CAPÍTULO XX

Gora llegó a la conclusión de que sería difícil mantener a raya a Binoy si no le vigilaba de cerca, allí donde se encontraba el peligro. El mejor medio para impedir que Binoy se descarriase sería visitar con frecuencia a Paresh Babu. Así, pues, al día siguiente a la pelea se fue a casa de Binoy.

El que Gora fuese a verle tan pronto era más de lo que Binoy se hubiera atrevido a esperar, y se quedó tan asombrado como complacido. Su asombro fue en aumento cuando Gora se puso a hablar de las hijas de Paresh Babu sin el menor signo de hostilidad hacia ellas. No era necesario esforzarse mucho para despertar el interés de Binoy por el tema, y los dos amigos debatieron sobre él desde todos los ángulos, hasta bien entrada la noche.

Al dirigirse hacia su casa, Gora seguía pensando en lo mismo, y mientras estuvo despierto le fue imposible alejar de su mente aquellos pensamientos. Nunca hasta entonces experimentó tal perturbación en su cabeza; en realidad, las mujeres no fueron para él objeto de meditación. Binoy acababa de demostrarle que ellas eran una parte del problema del mundo que debía resolverse de una u otra forma, pero que en modo alguno podía desecharse.

Así, pues, cuando, al día siguiente, Binoy le dijo: «Acompáñame a casa de Paresh Babu. Siempre me pregunta por ti», accedió inmediatamente. Y no con la indiferencia que antaño demostrara. Al principio, ni Sucharita ni las hijas de Paresh Babu atrajeron su atención; luego, despertaron en él un sentimiento de desdeñosa antipatía, pero desde la noche anterior sentía verdadero interés por conocerlas. Deseaba descubrir cuál era la causa que tanto había influido en el corazón de Binoy.

Había oscurecido ya cuando llegaron a la casa. En el salón del piso superior, Haran estaba leyendo a Paresh Babu, a la luz de una lámpara de sobremesa, uno de sus artículos en inglés. Su verdadero propósito, sin embargo, no era informar a Paresh Babu, sino impresionar a Sucharita. Ella escuchaba en silencio, desde un extremo de la mesa, protegiéndose los ojos de la luz de la lámpara con un abanico de palma. Hacía todos los posibles por prestar atención, pero de vez en cuando no podía evitar distraerse.

Cuando el criado anunció la llegada de Binoy y de Gora, ella se dispuso a salir inmediatamente de la habitación, pero Paresh Babu la detuvo, diciendo:

—¿Dónde vas, Radha? Son nuestros amigos.

Sucharita volvió a sentarse, algo confusa, pero contenta de que la lectura del fatigoso artículo de Haran quedara interrumpida. La idea de volver a ver a Gora la excitaba, pero el que Haran estuviera presente le hacía sentirse violenta, no sabía si por el temor de que volvieran a discutir, o por otra causa.

El solo nombre de Gora puso a Haran en vilo. No se dignó apenas corresponder a su saludo y, luego, permaneció silencioso y malhumorado. En cuanto a Gora, en el preciso instante en que vio a Haran, sintió que se despertaban todos sus instintos batalladores.

La señora Baroda había salido de visita con sus tres hijas, y Paresh Babu debía ir a buscarlas. Cuando llegaron Gora y Binoy estaba ya a punto de marcharse, por lo que encomendó a Haran y a Sucharita la misión de atender a los visitantes; y se fue, después de susurrar que procuraría estar de vuelta lo antes posible.

Al momento, se inició una reñida batalla. El tema que se debatía era el siguiente: Vivía cerca de Calcuta cierto magistrado de distrito llamado Brownlow, con el que Paresh Babu trabó amistad en Dacca. Tanto el magistrado como su esposa demostraron siempre gran aprecio hacia Paresh Babu porque no tenía a su mujer y a sus hijas sometidas al zenana. Anualmente, con motivo de su cumpleaños, el sahib solía organizar una feria. Desde hacía algún tiempo, la señora Baroda visitaba con cierta frecuencia a la esposa del magistrado. Como sea que, en sus visitas, según su costumbre, no regateaba elogios al talento de sus hijas y a su afición por la literatura inglesa, la mem-sahib propuso, entusiasmada, que, dado que el gobernador y su esposa iban a asistir a las fiestas de aquel año, las hijas de Paresh Babu podrían representar alguna comedia corta en inglés. Baroda aceptó la idea encantada, y aquella tarde llevó a sus hijas a casa de una amiga para que ensayaran. Cuando le preguntaron si asistiría a la fiesta, Gora respondió con un rotundo «¡No!», a lo que siguió una acalorada discusión sobre ingleses y bengalíes y sus mutuas relaciones.

—La culpa es de los nuestros —afirmó Haran—. Tenemos tantas supersticiones y malas costumbres que no somos dignos.

—Aunque eso fuera verdad; por muy indignos que seamos, debería darnos vergüenza mendigar la amistad de los ingleses.

—Pero las personas realmente dignas son recibidas con el mayor respeto. Por ejemplo, estos amigos.

—Esa clase de respeto hacia determinadas personas, que sólo sirve para acentuar la humillación que se inflige a los demás, a mi modo de ver no es más que un insulto.

Haran se puso fuera de sí, y Gora continuó hostigándole hasta que lo tuvo a su merced.

Entretanto, Sucharita no apartaba los ojos de Gora. Las palabras que oía no hacían mella en su cerebro. Si se hubiera dado cuenta de que le estaba mirando con tanta atención, se habría sentido confusa, pero se había olvidado de sí misma. Él estaba sentado frente a ella, apoyado en la mesa, con sus poderosos brazos extendidos hacia delante. La luz de la lámpara daba de lleno en su amplia y blanca frente, mientras reía con desdén o fruncía el ceño con enojo. Pero en su rostro había un reflejo de dignidad que demostraba que no se recreaba en un simple juego de palabras, sino que sus opiniones eran fruto de muchos años de reflexión. Y no hablaba tan sólo con la voz; su expresión y todos los movimientos de su cuerpo subrayaban sus palabras con profunda certeza. Sucharita se sentía subyugada. Le parecía que, por primera vez en su vida, se hallaba frente a un hombre de verdad, imposible de confundir con los hombres vulgares. A su lado, Haran Babu parecía tan insignificante que sus facciones, sus gestos y hasta el traje que llevaba resultaban ridículos. Sucharita había hablado tantas veces de Gora con Binoy que había llegado a considerarle, simplemente, como el líder de un partido especial, con opiniones muy marcadas que, en el mejor de los casos, tal vez pudiera hacer algún bien al país. Ahora, mirándole a la cara, veía, no sus opiniones ni su posible utilidad para la India, sino a Gora, al hombre. Por primera vez en su vida veía lo que era un hombre y lo que era el alma de un hombre y, ante el gozo que le produjo aquel descubrimiento, se olvidó de sí misma.

El encantamiento de Sucharita no pasó desapercibido a Haran, quien, en consecuencia, no conseguía concentrarse por completo en la discusión. Al fin, levantándose con impaciencia, dijo a la muchacha, con la familiaridad de un pariente cercano.

—Sucharita, ¿quieres venir un momento? Tengo que hablarte.

Sucharita se encogió como si la hubieran golpeado, pues aunque Haran fuera recibido en la casa con la mayor cordialidad y tal vez en cualquier otro momento su brusquedad no la hubiera molestado, el oírse interpelada así en presencia de Gora y de Binoy, le produjo el efecto de un insulto, especialmente al observar la rápida mirada que le dirigió Gora, que daba a entender que él consideraba las palabras de Haran como una ofensa imperdonable. Al principio, la muchacha hizo como si no le hubiera oído. Entonces, Haran, enojado, repitió:

—¿No me has oído, Sucharita? Tengo que hablarte. Haz el favor de venir conmigo a la habitación de al lado un momento.

—Espera a que vuelva mi padre —replicó Sucharita sin mirarle—; entonces podrás decirme lo que sea.

—Me temo que estemos estorbado —dijo Binoy—. Nos vamos.

—No, Binoy Babu —dijo Sucharita precipitadamente—. No podéis marcharos tan pronto. Mi padre dijo que le esperaseis. Ya no puede tardar mucho.

En su voz había tal nota de ansiedad que se hubiera dicho que era un cervatillo al que amenazaban con entregarle a un cazador.

Haran salió de la habitación dando grandes zancadas.

—Yo no puedo esperar más. Tengo que marcharme —dijo.

Una vez en la calle, se arrepintió de su impetuosidad; pero no pudo encontrar ninguna excusa para volver.

Sucharita, roja de vergüenza, bajó la cabeza, sin saber qué hacer ni qué decir.

Fue entonces cuando Gora tuvo ocasión de estudiar su rostro. ¿Dónde estaban la presunción y el descaro que él asociara siempre con las muchachas educadas? Sí, su expresión era de viva inteligencia, pero dulcificada por la modestia y la timidez. Su frente era pura e inmaculada como el cielo de otoño; sus labios, callados, parecían un tierno capullo en el que estaban impresas las suaves curvas de la palabra no pronunciada. Gora nunca había mirado de cerca el traje de una mujer moderna. Lo condenó sin verlo. Pero, en aquel momento, el nuevo sari que envolvía la figura de Sucharita le pareció admirable.

La muchacha tenía una mano descansando sobre la mesa. Aquella mano, que asomaba a la fruncida manga de su corpiño, fue, a los ojos de Gora, como el gracioso mensaje de un corazón amigo. A la suave luz de la lámpara que envolvía a Sucharita, toda la habitación, con sus sombras, los cuadros de las paredes y su sobrio mobiliario, le pareció de pronto la imagen del hogar embellecido por los hábiles toques de una mano de mujer.

Poco a poco, bajo su mirada, la muchacha fue cobrando realidad y vida propia, desde los rebeldes rizos que se escapaban de su sien, hasta el borde del sari. La vio, al mismo tiempo, completa y en detalle.

Durante un rato, todos observaron un violento silencio; luego, Binoy, dirigiéndose a Sucharita, volvió sobre cierta discusión que habían tenido días atrás.

—Como te decía el otro día —empezó—, hubo un tiempo en que creía que no quedaba la menor esperanza para nuestro país ni para nuestra sociedad, que siempre se nos consideraría menores de edad, y a los ingleses, tutores nuestros. Ésta es aún la opinión de la mayoría de nuestros compatriotas. Con este criterio, la gente o se mantiene sumergida en su egoísmo, o permanece indiferente a su destino. En cierto momento, pensé seriamente en solicitar un cargo oficial valiéndome de la influencia de que goza el padre de Gora. Pero Gora, con sus protestas, me hizo recobrar el sentido.

Y Gora, al ver que Sucharita hacía un leve gesto de extrañeza, añadió, por su parte:

—No creas que mis palabras nacieran de tu sentimiento de odio contra el Gobierno. Pero, por regla general, los que trabajan para él acaban por sentirse tan orgullosos de la fuerza del Gobierno que cualquiera diría que es la suya, y tienden a formar una clase aparte del resto de sus compatriotas. Y esta tendencia se manifiesta cada día con mayor claridad. Yo tengo un pariente que fue magistrado-delegado. El magistrado del distrito solía censurarle: «Babu, ¿por qué absuelve tu tribunal a tanta gente?» Y él contestaba: «Existe un buen motivo para ello, sahib: aquellos a quienes tú condenas a ir a la cárcel no son para ti más que gatos o perros; pero los que yo tengo que condenar son hermanos míos.» En aquel tiempo había muchos compatriotas capaces de decir tan nobles palabras, y tampoco faltaban los ingleses que supieran escucharlas; pero hoy a los funcionarios se les ha subido el poder a la cabeza, y los magistrados-delegados han llegado a considerar a sus compatriotas poco menos que como perros. Y la experiencia nos enseña que cuanto más ascienden en el servicio peores se vuelven. Quien se coloca sobre los hombros de otras personas, tiene que mirarlas con condescendencia, y en el mismo momento en que las considere inferiores a él, empezará a ser injusto. Y esto no puede traer consigo nada bueno.

Y descargó sobre la mesa tal puñetazo que hizo temblar la lámpara.

—Gora —sonrió Binoy—, la mesa no es propiedad del Gobierno, y la lámpara pertenece a Paresh Babu.

Gora soltó una sonora carcajada que llenó la casa, y Sucharita se sintió agradablemente sorprendida, al comprobar que aquel hombre sabía reírse con la alegría de un chiquillo aun de un chiste hecho a costa suya. A Sucharita nunca se le había ocurrido que los hombres de grandes ideas pudieran reír con alegría.

Aquella noche, Gora habló de muchos temas y aunque Sucharita permanecía callada, se observaba en su rostro tan calurosa aprobación que él se enardecía más y más. Al fin, dijo, dirigiéndose especialmente a la muchacha.

—Recuerda esto: si creemos que porque los ingleses sean fuertes nosotros nunca podremos llegar a serlo a menos que les imitemos en todo, no iremos a ninguna parte; sólo te pido una cosa: penetra en la India, acepta de ella todo lo bueno y todo lo malo. Si hallas males, trata de curarlos desde dentro; pero contémplalos con tus propios ojos, compréndelos, piensa en ellos, identifícate con quienes los padecen. Si te mantienes en actitud de oposición, imbuida de ideas cristianas, mirándolos desde fuera, nunca los comprenderás; herirás sin conseguir ningún bien.

Gora llamaba a esto una petición; pero más parecía una orden. Eran tan impetuosas sus palabras que no admitían réplica.

Sucharita le escuchaba con la cabeza inclinada y el corazón palpitante al verse interpelada con tanta vehemencia. Poniendo a un lado su timidez, preguntó con sencilla modestia:

—Nunca pensé de ese modo. Pero quisiera preguntarte una cosa: ¿Cuál es la relación entre patria y religión? ¿Es que la religión no va más allá de la patria?

Esta pregunta, en aquella voz suave y bien timbrada, sonó dulce en los oídos de Gora, y la expresión con que le miró Sucharita la dulcificó más todavía.

—Aquello que es más grande que la patria sólo puede revelársenos a través de ella. Dios ha manifestado su naturaleza única y eterna en distintas formas. Pero quienes dicen que la verdad es una y, por consiguiente, sólo hay una religión verdadera, aceptan tan sólo esta verdad, es decir: que la verdad es ilimitada. La unidad infinita se manifiesta en la multiplicidad infinita. Yo te aseguro que verás el sol en el claro cielo de la India; por lo tanto, no tienes necesidad de cruzar el océano para contemplarlo desde el ventanal de una iglesia cristiana.

—¿Quieres decir que para la India existe un camino especial que lleva hasta Dios? ¿En qué consiste su especialidad?

—Consiste en esto: Está reconocido que el Ser Supremo, del que no existe definición, se manifiesta dentro de ciertos límites; todas las cosas, grandes y pequeñas, sutiles y groseras, son de Él. Él tiene todos los atributos y, al mismo tiempo, carece de atributo; todas las formas y carece de forma. En otros países se ha intentado confinar a Dios dentro de una sola definición. También en la India, ¡qué duda cabe!, se ha intentado comprender a Dios en uno u otro de sus aspectos especiales, pero tales intentos nunca han sido considerados como definitivos, ni a ninguno se ha atribuido la exclusiva de la verdad. No ha habido apóstol que no reconociera que Dios, por ser infinito llega más lejos de los límites dentro de los que él, personalmente, le coloca.

—El sabio apóstol tal vez lo reconozca, pero ¿y los demás? —preguntó Sucharita.

—Yo siempre he afirmado que, en todos los países, los ignorantes tergiversan la verdad —repuso Gora.

—Pero, ¿es que en nuestro país la tergiversación no llega más lejos que en ningún otro? —insistió Sucharita.

—Tal vez. Pero eso es sólo porque la India ha querido admitir plenamente los dos aspectos opuestos: lo útil y lo grosero, lo interno y lo externo, el espíritu y la materia, para que aquellos que no alcancen a comprender el aspecto sutil puedan quedarse con el grosero, que, reformado por su ignorancia, acaba en horribles monstruosidades. De todos modos, no debemos desgajamos de esa forma grande, variada y maravillosa en que la India ha tratado de encontrar la única verdad, en lo temporal y en lo espiritual, desde todos los puntos de vista, con formas y sin ellas, con los sentidos y con el entendimiento; ni cometer la insensatez de aceptar, en su lugar, como única religión, ese combinado de teísmo y ateísmo árido, estrecho e insustancial preparado por la Europa del siglo dieciocho.

Sucharita permaneció sumida en sus pensamientos y, al verla callada, Gora prosiguió:

—Por favor, no me tomes por un fanático, ni mucho menos por uno de esos que de repente se convierten a la ortodoxia; mis palabras no van con ellos. Mi espíritu está en éxtasis ante esa unidad profunda y grandiosa que he descubierto bajo todas las manifestaciones y las luchas de la India, y esto me impide caer en el polvo donde se encuentran mis compatriotas más pobres e ignorantes. Algunos comprenderán este mensaje y otros no; pero eso no importa, ni me impide sentirme fundido con mi patria y con su pueblo; y no me cabe la menor duda de que en el interior de todos ellos nuestro espíritu va trabajando, secreta pero constantemente.

Las palabras de Gora, pronunciadas en su voz recia y profunda, parecían vibrar en las paredes y en los muebles de la habitación. No eran aquéllas palabras que Sucharita pudiera comprender plenamente; pero se sentía sobrecogida y acongojada al vislumbrar que la vida no puede encerrarse dentro del marco de la familia o de una secta.

No hablaron más, pues de la escalera llegaba ruido de risas y carreras. Paresh Babu volvía con sus hijas, y Sudhir les estaba haciendo objeto de algunas de sus bromas.

Al ver a Gora, Lolita y Satish recobraron su compostura y se quedaron en la habitación, pero Labonya salió precipitadamente. Satish se acercó a Binoy y empezó a cuchichearle cosas al oído; Lolita se sentó detrás de Sucharita, en la semioscuridad.

A continuación, entró Paresh Babu.

—Me he retrasado —dijo—. Panu Babu se ha marchado, por lo que veo.

Como Sucharita no respondiera, Binoy explicó:

—Sí; no pudo quedarse.

Gora se levantó y haciendo a Paresh Babu una respetuosa reverencia, dijo:

—También nosotros tenemos que irnos.

—No hemos podido hablar mucho —dijo Paresh Babu—. Confío que vengas a vernos de vez en cuando, si tienes tiempo para ello.

Cuando Gora y Binoy iban a salir de la habitación, llegó la señora Baroda.

—Pero, ¿es que ya os vais? —exclamó.

—Sí —respondió Gora secamente.

Pero Baroda se volvió hacia Binoy y le dijo:

—Binoy Babu, no puedes marchar; tienes que quedarte a cenar con nosotros. Deseo hablar contigo.

Al oír la invitación, Satish saltó de alegría y, cogiendo la mano de Binoy, exclamó:

—¡Sí, sí, que se quede, que se quede! No dejes que se marche, madre. Y esta noche tiene que dormir conmigo.

Al ver que Binoy vacilaba, Baroda se volvió hacia Gora y le dijo:

—¿Tienes que llevarte a Binoy Babu? ¿Lo necesitas para algo urgente?

—No, no; para nada en absoluto —se apresuró a decir Gora—. Binoy, quédate; yo me marcho.

Y salió rápidamente.

Cuando la señora Baroda pidió consentimiento a Gora, Binoy no pudo evitar lanzar una mirada furtiva a Lolita, la cual volvió el rostro sonriendo. Binoy no podía darse por ofendido por aquellas pequeñas burlas de Lolita y, no obstante, le herían como alfilerazos. Cuando se hubo sentado de nuevo, Lolita le dijo:

—Binoy Babu, más te hubiera valido escapar.

—¿Por qué?

—Mi madre está tramando colocarte en una situación comprometida —explicó Lolita—. Nos falta un actor para la función de cumpleaños del magistrado, y madre se ha propuesto que tú llenes el vacío.

—¡Cielos! —exclamó Binoy—. Eso es imposible.

—Ya le advertí a madre que no podrías —rió Lolita—. Le dije que tu amigo nunca te permitiría tomar parte en la comedia.

Binoy se encogió bajo el golpe y dijo:

—No se trata de discutir la opinión de mi amigo; no he actuado nunca. ¿Por qué elegirme a mí, precisamente?

—¿Y nosotras? —se lamentó Lolita—. ¿Crees que nos hemos pasado la vida en un escenario?

En aquel momento volvió a entrar la señora Baroda, y Lolita le dijo:

—Madre, será inútil que trates de convencer a Binoy Babu para que tome parte en la comedia, a menos que antes consigas la autorización de su amigo…

—No hay por qué mezclar en esto a mi amigo —interrumpió Binoy, angustiado—. Sencillamente, no sé hacer teatro.

—No te preocupes por eso —exclamó Baroda—. Ya aprenderás. ¿Es que no eres capaz de hacer lo que pueden hacer ellas? ¡Tonterías!

Y a Binoy no le quedó ninguna escapatoria.