CAPÍTULO XXVIII

Cuarenta y siete de los infortunados campesinos habían sido encarcelados sin juicio, simplemente para que su suerte sirviera de advertencia a los demás.

Al dejar al magistrado, Gora se fue en busca de un abogado. Le dijeron que Satkori Haldar era uno de los mejores de aquella localidad, y Gora se dirigió a su casa. El abogado resultó ser un antiguo condiscípulo de Gora.

—¡Vaya, pero si es Gora! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo por estas tierras?

Gora le explicó que deseaba presentar al Tribunal una solicitud de libertad bajo fianza para los prisioneros de Ghosepara.

—¿Quién depositará la fianza? —preguntó Satkori.

—Yo, desde luego.

—¿Puedes salir fiador de cuarenta y siete individuos?

—Si los mukhtears responden, yo estoy dispuesto a pagar las costas.

—Subirá un pico…

Al día siguiente, se formuló la solicitud ante el Tribunal. Pero en cuanto el magistrado reconoció al larguirucho de la víspera en el hombre del traje polvoriento, denegó automáticamente la solicitud. Y en la cárcel quedaron, entre otros, viejos de ochenta años y muchachos de catorce.

Gora pidió a Satkori que los defendiera, pero éste respondió:

—¿De dónde ibas a sacar testigos? Todos los que estaban allí se encuentran ahora en la cárcel. Además, toda la comarca está aterrorizada por las investigaciones que siguieron a la agresión contra la persona del sahib. El magistrado sospecha que se trata de una conspiración de sediciosos educados. Si demuestro demasiado interés por esa gente, tal vez llegue a sospechar de mí. Los periódicos angloindios no se cansan de lamentarse de que las vidas de los ingleses que habitan las zonas rurales peligrarán si se tolera la soberbia de los nativos. Pero la realidad es que las cosas han llegado a un extremo en que resulta difícil para los nativos vivir en su propia tierra. Sé que la opresión alcanza terribles proporciones, pero no se puede hacer nada para combatirla.

—¿Que no se puede hacer nada? —exclamó Gora—. ¿Es que no podríamos…?

—Veo que no has cambiado desde nuestros tiempos de estudiantes —rió Satkori—. No podemos hacer nada por la sencilla razón de que tenemos mujer e hijos que alimentar. Se morirían de hambre sin nosotros. ¿Cuántos hombres hallarás dispuestos a jugarse la vida de su familia, por tomar sobre sus hombros la responsabilidad de otro, teniendo en cuenta que en nuestro país las familias no son pequeñas precisamente? Los que tienen ya a su cargo a más de una docena de personas no pueden permitirse el lujo de tomar bajo su techo a una docena más.

—Entonces, ¿no vas a hacer nada por esa pobre gente? —insistió Gora—. ¿No podrías apelar al Supremo o…?

—¿Es que no te das cuenta de la situación? —interrumpió Satkori con impaciencia—. El que ha sido herido es un inglés. Todos los ingleses son de la raza del rey. Una afrenta que se inflija al más insignificante de los hombres blancos es como una pequeña rebelión contra el rajá inglés. No querrás que me granjee la antipatía del magistrado por atacar este sistema sin la menor posibilidad de éxito.

Al día siguiente, Gora decidió salir para Calcuta en el tren de las diez y treinta, para tratar de conseguir la ayuda de algún abogado de la ciudad. Iba camino de la estación cuando tropezó con un obstáculo.

Se había organizado para el último día de las fiestas un partido de cricket entre un equipo de estudiantes de Calcuta y el de la localidad. El equipo visitante se estaba entrenando cuando uno de sus jugadores quedó lesionado por haber recibido un fuerte pelotazo en una pierna. Junto al campo había una cisterna de agua. Dos de sus compañeros llevaron al herido al borde de la cisterna y estaban vendándole la pierna con un paño empapado en el agua cuando, de pronto, apareció a su lado un alguacil que empezó a golpearles e insultarles furiosamente.

Los estudiantes de Calcuta no sabían que la cisterna fuera propiedad privada ni que estuviera prohibido utilizarla; aunque lo hubieran sabido, no estaban acostumbrados a que la policía les insultara sin razón. Todos eran muchachos fuertes, por lo que respondieron al insulto como merecía. Al ruido de la pelea acudieron más alguaciles, y en aquel momento apareció también Gora.

Conocía a aquellos muchachos, pues en varias ocasiones le había llevado a jugar a distintas localidades. Al verles maltratados por la policía, no pudo impedir acudir en su ayuda.

—¡Tened cuidado! —gritó a los alguaciles—. ¡No les pongáis las manos encima a esos muchachos!

Pero los alguaciles le contestaron con palabras soeces, y no tardó en desencadenarse una violenta pelea. Empezó a arremolinarse la gente, y al momento acudieron estudiantes a docenas. Animados por el apoyo de Gora, lanzaron un furioso ataque y consiguieron poner en fuga a las fuerzas de la policía. Para los espectadores, el incidente resultó muy divertido; pero ni que decir tiene que para Gora, no.

Entre tres y cuatro de la tarde, mientras Binoy, Haran y las muchachas estaban ensayando en el bungalow, se presentaron dos estudiantes conocidos de Binoy a decirle que Gora y algunos de sus compañeros habían sido detenidos y se encontraban en el calabozo de la estación de policía, esperando el juicio, que debía celebrarse al día siguiente, bajo la presidencia del magistrado.

¡Gora detenido! La noticia asombró a todos excepto a Haran. Binoy se fue a toda prisa en busca de su antiguo condiscípulo Satkori Haldar y le llevó a la estación de policía.

Satkori sugirió solicitar la libertad provisional, pero Gora se negó rotundamente a utilizar los servicios de un defensor y a aceptar fiadores.

—¿Qué te parece? —exclamó Satkori dirigiéndose a Binoy—. ¿Quién diría que Gora ha dejado atrás sus tiempos de estudiante? No parece tener ahora mucho más sentido común que en aquella época.

—No quiero conseguir la libertad con dinero ni con influencias. Según nuestras escrituras, al rey pertenece el derecho de administrar justicia. Ante él retrocede toda injusticia. Pero si, bajo este Gobierno, la gente tiene que comprar su libertad, gastando todo lo que posee para hacer prevalecer sus derechos, yo, por lo que a mí respecta, no daré ni un céntimo por obtener semejante justicia.

—Con los mahometanos, hubieras tenido que empeñar la cabeza para sobornar a los jueces —dijo Satkori.

—El defecto era de quienes dispensaban justicia, no del rey —respondió Gora—. Incluso ahora existen malos jueces que se dejan sobornar. Pero, con este sistema, el desgraciado que tiene que presentarse a juicio ante el rey, ya sea demandante o demandado, inocente o culpable, acaba en la ruina. Por añadidura, cuando es la Corona la parte demandante y una persona como yo la demandada, entonces todos los fiscales y todos los abogados son para el rey y a mí se me deja solo con mi sino. Si basta con que la causa sea justa, ¿por qué ha de tener la Corona un defensor? Sí, por el contrario, el sistema requiere la defensa de los abogados, ¿por qué no ha de poder tenerlos, también, la parte contraria? ¿Es esto un sistema de gobierno o la guerra contra el individuo?

—No te sulfures, camarada —rió Satkori—. La civilización no es mercancía barata. Si tienes que pronunciar juicios difíciles, tendrás que hacer leyes difíciles, y si las leyes son difíciles se convierten en una profesión mercantil en la que interviene la compraventa. Por consiguiente, los tribunales civilizados son mercados de justicia, y los que carecen de dinero se exponen a que se les estafe. ¿Qué harías tú si estuvieras en el lugar del rey, pregunto yo?

—Si mis leyes fueran tan difíciles que ni los jueces mejor pagados supieran interpretarlas, proveería a ambas partes de expertos abogados, o no me jactaría de ser superior a los mogoles y a los partos mientras obligara a mis súbditos a comprar justicia.

—¡Ah, ya comprendo! —dijo Satkori—. Pero como ese día bienaventurado no ha llegado aún ni tú eres el rey, sino el acusado de un emperador civilizado, tendrás que gastar tu dinero o procurarte la ayuda de algún amigo abogado. De lo contrario, esto no acabará bien.

—Que acabe como quiera —dijo Gora enfáticamente—. Deseo correr la misma suerte que mis compatriotas desheredados.

Binoy le suplicó que entrara en razón, pero Gora se negó a escucharle, y le preguntó:

—¿Cómo es que estás aquí?

Binoy se sonrojó ligeramente. Si Gora no hubiese estado en el calabozo, Binoy seguramente le hubiera explicado el motivo de su visita con aire de reto, pero en aquellas circunstancias no supo qué decir.

—En otro momento te lo explicaré. Ahora se trata de ti…

—Hoy estoy invitado por el rey —interrumpió Gora—. El rey en persona se ocupa de mí; no tenéis por qué atormentaros.

Binoy comprendió que no le sería posible convencer a su amigo, por lo que desistió de contratar los servicios de un abogado defensor. No obstante, le dijo:

—Sé que no podrás comer el rancho de la cárcel. Dispondré que te traigan la comida.

—Binoy —exclamó Gora con impaciencia—, ¿por qué malgastas de ese modo tus energías? No quiero nada de fuera. Quiero correr la misma suerte que mis compañeros de prisión.

Binoy regresó al bungalow presa de gran agitación. Sucharita espiaba su regreso desde la ventana de su habitación, donde la muchacha se había encerrado, incapaz de soportar la compañía ni la conversación de los demás.

Cuando vio a Binoy acercarse al bungalow con expresión de tristeza y abatimiento, sintió que la angustia le atenazaba el corazón, pero, haciendo un esfuerzo, consiguió dominar sus sentimientos. Cogió un libro y salió de su habitación. Lolita estaba en un rincón de la sala ocupada en una labor de bordado, trabajo que detestaba. Labonya jugaba con Sudhir a las adivinanzas y Lila les escuchaba. Haran estaba ultimando los detalles de la función con la señora Baroda.

Sucharita escuchó, conteniendo el aliento, el relato que hizo Binoy del encuentro de Gora con la policía. A Lolita le subió la sangre a las mejillas y la labor en que había estado trabajando cayó de su regazo.

—No te preocupes, Binoy Babu —dijo la señora Baroda—. Esta noche hablaré de Gourmohan Babu con la esposa del magistrado.

—Te ruego que no lo hagas —suplicó Binoy—. Si Gora se enterase, nunca me lo perdonaría.

—Pero habrá que hacer algo por defenderle —dijo Sudhir.

Binoy les explicó entonces que Gora se había negado a aceptar la fianza y a utilizar los servicios de un defensor.

—¡Qué estúpida afectación! —exclamó Haran despectivamente, sin poder contener su impaciencia.

Hasta aquel momento, a pesar del menosprecio que Haran le inspiraba, Lolita nunca le había faltado al respeto. Pero, entonces, sacudiendo la cabeza con vehemencia, exclamó:

—¡No es afectación! Gour Babu ha hecho muy bien. ¿Es que es deber del magistrado acosamos para que tengamos que defendernos de él? ¿Acaso no basta con que le demos un buen sueldo, que además hemos de pagar a un abogado para que nos libre de sus garras? Antes que aceptar esta clase de justicia, es mejor ir a la cárcel.

Haran se la quedó mirando, sorprendido. Siempre la consideró una niña, incapaz de tener opiniones propias. Severamente, la reprendió:

—¿Qué sabes tú de esas cosas? Por lo visto, te han trastornado las baladronadas irresponsables de algunos de esos colegiales aprendices de político que se empollan unos cuantos libros de rutina, pero que carecen de ideas y de cultura…

A continuación, les describió el encuentro que presenciara la noche antes entre Gora y el magistrado y lo que éste le dijo después. El asunto de Ghosepara alarmó a Binoy, pues le hizo comprender que el sahib no soltaría a Gora con facilidad.

La historia no surtió el efecto que Haran esperaba. Sucharita se sintió herida por la mezquindad demostrada por Haran al no haber dicho nada de aquella entrevista hasta entonces, y todos empezaron a despreciarle por la mala voluntad que alimentaba hacia Gora.

Sucharita permaneció callada; por un momento, pareció que también ella iba a protestar, pero logró dominarse. Cogió el libro y se puso a hojearlo con mano temblorosa.

—No me importa que Haran Babu se ponga de parte del magistrado —dijo Lolita con aire de desafío—. A mi modo de ver, todo ello sólo demuestra la nobleza de carácter de Gour Babu.