CAPÍTULO XXX

Tan pronto llegaron a Calcuta, Binoy acompañó a Lolita a casa de Paresh Babu.

Antes de haber estado juntos en el vapor, Binoy no sabía cuáles eran en realidad sus sentimientos hacia Lolita. Sus disputas le absorbían por completo, y cuando estaba con ella no pensaba más que en el modo de concertar la paz con la indomable muchacha.

Sucharita surgió en el horizonte de Binoy como la estrella de la tarde, irradiando la dulzura de la femineidad, y él sintió que su espíritu se ensanchaba y completaba ante aquella maravillosa manifestación. Pero después aparecieron otras estrellas; no podía recordar con claridad el momento en que la primera, la que le había anunciado aquel derroche de luz, había vuelto a desaparecer tras la línea del horizonte.

En el mismo instante en que la rebelde Lolita subía al vapor, Binoy se dijo: «Lolita y yo estamos ahora solos, uno al lado de otro, frente al resto de la sociedad», y no conseguía desterrar de su mente el pensamiento de que, en su tribulación, Lolita había abandonado a todos para unirse a él. Fueran cuales fueran sus razones o sus propósitos, era evidente que, para Lolita, Binoy no era ya simplemente un amigo. Solo junto a ella; su familia estaba lejos y él, cerca, y este sentido de la proximidad hacía estremecer su corazón como el parpadeo de una chispa entre nubes cargadas de electricidad.

Cuando Lolita se retiró a su camarote, Binoy, completamente desvelado, se descalzó y se puso a pasear silenciosamente por cubierta. En realidad, no había ninguna necesidad de guardar a Lolita durante el viaje, pero Binoy se sintió incapaz de renunciar al placer que le brindaba aquella inesperada responsabilidad que había caído sobre sus hombros, y se aprestó a montar la guardia.

Había una inefable profundidad en lo oscuro de la noche. El cielo, limpio de nubes, estaba lleno de estrellas. Los árboles que bordeaban la orilla formaban una masa negra, como sólido plinto sobre el que se asentara el firmamento. A los pies de Binoy, rápidas y silenciosas fluían las aguas del ancho río.

Y en medio de todo aquello, dormía Lolita. Sólo esto: Lolita le había confiado su hermoso y tranquilo sueño; nada más. Y Binoy había aceptado el cargo como si fuera el más precioso de los dones, y la custodiaba como se merecía.

Ni su padre ni su madre ni nadie de su familia estaban allí; y, no obstante, Lolita podía confiar su hermoso cuerpo a aquella cama extraña y dormir sin cuidado ni temor, moviendo el pecho al compás del ritmo del poema de su sueño; ni un solo mechón de sus perfectas trenzas fuera de lugar; sus manos, suaves y femeninas, descansando sobre la colcha en confiado abandono; sus inquietos pies, inmóviles al fin, como la cadencia recién apagada de la música de un festival que acabara de concluir… Ésta era la imagen que llenaba la mente de Binoy.

Como una perla de su concha, Lolita yacía envuelta en la silenciosa oscuridad, matizada de estrellas, y para él su reposo era lo único que importaba en aquellos momentos. «¡Estoy despierto! ¡Estoy despierto!», eran las palabras que, como triunfante clamor de trompetas, surgían de las profundidades de su naciente virilidad, entremezcladas con el silencioso mensaje del Novio que, en perpetua vela, guarda todo el universo.

Pero, en la oscuridad de aquella noche sin luna, otro pensamiento se le ofrecía insistentemente: ¡Gora está en la cárcel! Hasta aquel momento, Binoy compartió siempre todas las penas y todas las alegrías de su amigo; aquélla era la primera vez que no ocurría así. Él sabía bien que, para un hombre del temple de Gora, ir a la cárcel no suponía una gran penalidad, pero en aquel importante episodio de la vida de Gora, Binoy no intervino en absoluto. Cuando sus vidas volvieran a discurrir por el mismo cauce, ¿podría llenarse el vacío creado por aquella separación? ¿No sería aquél el fin de su íntima amistad?

Y así, bajo el transcurrir de la noche, él se sentía a un tiempo colmado y vacío, entre la creación y la destrucción, con la mirada perdida en la oscuridad.

Cuando el coche se detuvo ante la puerta de la casa de Paresh Babu y Lolita descendió de él, Binoy vio que la muchacha estaba temblando y que le costaba un gran esfuerzo dominarse. En realidad, hasta aquel momento Lolita no se había percatado de la enormidad de la falta cometida contra la sociedad. Sabía que su padre nunca la reprendería con palabras, pero precisamente su silencio era lo que ella más temía en el mundo.

Binoy dudaba sobre si debía o no debía acompañarla. A fin de tantear el deseo de la muchacha, dijo titubeando:

—Supongo que será mejor que me marche.

—No, no. Entra a ver a mi padre —respondió Lolita apresuradamente.

Binoy se sintió muy complacido por la vehemencia de sus palabras. Así, pues, su deber no se limitaba a llevarla a su casa. A causa de aquel accidente, su vida había quedado unida a la de Lolita por un vínculo especial. Comprendió que debía permanecer a su lado con mayor firmeza que nunca. El pensar que Lolita imaginaba que podía confiar en él le conmovió profundamente, y sintió como si ella le hubiera cogido la mano en demanda de ayuda. Si Paresh Babu se enojaba con Lolita por su atolondrado proceder, él cargaría con toda la responsabilidad y aceptaría las culpas para protegerla de toda censura.

Pero Binoy no comprendía bien a Lolita. La muchacha no deseaba utilizarle como barrera protectora; la verdad era que nunca le gustó ocultar nada y que quería que Paresh Babu supiera lo ocurrido con todo detalle, y recibir de lleno el impacto de su juicio, fuera cual fuera.

Desde primeras horas de la mañana estaba enojada con Binoy. Sabía que no tenía razón, pero esto, en vez de calmarla, aumentaba su mal humor.

A bordo del vapor, su estado de ánimo era distinto. Desde niña, la viveza de su genio la indujo a cometer tonterías. Pero esta escapada era algo más grave. Y el que Binoy se encontrara mezclado en ella acababa de complicar las cosas; y, no obstante, la muchacha sentía también, una íntima felicidad, como si estuviera disfrutando de un goce prohibido.

El haber acudido a un extraño en busca de amparo y haber establecido aquella intimidad, prescindiendo de todas las trabas de la familia y de la sociedad, era un gesto que se prestaba al abuso, pero la delicadeza natural de Binoy envolvió a la situación con un velo de pureza, y la muchacha se sentía libre para recrearse en la innata modestia que él revelaba. Aquél no parecía el mismo Binoy que tomaba parte en sus diversiones, que bromeaba con todos y hasta mostraba familiaridad con los criados. Ahora hubiera podido arrogarse ciertos derechos, so pretexto de protegerla, y no lo hizo; y porque se mantuvo a distancia, ella le sintió más cerca de su corazón.

Aquella noche, estos pensamientos no la dejaban dormir; después de dar vueltas en la cama durante varias horas, le pareció que iba a amanecer. Abrió sigilosamente la puerta del camarote y miró por la rendija. La noche tocaba a su fin, pero la oscuridad cargada de rocío se aferraba aún a la orilla y a los árboles que la bordeaban. Se había levantado una brisa fresca que rizaba la superficie del agua, y de la sala de máquinas llegaban los ruidos de los primeros trabajos del día.

Lolita, al salir del camarote, descubrió a Binoy dormido en una otomana de cubierta, envuelto en su chal. El corazón le latió apresuradamente al comprender que había estado velándola durante toda la noche. ¡Tan cerca, y, al mismo tiempo, tan lejos! Volvió a entrar en el camarote con paso trémulo y se le quedó mirando desde la puerta. Binoy durmiendo en el desconocido escenario del río, al amanecer… Aquella figura se convirtió de pronto para ella en el centro de la galaxia de estrellas que montan la guardia del mundo.

Lolita sintió que una indescriptible dulzura inundaba su corazón y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Parecía que el Dios que su padre le había enseñado a adorar hubiera ido hacia ella con la mano extendida para bendecirla; y en aquel sublime momento en que sobre la adormilada orilla del río, arropada con el follaje de sus densos bosques, se verificaba la secreta unión entre la luz que llegaba y la oscuridad que partía, pareció resonar la vibrante música de una celestial vina despertando ecos en la bóveda de aquel universo.

Binoy movió una mano y Lolita se encerró de nuevo en el camarote. Volvió a tenderse en la cama. Tenía las manos y los pies fríos, y durante un buen rato no pudo controlar los latidos de su corazón.

La oscuridad fue fundiéndose poco a poco y el barco empezó a moverse. Lolita, terminado su arreglo personal, salió a cubierta. Binoy se había despertado ya, al oír el silbido del vapor, y, con los ojos puestos en oriente, aguardaba los primeros destellos del día.

Cuando vio salir a Lolita, se levantó y se dispuso a entrar en su camarote, pero ella le saludó diciendo:

—Temo que no habrás dormido mucho.

—Pues he pasado una buena noche.

El rocío que cubría los bambúes de la orilla empezó a brillar con luz dorada bajo los primeros rayos del sol. Ninguno de los dos había presenciado nunca un amanecer como aquél; nunca la luz les había conmovido de aquella forma. Por primera vez, se dieron cuenta de que el cielo no está vacío, sino que, extasiado y lleno de gozo, contempla cada una de las nuevas revelaciones de la creación. Se sentían íntimamente identificados con el espíritu que anida en todas las cosas del universo. Y por eso ninguno de los dos pudo pronunciar ni una palabra más.

El vapor llegó a Calcuta. Binoy alquiló un coche y, después de instalar a Lolita en su interior, tomó asiento en el pescante, al lado del cochero. ¿Quién sabe por qué, mientras atravesaban las calles de Calcuta, cambió tan bruscamente el estado de ánimo de Lolita? El que Binoy hubiera estado con ella en el vapor, en aquel difícil momento, y se hubiera visto envuelto en su vida y, después de todo ello, la llevara a casa como si fuera su protector, atormentaba el cerebro de la muchacha. Le parecía insoportable que Binoy, obligado por las circunstancias, pareciera tener sobre ella derechos de autoridad. ¿Por qué ocurrían estas cosas? ¿Por qué la música de la noche anterior acababa en una nota desafinada tan pronto como ella volvía al mundo que le era familiar?

Por eso, cuando, al llegar ante la puerta de su casa, Binoy dijo: «Creo que debo marcharme», ella sintió que su irritación iba en aumento. ¿Se figuraba que tenía miedo de presentarse con él ante su padre? Quería demostrar bien a las claras que no estaba avergonzada de sí misma, y se sentía dispuesta a contárselo todo a Paresh Babu. Por eso no quería que Binoy se escabullera en la puerta, como si ella fuera un reo. Sus relaciones con Binoy debían seguir siendo tan diáfanas como hasta entonces; no quería desmerecer a sus ojos permitiendo que las ilusiones y dudas de la noche anterior persistieran a la luz del sol.