CAPÍTULO XXVI

Al iniciar el viaje, Gora llevaba consigo a cuatro compañeros: Abinash, Motilal, Basanta y Ramapati. Pero pronto empezó a resultarles difícil mantenerse al paso de Gora. Abinash y Basanta regresaron a Calcuta a los pocos días, pretextando estar enfermos. Lo único que retenía a los otros dos era su profunda devoción hacia Gora. Mantenerse a su lado suponía no pocos sacrificios, pues no había caminata capaz de fatigarle ni espera que lograse aburrirle; pasaba días y más días en casa de los que brindaban hospitalidad a aquellos viajeros brahmanes, a despecho de todas las incomodidades. Las gentes de los pueblos se apiñaban a su alrededor para escucharle, y no encontraban el momento de separarse de él.

Aquélla era la primera vez que Gora veía con sus propios ojos cuáles eran las condiciones de vida de su país, fuera de la sociedad oculta y adinerada de Calcuta. ¡Qué divididas, estrechas y débiles estaban aquellas enormes extensiones de la India rural! ¡Qué inconscientes de su fuerza, qué ignorantes y qué indiferentes a su propio bienestar! ¡Qué insondables abismos sociales se abrían entre pueblos situados a escasas millas de distancia! ¡Qué cúmulo de obstáculos imaginarios y estúpidos les impedían ocupar un puesto en el comercio del mundo! Las cosas más insignificantes se les antojaban enormes; la más mínima de sus tradiciones les parecía inconmovible. Si no lo hubiera visto, jamás hubiera podido ni imaginar que sus mentes fueran tan inertes, sus vidas tan miserables y sus esfuerzos tan débiles.

Cierto día, se declaró un incendio en uno de los pueblos mientras Gora estaba en él, y quedó atónito al comprobar que ni siquiera para combatir tamaña calamidad acertaba aquella gente a coordinar sus recursos. Todo era confusión, y la gente corría de acá para allá llorando y gimiendo sin hacer nada útil. Por los alrededores no había ninguna fuente, y las mujeres de la vecindad tenían que traer desde muy lejos el agua para los trabajos de la casa. Ni siquiera los que disfrutaban de una posición relativamente desahogada habían soñado en perforar un pozo para mitigar aquella incomodidad. No era aquél el primer incendio que devastaba al pueblo, pero, como en las otras ocasiones, la gente lo consideró una visita de la Desgracia, y no se les ocurrió buscar el medio de disponer de cierto caudal de agua.

Gora empezaba a considerar absurdo hablar a aquella gente de las condiciones del país cuando ni siquiera sabían comprender las más perentorias necesidades de sus propias casas. Y lo que más le asombraba era que ni Motilal ni Ramapati demostraban la menor inquietud ante tal estado de cosas; al contrario, les parecía que Gora exageraba.

—Así es como está acostumbrados a vivir los pobres —decían entre sí—. Lo que para nosotros sería una gran penalidad, para ellos no es nada.

Creían que el deseo de procurarles una vida mejor no era más que sentimentalismo. Pero para Gora era una angustia constante enfrentarse con aquel horrible lastre de ignorancia, desgana y sufrimiento que arrastraban pobres y ricos, sabios e ignorantes por un igual y que les impedía avanzar.

Motilal recibió la noticia de que uno de sus familiares estaba enfermo y regresó a su casa, dejando solos a Gora y a Ramapati.

Éstos siguieron adelante y llegaron a un pueblo mahometano, situado a orillas de un río. Después de buscar durante mucho tiempo algún lugar en el que pudieran aceptar hospitalidad, hallaron una casita hindú, algo apartada de las demás, habitada por un barbero. Cuando éste hubo dado la bienvenida a los huéspedes brahmanes, entraron todos en la casa y lo primero que vieron fue un niño mahometano, adoptado por el barbero y su esposa. El ortodoxo Ramapati se mostró escandalizado, y cuando Gora señaló al barbero que aquello era impropio de un hindú, el hombre respondió:

—¿Dónde está la diferencia? Ellos le llaman Alá y nosotros Hari. Eso es todo.

El sol estaba ya muy alto y calentaba atrozmente. El río estaba lejos, al otro lado de una ancha franja de arena abrasadora. Ramapati, atormentado por la sed, se preguntaba dónde podría hallar agua potable para un hindú. Cerca de la casa del barbero había un pequeño pozo, pero el agua estaba contaminada por aquel renegado y él no podía bebería.

—¿No tiene padres ese niño? —preguntó Gora.

—Tiene padre y madre, pero puede considerársele prácticamente huérfano —contestó el barbero.

—¿Qué quieres decir?

Las tierras donde vivían habían sido arrendadas a los plantadores de índigo, que continuamente disputaban a los agricultores los derechos a cultivar las fértiles tierras aluviales de ambas riberas. Todos los agricultores habían cedido ante los sahibs a excepción de los que habitaban aquel pueblo de Ghosepara, que se negaron a dejarse expulsar. Todos eran mahometanos y su líder, Faru Sardar, no temía a nadie. Durante las disputas con los plantadores, fue encarcelado dos veces por pelear contra la policía, y reducido a la más absoluta miseria; pero, a pesar de ello, se negaba a claudicar.

Aquel año, los agricultores consiguieron recoger en las tierras aluviales una cosecha temprana, pero después apareció el plantador en persona con una cuadrilla de hombres armados de trancas y les requisó todo el grano. Fue en aquella ocasión cuando Faru Sardar, en defensa de sus convecinos, descargó tal golpe en la mano derecha del sahib que tuvieron que amputársela. Semejante atrevimiento era algo inaudito.

A partir de entonces, la policía se dedicó a asolar aquellas tierras. No hubo casa que se librara del saqueo ni mujer que fuera respetada. Además de Faru, muchos hombres fueron encarcelados y otros huyeron del pueblo. En casa de Faru no había comida, y su esposa no tenía otro sari que un trapo, tan deteriorado que con él no podía presentarse en público. Su único hijo, Tamiz, el niño que ellos habían visto en la casa, solía llamar tía a la esposa del barbero, y cuando la mujer le vio a punto de morir de hambre se lo llevó consigo.

A unas dos o tres millas de distancia se encontraban las oficinas de la factoría de índigo, y allí estaban acuartelados el inspector de policía y sus hombres. Nadie sabía cuándo volverían a abatirse sobre el pueblo ni las atrocidades que cometerían con el pretexto de realizar investigaciones. El día anterior, sin ir más lejos, aparecieron en casa del viejo Nazim, vecino del barbero. Con Nazim estaba su cuñado que vivía en otro distrito y había ido a visitar a su hermana. Al verle, el inspector de policía exclamó: «¡Vaya, aquí tenemos a un gallito de pelea! ¡Y cómo saca el pecho!», y le asestó un bastonazo que le hizo saltar varios dientes. Cuando, al ver tal brutalidad, la hermana fue a socorrerle, la derribaron de un golpe. Antes, la policía no se hubiera atrevido a cometer tales atrocidades en aquel distrito, pero todos los hombres fuertes estaban en la cárcel o habían huido, lo que les permitía maltratar a los vecinos con la mayor impunidad, y nadie sabía hasta cuándo su sombra seguiría oscureciendo el cielo.

Gora no encontraba el momento de dejar al barbero, pero Ramapati estaba desesperado por la sed, y antes de que el hombre terminara su relato, insistió:

—¿A qué distancia está la casa hindú más próxima?

—El recaudador de impuestos de la factoría de índiga es un brahmán. Se llama Madhav Chatterjee —dijo el barbero—. Es el hindú que vive más cerca de aquí. Habita en el mismo edificio de las oficinas, a unas dos o tres millas.

—¿Qué clase de persona es? —inquirió Gora.

—Un esbirro, ni más ni menos —respondió el barbero—. No encontrarás granuja más cruel, ni de modales más suaves. Tiene alojado en su casa al inspector de policía desde hace muchos días, pero con lo que nos saquen a nosotros se resarcirá de los gastos con creces.

—Vámonos ya, Gora —terció Ramapati con insistente impaciencia—. No puedo aguantar más.

El ver a la esposa del barbero sacar agua del pozo para bañar a aquel repugnante mahometano fue demasiado para sus nervios. No deseaba permanecer ni un minuto más en aquella casa.

Gora preguntó al barbero al marcharse:

—¿Por qué sigues aquí, a pesar de todos los abusos que se cometen? ¿No tienes parientes en algún otro lugar?

—He vivido aquí toda mi vida —repuso el hombre—, y he tomado cariño a mis vecinos. Soy el único barbero hindú de estos contornos y, como no tengo tierras, los de la factoría no se meten conmigo. Además, soy casi el único hombre que queda en el pueblo, y si me marchara, las mujeres se morirían de miedo.

—Bueno, nos vamos —dijo Gora—; pero cuando hayamos comido algo, volveré.

El efecto que produjo aquella larga historia de opresión en el desfallecido Ramapati fue de indignación contra los recalcitrantes campesinos por haber atraído sobre sus cabezas todo aquel cúmulo de calamidades. Sublevarse contra los que tenían toda la fuerza le parecía el colmo de la estupidez y de la terquedad. Consideraba que aquellos brutos de mahometanos tenían la lección bien merecida. «Esta clase de gentuza siempre se busca conflictos con la policía —pensaba—. ¿Por qué no han de doblegarse ante sus señores? ¿De qué sirve este alarde de independencia?» En suma, las simpatías de Ramapati estaban del lado de los sahibs.

Mientras caminaban sobre la candente arena, achicharrados por el sol de mediodía. Gora no pronunció ni una palabra. Cuando, al fin, a través de los árboles, asomó el tejado de las oficinas de la factoría, se detuvo y dijo:

—Ramapati, ve a comer. Yo vuelvo a casa del barbero.

—¡Qué dices! —exclamó Ramapati—. ¿Es que no vas a comer nada? ¿Por qué no tomas antes algo en casa de este brahmán?

—No te preocupes por mí. Tú ve a comer y regresa a Calcuta. Tendré que quedarme unos días en Ghosepara; tú no podrías permanecer aquí.

Ramapati sintió que, de pronto, el sudor se le quedaba frío. No podía dar crédito a sus oídos. ¿Cómo un buen hindú como Gora hablaba de convivir con aquella chusma? ¿Se había vuelto loco, o quería morir de hambre? Pero no era momento adecuado para pensar demasiado; los segundos le parecían siglos; y Gora no tuvo que hablar mucho para convencerle de que regresara a Calcuta. Antes de entrar en las oficinas, Ramapati se volvió a mirar la alta figura de Gora que caminaba sobre la arena desierta y abrasadora.

¡Qué solo se le veía!

Gora estaba sediento y desfallecido, pero la sola idea de tener que preservar su casta comiendo en casa del desaprensivo Madhav Chatterjee se le hacía insoportable. Tenía el rostro encendido, los ojos inyectados en sangre y el cerebro en llamas a causa de la indignación que había en su interior. «¡Qué error el nuestro —pensaba— al considerar la pureza un elemento externo! ¿Permanecería pura mi casta si yo comiera en casa de ese verdugo de los pobres mahometanos, y la perdería en la del hombre que no sólo comparte sus penas sino que brinda protección a uno de ellos, a riesgo de convertirse en proscrito de la sociedad hindú? Sea cual fuere la solución final, ahora no me es posible aceptar esta conclusión.»

El barbero se sorprendió al ver volver a Gora solo. Lo primero que hizo éste al llegar a la casa fue coger el vaso del barbero, y después de limpiarlo cuidadosamente, llenarlo con agua del pozo. Cuando hubo bebido, dijo:

—Si tienes en casa arroz y dal puedes darme un poco, yo mismo me lo prepararé.

Su anfitrión se apresuró a disponer todo lo necesario para que Gora pudiera cocer el alimento.

Después de comer, Gora dijo:

—Pienso quedarme algún tiempo en tu casa.

El barbero, fuera de sí, juntó las manos en ademán suplicante.

—Es un honor para mí; pero esta casa está vigilada por la policía, y si te encuentran aquí no sé lo que puede ocurrir.

—La policía no se atreverá a tocarte mientras esté yo aquí; si lo intentan, yo te protegeré.

—No, no —imploró el barbero—. Te lo ruego, no pienses en ello. Si tratas de protegerme estoy perdido. Pensarán que quiero perjudicarles y que he hecho venir a un testigo para que informe de sus fechorías. Hasta ahora, he conseguido que me dejaran en paz, pero si empiezan a desconfiar tendré que marcharme y entonces el pueblo estará irremisiblemente perdido.

A Gora, que siempre había vivido en la ciudad, le costaba trabajo comprender los temores de aquel hombre. Siempre creyó que aguantar firmemente en el lado del derecho, bastaba para aniquilar el mal. Su sentido del deber no le permitía abandonar a su suerte a aquellas pobres gentes. Pero el barbero se postró de rodillas y le oprimió los pies, suplicando:

—Tú eres un brahmán, señor, y te has dignado pedirme hospitalidad; cometo un delito pidiéndote que te marches. Pero porque veo que sientes lástima de nosotros, me atrevo a decirte que estando en mi casa no conseguirás remediar la opresión de la policía, sino que, al contrario, me pondrás en un compromiso.

Gora, disgustado por lo que él creía insensata cobardía, se marchó aquella misma tarde. Incluso se arrepintió de haber comido bajo el techo de aquel inútil. Cansado y asqueado, llegó a las oficinas de la factoría al caer la noche. Ramapati no se había entretenido, y en cuanto acabó de comer emprendió el regreso a Calcuta.

Madhav Chatterjee recibió a Gora con grandes muestras de respeto y le invitó a quedarse en su casa, pero Gora, furioso, le espetó:

—¡No quiero ni tocar tu agua!

Cuando el asombrado Madhav le preguntó la razón, Gora le reprochó duramente la escandalosa tiranía de que hacía víctimas a los campesinos y se negó a tomar asiento.

El inspector de policía estaba recostado en una tukta provista de una enorme almohada, dando fuertes chupadas a su hookah. Al oír las airadas palabras de Gora, se incorporó bruscamente y le preguntó con rudeza:

—¿Quién diablos eres tú y de dónde vienes?

—¡Ah! El inspector, si no me equivoco —dijo Gora, sin contestar a sus preguntas—. Te diré que he tomado buena nota de todos tus desmanes. Si no te corriges…

—Nos harás ahorcar, ¿no? —dijo el hombre con sarcasmo volviéndose a su amigo—. Nos ha caído un árbitro algo exaltado, por lo que veo. Al pronto creí que se trataba de un mendigo, pero ¡fíjate en sus ojos! ¡Sargento! —gritó a uno de sus hombres.

Madhav, intranquilo, cogió una mano al inspector y le suplicó:

—¡Inspector, calma! ¡No insultemos a un caballero!

—¡Valiente caballero! —farfulló el inspector—. ¿Quién es él para hablarte en ese tono? ¿Acaso no fue eso un insulto?

—No se puede decir que lo que ha dicho no sea cierto —respondió Madhav suavemente—. ¿Por qué enfadarse entonces? Para mi desgracia, soy el agente de los plantadores de índigo, ¿se puede ser algo peor? Y no lo tomes a mal, amigo mío, pero, ¿es acaso un insulto llamar emisario de Satán a un inspector de policía? Cosa de tigres es matar y devorar la presa, ¿tendría sentido decir de ellos cosas dulces? ¡Bueno, bueno, de algún modo hay que ganarse la vida!

Madhav nunca perdía la calma a menos que con ello pudiera beneficiarse. ¿Quién era capaz de decir de antemano de dónde podía venir la ayuda y de dónde el daño? Por eso, antes de insultar a alguien, sopesaba cuidadosamente los pros y los contras. No le gustaba malgastar energías.

—Mira, Babu —dijo el inspector a Gora—. Estamos aquí para ejecutar las órdenes del Gobierno. Si intentas mezclarte en nuestros asuntos vas a salir mal parado, te lo aseguro.

Gora se marchó sin contestar, pero Madhav fue tras él y le dijo:

—Tienes razón. Nuestro trabajo es propio de carniceros; y por lo que se refiere a ese sinvergüenza de inspector, hasta sentarse en su banco es pecado. ¡No quieras saber las injusticias que he tenido que ordenar por culpa suya! Pero pronto se acabará. Dentro de pocos años habré reunido lo suficiente para pagar los gastos de la boda de mi hija, y entonces mi esposa y yo podremos retirarnos a Benarés, y hacer vida religiosa. Me estoy cansando de todo esto. A veces me dan ganas de ahorcarme para terminar de una vez. En fin, ¿dónde piensas pasar la noche? ¿Por qué no cenas aquí y te quedas a dormir? Dispondré lo necesario para que no tengas que tropezarte con ese bandido.

Gora disfrutaba de un apetito de colosales proporciones; además, apenas había comido en todo el día. Pero todo el cuerpo le ardía de indignación y no hubiera podido quedarse en aquella casa, por lo que se excusó diciendo que le aguardaban en otro lugar.

—Permíteme que, por lo menos, te dé una linterna —dijo Madhav.

Pero Gora se alejó rápidamente, sin contestarle siquiera. Al volver a la casa, Madhav dijo al inspector:

—Seguro que ese individuo nos denuncia. Si estuviera en tu lugar, procuraría adelantarme a él enviando un mensaje al magistrado.

—¿Para qué? —preguntó el inspector.

—Sólo para avisarle de que un joven babu anda por estos alrededores recogiendo testimonios contra ti.