Binoy meditó las palabras de Anandamoyi. Nunca desatendía sus consejos, ni en las cosas más insignificantes; y durante toda la noche se sintió oprimido por un gran pesar.
A la mañana siguiente, se sintió relevado de toda obligación, pues había pagado, al fin, un precio adecuado por la amistad de Gora. Sintió que aquel compromiso contraído de por vida le daba derecho a tomarse ciertas libertades en otros aspectos. Su compromiso matrimonial le eximía para siempre de la infundada sospecha de que fuera a abandonar la ortodoxia para casarse con una mujer brahmo. De este modo, Binoy empezó a hacer sin el menor escrúpulo constantes visitas a la casa de Paresh Babu. Nunca le resultó difícil sentirse como en su casa cuando estaba rodeado de personas de su agrado. Vencidas las dudas que sintiera en un principio a causa de Gora, no tardó en ser considerado por los de la casa como de la familia.
En un principio, Lolita se levantó en armas contra Binoy, pero sólo mientras creyó que Sucharita se sentía atraída por el muchacho. Cuando vio claramente que ella no albergaba tiernos sentimientos hacia él, dejó de mostrarse huraña y admitió de buen grado que Binoy era muy simpático.
Ni siquiera Haran le demostraba antagonismo; al contrario, parecía deseoso de subrayar el hecho de que Binoy sabía lo que eran buenos modales, para dar a entender que Gora no lo sabía. Y como Binoy no litigaba con él, táctica en la que le secundaba Sucharita, nunca dio motivo para que se turbara la paz a la hora del té.
Pero, cuando Haran no estaba presente. Sucharita instaba a Binoy a exponer sus opiniones sobre cuestiones sociales. La muchacha no se explicaba que dos personas educadas, como Gora y Binoy, justificaran las antiguas supersticiones del país. De no conocerlos personalmente, sus puntos de vista no la habrían intrigado; los hubiera rechazado con desdén; pero conociendo a Gora eso era imposible. Y siempre que surgía la oportunidad, ella llevaba la conversación hacia las opiniones y forma de vida de Gora y, con sus preguntas y objeciones, ahondaba más y más en el tema. Paresh Babu consideraba útil para Sucharita el que la muchacha conociera las opiniones de todas las sectas, y no temía que aquellas conversaciones le apartaran de sus creencias.
En cierta ocasión, Sucharita preguntó:
—Dime, ¿es que Gourmohan Babu cree realmente en la casta, o sólo dice creer en ella por amor al país?
—Tú admites que una escalera ha de tener peldaños, ¿verdad? Y no te importa que unos tengan que ser más altos que otros.
—No me importa; porque tengo que subirlos. Pero en terreno llano no los admitiría.
—Exactamente —dijo Binoy—. La escalera, que es la sociedad, tiene por objeto permitir que los hombres alcancen las alturas, donde se encuentra su meta. Si considerásemos a la sociedad, o al mundo en sí, como nuestro objetivo, entonces no habría necesidad de admitir todas esas diferencias, entonces el concepto europeo de la sociedad, atropellarse unos a otros para ocupar el máximo espacio posible, sería asimismo bueno para nosotros.
—Temo no acabe de comprenderte —objetó Sucharita—. Lo que yo pregunto es esto: ¿Insinúas que el fin por el que según dices, se crearon las castas en nuestra sociedad ha sido alcanzado?
—En este mundo, no resulta fácil afirmar que se ha alcanzado un fin. La India ofreció una gran solución al problema social, y esta solución es el sistema de castas, que en estos momentos sigue desarrollándose ante los ojos del mundo. Europa todavía no ha podido ofrecer nada mejor. Allí, la sociedad es una lucha incesante. La sociedad humana espera todavía ver el resultado de la solución ofrecida por la India.
—Te ruego que no te enfades —dijo Sucharita con timidez—. Pero dime, ¿estás repitiendo las opiniones de Gourmohan Babu o crees realmente todo eso?
—A decir verdad, no tengo la convicción de Gora. Cuando veo los defectos de nuestra sociedad y los abusos que se cometen bajo nuestro sistema de castas, no puedo menos que expresar mis dudas. Pero dice Gora que la duda es sólo el resultado de querer ver con demasiado detalle las cosas grandes; ver en las ramas despedazadas y las hojas muertas lo esencial del árbol es, simplemente, el resultado de la impaciencia intelectual. Dice Gora que no pide alabanza para las ramas mustias; lo que él quiere es que miremos al árbol en sí y tratemos de comprender su finalidad.
—Dejemos a un lado las ramas muertas —dijo Sucharita—; no me negarás que tenemos derecho a considerar los frutos. ¿Qué fruto ha dado la casta a nuestro país?
—Lo que tú llamas el fruto de la casta no es eso sólo; es el resultado de la totalidad de las condiciones de vida. Si quieres morder con un diente que se mueve, sientes dolor; pero no echas la culpa a toda la dentadura, sino al hecho de que uno de los dientes se mueve. Porque nos hayan atacado, por diferentes causas, la enfermedad y la debilidad, lo único que se nos ocurre hacer es deformar el ideal de la India y no dejarlo fructificar. Es por eso por lo que Gora nos exhorta a mantenernos sanos y fuertes.
—Muy bien. Entonces consideras al brahmán como una especie de divinidad. ¿Crees realmente que el polvo de sus pies purifica?
—¿Acaso no es creación nuestra la mayor parte de la pleitesía que rendimos en este mundo? ¿Hubiera sido poca cosa para la sociedad si hubiéramos conseguido crear verdaderos brahmanes? Queremos hombres divinos, superhombres, y los tendremos, si sabemos desearlos con toda nuestra fuerza. Pero si los deseamos de mentirijillas, tendremos que contentarnos con ensuciar la tierra con granujas que saben de todas las maldades y a los que nosotros mismos permitimos que se ganen la vida sacudiendo sobre nuestras cabezas el polvo de sus pies.
—Pero ¿se encuentran en algún sitio esos superhombres de los que tú hablas?
—Se encuentran en lo más íntimo del corazón de la India, de la misma forma en que el árbol se encuentra en la semilla. Otros países desean generales como Wellington, científicos como Newton o millonarios como Rotschild; el nuestro desea al brahmán, al brahmán que no conoce el miedo, que odia la avaricia, que alivia las penas y que no repara en las pérdidas; el ser que está unido al Ser Supremo. La India desea al brahmán de mente firme, libre y despejada. Cuando lo tenga alcanzará la libertad. Ni inclinamos la frente ante reyes porque sean reyes ni nos sentamos al yugo de los opresores porque les tengamos miedo. No; nuestras cabezas se inclinan porque nos sentimos atrapados en las redes de nuestra codicia. Somos esclavos de nuestra insensatez. No queremos que nadie luche ni comercie por nosotros ni se afane por procurarnos bienes materiales.
Paresh Babu se había limitado a escuchar, pero, en este momento, dijo:
—Yo no puedo decir que conozca la India; y, desde luego, no sé qué es lo que la India quiere ni si lo ha conseguido nunca… Pero ¿se puede volver atrás? Hemos de luchar por lo que nos puede ofrecer el presente. ¿Qué objeto tiene alargar los brazos en vana llamada al pasado?
—A menudo he pensado y hablado como vos —dijo Binoy—; pero, como dice Gora, ¿podemos abandonar este pasado, dándolo por muerto? Está siempre con nosotros; pues nada que haya sido verdad puede alejarse.
—La forma en que tu amigo habla de estas cosas no es la misma en que habla el pueblo —objetó Sucharita—. ¿Cómo podemos, pues, estar seguros de que habláis en nombre del país?
—No vayas a creer que mi amigo es de los que se ufanan de ser estrictos hindúes. Él observa el íntimo significado del hinduismo, y de tal modo que nunca se le ha ocurrido considerar que la vida de un verdadero hindú sea tan baladí que se contamine al más ligero contacto y se rompa si es tratada con brutalidad.
—No obstante —sonrió Sucharita—, me pareció bastante escrupuloso por lo que respecta al contacto.
—Estos escrúpulos son característicos. Cuando alguien le interroga, contesta: «Sí; creo firmemente que la casta puede perderse mediante el contacto, que ciertos alimentos hacen perder la pureza…; todo es verdad.» Pero yo sé bien que esto no es más que su dogmatismo. Cuanto más absurdas parecen sus opiniones, tanto más firmemente las expresa. Insiste en que es indispensable una rígida y estricta observancia de todas las reglas, pues teme que si cediera en los puntos de poca importancia los necios podrían creerse con derecho a quebrantar los más vitales, o los adversarios ufanarse de una victoria. Por eso no quiere aflojar, ni siquiera conmigo.
—También entre los brahmos hay muchos como él —dijo Paresh Babu—. Quieren romper completamente con el hinduismo, por temor que los de fuera caigan en el error de creer que disculpan sus malas costumbres. Para esa gente resulta difícil llevar una vida natural, pues o simulan o exageran, y creen que la verdad es tan frágil que es un deber protegerla con la fuerza o con el engaño. Son los fanáticos cuya obsesión es: «La verdad depende de mí. Yo no dependo de la verdad.» Por lo que a mí respecta, ruego a Dios que me permita ser siempre un sencillo y humilde seguidor de la verdad, ya sea en un templo brahmo ya en una capilla hindú; que no haya obstáculo externo que me impida seguirla.
Pronunciadas estas palabras, Paresh Babu guardó silencio un rato, como dejando reposar a su mente en lo más profundo de su ser.
Aquellas últimas palabras parecieron elevar el tono de la conversación; no por las palabras en sí, sino por la paz que emanaba del anciano. Los rostros de Lolita y Sucharita resplandecían de veneración. Tampoco Binoy sintió deseos de decir más. Comprendía que Gora era arbitrario; aquella paz simple y confiada que envuelve los pensamientos, palabras y actos de los que poseen la verdad, no se hallaba en Gora. Y, al oír hablar a Paresh Babu, Binoy se sintió apesadumbrado.
Aquella noche, cuando Sucharita se había ya acostado, Lolita fue a sentarse en el borde de su cama. Sucharita comprendió que Lolita estaba preocupada por algo y que Binoy no era ajeno a ello. Así, pues, para darle pie, empezó:
—Realmente, Binoy Babu me agrada muchísimo.
—Será porque siempre está hablando de Gourmohan Babu —observó Lolita.
Aunque Sucharita comprendió la intención de estas palabras, prefirió no darse por enterada y dijo, con aire de inocencia:
—Es verdad. Me divierte enormemente oír de sus labios las opiniones de Gourmohan Babu. Casi me da la sensación de que es a éste a quien estoy oyendo.
—¡Pues a mí no me divierte en absoluto! —exclamó Lolita airadamente—. ¡Me pone furiosa!
—¿Por qué? —preguntó Sucharita, sorprendida.
—Siempre Gora, Gora y Gora, un día y otro. Tal vez su amigo Gora sea un gran hombre, pero ¿no lo es él, también?
—Es verdad; pero no creo que su afecto le impida serlo.
—Su amigo le ha eclipsado de tal modo que Binoy Babu no tiene ninguna oportunidad para salir a la luz. Es como si una cucaracha se hubiera tragado a un mosquito; me subleva que el mosquito se deje coger, y no por eso respeto más a la cucaracha.
Sucharita, a la que la furia de Lolita divertía extraordinariamente, no hizo ningún comentario y se limitó a echarse a reír.
—Ríete, si quieres, Didi —prosiguió Lolita—, pero te aseguro que si alguien intentara hacerme sombra a mí, no lo aguantaría ni un solo momento. Tú misma, por ejemplo, digan lo que digan, nunca has querido relegarme a segundo lugar; no va con tu carácter, y por eso te tengo tanto cariño. En realidad es una lección que hemos aprendido de nuestro padre; él tiene para cada uno un lugar.
Las dos muchachas eran, de toda la casa, las que más admiraban a Paresh Babu. A la sola mención de la palabra padre parecía esponjárseles el corazón.
—¡Vaya idea! ¡Comparar a nadie con nuestro padre! —exclamó Sucharita—. Pero digas lo que digas, Binoy Babu habla divinamente.
—Pero mujer, ¿no comprendes que tus ideas suenan tan bien precisamente porque no son tuyas? Si hablara de lo que él piensa realmente sus palabras serían sencillas y sensatas; no sonarían a cosa prefabricada, y me gustaría mucho más.
—Y ¿por qué enfadarse, querida? Eso sólo quiere decir que ha hecho suyas las ideas de Gourmohan Babu.
—Si fuera verdad sería horroroso. ¿Es que Dios nos ha dotado de inteligencia para que expongamos las ideas ajenas y de boca para que repitamos las frases de los demás?
—¿No te das cuenta de que es porque Binoy Babu quiere tantísimo a Gourmohan Babu por lo que han llegado a pensar de la misma forma?
—¡No, no, no! —exclamó Lolita—. No es eso lo que ha ocurrido. Simplemente, Binoy Babu ha adquirido la costumbre de repetir todo lo que dice Gourmohan Babu. Esto no es amistad, es esclavitud. Quiere engañarse diciéndose que tiene las mismas opiniones de su amigo. Y cuando entre dos personas existe un gran cariño pueden ir juntas sin estar de acuerdo, uno puede rendirse con los ojos abiertos. ¿Por qué no admite que acepta las opiniones de Gourmohan Babu porque le quiere? ¿Acaso no es evidente? Con sinceridad, Didi, ¿no lo crees tú así?
Sucharita nunca había pensado en ello. Toda su curiosidad se centraba en Gora y nunca sintió el deseo de estudiar a Binoy por separado. Por lo que, sin dar una respuesta directa a la pregunta de Lolita, dijo:
—Bien. Supongamos que tienes razón. ¿Qué se puede hacer?
—Me gustaría desatar esos lazos y librarle de su amigo.
—¿Por qué no lo intentas?
—Yo no podría hacer gran cosa; pero si tú te lo propusieras sería distinto.
Sucharita no ignoraba que había adquirido cierto ascendiente sobre Binoy, pero trató de tomarlo a broma. Lolita continuó:
—Lo único que me gusta de él es la forma en que lucha por sustraerse al control de Gourmohan Babu desde que siente tu influencia. Otro cualquiera, en su lugar, hubiera empezado a escribir una comedia contra las muchachas brahmo; pero él conserva un criterio amplio, como lo demuestran sus atenciones hacia ti y su respeto hacia nuestro padre. Tenemos que tratar de ayudarle a mantenerse sobre sus propios pies. Es insoportable pensar que viva tan sólo para predicar las opiniones de su amigo.
En aquel momento, entró Satish en la habitación, gritando:
—¡Didi! ¡Didi!
Binoy le había llevado al circo y, a pesar de que era ya tarde, Satish no pudo contener su entusiasmo por el espectáculo, presenciado por primera vez en su vida. Después de describir cuanto había visto, dijo:
—Hubiera querido convencer a Binoy Babu para que pasase la noche aquí, pero después de entrar en casa, volvió a marcharse, despidiéndose hasta mañana. Didi, le dije que un día tendría que llevaros a vosotras.
—¿Y qué te contestó él? —preguntó Lolita.
—Que las chicas se asustan de los tigres. Pero yo no me asusté —y Satish arqueó el pecho con orgullo.
—¡Vaya!, ¿eso dijo? —comentó Lolita—. Ya sé la clase de valiente que es tu amigo, Binoy Babu. Oye, Didi, hemos de obligarle a que nos lleve al circo.
—Mañana dan función de tarde —dijo Satish.
—¡Magnífico! Iremos mañana —decidió Lolita.
Al día siguiente, cuando llegó Binoy, ella exclamó.
—Llegas a tiempo, Binoy Babu. Vámonos.
—¿Dónde? —preguntó él, sorprendido.
—Al circo, naturalmente.
¡Al circo! ¡Sentarse delante de todo el mundo, a la luz del día, rodeado de mujeres! Binoy estaba petrificado.
—Supongo que Gourmohan Babu se enfadará, ¿verdad? —prosiguió Lolita.
Binoy se puso en guardia.
—Gourmohan Babu tiene opiniones muy claras respecto a acompañar a las muchachas al circo, ¿no es cierto? —insistió Lolita.
Él repuso con firmeza:
—Desde luego, las tiene.
—Haznos una exposición de ellas, te lo ruego. Voy en busca de mi hermana para que pueda oírlas también.
Binoy sintió el alfilerazo, pero se echó a reír.
—¿De qué te ríes, Binoy Babu? —continuó Lolita—. Ayer dijiste a Satish que las chicas tienen miedo de los tigres. ¿Tú no tienes nunca miedo de nadie?
Después de esto, no tuvo más remedio que acompañarlas al circo. Y no fue lo peor: mientras se dirigían hacia allí, le sobró tiempo para reflexionar sobre el concepto que debía de merecer no sólo a Lolita, sino a las demás muchachas de la casa, a causa de sus relaciones con Gora.
Cuando a los pocos días, Lolita volvió a ver a Binoy, le preguntó, con aire de inocente curiosidad:
—¿Hablaste con Gourmohan Babu de nuestra visita al circo?
Esta vez, la pregunta le hirió visiblemente, haciéndole sonrojarse.
—No; todavía no —respondió con expresión dolorida.