente al de su muerte, vino a verme uno de mis cuñados y me aconsejó que renunciara a mis propiedades y me dedicara a la vida ascética.

»—Hermana —me explicó—, es evidente que Dios no desea que lleves una vida mundana. ¿Por qué no te retiras a algún lugar sagrado y te consagras a la religión? Nosotros nos ocuparemos de tu sustento.

»Entonces, mandé llamar a mi preceptor espiritual y le pregunté:

»—Dime, maestro, qué tengo que hacer para sobrellevar esta desgracia. Me consume un fuego insaciable, y no puedo escapar de esta angustia.

»Mi guru me llevó entonces al templo y, señalando la imagen de Krishna, me dijo:

»—He aquí a tu esposo, a tu hijo. Sírvele y adórale, y tus deseos quedarán satisfechos y el vacío de tu alma será colmado.

»Y empecé a pasar los días en el templo, tratando de dar a Dios todos mis pensamientos. Pero ¿cómo podía yo dárselos si Él no los aceptaba? ¡Y todavía, ay, no los ha aceptado!

»Llamé a Nilkanta y le dije:

»—Nil-Dada, he decidido renunciar al usufructo de los bienes de mi esposo, en beneficio de mis cuñados, a cambio de una pequeña pensión.

»Pero Nilkanta respondió:

»—No; eso no puede ser. Tú eres una mujer; no te ocupes de negocios.

»—Pero ¿qué falta me hace a mí la propiedad?

»—¡Vaya idea! —exclamó Nilkanta—. ¡Renunciar a nuestros derechos! No sueñes siquiera en semejante locura.

»Para Nilkanta no había nada más sagrado que los propios derechos. Pero yo me encontraba ante un atroz dilema. Había llegado a detestar los bienes materiales y, no obstante, renunciar a ellos era contrariar a Nilkanta, el único amigo que me quedaba.

»Al fin, un día, sin que se enterara Nilkanta, puse mi firma en un documento. No acababa de comprender su significado, pero como no deseaba nada no temía que me estafaran. Pensé que era justo que el patrimonio de mi suegro pasara a sus hijos.

»Cuando el documento estuvo registrado, llamé a Nilkanta y le dije:

»—Nil-Dada, no te enfades conmigo, te lo suplico. He renunciado a la propiedad. Ya, ¿para qué la quiero?

»—¿Qué dices? —exclamó Nilkanta, escandalizado—. ¿Qué es lo que has hecho?

»Cuando leyó la copia del documento y vio que en realidad había renunciado a todo, su indignación no tuvo límites. Desde la muerte de su amo, el único objeto de su vida fue defender mis derechos. A ello consagró todos sus pensamientos y todos sus desvelos. Visitar a jurisconsultos y escarbar en las leyes había llegado a ser el único aliciente de su vida. El buen hombre había descuidado hasta sus propios negocios para ocuparse de los míos. Cuando vio que, de un plumazo, esta necia había deshecho toda su obra, no pudo contener su indignación.

»—Bien, bien —dijo al cabo—. He terminado con los negocios de esta hacienda. Me marcho.

»Que Nil-Dada se marchara enojado era el colmo de mis desventuras. Yo le rogué que no me dejara.

»—Dada, no te enfades. Tengo algún dinero ahorrado. Toma estas quinientas rupias y con mi bendición dáselas a tu hijo el día de su boda para que pueda comprarle alhajas a su esposa.

»—¿Para qué quiero el dinero? —exclamó Nilkanta—. ¿Qué son quinientas rupias si he perdido la hacienda de mi señor? Quédate con ellas.

»Y con estas palabras, mi último amigo me abandonó.

»Me refugié en el templo, pues mis cuñados me repetían continuamente:

»—Retírate a algún lugar sagrado.

»Al principio, yo respondía:

»—La casa ancestral de mi esposo es mi lugar sagrado. La morada del dios de mi familia será mi refugio.

»Pero mi presencia les estorbaba. Llevaron sus muebles a la casa y se distribuyeron todas las habitaciones. Al fin, me dijeron:

»—Llévate al dios de la familia, si lo deseas; no tenemos inconveniente. —Y, al ver que todavía dudaba, preguntaron—: ¿De qué piensas vivir?

»—La pensión que me habéis asignado bastará para mi sustento —respondí yo.

»Pero ellos simularon no comprender.

»—¿A qué te refieres? Nunca se habló de ninguna pensión.

»Y un día, treinta y cuatro años después de mi matrimonio, abandoné la casa de mi marido, llevando conmigo a mi dios. Fui en busca de Nil-Dada, pero me dijeron que se había ya retirado a Brindaban.

»Me uní entonces a un grupo de peregrinos que se dirigían a Benarés; pero tampoco con ellos encontré la paz. Cada día, le pedía a mi dios que se hiciera tan real como mi esposo y mis hijos; pero él no escuchaba mi súplica. Mi corazón no ha encontrado aún el consuelo, y mi alma y mi cuerpo están anegados en llanto. ¡Dios mío, qué dura y cruel es la vida!

»Desde el día en que, a los ocho años de edad, salí de casa de mi padre para ir a la de mi marido, no había vuelto a ella.

»Supliqué que me dejaran asistir a la boda de tu madre, pero en vano. Luego me enteré de tu nacimiento y, años más tarde, de la muerte de mi hermana: pero Dios no me permitió abrazaros hasta este momento en que, habiendo perdido a vuestra madre, puedo llamaros hijos.

»Cuando vi que, a pesar de haber recorrido muchos lugares de peregrinación, mi espíritu seguía sediento de afecto, empecé a buscaros. Me enteré de que vuestro padre había abandonado la religión ortodoxa, pero ¿qué importancia tenía eso? ¿Acaso no fue vuestra madre hermana mía?

»Al fin descubrí vuestro paradero y vine desde Benarés con unos amigos. Me han dicho que Paresh Babu no honra a nuestros dioses, pero basta con mirarle para darse cuenta de que los dioses le honran a él. Para agradar a Dios no basta con ofrecerles ofrendas, bien lo sé. Quisiera descubrir cómo ha conseguido Paresh Babu ganarse su favor.

»Lo cierto es, hija, que todavía no me ha llegado la hora de retirarme del mundo. No estoy dispuesta a vivir en soledad. Cuando Él quiera, podré hacerlo; pero, entretanto, no puedo soportar la idea de separarme de vosotros, pues me parece que he vuelto a encontrar a mis hijos.»