CAPÍTULO XXII

Aquellas dos rosas tenían historia.

La noche antes, cuando Gora salió de la casa de Paresh Babu, el pobre Binoy se encontró en un tremendo aprieto ante la proposición de que tomara parte en la obra que se iba a representar en la fiesta de cumpleaños del magistrado.

A Lolita no le hacía ninguna gracia la comedia; antes al contrario, la aburría, pero se había propuesto que Binoy formara en el reparto, a toda costa. Gora la sacaba de sus casillas y decidió servirse de Binoy para contrariar sus deseos. Ni ella misma comprendía por qué le resultaba tan insoportable ver a Binoy doblegarse siempre a los deseos de su amigo; pero fuera cual fuera la razón que la movía en tal empeño, iba a respirar libremente el día en que lograse librar del yugo a Binoy.

Así, pues, moviendo la cabeza con picardía, le preguntó:

—¿Y qué hay de malo en la comedia?

—Tal vez no haya nada malo en ella —contestó Binoy—; lo que me parece mal es representarla en casa del magistrado.

—Esta opinión ¿es tuya o de… cierta persona?

—No es mi cometido expresar las opiniones de los demás; aparte de que no son fáciles de explicar. Aunque te cueste creerlo, siempre te doy mis propias opiniones, a veces con palabras mías y a veces, quizá, con palabras de otro.

Lolita no respondió, y se limitó a sonreír. Al poco rato, dijo:

—Tu amigo Gourmohan Babu imagina sin duda que es prueba de gran heroísmo no atribuir ningún valor a la invitación de un magistrado y que eso es un modo de luchar contra los ingleses.

—No sé lo que imaginará mi amigo; pero, desde luego, es lo que yo creo. ¿No es una forma de luchar? ¿Cómo podemos conservar la propia estimación si no renunciamos a rendir acatamiento a los que creen que nos dispensan un señalado favor al llamarnos con un gesto de su dedo meñique?

Lolita era de temperamento orgulloso, y le agradaba oír a Binoy hablar de la necesidad de conservar la propia estimación; pero, consciente de la fragilidad del argumento que ella esgrimía, continuó hiriéndole con sus burlas innecesarias.

—¿Por qué te empeñas en discutir? —dijo Binoy al fin—. ¿Por qué no me dices: «Quiero que tomes parte en la comedia»? En tal caso yo podría hallar algún placer en sacrificar mis opiniones en atención a tus deseos.

—¡Bah! ¿Por qué tengo que decir eso? ¿Por qué has de obrar en contra de tus convicciones por complacerme? ¡Siempre que esas convicciones sean realmente tuyas, por supuesto!

—Sea como tú quieras. Admitamos que no tengo ideas propias; aunque no me permitas sacrificarlas por complacerte, déjame al menos reconocer mi derrota a manos de tus argumentos y consentir en tomar parte en la comedia.

En aquel momento, entró en la habitación la señora Baroda. Binoy se levantó inmediatamente y le dijo:

—¿Tienes la bondad de decirme en qué consiste mi papel?

—¡Oh, no te preocupes! —contestó Baroda, triunfalmente—. Ensayaremos bien. Lo único que tienes que hacer es no faltar a los ensayos.

—Está bien. Ahora debo marcharme.

—No, no. Tienes que quedarte a cenar —dijo Baroda.

—¿No podríais excusarme esta noche?

—No, Binoy Babu. Debes quedarte.

Así, pues, Binoy se quedó, pero no se sintió tan a gusto como de costumbre. Hasta Sucharita estaba silenciosa, sumida en sus pensamientos. Tampoco tomó parte en la conversación cuando discutieron Lolita y Binoy, sino que se levantó y empezó a pasear por la terraza. De pronto, parecía haberse interrumpido la corriente que les mantenía en contacto.

Al despedirse de Lolita, Binoy dijo, mirando el sombrío rostro de la muchacha:

—¡Es terrible! Ni admitiendo mi derrota consigo complacerte.

Lolita se alejó sin responder.

No era muchacha que llorase con facilidad, pero aquella noche no pudo reprimir el llanto. ¿Qué le ocurría? ¿Qué era lo que le hacía obstinarse en herir a Binoy lastimándose ella misma?

Mientras Binoy rehusó tomar parte en la comedia, la insistencia de Lolita fue en aumento, pero tan pronto como él cedió, el entusiasmo de la muchacha se evaporó. Comprendía que él tenía razón al negarse, y le atormentaba la idea de que no hubiera debido ceder por darle gusto a ella. ¿Qué importancia tenían sus deseos para él? ¿Lo haría por cortesía? ¡Como si a ella le importara su cortesía!

Pero, ¿por qué se mostraba ahora tan contraria a aquella idea? ¿Acaso no había hecho todos los posibles por arrastrar al pobre Binoy a la comedia? ¿Qué derecho tenía a enfadarse con él porque hubiera accedido a sus insistentes demandas aunque sólo fuera por delicadeza? Era evidente que aquella cuestión la atormentaba más de lo normal.

En otras ocasiones en que se sintió inquieta acudió a Sucharita en busca de consuelo, pero aquella noche no. Y es que no acababa de comprender por qué le latía de aquel modo el corazón y se obstinaban las lágrimas en acudir a sus ojos.

A la mañana siguiente, Sudhir llevó a Labonya un ramo de flores en el que había dos rosas rojas que Lolita separó al instante. Cuando le preguntaron la causa, respondió:

—No puedo soportar ver flores tan bonitas apretujadas en un ramillete. Es de bárbaros juntar las flores así.

Y deshizo el ramo, distribuyendo las flores en distintos lugares de la habitación.

Entonces entró corriendo Satish y le preguntó a voz en grito:

Didi, ¿de dónde has sacado todas esas flores?

Sin contestar a su pregunta, Lolita le dijo:

—¿No vas hoy a casa de tu amigo?

Hasta aquel momento, Satish no se había acordado de Binoy, pero al oír su nombre, empezó a danzar y dijo:

—Pues claro que sí.

Y se dispuso a marchar en aquel mismo momento.

—¿Qué hacéis allí? —preguntó Lolita, reteniéndole.

Pero Satish respondió, conciso:

—Hablamos.

—Él siempre te da grabados, ¿por qué no le regalas algo a cambio?

Binoy recortaba toda clase de ilustraciones de las revistas inglesas y se las daba a Satish, que las pegaba en un álbum. El niño adquirió tal afición a ese trabajo que al ver un grabado, aunque fuera en un libro valioso, la tijera se le iba tras él, práctica que más de una vez había atraído sobre su cabeza la cólera de sus hermanas.

La idea de tener que corresponder a los regalos fue para Satish una revelación repentina y desagradable. No le parecía fácil desprenderse de ninguno de los tesoros que guardaba en una vieja caja de hojalata, y en su rostro se dibujó una expresión de alarma. Lolita le pellizcó una mejilla y, echándose a reír, le dijo:

—Bueno, no te preocupes. Dale estas dos rosas. Encantado de poder resolver el problema con tanta facilidad, Satish cogió las flores y se fue a saldar la deuda que tenía con su amigo.

Vio a Binoy en la calle y le gritó:

—¡Binoy Babu! ¡Binoy Babu! —Y ocultando las rosas dentro de la chaqueta, preguntó—: ¿Sabes lo que te traigo?

Cuando Binoy, como de costumbre, se hubo dado por vencido, Satish le enseñó las dos rosas.

—¡Qué bonitas! —exclamó Binoy—. Pero, dime, Satish Babu, ¿son tuyas esas flores? Supongo que no voy a caer en manos de la policía por aceptar objetos robados.

Satish no supo si, en justicia, podía decir que aquellas flores fuesen suyas, por lo que, después de meditar un momento, confesó:

—¡Desde luego que no! Mi hermana Lolita me las dio para ti.

La incógnita quedó despejada, y Binoy se despidió de Satish con la promesa de ir a verle aquella tarde.

No había conseguido olvidar el dolor que experimentara la noche antes a manos de Lolita. Él, que rara vez se peleaba con la gente, nunca esperó escuchar palabras tan duras. En un principio, consideró a Lolita como una segunda Sucharita, pero, últimamente, Binoy se veía a sí mismo como un elefante hostigado constantemente por el pincho del conductor. Su mayor deseo era complacer a Lolita a toda costa, para poder conseguir un poco de paz. Pero aquella noche, sus palabras, incisivas y burlonas, le martillearon en el cerebro impidiéndole dormir.

«No soy más que la sombra de Gora. No tengo opiniones propias. Lolita me desprecia porque lo cree así; pero se equivoca por completo», murmuró entre dientes mientras ordenaba en su cerebro un sinfín de argumentos destinados a rebatir la idea. Pero no encontraba ninguno, pues Lolita nunca le formulaba acusaciones concretas y siempre rehuía la discusión en toda regla. Binoy se preparaba infinidad de respuestas, pero no lograba colocarlas, y esto le enfurecía. Y, para colmo de males, ni siquiera cuando se dio por vencido consiguió aplacar a Lolita. Aquello le desmoralizó: «¿Tan despreciable soy?», se preguntaba con amargura.

Así, pues, cuando se enteró por Satish de que las flores procedían de Lolita, le invadió una profunda sensación de júbilo. Las consideró una ofrenda de paz que ella le hacía a cambio de su rendición. Al pronto pensó llevárselas a su casa, pero luego decidió santificarlas poniéndolas a los pies de madre Anandamoyi.

Aquella tarde, cuando Binoy llegó a casa de Paresh Babu, Lolita estaba tomando las lecciones a Satish.

Las primeras palabras de Binoy fueron:

—El rojo es el color de la guerra; las flores de la reconciliación hubieran debido ser blancas.

Lolita le miró sin comprender sus palabras. Entonces él sacó de debajo de su chal un ramo de adelfas blancas y se lo tendió, diciendo:

—Por muy hermosas que sean tus flores, tienen el color de la ira. Estas mías no pueden compararse a ellas en cuanto a belleza, pero son dignas de que las aceptes porque vienen envueltas en el blanco ropaje de la humildad.

—¿De qué flores estás hablando? —preguntó Lolita sonrojándose violentamente.

—¿Es que me equivoco? —tartamudeó Binoy, confuso—. Satis Babu, ¿de quién eran las flores que me diste?

—Pues de Lolita Didi, que me pidió que te las llevara —dijo Satish, en tono de dignidad ofendida.

Lolita, más roja que nunca, dio un empujón a Satish, diciendo:

—En mi vida he visto mayor estupidez. ¿No querías las flores para dárselas a Binoy Babu a cambio de sus grabados?

—¡Sí; pero tú me dijiste que se las diera! —exclamó Satish, perplejo.

Lolita comprendió que discutiendo con Satish sólo conseguiría comprometerse más; pues Binoy sabía ya que era ella quien le mandó las rosas y que, además, no deseaba que él se enterase.

—Da lo mismo —dijo Binoy—. Renuncio a todo derecho sobre tus flores; pero en mi ofrenda no hay malentendido. Que sea el símbolo de nuestra reconciliación.

Lolita le interrumpió con un movimiento de cabeza.

—¿Cuándo nos hemos peleado y de qué reconciliación me estáis hablando?

—Entonces, ¿es que todo fue una ilusión, desde el principio hasta el fin? ¿No hubo pelea, ni flores, ni reconciliación? Y al hablar de la obra…

—Tampoco en eso quiero que haya un malentendido —interrumpió Lolita—. Nadie se peleó con motivo de la comedia. ¿Qué te hace pensar que se ha urdido una conspiración para obtener tu consentimiento? Tú accediste, yo te lo agradezco y eso es todo.

Pero si tenías algún grave escrúpulo no debiste acceder.

Y con estas palabras salió de la habitación.

Aquella misma mañana, Lolita decidió reconocer su derrota ante Binoy y pedirle que abandonara la idea de tomar parte en la obra. Y sucedió todo lo contrario.

Binoy tuvo que pensar que Lolita seguía ofendida porque él no accedió a entrar en el reparto desde el principio y porque creía que, en su fuero interno, él continuaba oponiéndose a la representación. Le causaba hondo pesar que ella tomara tan a pecho la cuestión; y decidió no volver a poner el menor inconveniente, ni siquiera bromear con el tema. Tomaría su papel con tanto interés que nadie podría acusarle de indiferente.

Sucharita, desde muy temprano, estaba en su dormitorio tratando de leer la Imitación de Cristo. Aquella mañana no se había ocupado de sus quehaceres habituales. De vez en cuando, su imaginación echaba a volar y las páginas del libro se tornaron borrosas. Entonces volvía a la lectura con redoblado empuje, esforzándose en concentrarse y en no admitir su debilidad.

De pronto, le pareció oír la voz de Binoy. Dejó el libro sobre la mesa y fue a salir hacia el salón. Pero, enojada consigo misma por aquella falta de interés en el tema, volvió a sentarse y a tomar el libro, tapándose los oídos con las manos para que ningún sonido pudiera distraerla.

Como algunas veces Gora acompañaba a Binoy en sus visitas, Sucharita no pudo evitar preguntarse si estaría allí. Temía que hubiese venido y, al mismo tiempo, la inquietaba pensar lo contrario.

Mientras se debatía en esta duda, entró Lolita en la habitación.

—Pero, ¿qué te ocurre, querida? —dijo, al ver su rostro.

—Nada —respondió Lolita, sacudiendo la cabeza.

—¿Dónde has estado?

—Ha venido Binoy Babu. Creo que desea hablar contigo.

Sucharita no se atrevió a preguntar si había venido alguien más. Aunque, de ser así, Lolita lo hubiera dicho; pero, no obstante, seguía intranquila y, al fin, se decidió a salir al salón y cumplir con los deberes de la hospitalidad, abandonando sus tentativas de recogimiento.

—¿Vienes conmigo? —preguntó a Lolita.

—Ve tú delante. Yo salgo en seguida —respondió Lolita con cierta impaciencia.

En la sala no había nadie más que Binoy y Satish.

—Nuestro padre no está —dijo Sucharita—, pero no tardará en volver. Nuestra madre llevó a Labonya y a Lila a casa de la profesora a ensayar sus papeles. Nos dejó el encargo de que, si venías, te pidiésemos que la esperaras.

—Y tú, ¿no vas a tomar parte en la comedia? —inquirió Binoy.

—Si actuásemos todos, ¿dónde estaría el público?

Por regla general, cuando estaban juntos Binoy y Sucharita, la conversación no decaía, pero aquella tarde parecía como si algo les cohibiera. Sucharita estaba decidida a no hablar de Gora, y tampoco a Binoy le resultaba grato sacar a relucir el tema, pues estaba convencido de que Lolita, y quizá también el resto de la familia, le consideraban como un satélite de su amigo.

Después de intercambiar unas cuantas frases triviales con Binoy, Sucharita, a falta de otro escape, se puso a discutir con Satish las virtudes y defectos de su álbum de recortes. Al fin, consiguió hacerle rabiar criticando la forma en que estaban clasificados los grabados, y Satish se defendió a grito pelado.

Entretanto, Binoy miraba con desconsuelo el despreciado ramillete de adelfas blancas que yacía sobre la mesa, mientras pensaba, herido en su amor propio, que Lolita hubiera debido aceptar las flores, aunque sólo hubiese sido por amabilidad.

De pronto, se oyeron unos pasos y Sucharita se sobresaltó visiblemente al ver entrar a Haran. Avergonzada por no haber sabido dominarse, la muchacha se sonrojó bajo su mirada.

Haran dijo a Binoy, tomando asiento:

—¿Cómo es que no ha venido hoy tu Gora Babu?

Binoy no pudo disimular su irritación ante tan ociosa pregunta.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Es que le necesitas para algo?

—Es raro verte a ti y a él no. Por eso pregunté.

Binoy se sintió tan enojado que, temiendo demostrar su furor, dijo bruscamente:

—Gora no está en Calcuta.

—¿Es que ha salido a predicar? —preguntó Haran con sarcasmo.

El enojo de Binoy fue en aumento, pero deseaba evitar una discusión y no respondió.

Sucharita salió de la habitación sin decir una sola palabra. Haran la siguió inmediatamente, gritando:

—¡Sucharita, tengo que hablar contigo!

—No me encuentro bien —repuso ella.

Y se encerró en su habitación.

En aquel momento entró en escena la señora Baroda, que se llevó a Binoy a la pieza contigua para darle algunas instrucciones relacionadas con su papel en la comedia. Cuando, al poco rato, Binoy volvió a la sala, advirtió que sus flores habían desaparecido.

Aquella tarde, Lolita no acudió al ensayo.

Sucharita permaneció sentada en un rincón de su dormitorio hasta bien entrada la noche, con la Imitación de Cristo cerrada sobre el regazo y la mirada perdida en la oscuridad.

Le parecía tener ante sus ojos un país desconocido y maravilloso, completamente distinto a todo lo que viera hasta entonces, lleno de luces que brillaban como guirnaldas de estrellas en la oscuridad de la noche. La visión le produjo temor y respeto.

«¡Qué insignificante ha sido mi vida! —pensó—. Lo que hasta ahora me pareció cierto ha sido atacado por la duda; lo que estuve haciendo día tras día ha perdido su significado. En ese reino místico quizá sea posible alcanzar la verdad; quizás el trabajo sea siempre noble, y el verdadero significado de la vida aparezca con claridad. ¿Quién me ha traído hasta el umbral de esa tierra maravillosa, desconocida y terrible? ¿Por qué tiembla mi corazón? ¿Por qué me fallan los miembros cuando trato de avanzar?»