CAPÍTULO XXXI

En el mismo instante en que Satish descubrió a Binoy y Lolita, echó a correr hacia ellos y, tomando a cada uno de una mano preguntó:

—¿Dónde está Sucharita? ¿No viene con vosotros?

Binoy echó mano al bolsillo y miró a su alrededor.

—¡Sucharita! —gritó—. ¿Dónde puede estar? ¡Por Júpiter, se ha perdido!

—¡No seas tonto! —exclamó Satish dándole un empujón—. Dime, Lolita Didi, ¿dónde está?

—Sucharita llegará mañana —contestó Lolita, dirigiéndose al gabinete de Paresh Babu.

Satish trató de arrastrarles consigo, mientras decía:

—Venid a ver quién está aquí.

—Déjanos ahora —dijo Lolita, desasiéndose—. Quiero ver a padre.

—Padre ha salido —explicó Satish— y tardará en volver.

Al oír esto, Binoy y Lolita agradecieron el respiro.

—¿Quién dices que ha venido? —preguntó Lolita.

—¡No os lo digo! Binoy Babu, vamos a ver si lo adivinas. ¡Pero no podrás! Estoy seguro.

Binoy empezó a sugerir una serie de nombres a cual más imposible, como Nawab Surajuddaula, el rey Nabakrishna e incluso Nandakumar. Satish negaba con voz chillona, dando pruebas concluyentes de la imposibilidad de que aquellos personajes estuvieran en la casa. Binoy reconoció su derrota, y dijo humildemente:

—Tienes razón; se me olvidaba que Nawab Surajuddaula encontraría muchos inconvenientes en esta casa. Deja que vaya tu hermana a investigar el misterio y, después, si es necesario, me llamas.

—No; tenéis que venir los dos.

—¿A qué habitación hemos de ir? —preguntó Lolita.

—Al último piso.

En un rincón de la azotea de la casa había un cuartito con un porche orientado a mediodía. Obedientes, subieron la escalera en pos de Satish y, al llegar a la terraza, vieron, debajo del porche, sentada en una alfombrilla a una mujer ya madura, con lentes, que leía el Ramayana. Una de las varillas de sus lentes estaba rota y ella la había sustituido por un cordel, que le colgaba sobre la oreja. Aparentaba tener unos cuarenta y cinco años. Su cabello empezaba a escasear sobre la frente, pero su tez era lozana y su rostro redondo como una fruta madura. Tenía entre las cejas una marca indeleble, pero no llevaba adornos y su traje era como el de las viudas.

Al ver a Lolita, la mujer se quitó inmediatamente las gafas, dejó el libro y la miró fijamente. Luego, al distinguir a Binoy, se levantó apresuradamente, echándose el sari por la cabeza e iba ya a retirarse al interior de la habitación, cuando Satish la detuvo, diciendo:

—Tía, ¿por qué te marchas? Son mi hermana Lolita y Binoy Babu. Mi hermana mayor llegará mañana.

Esta breve presentación pareció suficiente, pues era indudable que Satish había hecho ya una minuciosa descripción de su amigo ya que cuando encontraba un tema de su agrado no se reservaba nada.

Lolita no sabía qué decir, ni se imaginaba quién podía ser aquella tía de Satish. Pero al ver que Binoy la saludaba sin vacilar inclinándose a coger el polvo de sus pies, ella le imitó.

La tía sacó una alfombra grande y mientras la extendía les dijo:

—Siéntate, hijo; siéntate, madrecita.

Cuando Binoy y Lolita estuvieron sentados, ella volvió a instalarse en su alfombra y Satish se le echó sobre el regazo. Rodeando al niño con un brazo, dijo a los recién llegados:

—Probablemente no me conoceréis. Soy tía de Satish. Su madre era hermana mía.

En la expresión de su rostro y en el tono de su voz, más que en aquellas breves palabras, se advertía que la vida de aquella mujer había sido purificada por las lágrimas.

Cuando dijo: «Soy tía de Satish», estrechando al niño contra su pecho, Binoy, sin saber por qué, sintió por ella una profunda compasión, y le dijo:

—No está bien que seas tía sólo de Satish. Tendré que enfadarme con él si insiste en monopolizarte de ese modo. Ya es bastante que se empeñe en llamarme Binoy Babu, en lugar de Dada, para que encima me escamotee una tía.

Binoy sabía ganarse a la gente, y, al momento, aquel muchacho simpático y de rostro inteligente fue con Satish copropietario del corazón de la mujer.

—¿Y dónde está, pues, mi hermana, tu madre, hijo?

—Murió hace ya largos años —respondió Binoy—, pero no puedo decir que no tenga madre.

Y al pensar en Anandamoyi sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

Pronto estuvieron hablando tan animadamente que nadie hubiera dicho que acababan de conocerse. Satish metía baza en la conversación de vez en cuando, pero Lolita permanecía callada.

Lolita fue siempre una muchacha muy reservada; le costaba dar familiaridad a las personas que no conocía bien. Además estaba intranquila. No acababa de gustarle la franqueza con que Binoy trataba a la desconocida. Le reprochaba aquella volubilidad y el que no comprendiera la difícil situación en que ella estaba colocada. Claro que tampoco le hubiera parecido bien que él se mostrase silencioso y taciturno. En tal caso le habría reprochado la impertinencia de querer cargar con una responsabilidad que sólo incumbía a ella y a su padre.

Lo cierto era que lo que por la noche le había parecido música, le crispaba los nervios, y nada de lo que pudiera hacer Binoy le sentaba bien. ¡Sólo Dios sabía el remedio a este mal! ¿Por qué tachar de insensatas a las mujeres cuya vida es toda desasosiego porque el corazón les haga marchar por extraños derroteros? Si el fundamento del amor es bueno, el mandato del corazón resulta tan dulce y tan sencillo que el intelecto tiene que esconder la cabeza, avergonzada; pero si existe algún defecto en este fundamento, el intelecto no consigue corregirlo y resulta ocioso pedir explicaciones sobre la atracción o la repulsa, la risa o el llanto.

Pasaba el tiempo y Paresh Babu no volvía. El impulso de levantarse y marcharse a casa era cada vez más fuerte en Binoy, que procuraba dominarlo impidiendo que la conversación con la tía de Satish decayera ni un instante. Al fin Lolita no pudo aguantar más y le interrumpió bruscamente, diciendo:

—¿A quién estás esperando? ¡Quien sabe a la hora que volverá mi padre! ¿No sería mejor que fueras a ver a la madre de Gourmohan Babu?

Binoy se encogió visiblemente. Conocía bien aquel tono. Lanzó una rápida mirada al rostro de Lolita y se puso en pie de un salto con la misma rapidez con que se endereza el arco al ser disparada la flecha. ¿A quién estaba esperando? Nunca presumió que su presencia fuera indispensable; se hubiera despedido en la puerta si Lolita no le hubiese invitado a entrar. ¡Y que le preguntase a quién esperaba…!

Lolita se sorprendió de la presteza con que se levantó Binoy. Vio que de su rostro se había borrado su habitual sonrisa al igual que se apaga la llama de una vela a un soplo de aire. Nunca le había visto tan alicaído, tan dolido, y al mirarle sintió como un latigazo de remordimiento.

Satish se levantó de un brinco y colgándose de la manga de Binoy se puso a rogar y suplicar:

—Binoy Babu, siéntate, no te vayas… Tía, por favor, pide a Binoy que se quede a desayunar… Lolita ¿por qué le has dicho que se fuera?

—No, Satish, muchacho, hoy no —dijo Binoy—. Si la tía es tan amable que no se olvida de mí, en otra ocasión vendré a tomar algo. Hoy es demasiado tarde.

Incluso la tía de Satish advirtió el dolor que había en su voz y sintió lástima del muchacho. Miró tímidamente a Binoy y a Lolita y se dijo que entre bastidores aquellos muchachos estaban representando algún drama.

Lolita se excusó y se retiró a su habitación, a llorar.