CAPÍTULO XXXII

Binoy marchó a casa de Anandamoyi, humillado y furioso consigo mismo. ¿Por qué no habría ido directamente a ver su madre? ¡Qué necio fue al pensar que Lolita le necesitaba! Dios le había castigado por no haberlo dejado todo para ir a ver a Anandamoyi en cuanto llegó a Calcuta… Y la pregunta tuvo que salir de labios de Lolita. «¿No deberías ir a ver a la madre de Gour Babu?» ¿Sería posible que por un momento Lolita hubiera podido pensar en la madre de Gora más que el propio Binoy? Lolita sólo sabía de ella que era la madre de Gour Babu; pero para Binoy era la imagen de todas las madres del mundo. Anandamoyi acababa de tomar un baño y estaba sentada en su habitación, meditando a solas, cuando entró Binoy y se postró a sus pies:

—¡Madre!

—¡Binoy! —dijo ella acariciándole el cabello.

¿Qué voz más sublime que la de una madre? Su nombre, pronunciado por Anandamoyi tuvo la virtud de calmarle. Haciendo un esfuerzo por dominar su emoción dijo suavemente:

—Madre, he tardado mucho en venir.

—Lo sé todo, Binoy —dijo Anandamoyi quedamente.

—¿Te has enterado de la noticia?

Gora le había escrito desde el cuartel de la policía, mandando la carta por mediación de un abogado. En ella, le comunicaba que tal vez tuviera que ir a la cárcel. Al final, escribía:

«La cárcel no hará ningún daño a tu Gora, pero él no podrá soportarla si a ti te causa el más leve dolor. Tu aflicción es su único castigo…; el magistrado no podría infligirle otro. Pero, madre, no debes pensar tan sólo en tu hijo. En la cárcel hay otros muchos hombres que tienen madre y que no están encerrados porque hayan delinquido. Yo he querido ponerme a su lado y compartir sus penas. Si este deseo mío se cumple ahora, que ello no te entristezca.

»Tú tal vez no lo recuerdes, pero en el año del hambre, un día dejé la bolsa del dinero encima de la mesa de mi habitación que da a la calle. Cuando volví, a los pocos minutos, la bolsa había desaparecido. Estaban en ella las cincuenta rupias de mi beca, que yo tenía destinadas para comprarte un lavapiés de plata. Mientras ardía de cólera contra el ladrón, Dios me hizo recobrar el sentido y me dije: “Ese dinero es mi donativo al infeliz que, acuciado por el hambre, lo ha robado.” Al momento se desvaneció mi furia y mi mente quedó en paz. Así, hoy me digo, también: ”Voy a la cárcel por mi voluntad, sin pesadumbre ni enojo; simplemente, a acogerme a su asilo.” Existen ciertas incomodidades en cuanto a comida y otras cosas, pero durante mi último viaje he aceptado la hospitalidad de gentes de todas las clases y condiciones, en cuyas casas a menudo tuve que prescindir de lujos e incluso de cosas necesarias. Lo que aceptamos de buen grado deja de ser una molestia. Ten la seguridad de que nadie me lleva a la cárcel a la fuerza, sino que voy a ella por mi voluntad.

»Mientras disfrutamos de las comodidades de nuestra casa, no podemos darnos cuenta del inmenso privilegio que es tener el aire y la luz del exterior y nos olvidamos de los que, con culpa o sin ella, son sometidos a insulto y a encierro y quedan privados de este don de Dios. No pensamos en esas gentes ni nos sentimos ligados a ellas. Yo quiero ahora ser marcado con el mismo estigma que ellos, en lugar de escapar pasándome a esa mayoría de pazguatos disfrazados de personas respetables.

»Madre, durante estos últimos días he aprendido mucho. Quienes se dan por satisfechos adoptando la postura de jueces son, en su mayoría, dignos de lástima. Los que están en la cárcel pagan las culpas de quienes juzgan al prójimo, pero no a sí mismos. Muchos son los que tienen parte en la perpetración de un delito, pero sólo unos pocos desgraciados lo purgan. Cuándo, cómo y dónde expiarán su culpa los que ahora viven cómodamente es algo que no sabemos. Pero, por lo que a mí respecta, yo denuncio esa falsa respetabilidad y prefiero llevar en mi pecho la marca de la infamia humana.

»Madre, dame tu bendición, y no llores por mí. Sree Krishna llevó en el pecho la señal de la coz de Bhrigu durante toda su vida, y, del mismo modo, los embates de la arrogancia van dejando una huella más y más profunda en el pecho de Dios. Si Él acepta esta señal como si fuera un ornato, ¿por qué habías de sufrir por mí, qué causa tienes para afligirte?»

Al recibir esta carta, Anandamoyi intentó convencer a Mohim para que fuese a ver a Gora, pero él respondió:

—¿Y la oficina? El sahib no me daría permiso.

Y la emprendió con Gora, por su atolondramiento e insensatez.

—Uno de estos días me voy a encontrar en la calle, simplemente a causa de nuestro parentesco —dijo para terminar.

Anandamoyi no consideró necesario ni siquiera abordar a Krishnadayal, pues en lo referente a Gora procuraba evitar hasta el más leve roce con su esposo. Sabía que Krishnadayal nunca le quiso como a un hijo; al contrario, le miraba con cierta hostilidad. Gora se interpuso entre los dos, como la cordillera Vindhya, separando su vida conyugal. A un lado, Krishnadayal con el aparato de su estricta ortodoxia; al otro, Anandamoyi con su intocable Gora. Era como si entre las dos únicas personas que sabían la verdad del origen de Gora hubiera acabado todo contacto.

Y de este modo, el cariño que Anandamoyi profesaba a Gora se había convertido en su propio tesoro. Ella procuraba por todos los medios que la vida del muchacho en el seno de aquella familia, donde él no podía menos que sentirse a disgusto, fuera llevadera. Deseaba evitar a toda costa que alguien pudiera decir: «Esto nos ha ocurrido por culpa de tu Gora, nos calumnian por culpa de tu Gora o hemos sufrido esa pérdida por culpa de tu Gora.» Sentía que todo el peso de su hijo gravitaba sobre ella. ¡Y no era precisamente fácil de soportar! Era toda una hazaña impedir que su presencia se hiciera notar violentamente.

Hasta entonces, ejerciendo constante vigilancia, había conseguido educarle en aquel ambiente antagónico. Rodeada de la hostilidad de su familia, tuvo que sufrir insultos y pesadumbres, sin poder compartirlos con nadie.

Cuando Mohim salió de la habitación, Anandamoyi permaneció sentada en silencio junto a la ventana, y vio a Krishnadayal volver de su baño matutino, con la sagrada arcilla del Ganges esparcida por la frente, el pecho y los brazos, recitando sagradas mantras. Cuando estaba así purificado, nadie, ni siquiera Anandamoyi, podía acercársele. ¡Prohibición, prohibición y nada más que prohibición!

Dando un suspiro, se apartó de la ventana y entró en la habitación de Mohim; estaba sentado en el suelo, leyendo el periódico, mientras un criado le friccionaba el pecho con aceite, operación que precedía al baño matinal. Anandamoyi le dijo:

—Mohim, busca a alguien que pueda acompañarme. Quiero ir a ver a Gora. Parece decidido a ir a la cárcel; pero supongo que me dejarán verle antes de que se dicte la sentencia.

A pesar de su aparente brusquedad, Mohim profesaba a Gora verdadero afecto.

—¡Maldito individuo! —gritó—. ¡Por mí, puede ir a la cárcel! ¡El vagabundo ese…! Lo que me sorprende es que no le encerraran hasta ahora.

No obstante sus palabras, se apresuró a llamar a Ghosal, su hombre de confianza, al que despachó al momento con algún dinero para gastos legales; decidió también que si su jefe le daba permiso y la señora de su casa consentía, él mismo se desplazaría.

Anandamoyi sabía que Mohim era incapaz de ver a Gora en un apuro sin hacer algo para ayudarle, y cuando le vio dispuesto a hacer lo poco que podía hacerse, no tuvo más que decir. Sería imposible convencer a un miembro de aquella ortodoxa familia para que la acompañara, a ella, la señora de la casa, al calabozo donde se encontraba Gora, a arrostrar las miradas de curiosidad y los comentarios de la gente. Así, pues, renunció a insistir en su propósito y volvió a su habitación con los labios apretados y la sombra de un dolor contenido en los ojos. Cuando Lachmiya prorrumpió en sonoros lamentos, la reprendió y la echó fuera. Siempre fue su costumbre sufrir en silencio. La alegría y el dolor la encontraban tranquila. Sólo Dios conocía las fatigas de su corazón.

Binoy no acertaba a descubrir qué consuelo podía ofrecer a Anandamoyi y, después de pronunciar las primeras frases, guardó silencio. Y es que ella no buscaba el consuelo de los demás; al contrario, rehuía hablar de todo aquello que no tenía remedio. Por lo que, evitando volver sobre el tema, dijo tan sólo:

—Binu, veo que aún no has tomado tu baño. Ve a prepararte, pues se hace tarde para el desayuno.

Cuando Binoy se hubo bañado, se sentó a desayunar. Al ver el sitio que quedaba vacío a su lado, Anandamoyi sintió que se le partía el corazón. Pensó en Gora, que tendría que comer la bazofia de la cárcel y, sin poderlo resistir, salió de la habitación dando una excusa.