CAPÍTULO XXI

Al salir de la casa, Gora no echó a andar a su tren acostumbrado y, en lugar de dirigirse directamente hacia su casa, fue a pasear por la orilla del río. Por aquel entonces, el Ganges no había sido infectado por la avaricia del comercio. Ni circulaban trenes por su orilla, ni lo cruzaban puentes, ni, en las noches de invierno, el hollín empañaba el aliento de la populosa ciudad. Entonces el río traía su mensaje de paz desde las inmaculadas cumbres del lejano Himalaya hasta el mismo corazón de la polvorienta Calcuta.

La naturaleza nunca había encontrado la oportunidad de atraer la atención de Gora, pues éste estaba siempre absorto en sus propios pensamientos, y no advertía del mundo que le rodeaba sino aquello que era para él objeto de inquietud.

En cambio, aquella noche, el mensaje que le enviaba el firmamento desde su estrellada oscuridad, conmovió su corazón con toda una gama de suaves notas. El río parecía dormido. Las luces de las barcas amarradas a los embarcaderos parpadeaban, ahuyentando la oscuridad, concentrada en el denso follaje de los árboles que poblaban la orilla opuesta. En lo alto, el planeta Júpiter, conciencia de la noche en perpetua vigilancia, montaba la guardia.

Hasta entonces, Gora había vivido aislado en su mundo de pensamiento y acción. ¿Qué era lo que le había sucedido de pronto? Estableció contacto con la naturaleza y, al momento, las negras y tranquilas aguas del río, las calladas y densas orillas y el cielo infinito le daban la bienvenida. Aquella noche se sentía rendido a las insinuaciones de la naturaleza.

Desde el jardín de la casa de un comerciante, situada en el paseo, le llegaba la fragancia de una exótica enredadera que apaciguaba el tumulto de su corazón. El río le invitaba a alejarse de aquel mundo de incesante trabajo, hacia una región oscura e inexplorada, situada a orillas de aguas desconocidas, en la que los árboles daban maravillosas flores y proyectaban sombras misteriosas; donde, bajo un cielo purísimo, los días eran como la mirada franca de unos ojos muy despiertos y las noches como la sombra que la turbación hace temblar bajo el velo de unas pestañas.

Una vorágine de dulzura envolvía a Gora y parecía arrastrarle hacia profundidades desconocidas. Todo su ser estaba invadido, a un mismo tiempo, por oleadas de gozo y zozobra. Aquella noche de otoño, en la orilla del río, olvidándose por completo de sí mismo, en sus ojos, la pálida luz de las estrellas y en sus oídos, el apagado murmullo de los ruidos de la ciudad, tuvo la sensación de hallarse en posesión del velado y huidizo misterio que impregna al universo. Puesto que, hasta entonces, Gora no rindió tributo a la naturaleza, ahora ella tomaba venganza envolviéndole en sus redes mágicas y atándole estrechamente a la tierra, al agua y al cielo, lejos de sus preocupaciones cotidianas.

Desconcertado por su propio estado, se sentó en la desierta escalera que bajaba hasta el desembarcadero. Una y otra vez se preguntaba a qué se debía aquella repentina revelación, cuál era su significado, qué efecto podría tener sobre el plan de vida trazado. ¿Era algo que él debía combatir y vencer?

Apretó los puños belicosamente; pero en aquel mismo instante recordó unos ojos hechiceros que le miraban inquisitivamente, unos ojos en los que se reflejaban una sincera modestia y una brillante inteligencia, creyó sentir el contacto de unas manos suaves y delicadas. Una dicha inefable le conmovió hasta lo más hondo, y todas sus preguntas y recelos se disiparon instantáneamente por efecto de aquella experiencia vivida en la oscuridad. Y Gora no encontraba el momento de marcharse de allí, por miedo a perderla.

Cuando volvió a su casa, Anandamoyi le preguntó:

—¿Por qué llegas tan tarde, hijo? La cena está fría.

—¡Oh, no sé, madre! Estuve en el río.

—¿Con Binoy?

—No; solo.

Anandamoyi quedó asombrada. Era la primera vez que Gora iba al Ganges a meditar. No era propio de él pensar en silencio. Anandamoyi no dejaba de observarle, mientras él comía, distraído, y no se le escapó la expresión de desasosiego y excitación que había en sus facciones. Después de una pausa, le preguntó suavemente:

—Supongo que habrás ido a ver a Binoy.

—No; esta tarde hemos coincidido en casa de Pares Babu.

Esto dio que pensar a Anandamoyi. Al cabo de un rato, se aventuró a hacer preguntas.

—¿Has conocido a toda la familia?

—Sí.

—Me imagino que esas muchachas no tienen inconveniente en dejarse ver de todo el mundo.

—No; ninguno.

En otro tiempo, hubiera subrayado enfáticamente su respuesta. La suavidad de su tono dejó muy pensativa a Anandamoyi.

A la mañana siguiente, Gora no realizó los preparativos para el trabajo de la jornada con su acostumbrada rapidez. Se quedó un buen rato mirando por la ventana de su dormitorio, orientada hacia el Este. Al final del sendero, al otro lado de la calle en la que éste desembocaba, se levantaba una escuela. En el jardín había un árbol de los llamados jambolan, sobre cuyo follaje flotaba un tenue velillo de bruma que filtraba los rojos rayos del sol. Pero a poco, la bruma se fundió y brillantes saetas de luz taladraron la maraña de hojas como relucientes bayonetas, mientras la calle se iba llenando de gente y de ruido.

De pronto, la mirada de Gora tropezó con Abinash y algunos condiscípulos de éste que subían por la senda en dirección a la casa. Haciendo un esfuerzo, Gora salió de su abstracción. «¡No, no puede ser!», se dijo a sí mismo con una furia que le aturdió, lanzándose fuera de la habitación.

Se reprochaba amargamente no estar dispuesto para recibir a sus colegas, cosa insólita. Decidió no volver a casa de Paresh Babu y buscar el medio de no pensar más en aquella familia, aunque para ello tuviera que dejar de ver a Binoy durante algún tiempo.

En el curso de la conversación que sostuvo con sus amigos, se decidió hacer una marcha a lo largo de la carretera principal. No llevarían consigo ningún dinero, y se acogerían a la hospitalidad que se les brindara por el camino.

Una vez tomada la decisión, Gora desplegó un entusiasmo desbordante. Se apoderó de él una gran alegría, al pensar que de aquel modo escapaba a toda tentación. Sentía como si la sola idea de aquella aventura le librase de las redes en las que se había prendido. Como niño que sale de la escuela, Gora salió de su casa poco menos que corriendo para preparar el viaje, mientras se decía que sólo en el trabajo estaba la verdad y que aquellos sentimientos que le abrumaban no eran sino ilusión.

En el preciso instante en que Krishnadayal entraba en casa, transportando un recipiente lleno de las sagradas aguas del Ganges envuelto en un chal en el que figuraban inscritos los nombres de todos los dioses y recitando sagradas mantras, salía Gora, que, en su apresuramiento, tropezó con él. Desolado, Gora se inclinó inmediatamente a tocarle los pies en señal de contrición; pero Krishnadayal retrocedió, rehuyendo su contacto, y murmurando: «Es igual, es igual», se alejó a toda prisa. Aquel encuentro con Gora había destruido todos los méritos adquiridos con el baño matutino.

Gora no advirtió que los escrúpulos de Krishnadayal tenía por objeto evitar todo contacto con él; supuso que la remilgada actitud de su padre estaba motivada por su manía de evitar el contacto con todo el mundo. ¿Acaso no se alejaba de su misma esposa, Anandamoyi, como si fuera una mujer sin casta, y ni siquiera veía a Mohim, que andaba siempre tan atareado? La única persona de la familia que se acercaba a él era su nieta Sasi, a la que obligaba a aprender de memoria textos sánscritos y le enseñaba todos los sagrados ritos.

Así, pues, cuando Krishnadayal retrocedió ante él, Gora se limitó a sonreír mentalmente. Las manías de su padre le habían alejado de él hasta tal punto que, a pesar de que no aprobaba las poco ortodoxas costumbres de Anandamoyi, había depositado todo su cariño en su madre.

Después de desayunar, Gora, colgándose un hatillo de ropa a la espalda, al modo de los viajeros ingleses, fue al encuentro de Anandamoyi y le dijo:

—Desearía marcharme por unos cuantos días. Dame tu permiso.

—¿Adónde vas, hijo?

—Ni yo mismo lo sé.

—¿Negocios?

—No, madre. El objeto de mi viaje es el viaje en sí.

Como Anandamoyi permaneciera callada, Gora suplicó con vehemencia:

—Madre, no me niegues tu consentimiento. Me conoces bien. No tengas miedo de que me haga asceta y me quede para siempre por esos caminos. No podría mantenerme lejos de ti durante muchos días. Lo sabes, ¿verdad?

Nunca había expresado su cariño con tan claras palabras, por lo que, de pronto, se sintió confuso.

Anandamoyi, aunque complacida interiormente, no dejó de advertir su turbación, y le dijo, para hacerle recobrar el aplomo:

—Binoy va contigo, ¿verdad?

—¡Muy propio de ti, madre! Sin Binoy a su lado para protegerle, alguien podría raptar a tu Gora. Binoy no viene conmigo, y yo me propongo curarte de esa fe supersticiosa que has depositado en él volviendo sano y salvo incluso sin su protección.

—Pero me darás noticias tuyas de vez en cuando, ¿no es cierto?

—Será mejor que te hagas a la idea de que no vas a recibir ninguna noticia; así, si la recibes, te llevarás mayor alegría. Nadie va a robarte a tu Gora, no temas. No es tan valioso como tú crees. Si alguien se encapricha por mi pequeño equipaje, se lo regalo. No creas que vaya a defenderlo con la vida.

Se inclinó para tomar el polvo de los pies de Anandamoyi, y ella le bendijo, besando sus propios dedos después de haberle tocado la cabeza. No trató de disuadirle de su propósito. Anandamoyi no se oponía nunca a nada porque le causara dolor o porque temiera alguna desgracia. En su vida, tuvo que atravesar muchas dificultades y peligros y sabía lo que era el mundo. Ella no conocía el miedo, y experimentaba cierta ansiedad no porque temiese que pudiera ocurrirle una desgracia a Gora, sino porque, desde la noche anterior, sospechaba que algo le atormentaba; tenía además la completa seguridad de que era eso lo que le empujaba a emprender aquel repentino viaje.

En el mismo instante en que Gora ponía los pies en la calle, apareció Binoy llevando en la mamo, con sumo cuidado, dos rosas rojas.

—Binoy, pronto se verá si eres ave de buen o mal agüero.

—¿Es que te vas de viaje?

—Sí.

—¿Dónde vas?

—Donde el eco me llame.

—¿No tienes mejor respuesta?

—No. Madre te contará. Ahora tengo que irme.

Y con estas palabras, Gora se alejó a buen paso.

Al entrar en la habitación de Anandamoyi, Binoy depositó las dos rosas a sus pies. Recogiéndolas, ella le preguntó:

—¿De dónde las has sacado?

Binoy, eludiendo darle una respuesta concreta, dijo:

—Cuando tengo algo bueno, ante todo deseo ponerlo a tus pies. Pero, ¿estás preocupada, madre?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Has olvidado ofrecerme la hoja de betel.

Subsanada la omisión, los dos siguieron hablando hasta mediodía. Binoy no pudo arrojar ninguna luz sobre el objeto del viaje de Gora; pero cuando, en el curso de la conversación, ella le preguntó si el día anterior no había llevado a Gora a casa de Paresh Babu, Binoy le refirió con todo detalle lo sucedido allí. Anandamoyi le escuchó con gran atención.

Al despedirse, Binoy dijo:

—Madre, ¿puedo llevarme las flores, ahora que han recibido tu bendición?

Anandamoyi se echó a reír y le devolvió las rosas. Comprendía que las flores no eran objeto de tantas atenciones simplemente por su belleza; encerraban un significado mucho más hondo que un simple interés botánico.

Cuando Binoy se hubo marchado, ella reflexionó largamente sobre lo que había oído, y suplicó a Dios con todo fervor que Gora no tuviera que ser desdichado y que nada pudiera truncar su amistad con Binoy.